Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (18 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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Volví a Rosa Klebb y al capítulo séptimo. La verdad es que nunca hasta entonces había leído una sola línea de Ian Fleming, pero sí había visto, como casi todo el mundo, las primeras películas de la serie Bond. Creía recordar a aquel personaje en su versión cinematográfica, una mujer madura, de pelo corto y lacio de color zanahoria, sin el menor atractivo ni escrúpulo, y que al final se enfrentaba a Connery de un modo inolvidable para el niño que era cuando debí de ver en Madrid
Desde Rusia con amor
(hube de colarme sin duda en algún cine permisivo: la censura franquista fue tan idiota siempre que aquellas cintas sólo eran aptas para mayores de dieciocho años): de la puntera de su zapato (o quizá de ambas) hacía surgir, mediante un mecanismo, una o dos tremendas navajas horizontales impregnadas de un raudo y fatal veneno, un mero rasguño de aquellos filos bastaba para que el arañado la palmara al instante y sin remisión, así que la mujer se liaba a patadas filosas con Bond o Connery y él la mantenía a distancia con una silla, como hacen los domadores de circo con sus decrépitos leones y tigres aburridos de puerilidades. En la película, también recordaba eso, el papel de la cruelísima Klebb lo había encarnado excepcionalmente la famosa cantante y actriz de teatro austriaca (raras sus apariciones en la pantalla) Lotte Lenya, máxima y más genuina intérprete de las canciones y óperas de Bertolt Brecht y Kurt Weill
(La ópera de tres peniques
la más conocida), y de hecho, si no me fallaba la memoria, mujer y viuda de este último, que había seguido componiendo para ella hasta su final, bastante anterior, desde luego, a aquella adaptación de Ian Fleming. El cual, dicho sea de paso, y a juzgar por las escasas páginas que leí en el estudio de Wheeler, me pareció mejor escritor, más hábil y perspicaz, de lo que la altiva Historia de la Literatura se ha avenido a concederle hasta ahora. La descripción que venía a continuación de Rosa Klebb, sin ir más lejos, contenía hallazgos curiosos y bien estimables, copié algunos párrafos: '...gran parte de su éxito se debía a la peculiar índole de su siguiente instinto más importante, el sexual. Porque Rosa Klebb pertenecía sin duda a la más infrecuente de todas las tipologías sexuales. Era neutra... Las historias de hombres y, sí, de mujeres, eran demasiado circunstanciadas para dudar de ellas. Podía disfrutar del acto físicamente, pero el instrumento no tenía ninguna importancia. Para ella el sexo no era más que un prurito. Y esta neutralidad psicológica y fisiológica suya la aliviaba al instante de tantas de las emociones y sentimientos y deseos humanos. La neutralidad sexual constituía la esencia de la frialdad de un individuo. Nacer con ello era algo magnífico y portentoso. El instinto gregario también estaba muerto en ella... Y por supuesto, en lo relativo al temperamento, era una flemática: imperturbable, tolerante con el dolor, haragana. Su vicio dominante sería la pereza. Por las mañanas le costaría arrancarse de su tibia y emporcada cama. Sus hábitos privados serían desaseados, incluso sucios. No resultaría agradable, pensó Kronsteen, asomarse al lado íntimo de su vida, cuando se relajara, ya sin el uniforme... Rosa Klebb tendría cuarenta y muchos años, supuso, guiándose por las fechas de la Guerra Española... El diablo sabe, pensó Kronsteen, cómo serán sus pechos, pero la uniformada protuberancia que reposaba sobre el tablero parecía un saco terrero llenado de cualquier forma...' ('Saco de harina, saco de carne', pensé, 'en ellos se clavan la bayoneta y la lanza'.) 'Las
tricoteuses
de la Revolución Francesa debieron de tener rostros como el suyo... Y sus caras transmitirían la misma impresión, concluyó Kronsteen, de frialdad y crueldad y fuerza de aquella —sí, tuvo que concederse la palabra emotiva—
aterradora
mujer de SMERSH'.

