Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (34 page)

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Authors: Javier Marías

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BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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—No sé —respondí algo chasqueado por su rigor realista, y en seguida me arrepentí de haber dicho las palabras más decepcionantes en aquel edificio, 'No sé', o las más desdeñadas. Me apresuré a taparlas—. Ese me parece el principal motivo posible, pero supongo que no sería imprescindible que su vida corriera peligro, si, como pienso, en cierto sentido le importa más su historia, más el relato de esa vida que la vida misma. Aunque él ignore eso, probablemente. Esa prioridad no se daría tanto, creo, por los futuros o ya presentes biógrafos cuanto por tener que recontársela a sí mismo a diario, por tener que convivir con ella. No sé si me explico bien.

—No. No del todo, Jack. Esmérate, por favor. Anda. No te enredes.

Esa clase de comentarios me acicateaba) con algo de infantilismo por mi parte, no me he librado nunca de eso y ya no lo haré, es seguro.

—Le gusta su imagen, le gusta su historia en conjunto, con su fase odontológica y todo; nunca la pierde de vista, nunca la olvida —intenté esmerarme—. El tiene siempre presente su trayectoria entera: su pasado, también su futuro por tanto. Se ve a sí mismo como un cuento, cuyo final debe cuidar, pero no menos su desarrollo. No es que no admita reveses ni flaquezas ni manchas, en ese cuento, no es tan cándido. Pero deberían ser de un tipo que no destacara en exceso por su estridencia, que no sobresaliera obligadamente (una horrible prominencia, un bulto) cuando cada mañana se mire al espejo y piense en 'Dick Dearlove' como en un todo, una idea, o como si fuera un título de novela o película, y además ya clásicas. No es nada relacionado con la moral, ni con la vergüenza, no es eso, de hecho casi todo el mundo se mira a la cara sin el menor problema, siempre se encuentran excusas para los propios desmanes, o para negarse que lo sean, la mala conciencia y el arrepentimiento desinteresado ya no son de este tiempo, habló de otra cosa. El se ve desde fuera, sobre todo desde fuera, no tiene dificultad en admirarse. Y quizá lo primero que al despertar se diga sea algo parecido a esto: 'Oh caramba, no ha sido un sueño: soy Dick Dearlove, nada menos, y tengo el privilegio de verme y tratarme a diario con semejante leyenda'. En realidad eso no es nada raro, tanto si se deja como si se quita la palabra 'leyenda'. Se sabe de escritores que recibieron el Nobel y que se pasaron lo que les quedó de vida pensando cada poco rato: 'Soy Premio Nobel, lo soy, yo soy un Nobel y cómo brillé en Estocolmo', y a veces diciéndoselo en voz alta, fueron oídos por sus preocupados próximos. Pero también conozco a bastante gente sin significación objetiva ni fama que sin embargo se percibe de ese o parecido modo, y que asiste a su vida como si estuviera en el teatro. Un teatro permanente, eso sí, reiterativo y monótono hasta la náusea, que no escatima un detalle ni dos segundos de tedio. Pero esas personas son espectadores muy benévolos y contentadizos, no en balde son también cada una el autor, el actor y el protagonista de sus respectivas obras dramáticas (es un decir, lo de dramáticas). Ya sabe que Internet ha hecho efectiva esa forma de vivir y verse. Tengo entendido que hay individuos que incluso ganan dinero mostrando eso, cada soporífero y mísero instante de sus existencias, enfocadas ininterrumpidamente por una cámara estática. Lo asombroso, lo cerebralmente enfermizo, lo vitalmente malsano es que haya quienes estén dispuestos a contemplar eso, y pagando; quiero decir espectadores distintos de los propios autores, actores, protagonistas, en ellos no es muy anómalo, en ellos sí se explica.

—Vamos, lago, por favor: a lo concreto. En las disquisiciones no te sigo. Dearlove. ¿Cuándo más crees que podría cargarse a alguien?

