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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (38 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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A partir del tosco código con que comunica desde su prehistórico escritorio con los hombres arcaicos del mundo se forma un nuevo lenguaje que se abre paso a través del lenguaje muerto del momento, como la radio a través de una tormenta. No hay magia en esa longitud de onda como tampoco la hay en el útero. Los hombres están solos y no comunican entre sí porque todos los inventos hablan sólo de la muerte. La muerte es el autómata que gobierna el mundo de la actividad. La muerte es silenciosa, porque carece de boca. La muerte no ha
expresado
nunca nada. La muerte es maravillosa también...
después de la vida.
Sólo alguien como yo que haya abierto la boca y haya hablado, sólo alguien que haya dicho Sí, Sí, Sí, y otra vez ¡Sí!, puede abrir los brazos a la muerte sin sentir miedo. La muerte como recompensa, ¡sí! La muerte como resultado de la realización, ¡sí! La muerte como corona y escudo, ¡sí! Pero no la muerte desde las raíces, que aísla a los hombres, que los llena de amargura, temor y soledad, que les infunde una energía estéril, que los hinche de una voluntad que sólo puede decir ¡No! La primera palabra que cualquier hombre escribe cuando se ha encontrado a sí mismo, cuando ha encontrado su ritmo, que es el ritmo de la vida, es ¡Sí! Todo lo que escribe a continuación es Sí, Sí, Sí... Sí en mil millones de formas. Ninguna dinamo, por enorme que sea —ni siquiera una dinamo de cien millones de almas muertas—, puede combatir a un hombre que dice ¡Sí!

Seguía la guerra y los hombres morían como moscas, un millón, dos millones, cinco millones, diez millones, veinte millones, finalmente cien millones, después mil millones, todo el mundo, hombres, mujeres y niños, hasta el último.
«¡No!»,
gritaban.
«¡No!, ¡no pasarán!»
Y, sin embargo, todo el mundo pasaba; todo el mundo tenía el paso libre, ya gritara Sí o No. En medio de aquella triunfante demostración de ósmosis espiritualmente destructiva yo estaba sentado con los pies puestos sobre el gran escritorio intentando comunicar con Zeus el Padre de la Atlántida y con su progenie desaparecida, sin saber que Apollinaire iba a morir antes del Armisticio en un hospital militar, sin saber que en su «nueva escritura» había compuesto estos versos indelebles:

Sed indulgentes cuando nos comparéis

Con quienes fueron la perfección del orden

Nosotros que por doquier buscamos la aventura

Queremos daros vastos y extraños dominios

En que el misterio en flor se ofrece a quien quiera cogerlo.

Ignoraba que en ese mismo poema había escrito:

Tened piedad de nosotros que siempre combatimos en las fronteras

De lo ilimitado y del porvenir

Piedad de nuestros errores piedad de nuestro pecados.

Ignoraba que entonces vivían hombres que respondían a los exóticos nombres de Blaise Cendrars, Jacques Vaché, Louis Aragon, Tristan Tzara, René Crevel, Henri de Montherlant, André Breton, Max Ernst, George Grosz; ignoraba que el 14 de julio de 1916, en el Saal Waag, en Zurich, se había proclamado el primer Manifiesto Dadá — «manifiesto del señor antipirina»—, que en ese extraño documento se declaraba: «Dadá es la vida sin zapatillas ni paralelo... severa necesidad sin disciplina ni moralidad y escupimos en la humanidad.» Ignoraba que el Manifiesto Dadá de 1918 contenía estas líneas: «Estoy escribiendo un manifiesto y no quiero nada, pero digo ciertas cosas, y estoy en contra de los manifiestos por principio, como también estoy en contra de los principios... Escribo este manifiesto para mostrar que se pueden realizar al mismo tiempo acciones opuestas; estoy en contra de la acción; a favor de la contradicción continua, también de la afirmación, no estoy ni en contra ni a favor y no explico, porque odio el sentido común... Hay una literatura que no llega a la masa voraz. La obra de los creadores, surgida de una necesidad real del autor, y para sí mismo. Conciencia de un egotismo supremo en que las estrellas se consumen... Cada página debe explotar, ya sea con lo profundamente serio y pesado, el torbellino, el vértigo, lo nuevo, lo eterno, con el engaño abrumador, con un entusiasmo por los principios o con el modo de tipografía. Por un lado, un mundo tambaleante y huidizo prometido en matrimonio con las campanillas de la gama infernal; por otro lado:
seres nuevos...»

