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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (2 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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Yo era una contradicción en esencia, como se suele decir. La gente me consideraba serio y de altas miras, o alegre e imprudente, o sincero y formal, o descuidado y despreocupado. Era todo eso a la vez... y algo más, algo que nadie sospechaba, yo menos que nadie. Cuando era un niño de seis o siete años, solía sentarme en la mesa de trabajo de mi abuelo y leer para él, mientras cosía. Lo recuerdo vivamente en los momentos en que, apretando la plancha caliente contra la costura de una chaqueta, se quedaba con una mano sobre la otra y miraba soñador por la ventana. Recuerdo la expresión de su cara, cuando se quedaba soñando así, mejor que el contenido de los libros que leía, mejor que las conversaciones que sosteníamos o que los juegos en que participaba en la calle. Solía preguntarme con qué estaría soñando, qué era lo que le hacía quedarse así ensimismado. Todavía no había yo aprendido a soñar despierto. Siempre estaba lúcido, en el presente, y entero. Su ensueño me fascinaba. Sabía que no tenía relación con lo que estaba haciendo, que no pensaba lo más mínimo en ninguno de nosotros, que estaba solo y estando solo se sentía libre. Yo nunca me sentía solo, y menos que nunca cuando estaba solo. Me parecía que siempre estaba acompañado; era como una migaja de un gran queso, que era el mundo, supongo, aunque nunca me detuve a pensarlo. Pero sé que nunca existí separado, nunca pensé que fuera yo el gran queso, por decirlo así. De modo que, incluso cuando tenía razones para sentirme desdichado, para quejarme, para llorar, tenía la ilusión de participar en una desdicha común, universal. Cuando lloraba, el mundo entero lloraba: y así lo imaginaba. Muy raras veces lloraba. La mayoría de las veces estaba contento, me divertía. Me divertía porque, como he dicho antes, en realidad todo me importaba tres cojones. Estaba convencido de que, si las cosas me salían mal, le salían mal a todo el mundo. Y generalmente las cosas sólo salían mal cuando uno se preocupaba demasiado. Eso se me quedó grabado desde muy niño. Por ejemplo, recuerdo el caso de mi amigo de la infancia Jack Lawson. Durante todo un año estuvo en cama víctima de los peores sufrimientos. Era mi mejor amigo, o por lo menos eso decía la gente. Bueno, pues, al principio probablemente lo compadecía y quizá de vez en cuando pasaba por su casa para preguntar por él, pero al cabo de un mes o dos me volví completamente insensible a su sufrimiento. Me decía que tenía que morir y que cuanto antes mejor, y, después de haber pensado eso, actué en consecuencia, es decir, que muy pronto lo olvidé, lo abandoné a su suerte. Por aquel entonces sólo contaba doce años y recuerdo que me sentí orgulloso de mi decisión. También recuerdo el entierro... lo vergonzoso que fue. Allí estaban, amigos y parientes, todos congregados en torno al féretro y todos ellos llorando a gritos como monos enfermos. La madre, sobre todo, me daba cien patadas. Era una persona rara, espiritual, adepta de la
Christian Science,
creo, y, aunque no creía en la enfermedad ni en la muerte tampoco, armó tal escándalo, que era como para que el propio Cristo se hubiera alzado de la tumba. Pero, ¡su amado Jack, no! No, Jack yacía allí frío como el hielo y rígido y sordo a sus llamadas. Estaba muerto y la cosa no tenía vuelta de hoja. Yo lo sabía y me alegraba. No desperdicié lágrimas en relación con ello. No podía decir que había pasado a mejor vida porque, al fin y al cabo, su «él» había desaparecido. El se había ido y con él los sufrimientos que había soportado y el dolor que involuntariamente había causado a otros. «¡Amén!», dije para mis adentros, y acto seguido, como estaba ligeramente emocionado, me tiré un sonoro pedo... justo al lado del ataúd.

Eso de tomar las cosas en serio... recuerdo que no me apareció hasta la época en que me enamoré por primera vez. Y ni siquiera entonces me las tomaba demasiado en serio. Si lo hubiera hecho verdaderamente, no estaría ahora aquí escribiendo sobre eso: habría muerto de pena, o me habría ahorcado. Fue una mala experiencia porque me enseñó a vivir una mentira. Me enseñó a sonreír cuando no lo deseaba, a trabajar cuando no creía en el trabajo, a vivir cuando carecía de razón para seguir viviendo. Incluso cuando la hube olvidado, conservé la costumbre de hacer aquello en lo que no creía.

Desde el principio todo era caos, como he dicho. Pero a veces llegué a estar tan cerca del centro, del núcleo de la confusión, que me asombra que no explotara todo a mi alrededor.

