Read Tu rostro mañana Online

Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (17 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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—¿El Estado necesita la traición? —le pregunté algo extrañado (lo justo tan sólo, empezaba a vislumbrar su sentido).

—Claro, Jack. Sobre todo en tiempo de asedio, de invasión o de guerra. Es lo que más se conmemora, lo que más une, lo que las naciones más recuerdan así pasen los siglos. Qué sería de nosotros sin ella.

Pensé que tal vez le había sido útil sin querer, entonces, en su calidad de hombre de Estado, cuando lo había traicionado con la interpretación de Incompara, pero eso no me ayudó a sentir mi deuda zanjada. Sin duda era por eso, en parte, por lo que tenía tanta tolerancia con él —siempre podía irme—, o tanto miramiento, o tan poca severidad o así yo lo creía, por aquel malestar duradero y por aquel fallo voluntario mío, aún no estaba seguro de que se hubiera dado cuenta de cuan deliberado había sido. Y también porque nos profesábamos simpatía, a mi pesar a veces, quién sabía si al suyo, la joven Pérez Nuix era demasiado optimista. Aquella noche Tupra había puesto la mía a prueba, y aún iba a seguir haciéndolo, con la sesión de cine.

Dejó de hablar y acto seguido volvió a apretar el botón de avance. La anterior escena terminó al instante y apareció una nueva en la pantalla, y con ella empezó a entrarme el veneno. Dos individuos en camiseta y con pantalón de camuflaje y botas cortas, soldados presumiblemente, tenían a un tercero, encapuchado, sentado en un taburete y encadenado de pies y manos. Había sonido, pero lo único que se oía era un jadeo exagerado, el del cautivo, como si acabara de correr quinientos metros o tuviera un ataque de ansiedad o pánico. Se hacía angustiosa aquella respiración fuerte y rápida y como inaplacable, era muy posible que la provocara el miedo, estar atado y no ver nada debe de hacer temer cada segundo futuro, y no hay tregua con los segundos. Había una luz cenital cuyo origen quedaba fuera de cuadro —a buen seguro una lámpara con pantalla colgada del techo— y que iluminaba a los tres hombres, o mejor dicho, a los dos camuflados no todo el rato, daban vueltas alrededor del tapado y en sus recorridos pisaban sombra. Fuera del haz de luz, al fondo de la imagen, había dos o tres personas más, sentadas en fila contra una pared y cruzadas de brazos, pero no se distinguían sus rostros ni apenas sus figuras, demasiado en penumbra. Los soldados cesaron en sus rodeos y con malos modos obligaron al prisionero a levantarse y a ponerse de pie sobre el taburete, lo guiaron para que subiera. Los vi manejar una soga, y aunque la cabeza del encapuchado salía ahora del encuadre —el plano era fijo, cámara estática—, todo hacía suponer que se la habían puesto alrededor del cuello y que estaría amarrada a una viga o a alguna barra horizontal y alta, porque uno de los encamisetados le dio un patadón al taburete y la víctima quedó colgando sin poder hacer pie, aunque muy cerca, aquello era un ahorcamiento.

Me sobresalté, quizá jadeé inesperadamente, me volví hacia Tupra y le dije con alarma:

—¡Qué es esto!

En su desplome el cautivo debía de haber golpeado o más bien rozado la invisible lámpara, porque el haz de luz hizo durante unos instantes un vaivén o balanceo leve.

—No te vuelvas, sigue mirando, aún no ha acabado —me contestó Tupra con imperiosidad. Y me dio con las puntas de los dedos rígidos en el codo, como si yo fuera un niño desobediente.

Cuando fijé de nuevo los ojos en la televisión, aún vi cómo los pies del ahorcado pataleaban en busca de apoyo mientras su jadeo daba paso a una especie de gutural gruñido, pero era algo que no arrancaba, no podía, algo ahogado. Esos pies, sin embargo, encontraron en seguida apoyo: uno de los camuflados le abrazó las dos piernas con fuerza y se las elevó lo más posible, y el otro recogió el taburete y se lo colocó otra vez bajo las suelas. Una vez allí estabilizado, le quitaron la cuerda y lo hicieron descender al suelo. De un empellón lo sentaron y los dos soldados reiniciaron sus merodeos en torno al prisionero, que ahora tosía, tenía que estar congestionado. Las botas cortas hacían más ruido en esta ronda, como si sus dueños marcharan al unísono y pisaran a fondo con ese propósito, con el de hacer amenazante ruido, evocaban el redoble de tambores que anunciaba en el circo la inminencia de un creciente riesgo, o en las plazas la de la ejecución ansiada. Y al cabo de unos treinta segundos —o quizá fueron noventa— repitieron la operación, es decir, subieron al taburete al encapuchado y simularon que lo ahorcaban, o no es exacto, sino que de hecho empezaron a ahorcarlo —el patadón, el mismo método—, y al poco se detuvieron. En esta ocasión el cautivo perdió un zapato en su pataleo, quizá duró un poco más que el primero. Eran zapatos normales, viejos, de cordones pero sin los cordones. No llevaba calcetines. 'Esto es como Tupra en el lavabo', alcancé a pensar tumbadamente, 'cuando alzó y bajó la espada y volvió a alzarla y a bajarla. Cada vez yo ignoraba si le cortaría la cabeza al capullo, y ahora, aunque lo que me enseña ya haya ocurrido y además pueda pararse su acción en el vídeo, o hasta dejarse para otro día como si ya diera lo mismo (la escena seguirá ahí y no va a cambiar nunca), en este instante yo ignoro si estos tipos acabarán por ahorcar al pobre diablo en alguno de sus amagos, y ya quiero saberlo, aunque sea un desconocido y ni siquiera vea qué cara tiene. Él también lo ignoraría entonces, y entonces no era pasado. No sería un hombre joven, con esos zapatos marrones abarquillados.' Le calzaron el que se le había salido antes de volver a sentarlo, misterios de la pulcritud y el orden. Uno de los soldados levantó aire con una mano, agitándosela de arriba abajo delante de la nariz, como si le hubiera llegado un horrible olor repentino procedente del colgado. Seguían sin hablar, nadie hablaba, tampoco los espectadores oscuros, y eso debe de infundir aún más miedo a quien se encuentra a ciegas e inmovilizado, más que voces desabridas o insultos, a no ser que sean en una lengua desconocida, lo que da más pavor es no entender lo que se le dice a uno, yo creo, en una situación de vida o muerte.