Treinta y dos años después y todavía estoy diciendo ¡Sí! ¡Sí señor antipirina! ¡Sí, señor Tristan Bustanoby Tzara! ¡Sí, señor Max Ernst Geburt! ¡Sí!, señor René Crevel, ahora que se ha suicidado usted, sí, el mundo está loco, tenía usted razón. Sí, señor Blaise Cendrars, tenía usted razón en matar. ¿Fue el día del Armisticio cuando publicó usted su librito
J'ai tué?
Sí, «seguid adelante, hijos míos, humanidad...» Sí, Jacques Vaché, muy cierto: «El arte debería ser algo divertido y un poco aburrido.» Sí, mi querido difunto Vaché, qué razón tenía usted y qué divertido y qué aburrido y conmovedor y tierno y cierto: «Corresponde a la esencia de los símbolos ser simbólicos». ¡Dígalo otra vez, desde el otro mundo! ¿Tiene un megáfono ahí arriba? ¿Ha encontrado todos los brazos y piernas volados durante la refriega? ¿Puede juntarlos de nuevo? ¿Recuerda el encuentro en Nantes con André Breton en 1916? ¿Celebraron juntos el nacimiento de la histeria? ¿Le había dicho a usted André Breton que sólo existe lo maravilloso y nada más que lo maravilloso y que lo maravilloso es siempre maravilloso...? ¿Y acaso no es maravilloso volverlo a oír, aunque tengas los oídos tapados? Quiero incluir aquí, antes de pasar a otra cosa, un pequeño retrato de usted por Emili Bouvier para mis amigos de Brooklin que puede que no me reconocieran entonces, pero que me reconocerán ahora, estoy seguro...

«...no estaba loco en absoluto, y podía explicar su conducta, cuando la ocasión lo exigía. No por ello dejaban sus acciones de ser tan desconcertantes como las peores excentricidades de Jarry. Por ejemplo, apenas acababa de salir del hospital se empleó de estibador, y en adelante pasaba las tardes descargando carbón en los muelles del Loira. En cambio, por la noche recorría los cafés y cinemas, vestido a la última moda y con muchas variaciones de traje. Más aún, en tiempo de guerra, a veces se pavoneaba en uniforme de teniente de húsares, a veces en el de oficial inglés, de aviador o de cirujano. En la vida civil, se mostraba igualmente libre y desenvuelto, sin importarle presentar a Breton con el nombre de André Salmon, al tiempo que se atribuía a sí mismo, pero sin la menor vanidad, los títulos y aventuras más maravillosos. Nunca decía buenos días ni buenas noches ni adiós, y nunca hacía el menor caso de las cartas, excepto las de su madre, cuando tenía que pedir dinero. No reconocía a sus mejores amigos de un día para otro...»

