Read Trópico de Capricornio Online

Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (40 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
4.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sigo con lo de antes. No el horror, que asesina, del desastre y la calamidad, como decía, sino el retroceso automático, sino el panorama desolado de la lucha atávica del alma. Un puente en Carolina del Norte, cerca de la frontera con Tennessee. Destacándose de entre lujuriantes campos de tabaco, chozas bajas por todas partes y el olor a leña fresca ardiendo. El día pasó en un espeso lago de verde ondulante. Casi ni un alma a la vista. Y después un claro de repente y me encuentro sobre un gran barranco cruzado por un puente de madera desvencijado. ¡Es el fin del mundo! Cómo cojones he llegado aquí y por qué estoy aquí es algo que no sé.
¿Cómo voy a comer?
Y aunque coma la mayor comida imaginable, seguiré estando triste, espantosamente triste. No sé adonde ir desde aquí. Este puente es el fin, mi fin, el fin del mundo conocido para mí. Este puente es la locura; no hay razón por la que deba estar aquí ni razón por la que deba cruzarlo. Me niego a dar un paso
más;
me niego a cruzar ese puente demencial. Cerca hay un muro bajo contra el que me recuesto, mientras intento pensar qué hacer y adonde ir. Comprendo de repente lo terriblemente civilizado que soy... la necesidad que tengo de gente, conversación, libros, teatro, música, cafés, bebidas, etc. Es terrible ser civilizado, porque cuando llegas al fin del mundo no tienes nada que te ayude a soportar el terror de la soledad. Ser civilizado es tener necesidades complicadas. Y un hombre en la flor de la vida no debería necesitar nada. He pasado todo el día atravesando campos de tabaco, y sintiéndome cada vez más inquieto. ¿Qué tengo que ver con todo este tabaco? ¿Adonde me dirijo? En todas partes la gente produce cosechas y mercancías para otra gente... y yo soy como un fantasma que se desliza entre toda esa actividad ininteligible. Quiero encontrar alguna clase de trabajo, pero no quiero formar parte de esto, de este proceso automático e infernal. Paso por una ciudad
y
miro el periódico para ver qué ocurre en ella y en sus alrededores. Me parece que no ocurre
nada,
que el reloj se ha parado, pero que esos pobres diablos no lo saben. Además, intuyo de forma insistente que hay asesinato en el aire. Lo huelo. Unos días atrás crucé la línea imaginaria que divide el norte del sur. No fui consciente de ello hasta que pasó un moreno conduciendo una yunta; cuando llega a mi altura, se levanta del asiento y se quita el sombrero con el mayor respeto. Tenía pelo blanco como la nieve y una cara de gran dignidad. Aquello me hizo sentirme horrible: me hizo comprender que todavía hay esclavos. Ese hombre tenía que descubrirse delante de mí... porque yo era de la raza blanca. Cuando en realidad, ¡era yo quien debía descubrirme ante él! Debería haberle saludado como a un superviviente de todas las viles torturas que los hombres blancos han infligido a los negros. Debería haberme quitado el sombrero antes que él, para hacerle saber que no formo parte de este sistema, que pido perdón por todos mis hermanos blancos, demasiado ignorantes y crueles como para hacer un gesto honrado y claro. Hoy siento sus ojos sobre mí todo el tiempo; miran desde detrás de las puertas, desde detrás de los árboles.

Todos muy tranquilos, muy pacíficos, aparentemente. Negro dice nunca nada. Negro canturrea todo el rato. Hombre blanco piensa que negro aprende su lugar. Negro aprende nada. Negro espera. Negro mira todo lo que hombre blanco hace. Negro dice nada, no señor, que no. ¡PERO DE TODOS MODOS EL NEGRO ESTA MATANDO AL HOMBRE BLANCO! Siempre que el negro mira a un hombre blanco, le está clavando una daga. No es el calor, no es la lombriz intestinal, no son las malas cosechas, lo que está matando el sur: ¡es el negro! El negro despide un veneno, quiera o no quiera. El sur está drogado con veneno de negro.

Sigo... Sentado frente a una barbería junto al río James. Voy a quedarme aquí diez minutos, mientras descansan mis pies. Enfrente hay un hotel y unas cuantas tiendas; todo ello va desvaneciéndose rápidamente, acaba como empezó: sin razón. Desde el fondo de mi alma compadezco a los pobres diablos que nacen y mueren aquí. No hay razón concebible por la que deba existir este lugar. Ño hay razón por la que nadie deba cruzar la calle y pedir que le corten el pelo o que le despachen un plato de solomillo. Eh, vosotros, ¡compraos una pistola y mataos unos a otros! Borrad esta calle de mi mente para siempre: no tiene ni pizca de sentido.

