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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (36 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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Naturalmente, yo me reía y extendía la mano para el dólar que me había prometido. Eso volvía a irritarlo. «Estás dispuesto a decir cualquier cosa, ¿verdad?, con tal de que te dé el dólar que te he prometido. ¡Vaya un tipo! Hablas de moral... pero, joder, si tienes la ética de una serpiente de cascabel.
No,
no te lo voy a dar todavía, por Cristo que no. Antes te voy a torturar un poco más. Te voy a hacer
ganar
este dinero, si puedo. Oye, ¿qué tal si me lustras los zapatos?... Hazlo por mí, ¿quieres? Nunca llegarán a estar brillantes, si no los lustras ahora.» Cojo los zapatos y le pido un cepillo. No me importa lustrarle los zapatos, ni lo más mínimo. Pero también eso parece irritarle. «O sea, que vas a lustrarlos, ¿verdad? Pero, bueno, es el colmo. Oye, ¿dónde está tu orgullo?... ¿Has tenido alguna vez ni una pizca? Y tú eres el tipo que todo lo sabe. Es asombroso. Sabes tantas cosas, que tienes que lustrar los zapatos de tu amigo para sacarle una comida. ¡Me tienes contento! ¡Toma, cabrón, toma el cepillo! Lustra el otro par también, ya que estás.»

Una pausa. Está lavándose en la pila y canturreando. De repente, en tono vivo y alegre: «¿Qué tal tiempo hace hoy, Henry? ¿Hace sol? Oye, conozco el lugar ideal para ti. ¿Qué me dices de unos mejillones con jamón con un poco de salsa tártara al lado? Es una tabernita cerca de la ensenada. Un día como hoy es el día ideal para mejillones y jamón, ¿eh? ¿Qué me dices, Henry? No me digas que tienes algo que hacer... si te llevo ahí, tienes que pasar un rato conmigo; lo sabes, ¿verdad? ¡Hostia, ojalá tuviera tu carácter! Te dejas llevar por la corriente, minuto a minuto. A veces pienso que te va muchísimo mejor que a cualquiera de nosotros, aunque seas un asqueroso hijoputa, traidor y ladrón. Cuando estoy contigo, el día parece pasar como un sueño. Oye, ¿entiendes a lo que me refiero, cuando digo que tengo que verte a veces? Me vuelvo loco estando solo todo el tiempo. ¿Por qué ando tanto tras las gachís? ¿Por qué juego a las cartas toda la noche? ¿Por qué me junto con esos vagos del Point? Necesito hablar con alguien, eso es lo que pasa.»

Un poco después, en la bahía, sentados por encima del agua, tras haberse tomado un whisky y esperando que nos sirvan los mariscos... «La vida no es tan mala, si puedes hacer lo que quieras, ¿eh, Henry? Si hago un poco de pasta, voy a dar la vuelta al mundo... y tú vas a venir conmigo. Sí, aunque no te lo mereces, voy a gastarme un poco de dinero de verdad contigo. Quiero ver cómo actúas, si te aflojo la cuerda. Te voy a dar el
dinero
¿entiendes?... No voy a fingir que te lo presto. Veremos qué ocurre con tus bonitas ideas, cuando tengas algo de pasta en el bolsillo. Oye, cuando estaba hablando de Platón el otro día, quería preguntarte una cosa: quería preguntarte si has leído esa historia suya sobre la Atlántida. ¿Sí? Bueno, ¿y qué te parece? ¿Crees que era simplemente un cuento o crees que puede haber existido un lugar así?»

No me atreví a decirle que sospechaba que había cientos y miles de continentes cuya existencia pasada o futura ni habíamos empezado a imaginar, por lo que dije que me parecía posible, en efecto, que hubiera existido un lugar como la Atlántida.