¿Me reconocéis, muchachos? Un simple muchacho de Brooklin comunicando con los albinos pelirrojos de la región zuni. Preparándose, con los pies en el escritorio, para escribir «obras fuertes, obras por siempre incomprensibles», como prometían mis difuntos camaradas. Esas «obras fuertes»... ¿las reconoceríais, si las vierais? ¿Sabéis que de los millones de muertes que hubo ni una de ellas era necesaria para producir «la obra fuerte» ?
[Nuevos seres,
sí! Todavía necesitamos nuevos seres. Podemos prescindir del teléfono, del automóvil, de los bombarderos de primera... pero no podemos prescindir de nuevos seres. Si la Atlántida quedó sumergida bajo el mar, si la Esfinge y las Pirámides siguen siendo un enigma eterno, es porque no nacían más seres nuevos. ¡Parad la máquina un momento! ¡Volvamos atrás! Volvamos a 1914, a la secuencia del Kaiser montado en su caballo. Mantenedlo así un momento sentado ahí con el brazo marchito sosteniendo las riendas. ¡Miradle el bigote! ¡Contemplad su altivo aspecto de orgullo y arrogancia! Mirad su carne de cañón formando con la más estricta disciplina, todos dispuestos a obedecer a la voz de mando, a dejarse matar, a dejarse destripar, a dejarse quemar en cal viva. Ahora mantened la imagen así un momento, y mirad al otro lado: los defensores de nuestra gran y gloriosa civilización, los hombres que harán la guerra para acabar con la guerra. Cambiadles la ropa, cambiad los uniformes, cambiad los caballos, cambiad las banderas, cambiad el terreno. ¡Dios mío! ¿Es el Kaiser a quien veo montado en un caballo blanco? ¿Son ésos los terribles humanos? ¿Y dónde está el Gran Bertha? Ah, ya veo... pensaba que estaba apuntando a Notre Dame. La humanidad, hijos míos, la humanidad de siempre avanzando en vanguardia... ¿Y las obras fuertes de que estábamos hablando? ¿Dónde están las obras fuertes? Llamad a la Western Union y enviad a un mensajero de pies veloces... no a un inválido ni a un octogenario, sino, ¡a un joven! Pedidle que busque la gran obra y que la vuelva a traer. La necesitamos. Tenemos un museo nuevecito esperando para albergarla... y celofán y el sistema decimal de Dewey para archivarla. Lo único que necesitamos es el nombre del autor. Aunque no tenga nombre, aunque sea una obra anónima, no protestaremos. Aunque contenga un poco de gas de mostaza, no nos importará. Traedla viva o muerta: hay una recompensa para el hombre que la traiga.

Y si os dicen que tenía que ser así, que no podía ser de otro modo, que Francia hizo todo lo que pudo y Alemania todo lo que pudo y que la pequeña Liberia y el pequeño Ecuador y todos los demás aliados hicieron también todo lo que pudieron y que, desde que acabó la guerra, todo el mundo ha estado haciendo todo lo que podía para hacer las paces o para olvidar, decidles que no basta con que hagan todo lo que puedan, que no queremos volver a oír esa lógica de «hacer todo lo que se puede», decidles que no queremos la mejor parte de un mal trato, que no creemos en tratos buenos o malos ni en los monumentos relativos a la guerra. No queremos oír hablar de la lógica de los acontecimientos... ni de clase alguna de lógica.
«Je ne parle pas logique»,
dijo Montherland,
«je parle générosité».
No creo que lo oyerais bien, pues estaba en francés. Voy a repetirlo para vosotros, en la propia lengua de la reina: «No hablo lógica, hablo generosidad.» Es inglés malo, como la propia reina podría hablarlo, pero es claro.
Generosidad...
¿oís? Nunca la practicáis, ninguno de vosotros, ni en la paz ni en la guerra. No sabéis lo que significa esa palabra. Creéis que suministrar cañones y municiones al bando vencedor es generosidad; creéis que enviar enfermeras de la Cruz Roja o el Ejército de Salvación al frente es generosidad. Creéis que una gratificación con veinte años de retraso es generosidad; creéis que una pequeña pensión y una silla de ruedas es generosidad; creéis que devolver su antiguo empleo a un hombre es generosidad. No sabéis lo que la guerra de los cojones significa, ¡cacho cabrones! Ser generoso es decir Sí antes incluso de que el hombre haya abierto la boca. Para decir Sí primero tienes que ser surrealista o dadaísta, porque hayas entendido lo que significa decir No. Incluso puedes decir Sí, y No al mismo tiempo, con tal de que hagas más de lo que se espera de ti. Sé un estibador de día y un Beau Brummel de noche. Lleva cualquier uniforme, con tal de que no sea tuyo. Cuando escribas a tu madre, pídele que afloje un poco de pasta para que puedas tener un trapo limpio para lavarte el culo. No te inquietes, si ves a tu vecino persiguiendo a su mujer con un cuchillo: probablemente tenga razones poderosas para perseguirla, y, si la mata, puedes estar seguro de que tiene la satisfacción de saber
por qué
lo ha hecho. Si estás intentando mejorar tu inteligencia, ¡desiste! No se puede mejorar la inteligencia. Mírate el corazón y las entrañas: el cerebro está en el corazón.