Es costumbre achacar todo a la guerra. Yo digo que la guerra no tuvo nada que ver conmigo, con mi vida. En una época en que otros conseguían puestos cómodos, yo pasaba de un empleo miserable a otro, sin ganar nunca lo suficiente para subsistir. Casi tan rápidamente como me contrataban me despedían. Me sobraba inteligencia, pero inspiraba desconfianza. Dondequiera que fuese fomentaba discordia: no porque fuera idealista, sino porque era como un reflector que revelaba la estupidez y futilidad de todo. Además, no era un buen lameculos. Eso me marcaba, indudablemente. Cuando solicitaba trabajo, notaban al instante que me importaba un comino que me lo dieran o no. Y, naturalmente, por lo general me lo negaban. Pero al cabo de un tiempo el simple hecho de buscar trabajo se convirtió en una actividad, en un pasatiempo, por decirlo así. Me presentaba y me ofrecía para cualquier cosa. Era una forma de matar el tiempo: no peor, por lo que veía, que el propio trabajo. Era mi propio jefe y tenía mi horario propio, pero, a diferencia de otros jefes, provocaba mi propia ruina, mi propia bancarrota. No era una sociedad ni un consorcio ni un estado ni una federación o comunidad de naciones: si a algo me parecía, era a Dios.

Aquella situación se prolongó desde mediados de la guerra aproximadamente hasta... pues, hasta un día en que caí en la trampa. Por fin llegó un día en que deseé de verdad y desesperadamente un trabajo. Lo necesitaba. Como no tenía un minuto que perder, decidí coger el peor trabajo del mundo, el de repartidor de telegramas. Entré en la oficina de personal de la compañía de telégrafos —la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica— hacia el anochecer, dispuesto a pasar por el aro. Acababa de salir de la biblioteca pública y llevaba bajo el brazo unos libros voluminosos sobre economía y metafísica. Para mi gran asombro, me negaron el empleo.

El tipo que me rechazó era un enano que estaba a cargo del conmutador. Pareció tomarme por un estudiante universitario, a pesar de que en mi solicitud quedaba claro que hacía mucho tiempo que había acabado los estudios. Incluso me había adornado en la solicitud con el título de licenciado en filosofía por la Universidad de Columbia. Al parecer, el enano que me había rechazado lo había pasado por alto o bien le había parecido sospechoso. Me enfurecí, tanto más cuanto que por una vez en mi vida solicitaba trabajo en serio. No sólo eso, sino que, además me había tragado mi orgullo, que en cierto sentido es bastante grande. Naturalmente, mi mujer me obsequió con sus habituales mirada y sonrisa despectivas. Dijo que me había limitado a hacerlo por cumplir. Me fui a la cama pensando en ello, irritado todavía, y a medida que pasaba la noche, aumentaba mi enojo. El hecho de tener una mujer y una hija a quienes mantener no era lo que más me preocupaba; la gente no te ofrecía empleos porque tuvieras una familia a la que alimentar, eso lo entendía perfectamente. No, lo que me irritaba era que me hubiesen rechazado a
mí,
a Henry V. Miller, a un individuo competente, superior, que había solicitado el empleo más humilde del mundo. Aquello me indignaba. No podía sobreponerme. Por la mañana me levanté muy temprano, me afeité, me puse mis mejores ropas y salí al galope hacia el metro. Me dirigí inmediatamente a las oficinas principales de la compañía de telégrafos... hasta el piso vigésimo quinto o dondequiera que tuviesen sus despachos el presidente y los vicepresidentes. Dije que deseaba ver al presidente. Naturalmente, el presidente estaba o bien de viaje o bien demasiado ocupado para recibirme, pero, ¿no me importaría ver al vicepresidente o, mejor, a su secretario? Vi al secretario del vicepresidente, un tipo inteligente y considerado, y le eché un rapapolvo. Lo hice con habilidad, sin acalorarme demasiado, pero dándole a entender que no les iba a resultar tan fácil deshacerse de mí.

Cuando cogió el teléfono y preguntó por el director general, pensé que se trataba de una simple broma y que iban a hacerme
danzar
de uno a otro hasta que me hartara. Pero cuando le oí hablar, cambié de opinión. Cuando llegué al despacho del director general, que estaba en otro edificio de la parte alta de la ciudad, me estaban esperando. Me senté en un cómodo sillón de cuero y acepté uno de los grandes puros que me ofrecieron. Aquel individuo pareció interesarse al instante por la cuestión.