Claro que sí me seguía Tupra en las disquisiciones, él jamás se perdía, aunque lo que oyera le interesara poco, y creo que conmigo no se aburría, eso uno lo nota, cuando capta la atención dé quien tiene enfrente, no en vano di clases, se me van alejando ya mucho en el tiempo. A veces me llamaba así, lago, con la clásica forma, cuando deseaba irritarme o bien centrarme. Sabía que Wheeler se refería a mí por Jacobo y no debía de atreverse a intentar pronunciarlo, así que me lo dejaba a mitad de camino, en la familiaridad shakespeariana, quizá con segundas intenciones burlonas, no eran descartables. Claro que me seguía Tupra, pero a veces fingía que la tradicional aversión hacia lo especulativo y teórico de la formación y el espíritu ingleses le impedía acompañarme muy lejos en mis digresiones. Él no sólo lo seguía todo, sino que además lo registraba, archivaba, lo retenía. Y era bien capaz de apropiárselo.

—Disculpe, Mr Tupra, no era mi intención desviarme —dije; era aún modoso por entonces—. Bien, se dice que Dearlove es bisexual, o pentasexual, o pansexual, no lo sé, sexualísimo, una furia viva, en la prensa no faltan insinuaciones. Y desde luego anoche me pareció hiperestimulado cuando se enfundó en su bata verde y se empeñó en limpiarle la caries a Mrs Thompson. Aunque sin duda habría gozado más hurgando en la boca de su joven hijo. Lástima para el Doctor Dearlove, supongo, que el muchacho no se prestara a la práctica pese a su meliflua insistencia. También se dice que lo conmueven mucho los... ¿los recién púberes, digamos?

—Se dice, sí —contestó Tupra con tono serio, pero sin apenas disimular en el rostro que todo aquello le hacía gracia—. ¿Y?

—Bueno, pongamos que un menor le tendiera una trampa, un menor o una menor, me da lo mismo. Si no estoy mal informado, él deja correr todos esos rumores tranquilo, ya que sólo son eso, rumores. Me imagino que no es mala forma de ventilarlos: hacer caso omiso, ni siquiera darles carta de existencia con desmentidos y demandas y quejas. Él jamás ha dicho una palabra sobre sus predilecciones sexuales, tengo entendido. Y bueno, al fin y al cabo se le conocen sus dos matrimonios aunque fueran sin hijos, y a eso se atiene, ¿no?, oficialmente.

—Más o menos. No estoy muy enterado de esos aspectos.

—Bien, pongamos que un menor o una menor lo duermen con una pastilla en la copa. En plena faena, ambos ya desnudos y eso. Pongamos que le hacen fotos mientras él vaga por el limbo, el chico o la chica también entran en cuadro, claro está, activan el automático y se encargan de la dirección escénica, un pelele desmadejado en sus manos, nuestro ex-dentista. Pongamos que sin embargo el efecto de la pastilla no es lo bastante fuerte en el titánico Doctor Dearlove: que una sensación interior de alarma lo ayuda a sobreponerse. De modo que no llega a dormirse profundamente, o se despierta antes de tiempo. Con un ojo medio abierto ve lo que pasa. Con un cuarto de su conciencia se hace cargo de la situación, con una décima parte incluso. No es que él sea puritano en sus posturas y declaraciones públicas, eso le perdería adeptos; más bien es osado, sin sobrepasarse, defiende la legalización de las drogas, la eutanasia responsable, ese tipo de causas que tampoco restan clientes. Pero la aparición de unas fotos así en la prensa pertenece ya a otra esfera, a la misma que su acuchillamiento por maleantes de Brixton, Clapham o Stratham. Exactamente a la misma, no sé si estará usted de acuerdo. Aunque en un asunto él sea el despreciable infractor asqueroso y en el otro la pobre, compadecida y llorada víctima. A efectos narrativos la distancia no es grande, ambas cosas son prominencias. Aquí no se trataría de un final, en lo del beso del sueño
y
las fotos, pero sí de un episodio que ya se haría para siempre un lugar en su historia, que ya no sería nunca soslayado en el cuento, ni en la idea de Dick Dearlove. Y tal como están los ánimos respecto a los abusos a menores, podría acarrearle hasta la detención y un mal juicio. Y aunque luego saliera absuelto, ya sólo por la acusación y su eco, por las imágenes vistas y repetidas mil veces, por el escándalo y la sospecha grave que habrían durado meses, podría acabar igualmente como cantinela de las madres a sus vástagos adolescentes: 'A ver con quiénes te mezclas, no te vayas a topar con un Dick Dearlove'. Ya ve, es lo malo de ser tan famoso, se acaba en una balada en cuanto se descuida uno.