— Bueno, supongo que da igual una cosa que la otra — prosiguió-, pero te voy a decir lo que pienso. Creo que debió de haber una época así, una época en que los hombres eran diferentes. No puedo creer que hayan sido siempre los cerdos que son ahora y han sido durante los últimos milenios. Creo que es posible que hubiera una época en que los hombres sabían vivir, sabían aceptar la vida tal como es y disfrutarla. ¿Sabes lo que me vuelve loco? Mirar a mi viejo. Desde que se jubiló, se pasa el día sentado frente al fuego y desanimado. Para eso trabajó como un esclavo toda su vida, para estarse ahí sentado como un gorila decrépito. Pues, ¡vaya una mierda! Si pensara que eso era lo que me iba a ocurrir a mí, me volaría los sesos ahora mismo. Mira a tu alrededor... mira a la gente que conocemos... ¿conoces a alguien que valga la pena? ¿A qué viene tanto alboroto? Es lo que me gustaría saber. Estarían mucho, pero que mucho mejor, muertos» No son más que estiércol. Cuando estalló la guerra y los vi ir a las trincheras, me dije:
«¡Bien!
¡Quizá vuelvan con un poco más de juicio!» Muchos no volvieron, desde luego. Pero, ¡y los otros!... Oye, ¿Crees que se volvieron más
humanos,
más considerados? ¡Nada de eso! En el fondo son todos unos carniceros; y cuando se ven entre la espada y la pared, chillan. Me ponen enfermo, toda esa pandilla de los cojones. Veo lo que son, al sacarlos en libertad bajo fianza cada día. Lo veo desde los dos lados de la barrera. Los del otro lado son más asquerosos todavía. Vamos, que si te, contara algunas de las cosas que sé sobre los jueces que condenan a esos pobres diablos, te darían ganas de partirles la boca. Basta con que les mires a la cara. Sí, Henry, sí, me gustaría pensar que hubo una época en que las cosas eran diferentes. No hemos visto nunca una vida auténtica... y no vamos a verla. Esto va a durar otros varios miles de años, si no me equivoco. Tú piensas que soy un mercenario. Crees que estoy loco por querer ganar mucho dinero, ¿verdad? Pues, mira, te voy a decir una cosa: quiero ganar una fortuna para sacar los pies de esta basura. Me largaría a vivir con una negra, si pudiera escapar de esta atmósfera. Me he partido los cojones intentando llegar adonde estoy, que no es demasiado lejos. Creo tan poco en el trabajo como tú... lo que pasa es que me educaron así. Si pudiera dar un golpe, si pudiese estafar una fortuna a uno de esos cabrones asquerosos con los que trato, lo haría con la conciencia tranquila. Lo malo es que me conozco las leyes demasiado bien. Pero algún día les engañaré, ya lo verás. Y cuando dé el golpe, será de aupa...

Otro whisky mientras llegan los mariscos, y empieza otra vez. «Decía en serio eso de llevarte de viaje conmigo. Lo estoy pensando en serio. Supongo que me dirás que tienes una mujer y una hija que cuidar. Oye, ¿cuándo vas a separarte de esa gruñona? ¿Es que no sabes que tienes que librarte de ella?» Se echa a reír suavemente. «¡Ja! ¡Ja! ¡Y pensar que fui yo quien la escogió para ti! ¡Nunca habría imaginado que serías tan tonto como para dejarte cazar por ella! Pensaba que te ofrecía un buen polvete y tú pobre idiota, vas y te casas con ella. ¡Ja! ¡Ja! Óyeme, Henry, mientras te queda un poco de juicio: no dejes que esa cara de perro te joda la vida, ¿me entiendes? Me da igual lo que hagas o adonde vayas. No me gustaría nada verte abandonar la ciudad, te lo digo francamente, pero, joder, si tienes que irte a África, lárgate, líbrate de sus garras; es una tía que no te va. A veces, cuando me ligo a una gachí cojonuda, pienso para mis adentros: "Hombre, ésta le iría bien a Henry"... y me propongo presentártela, y después, claro, se me olvida. Pero, joder, hay miles de tías en el mundo con las que te llevas bien, hombre. ¡Y pensar que tenías que ir a escoger a una mala puta mezquina como ésa...!
¿Quieres más jamón?
Más vale que comas ahora lo que quieras, ya sabes que después no quedará pasta.
Tómate otro trago, ¿eh?
Oye, si intentas dejarme plantado hoy, te juro que no te vuelvo a dejar ni un centavo nunca... ¿De qué estaba hablando? Ah, sí, de esa tía chiflada con la que te casaste. Oye, ¿vas a hacerlo o no? Siempre que te veo, me dices que te vas a escapar, pero nunca lo haces. Supongo que no creerás que la estás manteniendo. No te
necesita,
tonto, ¿es que no lo ves? Lo único que quiere es torturarte. En cuanto a la niña... pues, joder, si estuviera en tu pellejo, la ahogaría. Eso parece una canallada, ¿verdad?, pero ya sabes lo que quiero decir. Tú no eres padre. No sé qué cojones eres... lo único que sé es que eres un tipo que vale demasiado como para desperdiciar la vida con ellas. Oye, ¿por qué no intentas hacer algo de provecho? Todavía eres joven y tienes buen aspecto. Lárgate a algún sitio, muy lejos, y empieza de nuevo. Si necesitas un poco de dinero, te lo conseguiré. Es como tirarlo a una alcantarilla, lo sé, pero lo haré igualmente. La verdad, Henry, es que te aprecio más que la hostia. He recibido más de ti que de nadie en el mundo. Supongo que tenemos mucho en común, por proceder del mismo barrio. Tiene gracia que no te conociera en aquellos tiempos. ¡Joder, me estoy, poniendo sentimental...!»

