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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (42 page)

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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'Todavía no, Peter, le ruego que me disculpe, lo siento en el alma. Me cuesta mucho concentrarme en la lectura últimamente', le contesté, y no le mentía. 'Pero cuando me ponga, descuide, me lo leeré de la cruz a la fecha, conteniendo todo el rato el aliento y sin apenas pausa, estoy seguro de ello', añadí sonriéndole y en tono de leve y afectuosa chanza, y él sonrió un poco también con la mirada rápida, sus ojos eran más jóvenes que su figura en conjunto. Y a continuación le pregunté: '¿Cuál fue esa tentación? La que la campaña contra la
careless talk
trajo consigo. Me hablaba de eso, ¿no?, o iba a hacerlo'.

'Ah sí. Así me gusta, que sigas mis instrucciones y me ates corto.' Y esa respuesta suya encerraba también algo de guasa. 'Nadie se dio cuenta al principio, pero la tentación era muy simple, y nada sorprendente en el fondo: verás, a esa población que no tiene mucho imprescindible ni codiciable que contar normalmente, se le comunicó de pronto que su lengua, sus charlas y su natural verborrea podían constituir un peligro, y se la instó a llevar cuidado con lo que hablara y a mirar dónde, cuándo y ante quiénes lo hacía; se la advirtió de que casi cualquiera podía ser un espía nazi o un sobornado al acecho de sus palabras, como se ilustra en la viñeta de las dos amas de casa que viajan en metro o en la de los jugadores de dardos. Y esto vino a ser, date cuenta, como si a los ciudadanos se les dijera: "En la mayoría de los casos ustedes no saben cuáles, pero de sus labios pueden salir cosas importantes, cruciales, que por consiguiente mejor sería que no fueran proferidas nunca, en ninguna circunstancia. Ustedes ignoran qué, pero entre la mucha morralla que sueltan sus bocas a diario, algo puede haber de valor, y de valor inmenso para el enemigo. En contra de lo habitual, esto es, del general desinterés de los más por lo que ustedes insisten en contar y explicarles, es probable que ahora haya entre nosotros oídos interesadísimos en prestarles toda la atención del mundo, y aun en sonsacarlos. Mejor dicho, los hay seguro: son muchos los paracaidistas alemanes que han ido cayendo sobre suelo británico en estos últimos tiempos, y están todos bien preparados, entrenados especialmente para engañarnos, saben nuestra lengua como si fueran nativos de Manchester, de Cardiff o de Edimburgo, y conocen nuestras costumbres porque no pocos vivieron ya aquí en el pasado o son medio ingleses, por parte de padre o madre, aunque hoy hayan optado por la peor de sus dos sangres. Aterrizan o desembarcan faltos de escrúpulos y provistos de armas, y de documentos falsos de imitación perfecta, y si no se los procuran rápido sus cómplices aquí en las Islas, muchos de ellos compatriotas cabales nuestros, tan británicos como nuestros abuelos, y también estos traidores están pendientes de sus palabras, a ver qué pescan y transmiten a sus jefes de carnicería, a ver si algo se nos escapa. Así que ándense todos con ojo: de su chachara irresponsable o de su leal silencio pueden depender los destinos de nuestra aviación, nuestra flota, nuestras tropas de tierra, nuestros prisioneros y nuestros espías. Tal vez no en su mano, pero sí en su lengua, esté la suerte de esta guerra que ya nos ha costado tanta sangre, denuedo, lágrimas y sudores".' (Wheeler citó en el debido orden, sin olvidar el
'toil'
que se omite siempre.) '"Y sería imperdonable que acabáramos perdiéndola por un desliz suyo, por una evitable imprudencia, porque uno cualquiera de nosotros fuera incapaz de morderse y sujetar su lengua". Así se veían las cosas, el país plagado de agentes nazis con el oído aguzado, dedicados a la escucha furtiva' (y aquí Wheeler empleó un verbo inglés difícilmente traducible,
'to eavesdrop'),
'no sólo en Londres y en las ciudades grandes sino en las pequeñas y en las aldeas y desde luego en las costas y hasta en los campos. Los pocos alemanes y austriacos antinazis que se habían exiliado aquí ya años antes, tras la subida al poder de Hitler, no lo pasaron muy bien, supe de Wittgenstein, por ejemplo, que llevaba en Cambridge media vida, o conocí al gran actor Anton Walbrook y al escritor Pressburger y a aquellos magníficos eruditos del Arte del Instituto Warburg, a Wind, a Wittkower, a Gombrich, a Saxl, y también a Pevsner, y algunos de sus vecinos de siempre comenzaron de pronto a recelar de ellos, los pobres, eran ciudadanos británicos y los más interesados de todos, probablemente, en la derrota del nazismo. Fue en esa época cuando se instauró aquí por primera vez un documento oficial de identidad, en contra de nuestra tradición y nuestra preferencia, para dificultarles las cosas un poco más a los alemanes que se nos infiltraban. Pero la gente lo perdía, desacostumbrada a llevarlo, y tanta aversión se le tuvo que el carnet en cuestión se suprimió más tarde, hacia 1951 o 52, para aplacar el descontento que su obligatoriedad provocaba. Me ha dicho Tupra que se habla ahora, en las alturas, de implantar algo parecido de nuevo junto con sus demás medidas inquisitoriales, esos mediocres que nos gobiernan con espíritu tan totalitario y a los que la matanza de las Torres Gemelas está dando poco menos que carta blanca. Espero que no se salgan con la suya. Por mucho que se empeñen, tampoco ahora estamos en verdadera guerra, no en una de incertidumbre y dolor constantes. Y aunque no seamos ya muchos