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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (28 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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Así parecía al menos. Hasta que no abrieron el puente de Williamsburg, a lo que siguió la invasión de los judíos de Delancey Street, Nueva York. Eso produjo la desintegración de nuestro pequeño mundo, de la callecita llamada Fillmore Place, que, como el nombre indicaba, era una calle de valor, de dignidad, de luz, de sorpresas. Llegaron los judíos, como digo, y como polillas empezaron a devorar la trama de nuestras vidas hasta que esa presencia parecida a la de las polillas que llevaban consigo a todas partes no dejó nada intacto. Pronto la calle empezó a oler mal, pronto la población auténtica se cambió de barrio, pronto las casas empezaron a deteriorarse, y hasta las escaleras de los porches fueron cayéndose poco a poco como la pintura. Pronto la calle parecía una boca sucia en la que faltaban todos los dientes de delante y con feos raigones ennegrecidos asomando aquí y allá, con los labios podridos y sin paladar. Pronto la basura llegaba a las rodillas en el arroyo y las escaleras de emergencia estaban llenas de ropa de cama hinchada, de cucarachas, de sangre seca. Pronto apareció el rótulo
kosher
en los escaparates y por todas partes había aves de corral, pepinillos flojos y agrios y enormes hogazas de pan. Pronto hubo coches de niño en todas las puertas y en los porches y delante de las tiendas. Y con el cambio desapareció también la lengua inglesa; no se oía otra cosa que yiddish, sólo esa lengua farfullante, asfixiante, chirriante en que Dios y las verduras podridas suenan igual y significan lo mismo.

Fuimos una de la primeras familias que se cambiaron de barrio ante la invasión. Dos o tres veces al año volvía al antiguo barrio, por un cumpleaños o por Navidad o por el Día de Acción de Gracias. En cada visita notaba la pérdida de algo que había amado y apreciado. Era como una pesadilla. Iba de mal en peor. La casa en que todavía vivían mis parientes era como una antigua fortaleza que amenazaba ruina; estaban aislados en una de las alas de la fortaleza, llevando una vida solitaria, propia de una isla, y empezaban a parecer, a su vez, pusilánimes, acosados, degradados. Incluso empezaron a hacer distinciones entre sus vecinos judíos, pues algunos de ellos les parecían muy humanos, muy decentes, limpios, amables, comprensivos, caritativos, etc. Para mí eso era desconsolador. Habría podido coger una ametralladora y abatir al barrio entero, judíos y gentiles por igual.

Por la época de la invasión fue cuando las autoridades decidieron cambiar el nombre de North Second Street por Metropolitan Avenue. Aquella avenida, que para los gentiles había sido el camino a los cementerios, se convirtió en lo que se llama una arteria de tráfico, un enlace entre dos ghettos. Por la zona de Nueva York el barrio ribereño estaba transformándose rápidamente con la erección de rascacielos. Por nuestra zona, la zona de Brooklin, se iban acumulando almacenes y por las cercanías de los puentes aparecían plazas, urinarios, salas de billar, papelerías, heladerías, restaurantes, tiendas de ropa, casas de empeño, etc. En resumen, todo estaba volviéndose
metropolitano,
en el odioso sentido de la palabra.

Mientras vivimos en el antiguo barrio, nunca hablamos de Metropolitan Avenue: siempre era North Second Street, a pesar del cambio oficial de nombre. Quizá fuera ocho o diez años después cuando me quedé parado un día de invierno en la esquina de la calle que da al río y noté por primera vez la gran torre del edificio de la Metropolitan Life Insurance, cuando comprendí que la North Second Street había dejado de existir. El límite imaginario de mi mundo había cambiado. Mi mirada llegaba ahora mucho más allá de los cementerios, mucho más allá de los ríos, mucho más allá de la ciudad de Nueva York o del estado de Nueva York, más allá de Estados Unidos, de hecho. En Point Loma, California, había contemplado el extenso Pacífico y había sentido algo que me hizo mantener el rostro permanentemente vuelto hacia otra dirección. Recuerdo que una noche regresé al antiguo barrio con mi viejo amigo Stanley, que acababa de volver del ejército, y caminamos por las calles tristes y nostálgicos. Un europeo apenas puede saber lo que es esa sensación. En Europa, hasta cuando una ciudad se moderniza, siguen existiendo vestigios del pasado. En América, aunque hay vestigios, se borran, desaparecen de la conciencia, quedan pisoteados, arrasados, anulados por lo nuevo. Lo nuevo es, de un día para otro, una polilla que devora la trama de la vida, dejando al final sólo un gran agujero. Stanley y yo íbamos caminando por ese agujero terrorífico. Ni siquiera una guerra produce esa clase de desolación y destrucción. Con la guerra una ciudad puede quedar reducida a cenizas y toda la población aniquilada, pero lo que vuelve a surgir se parece a lo viejo. La muerte es fecundante, tanto para el suelo como para el espíritu. En América la destrucción es completamente aniquiladora. No hay renacimiento, sólo un crecimiento canceroso, capa tras capa de tejido nuevo y ponzoñoso, cada una de ellas más fea que la anterior.

