Trueno Rojo (7 page)

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Authors: John Varley

BOOK: Trueno Rojo
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—Ni se te ocurra —le dije.

—No te preocupes. —Fingió ofenderse—. Menuda movida.

—No se lo digas a mi madre. Ya me cuesta bastante conseguir que no se meta en líos sin necesidad de que nadie alabe sus cualidades como vigilante.

—Tampoco hace falta ponerse así.

Tenía razón. Pero yo me sentía fatal, como suele ocurrirme siempre una vez que ha terminado una cosa como aquella. Mamá no parecía sentir ningún miedo, pero os aseguro que a mí no me pasaba lo mismo.

Había media docena de pequeñas bolsitas de plástico tiradas por el suelo, lo que ellos llaman dosis de diez centavos. Cada una de ellas tenía dentro un pellizco de polvo blanco. Las recogí y Dak me ayudó a mover la mesa para asegurarnos de que no quedaba nada ilegal. Tiré las bolsitas y las toallas de papel al váter y esperé hasta que hubieron desaparecido.

—Será mejor que pongáis una nota. Como entre un perro de la policía en este cuarto...

—Sí, por lo menos hasta dentro de un año —asentí—. Y ahora, ¿tengo que cachearte o puedo confiar en que no has cogido ninguna de esas bolsitas mientras no estaba mirando?

—Confía en mí.

—Vale. —Me volví, miré a mi alrededor y encontré el agujero de bala a unos dos metros sobre la pared. Con un .22 es imposible atravesar la pared y llegar a la habitación contigua. Metí el bolígrafo del escritorio en el agujero, pero el proyectil había caído en el espacio entre las paredes. Tendría que enyesar y pintar por la noche. No había necesidad alguna de alarmar a los huéspedes con agujeros de bala en las paredes. Eso podría poner en peligro nuestra media estrella de la guía Michelin.

—Vámonos de aquí —le dije.

—Por mí vale. Vamos a buscar un sitio donde podamos meternos este tiro gratis.

Le tiré el rollo de toallas de papel, pero ya había cruzado la puerta

Capítulo 6

El padre de Dak tiene un taller de cuatro puestos con sus correspondientes elevadores, a casi dos kilómetros del motel, en la carretera. Las grandes cadenas pueden permitirse cobrar menos en las lubricaciones, los cambios de aceite y las puestas a punto, pero el negocio del padre de Dak está siempre lleno porque la gente del barrio sabe que si estás sin blanca no le importa esperar para cobrar. Vende un montón de neumáticos recauchutados. La gente de Vehículos de Motor, que le envía coches que nadie cree que puedan pasar la ITV de Florida, lo considera un mago. Normalmente consigue que se les conceda un año más.

Detrás del taller principal hay un garaje de dos plazas que antes almacenaba montones de neumáticos usados pero del que ahora cuelga un cartel: TALLER DE MODIFICACIÓN MECÁNICA DE DAKTARI. Allí fue donde se concibió y donde nació el Trueno Azul.

Dak enfiló la estrecha avenida que discurría junto al edificio principal y la atravesó con un rugido hasta detenerse al lado del hormigón agrietado que había junto al Trueno. Estábamos montados en una ruidosa Honda amarilla y roja, yo de pasajero. Es muy incómodo. No sé cómo pueden viajar las tías así.

—Seguro que esa te gusta —dijo Dak, señalando una moto casi idéntica pero pintada con colores diferentes. Me encantó. Me monté, la encendí, aceleré el motor y le sonreí a mi amigo. El pasado verano había tenido una vieja Suzuki durante varios meses hasta que tuve un pequeño accidente y no mereció la pena arreglarla. Vale, fue un auténtico accidente, y por suerte caí en una zanja, porque de lo contrario podría haber sido una cosa grave.

—¿Tienes un casco para él? —Me volví y vi que el señor Sinclair salía por la puerta trasera de la casa. Me saludó con un gesto de la cabeza y a continuación rodeó a su hijo con los brazos. Dak fingió que trataba de quitárselo de encima y jugaron a ese jueguecito de peleas que algunos padres hacen con sus hijos. Me avergüenza reconocer que me hizo sentir terriblemente celoso. Pero nunca se lo diría a Dak.

Como de costumbre, había un par de coches de carreras, destartalados pero pintados de brillantes colores, en la parte de atrás. No estoy hablando de coches del Grand Prix o de Fórmula Indy. Estos solían ser coches de serie o, en algunos casos, de las fórmulas menores. A la gente del mundo de las carreras le gusta venir a Daytona. Le gusta vivir aquí, Daytona es un código postal mágico para poner en la dirección. Nadie de los que venían al Taller de Modificación Mecánica de Dak llegaría a las Fabulosas 500 de Daytona sin pasar antes por un montón de carreras de segunda. A menos que seas un Petty o un Earnhardt de tercera o cuarta generación, tienes que abrirte camino trabajando por el circuito de carreras nocturnas en caminos de tierra. Hay que esforzarse al máximo para poder pagar el suficiente caucho de calidad que te permite participar en una carrera más, reducir las abolladuras a martillazos y pintarlo todo con un spray del Wal-Mart. Los tipos como estos eran los que venían a ver a Dak.