los vivos que participamos activamente en la Segunda Mundial, para nosotros es una ofensa y una burla grave lo que en nombre de la seguridad, oh prehistórico pretexto, se proponen hacer e imponer estos tontos a la vez pusilánimes y autoritarios. No luchamos contra quienes querían controlar todos y cada uno de los aspectos de la vida de los individuos para que ahora vengan nuestros nietos a dar taimado pero cabal cumplimiento a las fantasías chifladas de los enemigos que ya vencimos. No sé, en fin, sea como sea yo no lo veré mucho tiempo, de todas formas, por suerte.' Y Wheeler volvió a mirar hacia la hierba mientras murmuraba estas expresiones superfluas, o quizá fue hacia las varias colillas que yo había ido arrojando al suelo y aplastando con mi zapato. Esta vez recuperó el trazo solo, en seguida: '¿Cuál fue el resultado de decirles todo aquello a los ciudadanos de entonces? Se encontraron en una situación extraña, tal vez hasta paradójica: podían poseer información valiosa, pero la mayoría ignoraba si así era en efecto y también cuál diablos era, en caso afirmativo; asimismo ignoraban para quién de su entorno podía serlo, para qué allegados o conocidos o si para alguno, lo cual traía como consecuencia que nunca pudieran descartar a nadie como potencial peligro; sabían, por último, que si se daban esos dos factores o elementos, por lo demás incomprobables siempre —esto es, su inconsciente posesión de una información valiosa y la vecindad de un enemigo encubierto que se la arrancase o por casualidad se la oyese—' (y aquí apareció otro verbo de la misma gama sin exacto equivalente en mi lengua,
'to overhear'),
'la conjunción podía tener una trascendencia enorme y ser causa de calamidades. La idea de que lo que uno diga, hable, comente, mencione o cuente pueda tener importancia y hacer daño y ser codiciado por otros, aunque sea por el Demonio con sus innumerables huestes, resulta irresistible para la mayoría; y así se juntaron y convivieron en la mayoría las dos tendencias enfrentadas, contradictorias, adversas: una, a callarlo todo siempre, hasta lo más anodino e inocuo, para ahuyentar cualquier amenaza y también toda sensación de culpa, o de haber podido incurrir en alguna espeluznante falta; otra, a contarlo y hablarlo todo ante todos y en todas partes (cuanto cada uno supiera o hubiera oído, las más de las veces bisutería, insignificancias, nada), para así probar la aventura o su espectro y experimentar el riesgo, y también el escalofrío desconocido y nuevo de la importancia propia. De qué sirve tener algo valioso si no se pasea y se exhibe y aun se restriega a los otros, de qué algo codiciable si no se palpa la codicia ajena o se siente su posibilidad al menos y el peligro de que se lo arrebaten, de qué un secreto si alguna vez no se cuenta y se lo traiciona. Sólo así puede calibrarse la verdadera medida de su horribilidad y su prestigio. Antes o después uno se cansa de pensar siempre a solas: "Ay si ellos supieran, ah si él se enterara, oh si ella tuviera conocimiento de lo que yo me guardo". Y antes o después llega el momento de sacarlo fuera, de desprenderse, entregarlo, aunque sea una sola vez y a una sola persona, antes o después nos pasa a todos. Pero como los ciudadanos no sabían diferenciar (con excepciones) qué era oro y qué baratijas, muchos lo ponían todo sobre el mostrador o la mesa con un placentero estremecimiento, ilusionados, atraídos por la perspectiva de que delante hubiera algún espía maligno, y cruzando a la vez los dedos y rogando al cielo por qué no lo hubiera, ni tampoco nadie que se lo transmitiera, quiero decir su atolondrado o confuso cuento. Y nada tan emocionante como que algún compatriota más responsable y entero les chistara entonces y les reprochara su ligereza, porque eso era señal casi inequívoca, para el hablador, de que se había adentrado en el territorio prohibido de lo grave y con significación y peso, que nunca antes habría hollado. Esa excitación temerosa, la de aventurarse a un perjuicio exponiendo a él de paso a la nación entera, la ilustra la viñeta del señor que telefonea desde una cabina asediada por pequeños Führers, y también el tercer recuadro, más que el segundo, de la que se inicia con el marinero y su novia, ahí las tienes. En su mayoría las personas, inteligentes o bobas, respetuosas o desconsideradas, vitriólicas o bondadosas, se parecen mucho, bastante o algo a esa joven del pelo castaño recogido en alto: por lo general escuchan con asombro y con gozo, aunque sea terrible lo que se les comunica, porque sobre ello se impone (y es por eso por lo que se dignan prestar atención, breve y ocasionalmente, porque se imaginan ya contándolo) el anticipado placer de dar ellas a su vez la noticia, así sea repugnante, espantosa, o suponga un disgusto enorme, y de suscitar en otros la misma reacción que se provoca ahora en ellas. En el fondo sólo nos interesa e importa lo que compartimos, lo que traspasamos y transmitimos. Queremos sentirnos parte de una cadena siempre, cómo decir, víctimas y agentes de un inagotable contagio. Y es ese el mayor contagio y el que está al alcance de todo el mundo, el que nos traen las palabras, el de esta plaga del hablar que también a mí me aqueja, ya ves lo que me sucede, cómo me embalo en cuanto me soltáis el cable. Por eso cuánto más mérito tienen los que alguna vez se negaron a seguir esa predominante inclinación nuestra. Y aún cuánto más mérito aquellos a los que se interrogó brutalmente y sin embargo nada dijeron, no soltaron prenda. Aunque la vida
les
fuera en ello, y la perdieran.'

