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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (39 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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He dicho que no sabía ni una palabra de francés entonces, y es verdad, pero estaba precisamente a punto de hacer un gran descubrimiento, un descubrimiento que iba a compensar el vacío de Myrtle Avenue y de todo el continente americano. Casi había llegado a la costa de ese gran océano francés que responde al nombre de Elie Faure, océano por el que los propios franceses apenas han navegado y que, al parecer, han confundido con un mar interior. Al leerlo incluso en una lengua tan marchita como ha llegado a ser la inglesa, veía que ese hombre que había descrito la gloria de la raza humana en el puño de la camisa era el padre Zeus de la Atlántida, al que yo había estado buscando. Un océano lo he llamado, pero también era una sinfonía mundial. Fue el primer músico que los franceses han producido; era exaltado y controlado, una anomalía, un Beethoven galo, un gran médico del alma, un pararrayos gigantesco.

También era un girasol que giraba con el sol, siempre bebiendo en la luz, siempre radiante y resplandeciente de vitalidad. Nunca fue optimista ni pesimista, de igual modo que no se puede decir que el océano sea benéfico o malévolo. Creía en la raza humana. Hizo crecer un codo a la raza, al darle su dignidad, su fuerza, su necesidad de creación. Veía todo como creación, como gozo solar. No lo consiguió ordenadamente, sino musicalmente. Era indiferente al hecho de que los franceses tengan mal oído... estaba orquestando el mundo entero simultáneamente. Así, pues, cuál no sería mi asombro, cuando unos años después llegué a Francia, para descubrir que no había monumentos erigidos a él ni calles que llevaran su nombre. Peor aún, durante nada menos que ocho años ni una sola vez oí a un francés citar su nombre. Tuvo que morir para que lo colocasen en el panteón de las deidades francesas... ¡y qué aspecto más macilento deben de presentar sus deíficos contemporáneos en presencia de ese sol radiante! Si no hubiera sido médico, lo que le permitió ganarse la vida, ¡qué no le habría podido pasar! ¡Quizás otra mano hábil para los camiones de la basura! El hombre que hizo que los frescos egipcios cobraran vida con todos sus colores fulgurantes, ese hombre podía perfectamente haberse muerto de hambre, para lo que al público le importaba. Pero era un océano y los críticos se ahogaban en dicho océano, y los directores de periódicos y los editores y el público también. Tardará milenios en secarse, en evaporarse. Tardará tanto como los franceses en adquirir oído para la música.

Si no hubiera habido música, habría acabado en el manicomio como Nijinsky (fue por aquella época más o menos cuando descubrieron que Nijinsky estaba loco). Lo habían descubierto regalando su dinero a los pobres... ¡lo que siempre es mala señal! Mi mente estaba llena de tesoros maravillosos, mi gusto era fino y exigente, mis músculos estaban en condiciones excelentes, mi apetito era vigoroso, mi aliento sano. No tenía nada que hacer salvo perfeccionarme, y me estaba volviendo loco con los progresos que hacía cada día. Aun cuando hubiera un empleo que pudiese desempeñar, no podía aceptarlo, porque lo que necesitaba no era un trabajo, sino una vida más rica. No podía desperdiciar el tiempo haciendo de maestro, abogado, médico, político o cualquier otra cosa que la sociedad pudiera ofrecer. Era más fácil aceptar trabajos humildes porque me dejaban la mente en libertad. Después de que me despidiesen del empleo de basurero, recuerdo que pasé a trabajar con un evangelista que parecía tener gran confianza en mí. Hacía las funciones de conserje, cobrador y secretario particular. El me reveló todo el mundo de la filosofía india. Por las noches, cuando estaba libre, me reunía con mis amigos en casa de Ed Bauries, que vivía en un barrio aristocrático de Brooklin. Ed Bauries era un pianista excéntrico que no sabía leer ni una