La mayoría de las noches, después de cerrar el taller, el señor Sinclair iba allí con él. Conseguir que coches viejos pudieran seguir en la carretera era lo que hacía para ganarse el pan, pero trabajar con su hijo en coches de carreras era lo que hacía cuando quería divertirse.

Algunas veces yo me preguntaba para qué iba Dak a molestarse en tratar de llegar al espacio. O sea, si yo estuviera en aquel lugar, ¿querría cambiarlo? Desde mi punto de vista, su vida era lo más parecido al paraíso.

Dak me tiró un casco y me lo puse.

—Tenemos que probarlas, papá —le dijo.

—Recuerda que no son vuestras.

—No estaremos fuera toda la noche. Ni de lejos.

Se despidió de nosotros antes de que, tras rociar el patio de gravilla, saliéramos a toda velocidad hacia la autopista.

Miré a Dak y vi que estaba dándose unos golpecitos con el dedo en un lado del casco. No entendí lo que quería decir. Volvió a hacerlo y a continuación señaló mi casco y dijo algo, pero no pude oírlo sobre el rugido de los motores de las motos. Estaba a punto de gritarle que no le oía cuando palpé el lugar que estaba señalando. Había un dial en el casco y lo giré.

—¿Me oyes ahora?

Abrí el dial un poco más.

—Qué guapo —le dije por el micrófono incorporado.

—Solo los mejores capullos tienen estas cosas. Puede que haya exagerado un poco cuando le dije que necesitaba un par de días más para tenerla a punto. ¿Te lo puedes creer? Dos motos radicales como estas, una para él y otra para su novia. Y una radio, para poder susurrarle cositas al oído.

Bajé la mirada hacia el depósito de mi moto, que era de un color rosa eléctrico. Supongo que eso explicaba el color melocotón de mi casco. Bueno, al menos no tenía adorables gatitos pintados, pajaritos ni cosas de esas.

Salimos a toda velocidad de la ciudad, dejando atrás toda la tentadora y enrojecida carne de las chicas yanquis y la cerveza fría de Florida. Las carreteras que cogíamos eran cada vez más humildes y no tardamos demasiado en estar transitando por caminos de tierra. Espantamos a dos zarigüeyas, tres ciervos y un zorrillo. Empieza a parecer que no puedes ir a ningún sitio sin chocar con un ciervo, a veces literalmente. Dicen que ya hay unos cuarenta millones de ellos. Están empezando a convertirse en una auténtica molestia y parece que cada año hay menos gente que los caza. Por lo que a mí se refiere, la próxima vez que pruebe un filete de venado será demasiado pronto. Cada vez que llega la temporada de caza mamá congela cantidad suficiente para alimentarnos durante seis meses.

—Carne gratis —dice. Y, ¿quién puede discutírselo?

Era un día estupendo para estar vivo.

No comprendí adonde nos dirigíamos hasta que pasamos junto a los baptistas del bosque, o los pentecostesianos paletos, como quiera que se llamasen, que habíamos visto la noche que llevamos a su casa a aquel astronauta borracho. Entre las docenas de carteles había uno nuevo, recién pintado:

¡EL SEÑOR NO BENDICE A LOS HOMBRES DEL GOBIERNO!

¡LOS RECUADADORES "INFERNALES" NO SON BIENVENIDOS!

—Supongo que los botes de pintura no tienen correctores de ortografía —le dije a Dak. Se echó a reír—. ¿Qué hemos venido a hacer aquí? ¿Estudiar?

—Podría ser, sí, podría ser.

Yo lo dudaba. Pero lo seguí por la carretera y el largo camino hasta que apareció ante nuestros ojos la casa y las estructuras que la rodeaban. Lo que hubiera podido llamarse un recinto, de no ser porque no estaba vallado ni precintado.

A la luz del día tenía un aspecto bien distinto. Con la mayoría de los focos fundidos, todo envuelto en sombras y solo unas pocas estrellas visibles entre los flacos pinos, había tenido un cierto aspecto siniestro. Ahora parecía normal, como otro cualquiera de los miles de ranchos que había en Florida, acaso un poco más lujoso que la mayoría.

Algo que no había estado allí cuando llegamos, la noche de la semana pasada, era Alicia, sentada en una silla de tela, con pantalones cortos, una blusa sin mangas y unas enormes gafas de sol, observando con una gran sonrisa la expresión de sorpresa de Dak.

—¿Qué estás haciendo aquí, chica? —quiso saber él.

—¿De qué estás hablando? Yo voy donde me da la gana, ya lo sabes.

—Sí, pero...

—Cuando me enteré de que venías, pensé que sería mejor ver en qué clase de jueguecitos ibas a meterte y salvarte el culo.

—¿Jueguecitos? No voy a meterme en ningún... ¿Cómo sabías que venía?

—¿Qué pasa, es que querías "darme una sorpresa"?