Quería que le contara todo, hasta el último detalle, con sus grandes orejas peludas aguzadas para captar hasta la menor información que justificase algo que estaba tomando forma en su chola. Comprendí que el azar me había convertido en el instrumento que él necesitaba. Le dejé que me sonsacara lo que cuadrase con su idea, sin dejar de observar en ningún momento de dónde soplaba el viento. Y, a medida que avanzaba la conversación, iba notando que cada vez se entusiasmaba más conmigo. ¡Por fin me mostraba alguien un poco de confianza! Eso era lo único que necesitaba para soltar uno de mis rollos favoritos. Pues, después de años de buscar trabajo, me había convertido en un experto naturalmente; sabía no sólo lo que
no
había que decir, sino también lo que había que dar a entender, lo que había que insinuar. No tardó en llamar al subdirector general y le pidió que escuchara mi historia. Para entonces ya sabía yo cuál era la historia. Entendí que Hymie —«ese cabrito judío», como lo llamaba el director general— no tenía por qué dárselas de director de personal. Hymie había usurpado esa prerrogativa, eso estaba claro. También estaba claro que Hymie era judío y que los judíos no le caían nada bien al director general, ni al señor Twilliger, el vicepresidente, que era una espina clavada en la carne del director general.

Quizá fuera Hymie, «ese cabrito judío», el responsable del alto porcentaje de judíos en el cuerpo de repartidores de telegramas. Tal vez fuese Hymie realmente quien daba trabajo en la oficina de personal... en Sunset Place, según dijeron. Deduje que era una oportunidad excelente para el señor Clancy, el director general, para bajar los humos a un tal señor Burns, quien, según me informó, hacía treinta años que era director de personal y evidentemente estaba descuidando sus obligaciones.

La conferencia duró varias horas. Antes de que acabara, el señor Clancy me llevó aparte y me informó de que
me
iba a hacer jefe del cotarro. Sin embargo, antes de entrar en funciones, me iba a pedir como favor especial, y también como una especie de aprendizaje que me sería muy útil, que trabajara de repartidor especial. Recibiría el sueldo de director de personal, pero me lo pagarían de una cuenta aparte. En resumen, tenía que pasar de una oficina a otra y observar la forma como llevaban los asuntos todos y cada uno. De vez en cuando debía hacer un pequeño informe sobre cómo iban las cosas. Y una que otra vez, me sugirió, había de visitarlo en su casa en secreto y charlaríamos un poco sobre la situación en las ciento una sucursales de la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Nueva York. En otras palabras, iba a ser un espía durante unos meses y después me pondría a manejar el cotarro. Tal vez me hicieran también director general algún día, o vicepresidente. Era una oferta tentadora, a pesar de ir envuelta en mucha mierda. Dije que sí.

Unos meses después estaba sentado en Sunset Place contratando y despidiendo como un demonio. Era un matadero, ¡palabra! Algo que no tenía el menor sentido. Un desperdicio de hombres, material
y
esfuerzo. Una farsa horrible sobre un telón de fondo de sudor y miseria. Pero así como había aceptado espiar, así también acepté contratar y despedir y todo lo que llevaba consigo. Dije que sí a todo. Si el vicepresidente ordenaba no contratar a inválidos, no contrataba a inválidos. Si el superintendente decía que había que despedir sin avisar a todos los repartidores mayores de cuarenta y cinco años, los despedía sin avisar. Hacía todo lo que me ordenaban, pero de modo que tuvieran que pagarlo. Cuando había huelga, me cruzaba de brazos y esperaba a que pasase. Pero primero procuraba que les costara sus buenos cuartos. El sistema entero estaba tan podrido, era tan inhumano, tan asqueroso, tan irremediablemente corrompido y complicado, que habría hecho falta un genio para darle un poco de sentido o poner orden en él, por no hablar de bondad o consideración humanas. Yo estaba contra todo el sistema laboral americano, que está podrido por ambos extremos. Era la quinta rueda del vagón y ninguno de los dos bandos me utilizaba sino para explotarme. De hecho, todo el mundo se veía explotado: el presidente y su cuadrilla por los poderes invisibles, los empleados por los ejecutivos, y así sucesivamente v por turno, sin parar, de cabo a rabo de la compañía. Desde mi perchita en Sunset Place, podía observar a vista de pájaro toda la sociedad americana. Era como una página de la guía de teléfonos. Alfabética, numérica, estadísticamente, tenía sentido. Pero, cuando la mirabas de cerca, cuando examinabas las páginas por separado, o las partes por separado, cuando examinabas a un solo individuo y lo que lo constituía, el aire que respiraba, la vida que llevaba, los riesgos que corría, veías algo tan inmundo y degradante, tan bajo, tan miserable, tan absolutamente desesperante y sin sentido, que era peor que mirar dentro de un volcán. Podías ver la vida americana en conjunto: económica, política, moral, espiritual, artística, estadística, patológicamente. Parecía un gran chancro en una picha gastada. En realidad, parecía algo peor que eso, porque ya ni siquiera podías ver algo que se pareciese a una picha. Quizás en el pasado aquello hubiera tenido vida, hubiese producido algo, hubiera proporcionado por lo menos un momento de placer, un estremecimiento momentáneo. Pero, al mirarlo desde donde estaba yo sentado, parecía más podrido que el queso más agusanado. Lo asombroso era que su hedor no los matara... Uso tiempos de pretérito constantemente, pero, desde luego, ahora es lo mismo, quizá un poco peor incluso. Por lo menos, ahora sentimos todo el hedor.