nota. Tenía un compañero del alma llamado George Neumiller con el que a menudo tocaba dúos. De la docena aproximada que nos congregábamos en casa de Ed Bauries, casi todos sabíamos tocar el piano. Todos contábamos entre veintiuno y veinticinco años por aquel entonces, nunca llevábamos mujeres con nosotros y casi nunca mencionábamos el tema de las mujeres durante aquellas sesiones. Teníamos mucha cerveza para beber y toda una gran casa a nuestra disposición, pues era en verano, cuando su familia estaba fuera, cuando celebrábamos nuestras reuniones. Aunque había otra docena de casas de las que podría hablar, cito la de Ed Bauries porque era representativa de algo que no he encontrado en ningún otro lugar del mundo. Ni Ed Bauries ni ninguno de mis amigos sospechaba la clase de libros que leía yo ni las cosas que ocupaban mi mente. Cuando aparecía, me recibían entusiásticamente... como a un payaso. Esperaban de mí que comenzara la función. Había cuatro pianos diseminados por la enorme casa, por no citar la celesta, el órgano, las guitarras, mandolinas, violines y yo qué sé qué más. Ed Bauries era un chiflado, un chiflado muy afable, comprensivo y generoso. Los emparedados eran siempre de lo mejor, la cerveza abundante, y si querías quedarte a pasar la noche, te podía proporcionar un diván de lo más cómodo.

Desde la calle —una calle grande, ancha, soñolienta, lujosa, una calle que no era de este mundo— oía ya el tintineo del piano en el gran salón del primer piso. Las ventanas estaban abiertas de par en par y, al acercarme más, veía a Al Burger y Connie Grimm arrellanados en las grandes y cómodas sillas, o con los pies en el alféizar, y grandes jarras de cerveza en las manos. Probablemente George Neumiller estuviera al piano, improvisando, sin camisa y con un gran puro en la boca. Hablaban y reían mientras George tocaba al tuntún buscando una obertura. En cuanto encontraba un tema, llamaba a Ed y éste se sentaba a su lado a estudiarlo a su modo no profesional y después, de repente, se abalanzaba sobre las teclas y daba la réplica clavada. Quizá, cuando entraba yo, estuviera alguien intentando hacer el pino en la habitación de al lado: había tres habitaciones grandes en el primer piso que daban una en la otra y detrás de ellas había un jardín, un jardín enorme, con flores, árboles frutales, viñas, estatuas, fuentes y todo. A veces, cuando hacía demasiado calor, llevaban la celesta o el organito al jardín (y un barrilito de cerveza, naturalmente) y nos sentábamos en la oscuridad riendo y cantando... hasta que los vecinos nos hacían callar. A veces, sonaba música por toda la casa al mismo tiempo, en todos los pisos. Entonces era realmente demencial, embriagador, y si hubiera habido mujeres por allí, lo habrían estropeado. A veces era como contemplar un torneo de resistencia. Ed Bauries y George Neumiller en el piano grande, uno intentando agotar al otro, cambiando de lugar sin parar de tocar, cruzando las manos, unas veces tocando con dos dedos, otras veces volando como una pianola. Y siempre había algo de qué reír. Nadie te preguntaba lo que hacías, lo que pensabas ni cosas así. Cuando llegabas a casa de Ed Bauries, dejabas en la entrada tus señas de identidad. A nadie le importaba tres cojones la talla de sombrero que usabas ni cuánto habías pagado por él. Era diversión desde el principio al fin... y la casa proporcionaba los emparedados y las bebidas. Y cuando empezaba la función, tres o cuatro pianos a la vez, la celesta, el órgano, las mandolinas, las guitarras, cerveza a discreción por los vestíbulos, las repisas de las chimeneas llenas de emparedados y de puros, una brisa que llegaba del jardín, George Neumiller desnudo hasta la cintura y modulando como un loco, era mejor que cualquier espectáculo que haya yo visto y no costaba ni un centavo. De hecho, con tanto vestirse y desvestirse, siempre salía yo con unas moneadas de más y un puñado de buenos puros. Nunca veía a ninguno de ellos fuera de nuestras reuniones... sólo los lunes por la noche durante todo el verano, cuando Ed recibía.