Oí el piano desde la casa, música de fondo para el río y los árboles, para el jardín y la voz de Wheeler. Una sonata de Mozart tal vez, o podía ser de un Bach, Johann Christian, maestro suyo y pobre genial hijo del genio, había vivido en Inglaterra muy largo tiempo y allí se lo conoce de hecho como 'el Bach de Londres' y se lo interpreta a menudo y se lo recuerda, un alemán inglés como los del Instituto Warburg y aquel admirable actor vienes que se había llamado primero Adolf Wohlbrück y que también se desprendió del nombre, y como el Comodoro Mountbatten que fue Battenberg en su origen, británicos postizos todos, ni Tolkien se libraba de eso. (Y como mi compañero Réndel, también era él un inglés austriaco.) La señora Berry habría acabado con sus quehaceres todos y se entretenía hasta ver la hora de avisarnos para el almuerzo. Tocaba ella y tocaba Wheeler; ella con energía, a él rara vez lo había visto u oído hacerlo, recordaba una ocasión en que quiso que conociera un himno titulado
Lillabullero
o
Lilliburlero
o algo así españolizante, el piano no estaba en el salón sino en el piso de arriba, en un cuarto por lo demás vacío, nada podía hacerse en él excepto sentarse ante el instrumento. Pudo ser la música alegre, por el contraste, o sus lamentosas frases directamente, pero Wheeler pareció muy fatigado de pronto, se llevó una mano a la frente y dejó caer ésta con todo su peso, fiándolo al codo apoyado sobre la mesita cubierta por su lona de faldones sobrantes. 'Así llevamos los siglos', pensé mientras aguardaba a que prosiguiese o bien pusiera fin a la charla, temí que pudiera decidir esto último, había adquirido demasiada conciencia de sus parrafadas, y le vi cerrar los ojos como si le escocieran, aunque sus dedos sobre la frente medio se los ocultaban. 'Así llevamos los siglos y así nada cede ni se acaba nunca, todo se contagia, nada nos suelta. Y ese todo se va escurriendo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, sólo que es nieve que viaja en el tiempo y más allá de nosotros, y que quizá nunca se para.'