Para cuando Valeska entró en escena, ya había yo contratado varios cuerpos de ejército de repartidores. Mi despacho en Sunset Place era como una alcantarilla abierta, y apestaba como tal. Me había metido en la trinchera de primera línea y recibía desde todos lados a la vez. Para empezar, el hombre a quien había quitado el puesto, murió de pena unas semanas después de mi llegada. Resistió lo suficiente para ponerme al corriente y después la diñó. Las cosas ocurrían tan deprisa, que no tuve oportunidad de sentirme culpable. Desde el momento en que llegaba a la oficina, era un largo pandemónium ininterrumpido. Una hora antes de mi llegada —siempre llegaba tarde—, el local ya estaba atestado de solicitantes. Tenía que abrirme paso a codazos escaleras arriba y abrirme camino a la fuerza, literalmente, para poder entrar. Hymie lo pasaba peor que yo, porque estaba fijo en la barricada. Antes de que pudiera quitarme el sombrero, tenía que responder a una docena de llamadas telefónicas. En mi mesa había tres teléfonos y todos sonaban a la vez. Empezaban a tocarme los cojones con sus gritos, antes incluso de que me hubiese sentado a trabajar. Ni siquiera había tiempo para jiñar... hasta las cinco o las seis de la tarde. Hymie lo pasaba peor que yo porque no podía moverse del conmutador. Permanecía sentado a él desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, cambiando volantes de sitio. Un volante era un repartidor prestado por una oficina a otra oficina por todo el día o por parte de él. Ninguna de las ciento una oficinas tenía nunca el personal completo; Hymie tenía que jugar al ajedrez con los volantes, mientras yo trabajaba como un loco para llenar los huecos. Si por milagro conseguía un día cubrir todas las vacantes, a la mañana siguiente encontraba la misma situación exactamente... o peor. Quizás el veinte por ciento del cuerpo fuesen fijos; los demás eran vagabundos. Los fijos ahuyentaban a los nuevos. Los fijos ganaban de cuarenta a cincuenta dólares por semana, a veces sesenta o setenta y cinco, a veces hasta cien dólares por semana, lo que quiere decir que ganaban mucho más que los oficinistas y muchas veces más que sus propios directores. En cuanto a los nuevos, les resultaba difícil ganar diez dólares a la semana. Algunos de ellos trabajaban una hora y renunciaban, y muchas veces tiraban un fajo de telegramas al cubo de la basura o por una alcantarilla. Y siempre que se iban, querían su paga inmediatamente, lo que era imposible, porque en la complicada contabilidad establecida, nadie podía saber lo que había ganado un repartidor hasta pasados diez días por lo menos. Al principio, invitaba al solicitante a sentarse a mi lado y le explicaba todo detalladamente. Hice eso hasta que perdí la voz. Pronto aprendí a reservar mis fuerzas para el interrogatorio necesario. En primer lugar, uno de cada dos muchachos era un mentiroso nato, si no un pillo encima. Muchos de ellos ya habían sido contratados y despedidos varias veces. Algunos lo consideraban un medio excelente de encontrar otro empleo, porque sus tareas les abrían las puertas de centenares de oficinas en las que, normalmente, nunca habrían puesto los pies. Afortunadamente, McGovern, el viejo de confianza que guardaba la puerta y repartía los formularios de solicitud, tenía ojos de lince. Y además estaban los gruesos registros detrás de mí, en que había una ficha de todos los solicitantes que habían pasado por la cárcel. Los registros se parecían a un archivo de la policía; estaban llenos de marcas en tinta roja, que indicaban tal o cual delito. A juzgar por aquellas pruebas, me encontraba en un lugar de aúpa. Uno de cada dos nombres estaba relacionado con un robo, un fraude, una riña, o demencia o perversión o cretinismo. «Ten cuidado: ¡Fulano de Tal es epiléptico!» «No contrates a ese hombre: ¡es negro!» «Ándate con ojo: X ha estado en Dannemora o bien en Sing-Sing.»

BOOK: Trópico de Capricornio
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