También parecía Fleming muy bien documentado (SMERSH aparte; habría de preguntarle al respecto a Wheeler, él seguramente sabría si esa organización había sido real o era un invento), la mención del POUM y de Andrés Nin ya era un indicio, por mucho que a éste lo llamara 'Andreas'. Según aquella fabulación, lo habría tal vez matado una mujer de nacionalidad extranjera —quién sabía si 'de singular belleza' en su juventud de España— que además habría sido su colaboradora y su amante, para mayores traición y amargura. Wheeler, en todo caso, había asociado la referencia en el
Doble Diario
a las 'varias mujeres' detenidas en Barcelona en junio del 37 con el personaje desastrado, siniestro y neutro de
Desde Rusia con amor
(nunca la habrían detenido a ella), cuyo párrafo del capítulo séptimo había marcado con dos rayas verticales, y en el margen había escrito
'Well well, so many traitors indeed',
esto es, 'Vaya vaya, en verdad tantos traidores'. Sí, tantos había habido, en mi país y en aquella época y en otras
más
tarde y por supuesto en todas las anteriores hasta las inmemoriales, desde el inicio del tiempo mismo y en todas partes. ¿Cómo era posible que se hubieran dado y se dieran tantas traiciones, o tantas con éxito, es decir, que no llegaran a ser sospechadas ni detectadas antes de su cumplimiento? ¿Qué extraña proclividad tenemos hacia la confianza? O quizá no sea a eso, sino a no querer ver ni enterarnos, o hacia el optimismo o hacia el consentido engaño, o es una soberbia la que nos lleva a creer que a nosotros no va a pasarnos lo que a nuestros iguales sí pasa y les ha sucedido siempre, o que vamos a ser respetados por quienes ya —y ante nuestros ojos— fueron desleales con otros, como si fuéramos distintos de éstos, y la que nos induce a pensar sin motivo que estaremos a salvo de los reveses sufridos por nuestros antepasados y aun de las decepciones que alcanzan a nuestros contemporáneos: a los que no son 'yo', supongo, a cuantos no lo son ni lo serán ni lo han sido. Vivimos, supongo, con la esperanza inconfesa de que alguna vez se rompan las reglas y el curso y la costumbre y la historia, y de que eso se dé en nosotros, en nuestra experiencia, de que sea a nosotros —es decir, a mí solo— a quienes toque verlo. Aspiramos siempre, supongo, a ser unos elegidos, y es improbable que de otro modo estuviéramos muy dispuestos a recorrer el trayecto entero de una vida entera, que corta o larga nos va rindiendo. Allí mismo, en el
Doble Diario
que volví a coger, había unos cuantos artículos de mi padre, de cuando aún confiaba pese a estar en guerra: uno del 2 de julio de 1937, con motivo del tercer centenario de la publicación del
Discurso del método
de Descartes, en 1637 en Leyden; otro del 27 de mayo, deplorando los demenciales cambios en los nombres de calles y plazas (y hasta de ciudades) que se estaban llevando a cabo tanto en 'la zona dominada por la facción' como en 'la leal' (sus términos) y en Madrid concretamente: 'Y es de todo punto lamentable', decía, 'que imitemos en esto a los rebeldes, porque no hay que imitarlos en nada'. O bien: 'Al Prado, al Paseo de Recoletos y a la Castellana se les ha cambiado su triple nombre por el de Avenida de la Unión Proletaria. Esta unión, por desgracia, empieza por no existir, y nos parece mucho más interesante procurarla que escribirla en las esquinas... En cierto sentido parece que los nuevos rotuladores quieren completar la obra de los bombardeos facciosos, en la tarea de dejar desfigurada a nuestra capital'. Y también había alguno más estrictamente político, bien firmado con su pseudónimo de aquellos tiempos, bien con su nombre, Juan Deza, se me hacía fantasmal ver mi apellido en aquellas antiguas páginas reproducidas con su tinta roja. Allí estaban los juveniles textos, que sin duda constituyeron parte de los muchos cargos de que se vio acusado —la mayoría inventados, imaginarios, falsos— al poco de terminar y perderse la guerra, cuando lo traicionó y delató a las vencedoras autoridades facciosas su mejor amigo de entonces, un tal Del Real con el que había compartido aulas y conversaciones, intereses y cafés y amistades y tertulias y cines y seguramente algunas juergas a lo largo de años, todos los de la carrera que estudiaron ambos e imagino que también los de la propia Guerra y el asedio a Madrid con los bombardeos facciosos desfiguradores y los cañonazos rebeldes que venían desde las afueras y cerros, los llamados obuses que hacían su parábola y caían sobre la Telefónica o en la plaza de al lado cuando fallaba la puntería, llamada por eso 'plaza del gua' con inverosímil humor fatídico, casi tres años de la vida de ambos, de todos, siendo sitiados y corriendo por las calles y plazas de cambiantes nombres con las manos sobre los sombreros y gorras y boinas y las faldas al vuelo y las medias rotas o simplemente sin medias, buscando las aceras no enfiladas por los cañones para caminar o correr por ellas hasta alcanzar una boca de metro o algún refugio.