—Te veo muy al tanto del mamarracho. Hasta de sus opiniones, ya tiene mérito —dijo Tupra con guasa.

—Ya le he dicho que es un ídolo increíble en España, casi tanto como aquí, yo diría. Allí ha dado bien de conciertos. Es difícil no enterarse.

—Tenía idea de que era gente severa, la del actual País Vasco —añadió con sincera extrañeza. Nunca se le pasaba nada, ni se le olvidaba.

—¿Severa? Bueno, según para qué. También hay mucha mamarrachada. El caudillo marca la pauta, ya sabe. Como en la Lombardía. O bueno, ahora como en toda Italia. Por no hablar de Venezuela, acuérdese de nuestro amigo Bonanza.

—No creas, aquí nos vamos acercando —respondió, y eso me escandalizó un poco, en realidad sin motivo: no sabía a ciencia cierta para quiénes trabajaba Tupra (esto es, trabajábamos), todo eran insinuaciones de Wheeler e irreflexivas deducciones mías—. ¿El beso del sueño, has dicho?

—Así se conoce en España esa trampa, se utiliza para desvalijarle la casa al dormido, principalmente. Así la ha llamado la prensa.

—No está mal, el beso del sueño. —Lo complacía el nombre—. Qué pasa con el de Dearlove, entonces. Se despierta besado, con la mitad de un ojo. Y qué pasa.

—Cualquier barbaridad, cualquier cosa. A eso iba. También podría matar por algo así, es sólo un posible ejemplo, habría otros. El horror narrativo, la repugnancia. Eso le hace perder el control, estoy convencido, lo obceca. He conocido a otras personas con esa aversión, o esa alerta, y eso que ni siquiera eran famosas, la fama no es un factor decisivo en esto, hay muchos individuos que sienten su vida como materia de un minucioso relato, andan instalados en ella pendientes de su hipotético o futuro cuento. No se lo plantean mucho, es sólo una manera de vivir las cosas, una manera acompañada, digamos, como si hubiera espectadores o permanentes testigos, aun de las nimiedades mayores y de los momentos muertos. Tal vez sea un sucedáneo de la antigua idea de la omnipresencia de Dios, que con su ojo estaba atento a cada segundo de la vida de cada uno, era muy halagador en el fondo, muy reconfortante pese al elemento implícito de amenaza y castigo, y tres o cuatro generaciones no bastan para que el hombre acepte que su trabajosa existencia transcurre sin que nadie asista ni la contemple nunca, sin que nadie la juzgue ni la desapruebe. Y lo cierto es que hay uno siempre, en efecto: un oyente, un lector, un espectador, un testigo; y un relator y un actor simultáneos, que coinciden con aquéllos: son los propios individuos quienes se van relatando su historia a sí mismos, cada uno la suya, quienes se asoman a ella y se la miran y remiran a diario, desde fuera hasta cierto punto; o desde un falso fuera, mejor dicho, la generalización del narcisismo, llamado a veces 'conciencia'. Por eso hay tantos que no soportan la burla, la vejación, el ridículo, la subida de la sangre al rostro, el desaire, eso menos que nada. A Dearlove le puede ese asco, esa alarma, lo vence ese vértigo, y cuando los sufre, cuando le da un ataque, entonces ya no piensa. Lo más probable es que al medio abrir su párpado y darse cuenta de lo que pasa, ni siquiera se le ocurriese intentar adquirir las fotos, ofrecer por ellas más de lo que jamás daría ningún periódico sensacionalista, llegar a un acuerdo con el chico o la chica, pactar, sobornar, engañarlos, contratarlos para siempre. Su fortuna, si posee avión y helicóptero, le permitiría comprarlos diez mil, cien mil veces, en cuerpo y en esclavitud y en alma.

—No intentaría eso. Dices. Qué haría. Según tú, qué haría entonces.

