Trueno Rojo (11 page)

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Authors: John Varley

BOOK: Trueno Rojo
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—... la naturaleza exacta de mis errores.

—Muy bien, Travis —dijo Alicia—. ¿Te los has aprendido todos de memoria?

—Tengo buena cabeza para eso.

—Bueno, no eres el primero en encogerse ante el tema de Dios. Como ya te dije, puedes empezar por cumplir con los que puedas. Y por vivir tu vida día a día. ¿Has ido a una reunión?

—He estado en parte de una —confesó Travis—. No hablé. Salvo para decir, "hola, me llamo Travis".

Los cuatro gritamos: "¡hola, Travis!". Conseguimos sobresaltarlo, y por un momento pensé que habíamos metido la pata. Pero entonces se echó a reír y me dio la impresión de que lo hacía de forma genuina. Por primera vez empecé a hacerme una idea de lo solitarios que debían de haber sido para él aquellos años de fracaso y borrachera.

Así que Alicia propuso un brindis:

—¡Por nuestra salud! —y todos bebimos, o al menos tomamos un sorbo, de los vasos de asquerosa papilla que había preparado. Travis apuró el suyo, y a continuación se desplomó y dio varias vueltas por el suelo aferrándose el estómago y emitiendo teatrales gemidos.

Mientras la mayoría de las miradas estaban fijas en Travis, aproveché la oportunidad para verter el resto de mí bebida en una palmera de aspecto enfermizo que crecía junto a la ventana de la cocina.

Después del almuerzo, Dak y yo nos pusimos a trabajar y Travis nos dio tres lecciones más. Nos puso deberes que nos mantendrían ocupados el resto de la tarde. Entonces, Kelly, Alicia y él se marcharon por la vereda recién desbrozada que llevaba al lago, equipos de pesca en ristre. Parecieron extraer un malvado deleite al vernos allí, encadenados a nuestros ordenadores, hasta perderse de vista.

Diez minutos más tarde oímos el profundo rugido de un fueraborda de grandes dimensiones. Apreté los dientes y no aparté los ojos de la pantalla. El sonido no tardó en perderse en la distancia.

—La verdad es que pescar nunca me ha gustado mucho —murmuró Dak.

—¿Cuando podemos estar aquí, desarrollando nuestras mentes? Joder, no. Menuda pérdida de tiempo. Además, seguro que no encuentran más que alguna vieja lubina.

—¿Qué te apuestas a que lo único que pillan es una buena insolación?

—Puede que pesquen algún pez gato.

—No hay pez más feo en el mundo.

Finalmente lo dejamos estar. Estuvimos trabajando dos horas sin que Kelly y Alicia dieran señales de vida. Propuse una pausa y Dak no se opuso.

—Vamos al embarcadero —sugirió.

—¿Estás loco? Eso es precisamente lo que quieren que hagamos. Quería hablar con ese tío, el primo de Travis. ¿Cómo se...?

—Jubal. De Jubileo. Me encanta ese nombre.

Cuando estábamos a medio camino del cobertizo, Dak me cogió del brazo y me di cuenta de que se lo estaba pensando.

—¿Qué pasa? —le pregunté. Seguimos caminando, pero más despacio.

—El tal Jubal es un poco raro, Manny.

—Ya me he dado cuenta. ¿Y qué, es peligroso?

—Oh, no, joder. Lo único que pasa es que cuesta un poco acostumbrarse a él. Parece ser que tuvo una lesión cerebral, pero no acudió a un médico. Les tiene miedo. Le tiene miedo a un montón de cosas, entre ellas conocer a personas nuevas.

—¿Crees que es mala idea? Podemos esperar hasta que Travis vuelva.

—No, no creo que pase nada. Pero no te ofendas si se marcha en mitad de una conversación. No tiene mucho instinto social.

Llegamos a la puerta y vimos que había un trozo de cartulina pegado a ella con cinta adhesiva. Alguien había escrito lo siguiente en la cartulina, con un rotulador grueso y en mayúsculas:

HAY NO TINBRE NO LAMAR

SI CERADA NO MOLSETAR

SI HABIERTA, BIENVENID, ¡PASAR!