El día pasaba así, con mucha comida y bebida, el sol que calentaba, un coche para llevarnos por ahí, puros entre medias, dormitando un poco en la playa mientras estudiábamos con la mirada a las gachís que pasaban, hablando, riendo, cantando un poco también: un día como muchos, muchos otros que pasé así con McGregor. Días así parecían realmente detener la rueda. En la superficie todo era alegría y despreocupación; el tiempo pasaba como un sueño pegajoso. Pero por debajo era fatalista, premonitorio, me dejaba el día siguiente en un estado de inquietud mórbida. Sabía perfectamente que algún día tenía que cortar; sabía perfectamente que estaba perdiendo el tiempo. Pero también sabía que no podía hacer nada...
todavía.
Tenía que ocurrir algo, algo grande, algo que me hiciera perder la cabeza. Lo único que necesitaba era un empujón, pero tenía que ser una fuerza exterior a mi mundo la que pudiese darme el empujón oportuno, de eso estaba seguro. No podía reconcomerme, porque eso no iba con mi naturaleza. En mi vida todo había salido bien...
al final.
No estaba destinado a esforzarme. Había que dejar algo en manos de la Providencia: en mi caso, mucho. A pesar de las manifestaciones exteriores de infortunio y desgobierno, sabía que había nacido de pie. La situación exterior era mala, de acuerdo... pero lo que más me preocupaba era la situación interior. Tenía realmente miedo de mí mismo, de mi apetito, mi curiosidad, mi flexibilidad, mi afabilidad, mi capacidad de adaptación. Ninguna situación en sí misma podía asustarme: sin saber cómo, siempre me veía en buena posición, sentado dentro de un ranúnculo, por decirlo así, y chupando la miel. Aunque me metieran en la cárcel, tenía el presentimiento de que lo pasaría bien. Supongo que era porque sabía no resistir. Otra gente se agotaba luchando, esforzándose y afanándose; mi estrategia consistía en flotar con la corriente. Lo que la gente me hacía a mí casi no me preocupaba tanto como lo que hacían a otros o a sí mismos. Me sentía tan cojonudamente bien por dentro, que tenía que cargar con los problemas del mundo. Y por eso es por lo que siempre me encontraba en un lío. No estaba sincronizado con mi propio destino, por decirlo así. Si llegaba a casa una noche, por ejemplo, y no había comida en casa, ni siquiera para la niña, daba media vuelta y me iba a buscarla. Pero lo que notaba en mí, y eso era lo que me asombraba, era que tan pronto estaba fuera y agitándome en busca del papeo, ya estaba otra vez a vueltas con la Weltanschauung. No pensaba en comida para
nosotros
exclusivamente, pensaba en la comida en todas sus fases, en todas las partes del mundo y a esa hora, y en cómo se obtenía y en cómo se preparaba y lo que la gente hacía, si no la tenía, y en que tal vez hubiera un modo de solucionarlo para que todo el mundo la tuviese, cuando la necesitara, y no hubiese que desperdiciar más tiempo con un problema tan estúpidamente simple. Sentía lástima de mi mujer y mi hija, claro está, pero también sentía lástima de los hotentotes y de los bosquimanos australianos, por no citar a los belgas y a los turcos y a los armenios que se morían de hambre. Sentía lástima de la raza humana, de la estupidez del hombre y de su falta de imaginación. Perderse una comida no era tan terrible... el espantoso vacío de la calle era lo que me perturbaba profundamente. Todas aquellas malditas casas, una tras otra, y todas tan vacías y tan tristes. Magníficos adoquines bajo los pies y asfalto en la calzada y escaleras de una elegancia bella y horrenda para subir a las casas, y, sin embargo, un tipo podía caminar de un lado para otro todo el día y toda la noche sobre esos costosos materiales y estar buscando un mendrugo de pan. Eso era lo que me mataba. Su incongruencia. Si por lo menos pudiera uno salir con una campanilla y gritar: «Escuchen, escuchen, señores, soy un tipo hambriento. ¿Quién quiere que le lustren los zapatos? ¿Quién quiere que le saquen la basura? ¿Quién quiere que le limpien las tuberías?» Si por lo menos pudieses salir a la calle y expresárselo así de claro. Pero, no, no te atreves a abrir el pico. Si dices a un tipo en la calle que estás hambriento, le das un susto de muerte y corre como alma que lleva el diablo. Eso es algo que nunca he entendido. Y sigo sin entenderlo. Todo es tan sencillo: basta con que digas Sí, cuando alguien se te acerque. Y si no puedes decir Sí, cógelo del brazo y pide a algún otro andoba que te ayude. La razón por la que tienes que ponerte un uniforme y matar a hombres que no conoces, simplemente para conseguir un mendrugo de pan, es un misterio para mí. En eso es en lo que pienso, más que en la boca que se lo traga o en lo que cuesta. ¿Por qué cojones ha de importarme lo que cuesta una cosa? Estoy aquí para vivir, no para calcular. Y eso es precisamente lo que los cabrones no quieren que hagas:
¡vivir!
Quieren que te pases la vida sumando cifras. Eso tiene sentido para ellos. Eso es razonable. Eso es inteligente. Si yo estuviera al timón, tal vez las cosas no estuviesen tan ordenadas, pero todo sería más alegre, ¡qué hostia! No habría que cagarse en los pantalones por nimiedades. Quizá no hubiera calles pavimentadas ni cachivaches de miles de millones de variedades, tal vez no hubiese siquiera cristales en las ventanas, puede que hubiera que dormir en el suelo, quizá no hubiese cocina francesa ni cocina italiana ni cocina china, tal vez las personas se mataran unas a otras cuando se les acabase la paciencia y puede que nadie se lo impidiera porque no habría ni cárceles ni polis ni jueces, y por supuesto no habría ministros ni legislaturas porque no habría leyes de los cojones que obedecer o desobedecer, y quizá se tardara meses y años en ir de un lugar a otro, pero no se necesitaría un visado ni un pasaporte ni un carnet de identidad porque no estaría uno registrado en ninguna parte ni llevaría un número y, si quisieses cambiar de nombre cada semana, podrías hacerlo, porque daría lo mismo, dado que no poseerías nada que no pudieras llevar contigo y, ¿para qué ibas a querer poseer nada, si todo sería gratuito?