Ah, sí, si hubiera sabido entonces que esos andobas existían —Cendrars, Vaché, Grosz, Ernst, Apollinaire—, si hubiese sabido eso, si hubiera sabido que a su modo estaban pensando las mismas cosas exactamente que yo, creo que habría explotado. Sí, creo que habría estallado como una bomba. Pero lo ignoraba. Ignoraba que casi cincuenta años antes un judío loco en Sudamé-rica había alumbrado frases tan asombrosamente maravillosas como «la duda del pato con labios de vermouth» o «he visto a un higo comerse un onagro», que por la misma época un francés, que no era más que un niño, estaba diciendo: «Busca flores que sean sillas»... «mi hambre es trocitos de aire negro»... «su corazón, ámbar y yesca». Quizás en la misma época, poco más o menos, mientras Jarry decía «al comer el sonido de las polillas», y Apollinaire repetía tras él: «cerca de un caballero que se tragaba a sí mismo», y Breton murmuraba suavemente: «los pedales de la noche se mueven ininterrumpidamente», quizás «en el aire bello y negro» que el judío solitario había encontrado bajo la Cruz del Sur, otro hombre, también solitario y exiliado y de origen español, estaba preparándose para escribir estas palabras memorables: «En conjunto, procuro consolarme de mi exilio, de mi exilio de la eternidad, de ese
destierro
que gusto llamar mi descielo... En el momento presente creo que la mejor forma de escribir esta novela es decir cómo debería escribirse. Es la novela de la novela, la creación de la creación. O Dios de Dios,
Deus de Deo.»
Si hubiera yo sabido que iba a añadir esto, esto que sigue, con toda seguridad habría estallado como una bomba. «...Por estar loco se entiende perder la razón. La razón, pero no la verdad, pues hay locos que dicen verdades, mientras que otros guardan silencio...» Al hablar de estas cosas, al hablar de la guerra y de los muertos en la guerra, no puedo dejar de decir que unos veinte años después tropecé con esto en francés escrito por un francés. ¡Oh, milagro de milagros!
«II faut le dire, il y a des cadavres que je ne respecte qu'a moitié.»
¡ Sí, sí, y otra vez sí! ¡ Oh, hagamos algo imprudente... por el puro placer de hacerlo! ¡Hagamos algo vivo y magnífico, aunque sea destructivo! Dijo el zapatero loco: «Todas las cosas se engendran a partir del gran misterio, y pasan de un grado a otro. Lo que quiera que avance en su grado no es objeto de abominación.»