Los dos amigos habían compartido incluso, junto con un tercer compañero que murió luego joven, la publicación de un librito de 1934 que recogió los que la Sociedad Geográfica juzgó tres mejores diarios de viaje entre los redactados por todos los alumnos que tomaron parte en el entonces nombrado Crucero Universitario por el Mediterráneo que, organizado por la madrileña Facultad de Filosofía y Letras de la República, llevó a estudiantes y profesores juntos hasta Túnez y Egipto, Palestina y Turquía, Grecia e Italia y Malta, Creta, Rodas, Mallorca, a lo largo de cuarenta y cinco entusiastas y optimistas días del verano de 1933, en uno de los cuales los pasajeros se vieron honrados con la visita del gran Valle-Inclán, quien no sé dónde ni por qué motivo subió a bordo para departir. El barco de la Compañía Trasmediterránea que los condujo se había llamado
Ciudad de Cádiz,
y a todas sus travesías les puso fin el submarino italiano
Ferrari,
orgullo de Mussolini, que lo torpedeó y hundió en aguas del Mar Egeo el 15 de agosto de 1937, ya en plena guerra, cuando el mercante republicano regresaba de Odessa con alimentos y material bélico según había oído decir a mi padre, o quizá fue el 14 del mismo mes, saliendo de los Dardanelos, según había leído casualmente en Thomas un rato antes en la interminable noche.

Este compañero de publicación, de viaje, de Universidad y hasta de Instituto antes (tan prolongado, por tanto, como lo fuimos Comendador y yo), se encargó de promover y dirigir la caza de quien aún no era padre de nadie. Llevó a cabo una campaña de difamación, buscó 'testigos de cargo' que sustentaran éstos en un proceso (o en su simulacro, otra cosa no había en las fechas triunfales) y se procuró una firma de mayor valor y autoridad que la propia para estampar en la denuncia formal que un día de mayo del 39 fue presentada en comisaría. Esa firma fue la de un profesor de aquella misma Facultad, Santa Olalla su nombre, de fanatismo reconocido y con quien mi padre no había tenido clases ni tan siquiera contacto, pese a que por lo visto el docente tampoco se había privado de figurar en la nada fanática expedición del Crucero del 33. Tantísimos años más tarde, cuando yo fui estudiante en las mismas aulas (pero ya por entonces y todavía entonces eternamente franquistas), seguía predicando en ellas aquel Santa Olalla en su calidad de muy veterano catedrático ahora —debió de ganar su título raudamente y con facilidad—, y su realidad y su fama en mi época eran de fascista cabal, tanto en sentido analógico como ideológico como político como temperamental, es decir,
sensu stricto
. Tengo entendido que también alcanzó la cátedra en alguna Universidad del norte (La Coruña, Oviedo, Santander, Santiago, no lo sé) el delator principal, Del Real, premiado probablemente por sus inmediatos y espontáneos servicios a la temprana e hiperactiva policía franquista del 39. Pero al parecer este otro delator docente aún se permitió presumir de 'semiizquierdista' ante sus revoltosos alumnos de los años setenta —nada en ello, en el fondo, de excepcional—, y algunos incautos e ignorantes jóvenes septentrionales de aquella década díscola lo encontraban 'encantador'. Así va el mundo ('Habla, delata, denuncia. Cállalo luego, y entonces sálvate'). Lo último que mi padre supo más o menos personalmente de él fue en el propio mayo del 39, mes y medio después de terminada la Guerra, en plena represión y supresión y concienzuda purga de los derrotados y al poco de su detención y encarcelamiento el día de San Isidro, patrón de Madrid, cuando algún conocido común —o quizá fue mi madre que fue a visitarlo y que aún no era mi madre ni su mujer— llegó a contarle que Del Real se pavoneaba de su gran hazaña por la ciudad con estas o parecidas palabras: 'Voy a conseguir que a Deza le caigan treinta años de cárcel, si es que no algo peor'. Ese 'algo peor' era fácil que le cayera en aquellas fechas a cualquier detenido con motivo o sin él, hubiera pruebas en su contra o no: si no las había se fabricaban, y aun eso no solía hacer falta, para su condena bastaba en principio la mera denuncia, la de un portero; un vecino, un envidioso, un cura, un resentido, un rival, un delator profesional o uno meritorio, un cortejador rechazado, una despechada novia, un compañero, un amigo, se daban por buenas todas, más valía pasarse que quedarse cortos a la hora de completar la 'atrición' iniciada en el 36, la palabra era de Thomas. Y ese 'algo peor' tenía el nombre de paredón.