Durante aquel período en que iba de puerta en puerta, de empleo en empleo, de amigo en amigo, de comida en comida, intenté, a pesar de todo, delimitar un poco de espacio para mí que pudiera servirme de fondeadero; se parecía más que nada a un salvavidas en medio de un canal rápido. Quien se acercara a un kilómetro de mí oía el repique doloroso de una campana enorme. Nadie podía ver el fondeadero: estaba sumergido profundamente en el fondo del canal. Se me veía subir y bajar en la superficie, a veces meciéndome suavemente o bien oscilando hacia adelante y hacia atrás agitadamente. Lo que me sujetaba era el enorme escritorio con casilleros que coloqué en el salón. Era el escritorio que había estado en la sastrería del viejo durante los cincuenta últimos años, que había visto nacer muchas facturas y muchos gemidos, que había albergado extraños recuerdos en sus compartimentos, y que al final le había yo soplado cuando estaba viejo y ausente de la sastrería; y ahora se encontraba en el centro en medio de nuestro lúgubre salón en el tercer piso de una respetable casa del barrio más respetable de Brooklin. Tuve que sostener una dura batalla para instalarlo allí, pero insistí en que estuviera allí, en el centro del tinglado. Era como colocar un mastodonte en el centro del consultorio de un dentista. Pero, como mi mujer no tenía amigas que la visitaran y como a mis amigos les habría importado tres cojones que estuviese colgado de la araña, lo dejé en la sala y coloqué alrededor todas las sillas que nos sobraban en un gran círculo y después me senté cómodamente y puse los pies sobre el escritorio y soñé con lo que escribiría, si fuera capaz de escribir. Tenía una escupidera al lado del escritorio, y de vez en cuando escupía en ella para que no se me olvidase que estaba allí. Todos los casilleros y los cajones estaban vacíos; dentro del escritorio o sobre él no había otra cosa que una hoja de papel en blanco en la que me resultaba imposible poner siquiera un garabato.

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