'Andreu Nin la perdió, por ejemplo', dije por fin, todavía flotaban en mi cabeza los improvisados estudios de mi noche tan estirada. 'Andrés Nin', insistí al notar el desconcierto de Wheeler, lo noté pese a que no cambió aún de postura, continuaba inmóvil y como desfallecido. 'El no habló, no contestó, no dio nombres ni dijo nada. Nin, mientras lo torturaban. Le costó la vida, aunque seguramente habrían acabado quitándosela de todas formas.' Pero Wheeler seguía sin comprender, o no quería ya más bifurcaciones:

'¿Eh?', acertó a proferir, y vi que abría los ojos, un brillo de estupefacción, como si me juzgara trastornado, esto a qué viene. Su mente estaba demasiado lejos de Madrid y Barcelona en la primavera del 37, era posible que lo que hubiera vivido en España, lo que quisiera que fuese, se le hubiera quedado en poco tras lo que le vino luego, desde el verano tardío del 39 hasta la primavera del 45, o podía ser que hasta más tarde en su caso. Así que probé entonces a volver al país que pisábamos, a Oxford, a Londres (a veces se me olvidaba que tenía ochenta y muchos años; o más bien lo olvidaba continuamente, y era sólo a veces cuando lo recordaba):

'Entonces fue contraproducente, la campaña', dije.

Se destapó el rostro con gesto lento y se lo vi fresco de nuevo, era admirable cómo se recobraba y recomponía tras sus momentos bajos o de cansancio o de obstrucción del habla, solía ser el interés —su maquinadora cabeza, o el afán de decir u oír algo, todavía algo— lo que lo reavivaba. O el humor también, una ironía, un donaire, una gracia.