Tuvo suerte Juan Deza dentro de todo, en comparación con tantos otros, y hasta la blanca tapia no logró mandarlo su delator. Durante la Guerra mi padre había sido soldado del Ejército Popular, o de la República, como prefería llamarlo él (había cumplido veintidós años cuando estalló, era unos meses menor que Wheeler), pero, destinado a tareas administrativas en la retaguardia de Madrid, estuvo primero en una compañía de Intendencia, luego fue nombrado traductor del Ejército de Tierra, más adelante prestó servicio como colaborador o ayudante de don Julián Besteiro hasta la capitulación, y así nunca hubo de entrar en combate. Y puesto que le constaba no haberse visto obligado a disparar un solo tiro de su fusil, también tenía la certeza absoluta de no haber matado a nadie, de lo cual, decía, se alegraba infinitamente. Escribió sus artículos del
Abc
y de alguna otra publicación, emitió programas de radio durante una temporada del 37 en que fue enviado a Valencia, y por encargo del Estado Mayor tradujo un voluminoso libro inglés de cuyo autor no se acordaba pero sí del título,
Spy and CounterSpy (A History of Modern Espionage),
y que seguramente jamás vio la luz que él le dio en español con destino al Ministerio de la Guerra. Pero las acusaciones de sus denunciadores incluían 'delitos' mucho más graves y —si bien fantásticos— concebidos con la peor intención, de falsedad difícil de desenmascarar: entre varios otros, el de haber sido colaborador del diario moscovita
Pravda,
el de haber servido de enlace, intérprete y guía en España del 'bandido Deán de Canterbury' (Dr Hewlett Johnson, conocido como 'el Deán Rojo' o
'the Red Dean',
al que mi padre no había visto jamás), y el de ser conocedor seguro de toda la trama de la 'propaganda roja' a lo largo de la contienda, lo cual equivalía a una invitación muy directa a que se le arrancara información tan excepcional por cualquier medio (por lo demás el habitual). Nada de eso sucedió, por fortuna: contó con testigos veraces, incluso entre los que venían 'de cargo'; milagrosamente le tocó un alférez jurídico de gran decencia, que lejos de tergiversar sus refutaciones durante la instrucción (como era costumbre en aquel sistema judicial), le propuso tomárselas al dictado para mayor exactitud, receloso de las imputaciones, y que antes de devolverlo a la celda le dijo: 'No le doy la mano porque nos ven y pueden pensar que tenemos alguna relación, pero espiritualmente estoy con usted' ('Antonio Baena', rememoraba mi padre, 'este nombre no lo olvidaré'); y también le cayó en suerte un juez dichosamente holgazán que traspapeló su expediente y acabó por sobreseer su caso en vista del anómalo comportamiento de algún 'testigo de cargo' y de la consiguiente confusión. Y así Juan Deza, mi padre, pasó un tiempo en prisión durante el cual enseñó a leer y escribir, sumar, restar y multiplicar a compañeros reclusos analfabetos (y a los más instruidos unas nociones de francés), y después pudo salir —se quedó sin enseñarles a dividir— aunque para vivir represaliado durante muchos años, verse desde luego impedido de ejercer cualquier docencia a cualquier nivel, a diferencia de sus encatedrados acusadores, y también de volver a publicar una línea más en la prensa de su país, cuya tinta era ya toda azul. Uno de los 'testigos de cargo' que sí se reflejó en el espejo oscuro de su función, otro antiguo compañero de Facultad al que su víctima había visitado y prestado libros bajo los bombardeos, novelista de barato o prostituido éxito más adelante (Flórez su nombre), le hizo llegar este recado a través de su amiga mi madre: 'Si Deza no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos'. Pero esa es otra historia. Algunas veces lo vi dolerse en silencio por su azarosa situación, y lo vi pasarlo mal. Pero nunca lo vi amargado, ni nos transmitió a sus hijos resentimiento alguno, y el que podamos tener lo hemos desarrollado nosotros solos. Tampoco lo oí quejarse, ni decir en voz alta los nombres de sus delatores fuera del círculo familiar y de los amigos más íntimos, algunos de los cuales ya los conocían bien y de primerísima mano —aquellos dos nombres— desde el día de San Isidro de 1939. Pese a las zancadillas y trabas se supo desenvolver en la vida, y si él no se quejó ni en los años más duros e ingratos, no era yo quién para hacerlo por él. O tal vez sí. Tal vez sí lo fuera y además el único, junto con mis dos hermanos mayores y mi hermana menor, para hacer eso que tampoco ofende, lamentarse un poco por otros, por mi madre ahora y también por él.

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