—Dislexia —dije.

—No es analfabeto, pero no es capaz de deletrear bien una sola palabra. — Probó el picaporte de la puerta y comprobó que no estaba "cerada". Me indicó que pasara primero y la abrió de par en par. Un cocodrilo adulto de buen tamaño apareció ante mí y se nos echó encima rugiendo como un oso grizzly.

—Muy gracioso —dije. Dak estaba apoyado en la jamba de la puerta, en mitad de uno de esos ataques de risa muda que hacen que a uno le cueste respirar. Me asomé al interior y vi que el propio Jubal se encontraba detrás del cocodrilo. Había una gran sonrisa en sus labios.

—Pero te hemos asustado un poco, ¿a que sí? —quiso saber Dak.

—Un poco. Hasta que he visto que el ojo se sostenía con un alambre.

—Ya sabía que tenía que arreglarlo —dijo Jubal. Se inclinó sobre su mascota mecánica y volvió a introducir el ojo en la cuenca correspondiente. Vestía como la primera vez que lo había visto, con pantalones caqui, una camisa hawaiana muy llamativa y unas chanclas. Un osito de peluche humano, con su descuidada barba blanca y sus piernas y brazos velludos.

—Jubal, este es Manny, mi mejor amigo —dijo Dak.

—Ya lo conozco —dijo Jubal, antes de dar media vuelta y marcharse caminando como un pato. Dak me miró y se encogió de hombros. Decidimos seguirlo.

El cobertizo de Jubal estaba lleno de dinosaurios. La mayoría de ellos estaban hechos pedazos, reducidos a un montón de piezas de las que sobresalían alambres y tubos por todas partes, con los huesos de metal y los músculos hidráulicos a la vista.

—Aquí es donde los viejos animales mecánicos acuden a morir —me explicó Dak—. Cuando una atracción en algún parque temático deja de ser popular, Travis y Jubal la compran de saldo.

Recorrimos aquel cementerio de dinosaurios, ocupado por un puñado de máquinas dignas de un científico loco. Había artefactos que despedían chispas amarillas y púrpuras, y estantes con tubos y recipientes de cristal en cuyo interior se movían fluidos de colores.

—Es como si el doctor Frankenstein hubiera pasado por aquí, ¿no? —dijo Dak—. Son decorados y cosas así. Se los compran a los estudios de cine. Como esta escalera de Jacob, o esta bobina Tesla. Y este generador Van de Graaf. Se supone que te pone los pelos de punta utilizando electricidad estática. —Apoyó la mano en un globo de aluminio pulimentado en el que acababa un poste del mismo material. No ocurrió nada—. Bueno, al menos lo hace con vosotros, los blancos. Nosotros los negros tenemos el pelo demasiado rebelde. —Me señaló, y cuando su dedo se me acercaba, una chispa saltó... y lo mismo hice yo.

—Eh, Jube —le dijo en voz alta—. ¿Qué tal si apagamos algunos de los efectos especiales? Aquí casi no hay manera de oírse.

Al cabo de un momento, todos los chisporroteos, carraspeos, traqueteos y siseos de las máquinas cesaron. Seguí a Dak hasta la única zona despejada que habíamos visto hasta entonces. En medio de ella se encontraba Jubal, con las manos en los bolsillos del pantalón, columpiándose adelante y atrás sobre los tacones, y con cara de satisfacción.

—Manny, te gusta este lugar, ¿no?

—Es fantástico, Jubal.

—La discoteca con la que sueñan todos los adolescentes —asintió Dak y Jubal respondió con una risotada atronadora que volvió a recordarme a Santa Claus.

—Es basura, basura sobre todo —dijo Jubal—. La mayoría son máquinas estropeadas.

—¿Qué haces con ellas? —le pregunté.

—Desmontarlas, normalmente. Estos aparatos están hechos a medida y a veces los puedes modificar un poco para que hagan otra cosa.