El mismo día, tras la caída de la noche. Sigo caminando, hundiéndome cada vez más en el sur. Me voy alejando de un pueblecito por un camino corto que conduce a la carretera. De repente oigo pasos detrás de mí y en seguida pasa a escape un joven junto a mí respirando con dificultad y maldiciendo con todas sus fuerzas. Me quedo ahí un momento, preguntándome qué pasa. Oigo que llega otro hombre a escape; es más viejo y lleva un revólver. Respira con bastante facilidad y no dice ni pío. Justo cuando lo distingo, la luna se abre paso entre las nubes y le veo la cara claramente. Es un cazador de hombres. Me hago a un lado, cuando llegan los otros detrás de él. Estoy temblando de miedo. Es el
sheriff,
oigo decir a un hombre, y va a matarlo. Horrible. Sigo hacia la carretera esperando oír el disparo que pondrá fin a todo aquello. No oigo nada: sólo esa respiración dificultosa del joven y los rápidos y ansiosos pasos de la chusma que sigue al
sheriff.
Justo cuando me acerco a la carretera, sale un hombre de la oscuridad y se me acerca muy deprisa. «¿Adonde vas, hijo?», dice, tranquilo y casi con ternura. Balbuceo algo sobre la ciudad siguiente. «Más vale que te quedes aquí, hijo», dice. No dije nada más. Le dejé llevarme de nuevo a la ciudad y entregarme como un ladrón. Estuve tumbado en el suelo con otros cincuenta tipos. Tuve un maravilloso sueño sexual que acababa en la guillotina.

Sigo... tan difícil es volver atrás como seguir adelante. Tengo la sensación de haber dejado de ser ciudadano americano. La parte de América de la que procedía, donde tenía algunos derechos, donde me sentía libre, ha quedado tan lejos detrás de mí, que está empezando a borrárseme de la memoria. Tengo la sensación de que alguien me tiene clavada una pistola en la espalda constantemente. Sigue andando, es lo único que me parece oír. Si un hombre me habla, intento no parecer demasiado inteligente. Intento fingir que me interesan vitalmente las cosechas, el tiempo, las elecciones. Si me paro, me miran, negros y blancos: me miran de pies a cabeza como si fuera jugoso y comestible. Tengo que caminar otras mil millas aproximadamente, como si tuviese una meta clara, como si fuera realmente a algún sitio. Tengo que parecer agradecido también de que a nadie se le haya ocurrido todavía pegarme un tiro. Es deprimente y estimulante al mismo tiempo. Eres un hombre marcado... y nadie aprieta el gatillo. Te dejan caminar sin molestarte hasta el Golfo de México, donde puedes ahogarte.

Sí, señor, llegué al Golfo de México y caminé directo hasta él y me ahogué. Lo hice gratis. Cuando sacaron el cadáver descubrieron que llevaba la etiqueta F.O.B.
2
Myrtle Avenue, Brooklin; lo devolvieron con la etiqueta C.O.D.
3
Cuando me preguntaron por qué me había suicidado, lo único que se me ocurrió decir fue:
¡porque quería electrificar el cosmos!
Con eso quería decir una cosa muy simple: Delaware, Lakawanna y Western Union habían sido electrificadas, la Seabord Air Line había sido electrificada, pero el alma del hombre seguía en la etapa del carromato. Nací en medio de la civilización y la acepté con toda naturalidad: ¿qué otra cosa podía hacer? Pero el chiste consistía en que nadie más se lo tomaba en serio. Yo era el único hombre de la comunidad que era verdaderamente civilizado. No había sitio para mí... aún. Y, sin embargo, los libros que leía, la música que escuchaba, me aseguraban que había otros hombres en el mundo como yo. Tuve que ir a ahogarme al Golfo de México para tener una excusa para continuar aquella existencia seudocivilizada. Tenía que despojarme de mi cuerpo espiritual.