En el rostro de Dak se dibujó una expresión un poco avergonzada, me miró de soslayo y yo cogí la indirecta. Que lo arreglasen entre ellos; no tenía por qué escuchar. Me alejé caminando como si la cosa no fuera conmigo en dirección a la piscina, pero no pude resistirme a volverme un momento para mirarlos, con una sonrisa en los labios. Dak supera de largo el metro ochenta y cinco. Alicia apenas alcanza el metro cincuenta. Con su tez marrón claro y los ojos de un pálido color azul, es lo que un propietario de esclavos de antaño hubiera llamado una mulata y hoy en día conocemos como mezcla de razas. Así que, ¿cómo es que siempre que discuten Alicia está allí de pie, con la cabeza hacia atrás y los ojos echando chispas, claramente con la situación controlada, mientras el enorme y desgarbado Dak trata de averiguar por qué ha vuelto a perder?

¿Cómo se deletrea negligencia? Yo empezaría con un Mercedes 350ix último modelo aparcado cerca de la puerta trasera de la casa, con aspecto de no tener nada más grave que una rueda delantera deshinchada... pero que está desapareciendo poco a poco debajo de una capa de hojas de pino. Si vierais lo que la resina le había hecho ya a la pintura, os echaríais a llorar.

No sé, ¿tener un coche estupendo, parado y criando óxido en tu patio delantero es señal de prosperidad? Para mí, sea un BMW último modelo o un Pinto de hace cuarenta años, es algo que apesta a estupidez.

Rodeé la casa y el jardín caminando con lentitud mientras Dak y Alicia resolvían sus cosas. El lugar tenía un aspecto un poco peor y un poco mejor que aquel día, en la oscuridad.

A la casa propiamente dicha le hacía falta una mano de pintura desde hacía varios años. Si se dejaba así mucho tiempo, las termitas podrían llegar hasta los cimientos en pocos años.

Había una de aquellas antenas parabólicas típicas de los 80, las que tienen el tamaño de un platillo volador, que costaban más de diez mil dólares y no hacían ni la mitad de trabajo que hacen las que hoy en día te regalan, pequeñas como tapacubos, solo para que te llegue su programación. Estaba orientada a un punto situado unos diez grados por debajo del horizonte, supongo que para poder captar el famosísimo Canal Subterráneo. En sus tiempos debía de haber sido un trasto impresionante y futurista, pero ahora estaba cubierto de moho y musgo de aspecto húmedo. Moho: la flor estatal de Florida.

Ya era demasiado tarde para arreglar el jardín del coronel Broussard con un cortacésped. Haría falta un tractor de buen tamaño para cortar la mayoría de la vegetación. En algunas zonas haría falta una excavadora, para allanar el suelo y empezar desde cero.

Una vereda discurría desde el patio de la piscina y pasaba entre pomelos y limoneros hasta llegar a un lago en el que se adentraba un embarcadero. Amarrada en este había una pequeña barca de remos, hecha de madera. En su interior se veía una caña de pescar.

Había un cobertizo para botes de aluminio, prefabricado como el edificio que había en la parte trasera de la propiedad. No se veía lo que había en su interior, pero a juzgar por el tráiler que descansaba sobre una pequeña rampa de hormigón, debía de ser una embarcación de respetables dimensiones.

Al otro lado del lago, a unos tres kilómetros de distancia, se veían unas pocas casas y otros embarcaderos. Puede que en aquel lago hubiera peces gato de buen tamaño. O lubinas. No termino de ver qué sentido tiene pescar lubinas cuando puedes coger peces gato.

La cosecha de limones del año pasado, convertida en cortezas resecas, se acumulaba al pie de los árboles. Podría haber sido un lugar muy bonito si alguien se hubiera ocupado un poco de él, pensé mientras deshacía mi camino entre los árboles. Pero habría que trabajar un montón.

A mi izquierda mientras regresaba a la casa se encontraba el cobertizo prefabricado en el que se encontraba aquella noche aquel tipo bajito y achaparrado. El edificio se levantaba en una pequeña loma... bueno, llamémoslo una cuesta poco pronunciada. Florida es un estado horizontal y los nativos tenemos la costumbre de entusiasmarnos excesivamente con cualquier cosa que se eleve tres metros por encima del nivel del mar.

El cobertizo era, con mucha diferencia, la cosa en mejor estado que había a la vista.

Estaba a punto de regresar con Dak y Alicia —podía verlos sentados en las sillas del patio, comiéndose a besos, así que supuse que lo habrían arreglado— cuando un destello de luz en la dirección del cobertizo atrajo mi atención. Probablemente no lo hubiera visto nunca de no ser porque bajaba rodando lentamente por aquella cuesta.

No, rodando no. Se desplazaba flotando por el aire, como una pompa de jabón. Rozaba las briznas de hierba, pero no las doblaba. De hecho, durante un momento pensé que si se trataba de una pompa de jabón, y la seguí con la mirada esperando que estallara. Pero no lo hizo, así que me incliné y la recogí.

Era un poco más grande que una pelota de ping-pong, pero tenía una superficie plateada y reflectante, como un adorno para el árbol de Navidad. No parecía pesar nada. La sostuve entre el pulgar y otros dos dedos... y estuve a punto de perderla. Era como si quisiera escapar de mi mano.

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