—Lo mismo que con los navajeros de Brixton, yo creo. Se anticiparía mal. Se precipitaría. Intentaría matar, mataría. Mataría al menor, a la chica o al chico, lo que se hubiera llevado esa noche a casa. Un pesado cenicero mata, rompe el cráneo. Un jarrón, un pisapapeles, un abrecartas, cualquier cosa mata, no digamos esas espadas y lanzas con las que tiene decorada esa pared de su salón, la más larga del salón contiguo al comedor donde cenamos; se fijaría usted anoche, supongo.

—Me he fijado —dijo Tupra—. Puede que no fuera la primera vez que yo iba allí, ¿no te parece? —Claro. Ya le pega ser un devoto de lo medieval, a Dearlove, o de la cosa céltica, y semimágica. De lo chic fantástico. Yo lo veo de este modo: aunque esté muy atontado por la pastilla, o justamente por estarlo, saca fuerzas de su tremendo susto y alcanza esa pared tambaleándose; vive como si ya fuera un hecho consumado y cierto la prominencia narrativa espantosa con la que habrá de convivir para siempre por culpa de esas imágenes que le han sacado traicioneramente, y esto último lo legitima o faculta en su bruma para ser colérico y desmedido. Así que descuelga una de esas lanzas y con ella atraviesa el pecho de la chica o el chico y les destroza la carne que ansiaba antes, sin pensar en las consecuencias, no en ese instante. En momentos así esos hombres no ven, no ven lo que sólo tres minutos más tarde se les hará manifiesto: que resulta menos difícil hacer desaparecer unas fotos que un cadáver, menos arduo taparle la boca a alguien que limpiar sus muchos litros derramados de sangre. Ya le digo: he conocido a tipos así, a tipos que no eran nadie y que sin embargo tenían ese miedo superlativo a su historia, a la que podría contarse y por tanto habrían de contarse también ellos. A su historia emborronada y fea. Pero es siempre desde fuera, insisto, lo determinante es lo externo: poco tiene que ver todo esto con la vergüenza, el pesar, el remordimiento, el desprecio de uno mismo, aunque sean factores que puedan hacer efímero acto de aparición en algún instante. Esos individuos sólo se ven obligados a contarse de veras sus acciones o sus omisiones, buenas o malas, valerosas, ruines, cobardes o desprendidas, si hay otros que también las conocen (si es la mayoría, mejor dicho) y así quedan incorporadas a lo que de ellos se sabe, es decir, a sus oficiales retratos. No es un asunto de conciencia en realidad, sino de representación, o de espejos. Lo que no es reflejado por éstos se puede poner en duda al poco tiempo, y creer que fue ilusorio, envolverlo en la neblina de la difusa o mala memoria y decidir por último que no se dio y no hay recuerdo, porque no puede haberlo de lo no sucedido. Y así ya no es posible que los atormente, a esos individuos: es increíble la capacidad de alguna gente para convencerse de que no hubo lo habido y sí existió lo no existido. Lo grave para Dick Dearlove, lo insoportable, no sería haberse cargado a un malhechor callejero o a un taimado adolescente, sino que se supiera, y que quedara adherido el hecho (como si dijéramos) a su expediente. Dentro de su obnubilación en el momento del homicidio, él quizá sabe que eso, aunque con dificultad enorme, resulta posible ocultarlo. No en cambio su propia muerte a manos de unos salvajes, ni sus fotos desnudo con un jovenzano o con una ninfa, una vez impresas y admiradas universalmente. —Entonces me detuve un momento. Pensé, como siempre al término de mis interpretaciones o informes, que había ido demasiado lejos. Y que me había adentrado en disquisiciones de nuevo. También se me ocurrió que no debía de estarle contando a Tupra nada que él no supiera. Estaba al cabo de la calle, sin duda, en lo que respectaba a esos individuos, tal vez incluso en lo referente a Dearlove, lo conocía ya de otras visitas, o quién sabía si hasta de viajes juntos por aire (Tupra en su comitiva, mezclado con los invitados, los supervisores, los recién púberes y los guardaespaldas). Quizá me estudiaba a mí, más que aprender de lo que yo decía—. He conocido a otros tipos así, Mr Tupra, de cualquier edad, en todas partes —añadí, como disculpándome—. Usted también, estoy seguro. Ambos los conocemos.

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