Íbamos caminando por aquel agujero enorme, como digo, y era una noche de invierno, clara, helada, rutilante, y, al pasar por la zona sur hacia la línea divisoria, saludamos a todas las antiguas reliquias o lugares donde habían estado las cosas en otro tiempo y donde en otro tiempo había habido algo de nosotros. Y cuando nos acercábamos a North Second Street, entre Fillmore Place y North Second Street —una distancia de sólo unos metros y, aun así, una zona del globo tan rica, tan plena—, me detuve ante la casucha de la señora O'Melio y miré la casa donde había sabido lo que era tener un ser realmente. Todo había encogido hasta proporciones diminutas, incluso el mundo que quedaba más allá de la línea divisoria, el mundo que había sido tan misterioso para mí y tan espantosamente imponente, tan delimitado. Estando allí parado, en trance, recordé de repente un sueño que había tenido una y otra vez, que todavía sueño de vez en cuando y que espero soñar mientras viva. Como todos los sueños, lo extraordinario es la viveza de la realidad, el hecho de que
uno está en la realidad
y no soñando. Al otro lado de la línea, soy un desconocido y estoy absolutamente solo. Hasta la lengua ha cambiado. De hecho, siempre me consideran un extraño, un extranjero. Dispongo de tiempo ilimitado y me siento encantado de deambular por las calles. La verdad es que sólo hay
una
calle: la prolongación de la calle en que vivía. Por fin, llego a un puente de hierro por encima de los terrenos del ferrocarril. Siempre es al anochecer, cuando llego al puente, a pesar de que está a poca distancia de la línea divisoria. Allí miro hacia abajo, hacia los raíles enmarañados, los vigilantes, los cobertizos de mercancías, y, al contemplar ese enjambre de extrañas sustancias en movimiento, se produce un proceso de metamorfosis,
exactamente como en un sueño.
Con la transformación y la deformación, me doy cuenta de que ése es el antiguo sueño que he tenido muchas veces. Siento un miedo cerval a despertar, y en realidad sé que voy a despertar en seguida, en el momento preciso en que esté a punto de entrar en la casa que contiene algo de la mayor importancia para mí. Justo cuando me dirijo hacia esa casa, el solar en que me encuentro empieza a desdibujarse en los extremos, a desvanecerse, a desaparecer. El espacio se enrolla sobre mí como una alfombra y me traga, y, naturalmente, la casa en la que nunca consigo entrar.

No hay absolutamente ninguna transición desde este sueño, el más agradable que conozco, hasta el meollo de un libro llamado
La evolución creadora.
En este libro de Henri Bergson, al que llegué con la misma naturalidad que al sueño de la tierra de más allá del límite, vuelvo a estar completamente solo, vuelvo a ser un extranjero, un hombre de edad indeterminada parado ante una puerta de hierro observando una metamorfosis singular por dentro y por fuera. Si este libro no hubiera caído en mis manos en el momento en que lo hizo, quizá me habría vuelto loco. Llegó en un momento en que otro mundo enorme se estaba desmoronando en mis manos. Aunque no hubiese entendido una sola cosa de las escritas en este libro, aunque sólo hubiera preservado el recuerdo de una palabra,
creadoras,
habría sido suficiente. Esta palabra era mi talismán. Con ella podía desafiar al mundo entero, y sobre todo a mis amigos.