Al oír el estrépito desde el jardín, apenas podía creer que fuera la misma ciudad. Y si yo hubiese abierto el pico y hubiera revelado lo que pensaba, todo se habría acabado. Ni uno de aquellos tipos valía mucho, para el mundo. Eran simplemente buenos chicos, niños, tipos a los que les gustaba la música y pasarlo bien. Les gustaba tanto, que a veces teníamos que llamar a una ambulancia. Como la noche en que Al Burger se torció la rodilla, cuando nos mostraba una de sus acrobacias. Todo el mundo tan contento, tan lleno de música, tan piripi, que tardó una hora en convencernos de que se había hecho daño de verdad. Intentamos llevarlo al hospital, pero quedaba lejos y, además, era una broma tan divertida, que de vez en cuando lo dejábamos caer y eso le hacía dar alaridos como un maníaco. Así, que al final pedimos ayuda por teléfono a la policía, y llega la ambulancia y también el coche celular. Se llevan a Al al hospital y a los demás al trullo. Y en camino cantamos a pleno pulmón. Y, después de que nos suelten, seguimos alegres y los polis también se sienten alegres, así que pasamos todos al sótano, donde hay un piano destartalado, y seguimos cantando y tocando. Todo eso es como una época histórica A.C. que acaba, no porque haya una guerra, sino porque ni siquiera una casa como la de Ed Bauries es inmune al veneno que se cuela desde la periferia. Porque todas las calles se están convirtiendo en Myrtle Avenue, porque el vacío está llenando el continente entero desde el Atlántico hasta el Pacífico. Porque, al cabo de un tiempo, no puedes entrar en una sola casa a todo lo largo y ancho del país y encontrar a un hombre haciendo el pino y cantando. Es algo que ya no se hace. Ni hay dos pianos que suenen a la vez en ningún sitio ni dos hombres dispuestos a tocar toda la noche por pura diversión. A dos hombres que sepan tocar como Ed Bauries y George Neumiller los contratan para la radio o para el cine y sólo usan una ínfima parte de su talento y el resto lo tiran al cubo de la basura. A juzgar por los espectáculos públicos, nadie sabe el talento que hay disponible en el gran continente americano. Posteriormente, y por eso es por lo que me sentaba en los escalones de las puertas de Tin Pan Alley, pasaba las tardes escuchando a los profesionales desgañitarse. Eso estaba bien también, pero era diferente. No era divertido, era un ensayo continuo para producir dólares y centavos. Cualquier hombre de América que tuviera una pizca de humor, se lo guardaba para triunfar. También había algunos chalados maravillosos entre ellos, hombres a los que nunca olvidaré, hombres que no dejaron un nombre tras sí, y fueron los mejores que este país ha producido. Recuerdo un actor anónimo en un teatro de la cadena Keith que probablemente fuera el hombre más loco de América, y puede que no se sacara más de cincuenta dólares a la semana. Tres veces al día, todos los días de la semana, salía a escena y mantenía al público embelesado. No hacía un número... simplemente improvisaba. Nunca repetía sus chistes ni sus acrobacias. Se prodigaba, y no creo que fuera un drogota. Era uno de esos tipos que nacen en los maizales y su energía y alegría eran tan impetuosas, que nada podía contenerlas. Sabía tocar cualquier instrumento y bailar cualquier paso, y era capaz de inventar una historia en el momento y alargarla hasta el final de la función. No se contentaba con hacer su número, sino que