—Está trabajando en un robot —dijo Dak—. Vamos, Jubal, enséñaselo.

Nos llevó hasta el otro lado del cobertizo, donde las máquinas no eran tan llamativas pero era evidente que resultaban mucho más útiles. Había mesas y estanterías cubiertas de herramientas, instrumentos y aparatos a medio hacer. Vi lo que estoy bastante seguro de que era un microscopio electrónico, y un espectrómetro de masas. Había también herramientas más normales, apoyadas contra una pared de color negro, un taladro a presión, un torno, una sierra, cosas de esas.

Pero lo que atrajo mi mirada fue una mesa que tenía encima un esqueleto de metal. La mesa me llegaba a la altura de la cintura, una buena altura para trabajar.

—¿Te acuerdas del vídeo aquel, "Frankenstein conoce a Madonna"? —me preguntó Dak—. Esta mesa salía en él. Enséñaselo, Jubal.

Jubal abrió una válvula giratoria situada en un lado de la mesa y esta empezó a rotar con lentitud hasta situarse en un ángulo de cuarenta y cinco grados. El robot de la mesa no tenía cabeza, pero el torso, las caderas, los brazos y las piernas se encontraban donde debían.

Jubal cogió una mano cibernética de su mesa de trabajo. Apretó algunas palancas de la base y los dedos se retorcieron. Cada movimiento parecía complacerlo inmensamente, como si fuera un niño con un juguete. Así es como Jubal abordaba sus inventos. Como un enorme niño calvo la mañana de Navidad.

—La mano la compramos en... Sears y Roebuck.

Dak dijo:

—Por catálogo. Como cogida de la estantería, ¿verdad, Jubal?

—¡Como cogida de la estantería! Estas son de Positrónicas Universal. Las manos aprendieron a hacerlas hace tiempo. Travis las compra a bajo precio.

—Así que compra las manos en Sears, en el catálogo de Robots.

Por un momento, Jubal puso cara de estupor y entonces los ojos se le abrieron como platos.

—¡Robots de Sears! ¡Del catálogo de Robot de Sears! —Y se echó a reír con tanta fuerza que tuvo que sujetarse a la mesa que tenía detrás para no caerse. Y, eh, ya sé que no era tan divertido, pero su risa era de esas que se contagian. No podías ver a Jubal riéndose sin echarte también a reír.

Finalmente se calmó, pero pasó el resto del día musitando "Robots de Sears" para sus adentros y riéndose a carcajadas.

—Lo modificamos, hacemos un robot que es capaz de andar de verdad y ganamos un puñao de dinero.

—Ya lo creo, Jube, un puñado —dijo Dak.

—Mirad, mirad esto. —Giró la mesa hasta que estuvo perpendicular al suelo. Pulsó algunos botones que el esqueleto tenía en el vientre. Jubal lo cogió por un brazo y tiró. El robot levantó un pie y luego el otro. Se sostuvo en pie por sí solo.

—Giroscopios —me explicó Dak.

—Sí, pero no lo sostienen. Es como una... como una...

—¿Steadicam? —preguntó Dak.

—Sí, eso, lo que has dicho. Los giroscopios le dicen dónde es arriba.

—Como un rastreador inercial —dije yo.

—Sí, lo que has dicho. —Le dio un empujón al robot. En lugar de caer de bruces, adelantó una pierna y puso el otro pie tras de sí, y a continuación volvió a erguirse. Jubal le dio otro empujón más fuerte. Se tambaleó y volvió a estabilizarse.

—Muy bien —dije.

—Sí, sabemos lo que estás pensando —dijo Dak—. Ya lo has visto antes. Hasta hemos visto alguno que sube escaleras.

—Nunca he visto uno que corra —dije.

—Este tampoco lo hace —dijo Jubal con tristeza—. Tengo que mejorar el software.

—Bueno, yo creo que está bastante bien como está —dijo Dak y yo asentí.

—Tío, si lo vendemos por veinte mil dólares, ¡ganaremos un puñao de dinero!