Cuando advertí que, de acuerdo con el orden de cosas, yo valía menos que el barro, la verdad es que me puse muy contento. Rápidamente perdí cualquier sentido de la responsabilidad. Y, si no hubiera sido porque mis amigos se cansaron de prestarme dinero, podría haber seguido como si tal cosa dejando pasar el tiempo indefinidamente. El mundo era como un museo para mí: no veía otra cosa que hacer que devorar ese maravilloso pastel cubierto de chocolate que los hombres del pasado nos habían dejado en las manos. A todo el mundo le molestaba ver cómo me divertía. Su lógica era que el arte era muy bonito, oh, sí, desde luego, pero que tienes que trabajar para ganarte la vida y después descubrirás que estás demasiado cansado como para pensar en el arte. Pero cuando amenacé con añadir una o dos capas por mi cuenta a aquel maravilloso pastel cubierto de chocolate fue cuando se enfadaron conmigo. Aquello fue la pincelada final. Eso significó que yo estaba rematadamente loco. Primero me consideraban un miembro inútil de la sociedad; después, por un tiempo, les parecí un cadáver despreocupado con un apetito tremendo; ahora me he vuelto loco.
(Oye, cacho cabrón, búscate un empleo... ¡no queremos verte más!)
En cierto modo ese cambio de frente fue alentador. Sentí el viento que soplaba por los pasillos. Por lo menos, «nosotros» ya no estábamos encalmados. Era la guerra, y, como cadáver que era, yo estaba bastante fresco como para que me quedara un poco de combatividad. La guerra te reanima. La guerra hace que te bulla la sangre. Fue en plena guerra mundial, de la que me había olvidado, cuando experimenté ese cambio de ánimo. De la noche a la mañana me casé, para demostrar a todos y cada uno que me importaba tres cojones una cosa o la otra. Casarse estaba bien para la mentalidad de ellos. Recuerdo que, gracias al anuncio de la boda, junté cinco dólares inmediatamente. Mi amigo McGregor me pagó la licencia e incluso pagó el afeitado y el corte de pelo que insistió en que me diera para casarme. Decían que no podías casarte sin afeitarte; yo no veía razón alguna por la que no pudieses casarte sin afeitarte ni cortarte el pelo, pero, como no me costaba nada, cedí. Fue interesante ver que todo el mundo estaba deseoso de contribuir con algo a nuestro sustento. De repente, sólo porque había mostrado un poco de juicio, acudieron como moscas a nuestro alrededor: ¿y no podrían hacer esto, y no podrían hacer aquello por nosotros? Naturalmente, suponían que ahora con toda seguridad iba a ir a trabajar, ahora iba a ver que la vida es una cosa seria. En ningún momento se les ocurrió que podría dejar que mi esposa trabajase por mí. Realmente, al principio me portaba muy bien con ella. No era un negrero. Lo único que pedía era dinero para el autobús para ir a buscar el mítico empleo y un poquito de dinero para mis gastos, para cigarrillos, cine, etc. Las cosas importantes, como libros, discos, gramófonos, filetes y demás, me pareció que podíamos comprarlas a crédito, ahora que estábamos casados. El pago a plazos se había inventado expresamente para tipos como yo. La entrada era fácil... el resto lo dejaba para la Providencia. Tiene uno que vivir, estaban diciendo siempre. Pero, Dios mío, si era lo que yo me decía:
¡Tiene uno que vivir! ¡Vive primero y paga después!
Si veía un abrigo que me gustaba, entraba y lo compraba. Además, lo compraba un poco antes de temporada, para mostrar que era un individuo serio. Hostias, era un hombre casado y probablemente fuera a ser padre pronto... tenía derecho a un abrigo para el invierno por lo menos, ¿no? Y cuando tenía un abrigo, pensaba en unos zapatos fuertes para acompañarlo: un par de zapatos gruesos de cordobán como los que había deseado toda mi vida pero nunca había podido pagar. Y cuando venía el frío intenso y estaba en la calle buscando trabajo, a veces me entraba un hambre terrible —es muy sano salir así, día tras día, a andar de un lado para otro por la ciudad con lluvia y nieve y viento y granizo—, así que de vez en cuando me metía en una taberna acogedora y pedía un filete jugoso con cebollas y patatas fritas. Me hice un seguro de vida y también un seguro de accidentes... cuando estás casado, es importante hacer cosas así, según me decían. Supongamos que un día me muriera de repente... entonces, ¿qué? Recuerdo que el tipo me dijo eso para dar más fuerza a su argumentación. Yo le había dicho que iba a firmar, pero él debía de haberlo olvidado. Había dicho, sí, inmediatamente, por la fuerza de la costumbre, pero, como digo, era evidente que no lo había notado... o, si no, sería que iba contra las normas cerrar el trato con una persona hasta que no le hubieras largado toda la perorata. El caso es que estaba preparándome para preguntarle cuánto tiempo tenía que pasar antes de que pudieses pedir un préstamo con la póliza, cuando lanzó la pregunta hipotética:
Supongamos que muriera usted de repente un día... entonces, ¿qué?
Me figuro que pensó que estaba un poco mal de la cabeza por la forma como me reí al oír aquello. Me reí hasta que me corrieron lágrimas por las mejillas. Por fin dijo: «No creo haber dicho nada tan gracioso.» «Pero, bueno», dije, poniéndome serio por un momento, «míreme bien. Ahora dígame, ¿cree usted que soy la clase de tipo al que le preocupa más que la hostia lo que ocurra, una vez muerto?». Quedó completamente desconcertado al oírme, al parecer, porque lo que me dijo a continuación fue: «No creo que ésa sea una actitud demasiado ética, señor Miller. Estoy seguro de que usted no desea que su esposa...» «Mire», dije, «supongamos que le digo que me importa tres cojones lo que le ocurra a mi mujer, cuando me muera... entonces, ¿qué?». Y como eso pareció herir su susceptibilidad ética todavía más, añadí para no quedarme corto: «Por lo que a mí concierne, no tienen ustedes que pagar el seguro, cuando yo la diñe: lo hago simplemente para complacerlo a usted. Estoy intentando ayudar al mundo, ¿no lo ve? Usted tiene que vivir, ¿no es cierto? Pues, bien, le estoy poniendo un poquito de comida en la boca, nada más. Si tiene usted algo más para vender, sáquelo. Compro cualquier cosa que me parezca buena. Soy comprador, no vendedor. Me gusta ver feliz a la gente: por eso compro cosas. Ahora, óigame, ¿a cuánto ha dicho que saldría por semana? ¿A cincuenta y siete centavos? Estupendo. ¿Qué son cincuenta y siete centavos? ¿Ve usted ese piano... ? Sale por unos treinta y nueve centavos por semana, me parece. Mire a su alrededor: todo lo que ve cuesta tanto como eso a la semana. Dice usted:
si me muriera, entonces, ¿qué?
¿Supone usted que me voy a morir y dejar a toda esa gente colgada? Eso sería una broma más pesada que la hostia. No, preferiría que vinieran y se llevasen sus cosas... en caso de que no pueda pagarlas, quiero decir...» Se había puesto muy nervioso y me pareció que tenía una mirada vidriosa. «Perdone», dije, interrumpiéndome, «pero, ¿no le gustaría echar un traguito... para celebrar lo de la póliza?» Dijo que le parecía que no, pero insistí y, además, todavía faltaba firmar los papeles y examinar mi orina y aprobarla y había que pegar toda clase de sellos y timbres —me sabía de memoria toda esa mierda—, así que pensé que podríamos echar un traguito primero y prolongar así el asunto serio, porque sinceramente comprar un seguro o comprar cualquier cosa era un auténtico placer para mí y me daba la sensación de que era simplemente como cualquier otro ciudadano,
¡un hombre, vamos!,
y no un mono. De modo que saqué una botella de jerez (que era lo único que tenía permitido), y le serví un vaso bien lleno, pensando para mis adentros que daba gusto ver desaparecer el jerez porque quizá la próxima vez me comprarían algo mejor. «Yo también vendí seguros en tiempos», dije, alzando el vaso hasta los labios. «Desde luego, soy capaz de vender cualquier cosa. Sólo que... soy vago. Fíjese en un día como hoy: ¿es que no es más agradable quedarse en casa leyendo un libro o escuchando discos? Si hubiera estado trabajando hoy, no me habría usted cogido en casa, ¿no es así? No, creo que es mejor tomárselo con calma y ayudar a la gente, cuando se presente... como usted, por ejemplo. Es mucho más agradable comprar cosas que venderlas, ¿no cree usted? ¡SÍ
tienes el dinero,
naturalmente! En esta casa no necesitamos demasiado dinero. Como le estaba diciendo, el piano sale por unos treinta y nueve centavos a la semana, o cuarenta y dos, quizás, y el...»

BOOK: Trópico de Capricornio
4.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mina by Elaine Bergstrom
Ralph S. Mouse by Beverly Cleary
The Promise by TJ Bennett
Worth the Risk by Sarah Morgan
Saddle the Wind by Jess Foley