En todas partes y en todas las épocas el mismo mundo ovárico anunciándose. Pero también, paralelos con esos anuncios, esas profecías, esos manifiestos ginecológicos, paralelos y contemporáneos de ellos, nuevos postes totémicos, nuevos tabúes, nuevas danzas de guerra. Mientras que los hermanos del hombre, los poetas, los excavadores del futuro, lanzaban al aire sus mágicos versos, en esa misma época, ¡oh, insondable y desconcertante enigma!, otros hombres estaban diciendo: «Haga el favor de venir a tomar un empleo en nuestra fábrica de armas. Le prometemos los salarios más altos, las condiciones más higiénicas. El trabajo es tan fácil, que hasta un niño podría hacerlo.» Y si tenías una hermana, una esposa, una tía, con tal de que pudiera servirse de sus manos, con tal de que pudiese demostrar que no tenía malas costumbres, te invitaban a llevarla o llevarlas contigo a la fábrica de municiones. Si temías ensuciarte las manos, te explicaban cómo funcionaban aquellos delicados mecanismos, lo que hacían cuando explotaban y por qué no debías desperdiciar ni siquiera la basura porque...
et ipso facto e pluribus unum.
Lo que me impresionaba al hacer el recorrido en busca de trabajo no era tanto que me hicieran vomitar cada día (suponiendo que hubiera tenido la suerte de meterme algo en las tripas) como que siempre quisieran saber si tenías buenas costumbres, si eras formal, si no bebías, si eras diligente, si habías trabajado antes y, si no, por qué no. Hasta la basura, cuya recogida para el ayuntamiento fue uno de los trabajos que conseguí, era preciosa para ellos, los asesinos. A pesar de estar en la porquería hasta las rodillas, de estar en la posición social más baja posible, de ser un coolie, un paria, participaba en el fraude de la muerte. Intentaba leer el
Infierno
de Dante por la noche, pero estaba en inglés y el inglés no es lengua para una obra católica. «Lo que quiera que en sí mismo entre en su propio ser, es decir, en su
lubet...» ¡Lubetí
¡ Si hubiera tenido entonces una palabra así para mis invocaciones, ¡qué apaciblemente me habría dedicado a mi recogida de la basura! ¡Qué agradable por la noche, cuando Dante está fuera de alcance y las manos huelen a porquería y a cieno, adoptar esta palabra que en holandés significa «lascivia» y en latín «libitum» o el divino
beneplaciturn.
Metido hasta las rodillas en la porquería, dije un día lo que, según cuentan, dijo Meister Eckhart hace mucho: «En verdad necesito a Dios, pero Dios me necesita a mí también.» Había un trabajo esperándome en el matadero, un trabajito agradable de seleccionar vísceras, pero no conseguí juntar el dinero para el billete hasta Chicago. Me quedé en Brooklin, en mi propio palacio de vísceras, y di vueltas y más vueltas en el plinto del laberinto. Me quedé en casa buscando la «vesícula germinal», «el castillo del dragón en el fondo del mar», «el Arpa Celestial», «el campo de la pulgada cuadrada», «la casa del pie cuadrado», «el pasaje oscuro», «el espacio del Cielo antiguo». Me quedé encerrado, prisionero de Fórculo, el dios de la puerta, de Cardea, dios de la bisagra, y de Limencio, dios del umbral. Hablé sólo con sus hermanas, las tres diosas llamadas Miedo, Palidez y Fiebre. No vi «lujo asiático», como vio o imaginó ver San Agustín. Tampoco vi «nacer los dos gemelos, tan cerca uno del otro, que el segundo iba cogido al talón del primero». Pero vi una calle llamada Myrtle Avenue, que va de Borough Hall a Fresh Pond Road, y por esa calle nunca caminó santo alguno (de lo contrario, se habría desmoronado), por esa calle nunca pasó milagro alguno, ni poeta alguno, ni especie alguna de genio humano, ni creció en ella nunca flor alguna, ni le dio el sol de lleno, ni la bañó nunca la lluvia. Por el Inferno auténtico que tuve que aplazar durante veinte años os doy Myrtle Avenue, uno de los innumerables caminos de herradura recorridos por monstruos de hierro que conducen al corazón vacío de América. Si sólo habéis visto Essen o Manchester o Chicago o Bayonne, no habéis visto nada del magnífico vacío del progreso y la ilustración. Querido lector, debes ver Myrtle Avenue antes de morir, aunque sólo sea para comprender hasta qué punto caló Dante en el futuro. Tienes que creerme, si te digo que ni en esa calle, ni en las casas que se alinean a sus lados, ni en los adoquines con que está pavimentada, ni en la estructura elevada que la corta en dos, ni en criatura alguna que lleve un nombre y viva en ella, ni en animal alguno, ave o insecto, que pase por ella camino del matadero o de vuelta de él, hay esperanza alguna de «lubet», «sublimación» o «abominación». No es una calle de pena, pues la pena sería humana y reconocible, sino de puro vacío: está más vacía que el volcán más extinto, más vacía que una vacuidad, más vacía que la palabra Dios en labios de un descreído.

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