—Veinte mil... —Miré a Dak, que me estaba sonriendo—. ¿Qué suelen costar estos trastos?

—Manny, ni te molestes en entrar en la sala de subasta a menos que puedas firmar un cheque por medio millón. Jubal cree que puede fabricarlo por menos de diez de los grandes.

—Puede que sí —dijo Jubal, rascándose la cabeza—. ¡Aunque en este ya he gastado cincuenta mil!

Era una idea asombrosa. Un robot humanoide más barato que un coche. Me pregunté si sería capaz de limpiar cuartos de baño.

—¿Y para qué crees que serviría? —pregunté a Jubal—. Aparte de para caminar. ¿Para limpiar ventanas?

—Lo pensé hace tiempo. Posa podría llevar una bolsa llena de palos de golf, creo. —Puso los brazos en jarras y me miró.

—Robo-Caddy —dijo Dak—. Creo que es una buena idea, Jube. Y también podríamos hacer perros andantes.

Jubal volvió a mirar al suelo con el ceño fruncido mientras retorcía el dobladillo de su camisa.

—Puede —dijo—. Puede que podamos.

Nos dio la espalda y se dirigió a una mesa de trabajo que había al otro lado de la habitación, donde empezó a revolver piezas que a mí ya me parecían bastante revueltas.

—Me parece que he herido sus sentimientos —le dije a Dak con un susurro.

—No es culpa tuya, tío. A mí también me hubiera pasado, pero Travis me puso sobre aviso. Joder, es culpa mía, se me olvidó decírtelo.

—¿Decirme el qué?

—Es como... bueno, Manny, Jubal es una especie de genio, pero no tiene un solo átomo práctico en el cuerpo. Crea estas cosas maravillosas pero no sabe qué hacer con ellas. Travis es siempre el que lo decide. A ti y a mí, en menos de cinco minutos, se nos ocurriría una docena de cosas que se podrían hacer con ese robot. Pero a Jubal no.

Jubal le había quitado la tapa a uno de esos grandes tarros de cristal que se ven en las tiendas de comestibles, en cuyo interior flotan enormes salchichas. Estaba llena hasta la mitad de brillantes adornos plateados para árboles de Navidad.

Saqué la burbuja plateada de mi bolsillo y me acerqué.

—Encontré esto en tu jardín el otro día —dije. Sus ojos se iluminaron y así, como si tal cosa, su mal humor desapareció. Cogió la burbuja envolviéndola cuidadosamente con los dedos, como yo había tenido que hacer para evitar que se me escurriera.

—Ya sabía que me faltaba alguna. Cuesta mantenerlas en su sitio, siempre se van flotando. Gracias, Manny.

—De nada, Jubal.

Le quitó la tapa al tarro e introdujo mi burbuja en su interior.

—A menos que la quieras —dijo. Lo miré. No parecía compartir mi idea de que se trataba de algo especial.

—Jubal, lo que me gustaría saber es qué es.

Miró el gran tarro de cristal. Lo meneó y las pompas plateadas giraron. Lo soltó y las pompas siguieron dando vueltas durante un minuto y por fin se detuvieron.

Jubal se echó a reír.

—Eso estoy tratando de averiguar. No tengo nombre para ellas. —Volvió a mirar el tarro y lo sacudió una vez más. Parecía absorto.

»Un día mi papá cortó una pequeña picea y la trajo a casa. La puso allí mismo, en casa. No era mucho más alta que yo. Cuando tuvo el árbol allí, fue a su canoa y se marchó al pueblo. Dijo que el viejo Boudreaux no tenía los cincuenta dólares que le había prometido por una piel de caimán, ¡que solo tenía cuarenta y cinco! —Se rió entre dientes y Dak y yo sonreímos.

»Así que le contó lo de esa cosa que hacían en la bahía, en Lafayette o puede que hasta Nawling, eso que llaman Navidad.

»Y mi papá le dice, "Boudreaux, ¿tú crees que soy tonto? Ya sé lo que es la Navidad, pero no me gusta, eso es todo".

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