ayudaba a los demás. Se quedaba entre bastidores y esperaba el momento oportuno para irrumpir en el número de otro tipo. Él solo era el espectáculo entero y era un espectáculo que contenía más terapia que todo el arsenal de la ciencia moderna. A un hombre así tendrían que haberle pagado el sueldo que cobre el presidente de Estados Unidos. Tendrían que echar al presidente de Estados Unidos y a todo el Tribunal Supremo y poner a gobernar a un hombre así. Aquel hombre podía curar cualquier enfermedad del catálogo. Además, era la clase de tipo que lo haría por nada, si se lo pidieran. Ese es el tipo de hombre que vacía los manicomios. No propone una cura... vuelve loco a todo el mundo. Entre esta solución y el estado de guerra perpetua, que es la civilización, sólo hay otra salida... y es el camino que todos tomaremos tarde o temprano porque todo lo demás está condenado al fracaso. El tipo que representa esa única salida tiene una cabeza con seis caras y ocho ojos; la cabeza es un faro giratorio, y en lugar de una triple corona encima, como podría perfectamente haber, hay un agujero que ventila los pocos sesos que hay. Hay pocos sesos, como digo, porque hay poco equipaje que llevar, porque, al vivir en plena conciencia, la sustancia gris se convierte en luz. Ese es el único tipo de hombre que podemos colocar por encima del comediante; ni ríe ni llora y está por encima del sufrimiento. No lo reconocemos todavía porque está demasiado próximo a nosotros, justo bajo la piel, en realidad. Cuando el comediante nos acierta en las tripas, este hombre, cuyo nombre podría ser Dios, supongo, si tuviera que usar un nombre, habla claro. Cuando toda la raza humana está desternillándose de risa, riendo tanto que llega a doler, quiero decir, entonces todo el mundo va por buen camino. En ese momento todo el mundo puede ser lo mismo Dios precisamente que cualquier otra cosa. En ese momento se produce la aniquilación de la conciencia doble, triple, cuádruple y múltiple, que es lo que hace que la sustancia gris se haga un ovillo de pliegues muertos en la coronilla. En ese momento puedes sentir realmente el agujero en la coronilla; sabes que en otro tiempo tenías un ojo en ella y que ese ojo era capaz de captar todo a la vez. Ahora el ojo ha desaparecido, pero cuando ríes hasta que se te saltan las lágrimas y te duele el vientre, estás abriendo realmente la claraboya y ventilando los sesos. En ese momento nadie puede convencerte para que cojas un rifle y mates a tu enemigo; nadie puede convencer a nadie para que abra un mamotreto que contenga las verdades metafísicas del mundo y lo lea. Si sabes lo que significa la libertad, la libertad absoluta y no la libertad relativa, en ese caso debes reconocer que eso es lo más cerca que puedes llegar a estar de ella. Si estoy en contra del estado del mundo no es porque sea un moralista... es porque quiero reírme más. No digo que Dios sea una gran carcajada; digo que tienes que reír con ganas antes de que puedas acercarte lo más mínimo a Dios. Mi exclusivo fin en la vida es llegar cerca de Dios, es decir, llegar cerca de mí mismo. Por eso es por lo que no me importa el camino que tome. Pero la música es muy importante. La música es un tónico para la glándula pineal. La música no es Bach ni Beethoven, la música es el abrelatas del alma. Te hace tranquilizarte terriblemente por dentro, te hace tomar conciencia de que hay un techo para tu ser.