'No exactamente', me contestó con los ojos un poco guiñados, como si el escozor le perdurara. 'Sería mucho simplificar, además de injusto, afirmar eso. Porque lo que no hubo apenas fue malicia en la gente, no fue eso, ni siquiera en los más indiscretos y jactanciosos, en los más botarates.' Y esta última palabra le salió en español, a veces se le notaba que llevaba tiempo sin pisar mi país, ese es un término que aquí ya no se oye, como otros del mismo estilo, por razones obvias: cuando en una sociedad predominan los mentecatos, los majaderos, los botarates y los mamarrachos, pierde sentido que nadie llame así a nadie. 'Y también los hubo que se convirtieron en tumbas. Andantes, ahora no me refiero a los muertos: personas escrupulosas, voluntariosas, con un sentido fuerte del deber, muy tenaces, que se sellaron los labios sin vacilar, aunque nadie fuera a enterarse de su actitud obediente ni a felicitarlas por ello. Fueron muchísimos pero quizá no tantísimos, era una consigna muy difícil de cumplir, casi descabellada, "No habléis, ni un murmullo, un susurro, nada, porque os pueden leer los labios, así que olvidad la lengua".' ('Calla, y entonces sálvate', cruzó eso por mi pensamiento, y también, un segundo, si habría hablado o callado mi tío Alfonso, no lo sabríamos nunca.) 'Si digo que la campaña fracasó en conjunto no es porque la gente no estuviera dispuesta a seguirla, lo estuvo en su mayor parte; y sirvió, sirvió para que se adquiriera una general conciencia de que no estábamos solos sino tan acompañados como los actores en el teatro; y de que fuera de los focos, en penumbra, sombra o tiniebla, teníamos un nutrido, atentísimo y memorioso público, por invisible o irreconocible y disperso que fuera, compuesto por espías, escuchas furtivos' (aquí el vocablo fue de mala traducción de nuevo,
'eavesdroppers'),
'quintacolumnistas, confidentes y descifradores profesionales; de que cada palabra que nos captaran podía ser mortal para nuestra causa, lo mismo que resultaban vitales las que nosotros robáramos al enemigo. Pero a la vez esa campaña —y de ahí su fracaso obligado pese a sus indiscutibles beneficios y logros— incrementó, inevitable e increíblemente, el número de incontinentes verbales, de grandísimos bocazas. Y así como muchos que hasta entonces habían hablado con naturalidad y despreocupación aprendieron a pensárselo dos veces como recomendaba una de las viñetas, también muchos que hasta entonces habían permanecido callados o por lo menos lacónicos, inhibidos o taciturnos, no por gusto ni por prudencia sino en la idea de que cuanto ellos pudieran contar y decir resultaría indiferente, indigno de interesar a nadie y de nula consecuencia, ahora no se vieron capaces de resistir a la tentación de sentirse peligrosos y censurables, una amenaza, merecedores de atención por ello y en cierto modo protagonistas cada uno en su ámbito, aunque las más de las veces ese protagonismo fuera sólo algo loco, irreal, ilusorio, ficticio, desiderativo. Pero se pusieron a hablar como cotorras, eso es lo cierto en todo caso; a darse importancia y a hacerse los enterados, y el que se finge esto último también acaba por procurar estarlo, en la medida de sus posibilidades, un espía más, gratuito y añadido. Y tanto si lo consigue como si no, lo que también es cierto es que todo el mundo sabe algo siempre, incluso cuando no sabe que sabe ni en verdad se imagina que en efecto sepa algo. Pero hasta el hombre más huidizo y solitario que en toda su jornada sólo gruñe a su casera si es que se cruza con ella, y hasta la mujer más atolondrada u obtusa y con menos capacidad intelectiva, y hasta el niño menos curioso o sociable y más ensimismado del reino, todos siempre saben algo, porque las palabras, el voraz contagio, se esparcen sin necesidad de ayuda y venciendo cualquier obstáculo, y se extienden y penetran más, mucho más, indeciblemente más de lo que puede nunca figurarse uno solo, es decir, nadie. Y bastan un oído detectivesco y sagaz y una mente asociativa y dañina para distinguir y aprovechar ese algo, y para exprimirlo. De eso sí que estaban al tanto los responsables de la campaña, de que todos sabemos de algunos efectos y de algunas causas, aunque sean inconexos. ¿Qué información valiosa, insisto, podían tener en principio las dos señoras del metro o ese hombre tan llano y común, con gorra, que dice "Lo que yo sé... para

me lo guardo"? Y sin embargo también se dirigieron a ellos, a sus iguales, también trataron de convencerlos de que olvidaran su lengua. Tarea vana la de abarcar a todos, ¿no te parece? Y siempre un esfuerzo más bien baldío, porque ningún resultado parcial va a compensarlo.'

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