Hay ocasiones en que tiene uno que romper con sus amigo» para entender el significado de la amistad. Puede parecer extraña, pero el descubrimiento de este libro equivalió al descubrimiento de una nueva arma, un instrumento, con el que podía cercenar a todos los amigos que me rodeaban y que ya no significaban nada para mí. Este libro se convirtió en mi amigo porque me enseñó que no tenía necesidad de amigos. Me infundió valor para permanecer solo, me permitió apreciar la soledad. Nunca he entendido el libro; a veces pensaba que estaba a punto de entender, pero nunca llegué a hacerlo verdaderamente. Para mí era más importante no entender. Con este libro en las manos, leyendo en voz alta a los amigos, llegué a entender claramente que no tenía amigos, que estaba solo en el mundo. Porque, al no entender el significado de las palabras, ni yo ni mis amigos, una cosa quedó muy clara y fue que había formas diferentes de no entender y que la diferencia entre la incomprensión de un individuo y la de otro creaba un mundo de tierra firme más sólido que las diferencias de comprensión. Todo lo que antes creía haber entendido se desmoronó e hice borrón y cuenta nueva. En cambio, mis amigos se atrincheraron muy sólidamente en el pequeño pozo de comprensión que se habían acabado para sí mismos. Murieron cómodamente en su camita de comprensión, para convertirse en ciudadanos útiles del mundo. Los compadecí, y muy pronto los abandoné uno a uno sin el menor pesar.

Entonces, ¿qué es lo que había en ese libro que podía significar tanto para mí y, aun así, parecer oscuro? Vuelvo a la palabra
creadora.
Estoy seguro de que todo el misterio radica en la comprensión del significado de esta palabra. Cuando pienso ahora en el libro, y en la forma como lo abordé, pienso en un hombre que pasa por ritos de iniciación. La desorientación y reorientación que acompaña a la iniciación en cualquier misterio es la experiencia más maravillosa que se pueda vivir. Todo lo que el cerebro ha trabajado durante toda una vida para asimilar, clasificar y sintetizar tiene que descomponerse y volver a ordenarse. ¡Día conmovedor para el alma! Y, naturalmente, eso se desarrolla, no durante un día, sino durante semanas y meses. Te encuentras por casualidad a un amigo en la calle, a un amigo que no has visto durante varias semanas, y se ha vuelto un absoluto extraño para ti. Le haces señas desde tu nueva posición elevada y, si no las comprende, pasas de largo...
para siempre.
Es exactamente como limpiar de enemigos el campo de batalla: a todos los que están fuera de combate los rematas con un rápido mazazo. Sigues adelante, hacia nuevos campos de batalla, hacia nuevos triunfos o derrotas. Pero, ¡sigues! Y, a medida que avanzas, el mundo avanza contigo, con espantosa exactitud. Buscas nuevos campos de operaciones, nuevos especímenes de la raza humana a quienes instruyes pacientemente y dotas de nuevos símbolos. A veces escoges a aquellos a quienes antes no habías mirado. Pruebas a todos y todo lo que queda a tu alcance, con tal de que ignoren la revelación.

Así fue como me encontré sentado en el cuarto de remiendos del establecimiento de mi padre, leyendo en voz alta a los judíos que allí trabajaban. Leyéndoles esa nueva Biblia al modo como Pablo debió de hablar a los discípulos. Con la desventaja adicional, desde luego, de que aquellos pobres diablos judíos no sabían leer en inglés. Principalmente me dirigía a Bunchek el cortador, que tenía inteligencia de rabino. Abría el libro, escogía un pasaje al azar y se lo leía traduciéndolo a un inglés casi tan primitivo como el pidgin. Después intentaba explicárselo, escogiendo como ejemplo y analogía las cosas con las que estaban familiarizados. Me asombraba lo bien que entendían, cuánto mejor entendían, pongamos por caso, que un profesor universitario o un literato o un hombre instruido. Naturalmente, lo que entendían no tenía nada que ver, a fin de cuentas, con el libro de Bergson, en cuanto libro, pero, ¿acaso no era ésa la intención de semejante libro? A mi entender, el significado de un libro radica en que el propio libro desaparezca de la vista, en que se lo mastique vivo, se lo digiera e incorpore al organismo como carne y sangre que, a su vez crean nuevo espíritu y dan nueva forma al mundo. La lectura de ese libro era una gran fiesta de comunión que compartíamos, y el rasgo más destacado era el capítulo sobre el Desorden que, por haberme penetrado hasta los tuétanos, me ha dotado con un sentido del orden tan maravilloso, que, si de repente un cometa se estrellara contra la tierra y sacase todo de su sitio, dejara todo patas arriba, volviese todo del revés, podría orientarme en el nuevo orden en un abrir y cerrar de ojos. Tengo tan poco miedo al desorden como a la muerte y no me hago ilusiones con respecto a ninguno de los dos. El laberinto es mi terreno de caza idóneo y cuanto más profundamente excavo en la confusión, mejor me oriento.