El horror asesino de la vida no va contenido en las calamidades ni en los desastres, porque esas cosas te despiertan y te familiarizas e intimas mucho con ellas y, al final, acaban amasadas de nuevo... no, es más como estar en la habitación de un hotel en Hoboken, pongamos por caso, y con suficiente dinero en el bolsillo para otra comida. Estás en una ciudad en la que no esperas volver a estar nunca más y sólo tienes que pasar la noche en la habitación de tu hotel, pero necesitas todo el valor y coraje que poseas para permanecer en esa habitación. Tiene que haber una razón poderosa para que ciertas ciudades, ciertos lugares, inspiren tamaños aversión y espanto. Debe de estar produciéndose algún tipo de asesinato perpetuo en esos lugares. La gente es de la misma raza que tú, se ocupan de sus asuntos como hace la gente en todas partes, construyen el mismo tipo de casa, ni mejor ni peor, tienen el mismo sistema de educación, la misma moneda, los mismos periódicos... y, sin embargo, son absolutamente diferentes de las demás personas que conozco, y la atmósfera en conjunto es diferente, y el ritmo es diferente y la tensión es diferente. Es casi como mirarte a ti mismo en otra encarnación. Sabes, con la certidumbre más inquietante, que lo que rige la vida no es el dinero, ni la política, ni la religión, ni la educación, ni la raza, ni la lengua, ni las costumbres, sino otra cosa, algo que estás intentando sofocar y que en realidad te está sofocando a ti; porque, si no, no te sentirías tan aterrorizado de repente ni te preguntarías cómo vas a escapar. En algunas ciudades ni siquiera tienes que pasar una noche: simplemente una o dos horas son suficientes para desalentarte. Eso pienso de Bayonne. Llegué a ella por la noche con algunas direcciones que me habían dado. Llevaba bajo el brazo un maletín con un prospecto de la Enciclopedia Británica. Mi misión era ir al amparo de la oscuridad y vender la maldita enciclopedia a algunos pobres diablos que deseaban mejorar. Si me hubieran dejado caer en Helsingfors, no podría haberme sentido más turbado que caminando por las calles de Bayonne. Para mí no era una ciudad americana. No era una ciudad en absoluto, sino un enorme pulpo retorciéndose en la oscuridad. La primera puerta a que acudí era tan repulsiva, que ni siquiera me molesté en llamar; fui a varias direcciones antes de poder hacer acopio de valor para llamar. La primera cara que miré me hizo cagarme de miedo. No quiero decir que sintiera timidez o vergüenza... quiero decir miedo. Era la cara de un peón de albañil, un irlandés ignorante que de buena gana lo mismo se abalanzaría sobre ti con un hacha en la mano que te escupiría en un ojo. Fingí que me había equivocado de número y me apresuré a dirigirme a la siguiente dirección. Cada vez que se abría la puerta, veía un monstruo. Y por fin di con un pobre bobo que realmente quería mejorar y aquello fue la puntilla. Me sentí sinceramente avergonzado de mí mismo, de mi país, de mi raza, de mi época. Las pasé canutas para convencerle de que no comprara la maldita enciclopedia. Me preguntó inocentemente qué me había llevado a su casa, entonces... y sin vacilar ni un instante le conté una mentira asombrosa, mentira que más adelante iba a resultar una gran verdad. Le dije que simplemente fingía vender enciclopedias para conocer a gente y escribir sobre ella. Eso le interesó enormemente, más incluso que la enciclopedia. Quería saber qué escribiría sobre él, si podía decirlo. He tardado veinte años en dar una respuesta, pero aquí va. Si todavía le gustaría saber, Fulano de Tal de la ciudad de Bayonne, ésta es: le debo mucho a usted porque después de esa mentira abandoné su casa e hice pedazos el prospecto que me habían facilitado en la Enciclopedia Británica y lo tiré al arroyo. Me dije: «Nunca más me presentaré ante la gente con pretextos falsos, ni siquiera para darles la Sagrada Biblia. Nunca más venderé nada, aunque tenga que morirme de hambre. Me voy a casa ahora y me sentaré a escribir realmente sobre la gente. Y si alguien llama a mi puerta para venderme algo, le invitaré a pasar y le diré: "¿Por qué se dedica usted a esto?" Y si dice que es porque tiene que ganarse la vida, le ofreceré el dinero que tenga y le pediré una vez más que piense en lo que está haciendo. Quiero impedir que el mayor número posible de hombres finjan tener que hacer esto o lo otro porque tienen que ganarse la vida.
No es verdad.
Uno puede morirse de hambre... es mucho mejor. Cada hombre que se muere de hambre voluntariamente contribuye a interrumpir el proceso automático. Preferiría ver a un hombre coger una pistola y matar a su vecino para conseguir la comida que necesita que mantener el proceso automático fingiendo que tiene que ganarse la vida.» Eso es lo que quería decir, señor Fulano de Tal.

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