Con
La evolución creadora
bajo el brazo, tomo el metro elevado en el Puente de Brooklin después del trabajo e inicio el viaje de regreso al cementerio. A veces entro en la estación de Delancey Street, en pleno corazón del ghetto, después de una larga caminata por las calles atestadas de gente. Entro al metro elevado por la vía subterránea, como un gusano que se ve empujado por los intestinos. Cada vez que ocupo mi lugar entre la multitud que se arremolina por el andén, sé que soy el individuo más excepcional ahí abajo. Contemplo todo lo que está ocurriendo a mi alrededor como un espectador de otro planeta. Mi lenguaje, mi mundo, los llevo bajo el brazo. Soy el guardián de un gran secreto; si abriera la boca y hablase, paralizaría el tráfico. Lo que puedo decir, y lo que me callo cada noche de mi vida en ese viaje de ida
y
vuelta a la oficina es dinamita pura. Todavía no estoy preparado para lanzar mi cartucho de dinamita. Lo mordisqueo meditativa, reflexiva, persuasivamente. Cinco años más, diez años más quizás, y aniquilaré a esta gente totalmente. Si el tren, al tomar una curva, da un violento bandazo, me digo para mis adentros:
«¡Muy bien!¡Descarrrila! ¡Aniquílalos!»
Nunca pienso que yo corra peligro, si el tren descarrila. Vamos apretujados como sardinas y toda la carne caliente apretada contra mí distrae mis pensamientos. Me doy cuenta de que tengo las piernas envueltas en las de otra persona. Miro a la chica que está sentada frente a mí, le miro a los ojos directamente, y aprieto las rodillas con más fuerza en sus entrepiernas. Se pone incómoda, se agita en su asiento, y, por fin, se dirige a la chica que va a su lado y se queja de que la estoy molestando. La gente de alrededor me mira con hostilidad. Miro por la ventana como si tal cosa y hago como si no hubiera oído nada. Aunque quisiera retirar las piernas, no puedo. Sin embargo, la chica, poco a poco, empujando y retorciéndose violentamente, consigue desenredar sus piernas de las mías. Me encuentro casi en la misma situación con la chica que está a su lado, aquella a la que dirigía sus quejas. Casi al instante siento un contacto comprensivo y después, para mi sorpresa, le oigo decir a la otra chica que son cosas que no se pueden evitar, que la culpa no es de ese hombre, sino de la compañía por llevarnos apiñados como corderos. Y vuelvo a sentir el estremecimiento de sus piernas contra las mías, una presión cálida, humana, como cuando le estrechan a uno la mano. Con la mano libre me las arreglo para abrir el libro. Mi propósito es doble: primero, quiero que vea qué clase de libro leo; segundo, quiero poder continuar con nuestra comunicación de las piernas sin llamar la atención. Da excelente resultado. Cuando el vagón se vacía un poco, consigo sentarme a su lado y conversar con ella... sobre el libro, naturalmente. Es una judía voluptuosa con enormes ojos claros y la franqueza que da la sensualidad. Cuando llega el momento de salir, caminamos del brazo por las calles, hacia su casa. Estoy casi en los límites del antiguo barrio. Todo me es familiar y, sin embargo, repulsivamente extraño. Hace años que no he paseado por estas calles y ahora voy caminando con una muchacha judía del
ghetto,
una muchacha bonita con marcado acento judío. Parezco fuera de lugar caminando a su lado. Noto que la gente se vuelve a mirarnos. Soy el intruso, el
goi
que ha venido al barrio a ligarse a una gachí que está muy rica y que traga. En cambio, ella parece orgullosa de su conquista; va fardando conmigo ante sus amigas. ¡Mirad el ligue que me he echado en el metro! ¡Un
goi
instruido, refinado! Casi oigo sus pensamientos. Mientras caminamos despacio, voy estudiando el cariz de la situación, todos los detalles prácticos que decidirán si quedaré con ella para después de cenar o no. Ni pensar en invitarla a cenar. La cuestión es a qué hora y dónde encontrarnos y cómo haremos, porque, según me informa antes de llegar al portal, está casada con un viajante de comercio y tiene que andarse con ojo. Quedo en volver y encontrarme con ella en la esquina frente a la pastelería a cierta hora. Si quiero traer a un amigo, ella traerá a una amiga. No, decido verla sola. Quedamos en eso. Me estrecha la mano y sale corriendo por un corredor sucio. Salgo pitando hacia la estación y me apresuro a volver a casa para engullir la comida.

BOOK: Trópico de Capricornio
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