Aún repitieron la operación una tercera vez, todo idéntico, la cabeza del cautivo fuera de cuadro y después reapareciendo junto con la cuerda ya tensada, el cuerpo cayendo a plomo en un trayecto muy corto para que nada fuera irremediable en la caída, el haz de luz oscilando unos instantes por efecto de algún roce o acaso de la sacudida, quizá la segunda y la tercera vez lo mantuvieron menos segundos ahorcándose, aunque me engañara mi angustia y a mí se me hicieran más largos. La víctima estaría más débil a cada broma, le habrían descoyuntado algo y el corazón desbocado. Obviamente no se le había partido la tráquea, habría sido definitivo, los camuflados no daban tiempo a eso, gente bien adiestrada, debían de saber a partir de qué momento se haría demasiado tarde, y tampoco sería muy grave, supuse, si se les iba la mano y el hombre se les quedaba tieso, quizá no había nadie en el mundo que estuviera al tanto de su suerte, ni siquiera de su paradero. Se los veía a todos relativamente tranquilos, a verdugos y a testigos, diligentes o atentos pero sin saña, como si llevaran a cabo o asistieran a un desagradable trámite, pero trámite al fin y al cabo.

Tupra congeló la imagen con el preso ya descolgado y con toses, las piernas muy flojas e irresponsables, y en esta ocasión no lo sentaron. La capucha negra siempre puesta, con su única abertura para boca y fosas nasales (pero en la boca cinta adhesiva), para los ojos no había. Parecían a punto de llevárselo, tal vez de regreso a una celda, tal vez a la enfermería. Poco a poco recuperaba el jadeo.

—Qué, ¿lo has visto? —me preguntó Tupra. Y en su tono percibí una excitación casi divertida, para mí inexplicable, yo notaba ya el veneno.

—Qué haces —le contesté—. Quiero ver cómo termina esto, si se cargan a ese desdichado.

—Aquí se acaba la escena, ya no hay más, se pasa a otra. Así, ¿lo has visto? —
'Did you see him?’
fue lo que dijo, refiriéndose por tanto a alguien y además masculino, no a un objeto ni a un detalle ni al episodio en sí mismo, habría utilizado
‘it'
en los tres casos.

—¿A quién? —
'Whom?',
pregunté, quizá incurriendo en hipercorreccíón, con esa forma del dativo cuando aquello era acusativo, otro misterio del orden y la pulcritud excesiva, en medio de la conmoción que sentía.

Tupra chasqueó la lengua con desdén espontáneo.

—También en esto estás torpe, Jack. Vamos a ver, para qué tienes los ojos, el ojo es rápido y lo capta todo. Lo has hecho mejor otras veces, estás perdiendo facultades o será que estás cansado. —Entonces rebobinó las imágenes con el mando sobre el que mandaba, buscó un punto de la grabación y lo dejó congelado, lo hizo con celeridad y pericia, estaba acostumbrado a esos manejos. Era uno de los momentos en que el cautivo caía, la soga tensándose, el taburete a la mierda, y el haz de luz balanceándose muy breve y ligeramente, con poca fuerza y a cada vaivén con menos, también con menos recorrido. Dos, no más de tres mínimos vaivenes, pero en ese instante los tres sujetos del fondo aparecían iluminados por el haz desplazado, había sido una fracción de segundo, miré hacia ellos, no lograba distinguirlos del todo pero algo familiar había—. Qué, ¿lo ves ahora?

—Espera —contesté aún inseguro, guiñando los ojos para ver más nítido—. Espera.

Tupra no esperó, activó el
zoom
y amplió sus rostros en un recuadro, tenía un reproductor de DVD con prestaciones que yo desconocía en el de mi casa de Madrid, aún no me lo había comprado en Londres. Y entonces sí vi con claridad el conocido rostro cuadrado y surcado, conocido por media humanidad, la que ve televisión y lee prensa, con sus gafas inconfundibles y su aspecto de médico o químico alemán, o más bien de médico o químico o científico nazi, siempre que lo había visto en pantalla o en foto no me había costado nada imaginarlo con bata blanca en torno a la corbata, es más, su cara casi pedía a gritos, necesitaba esa bata blanca, era incongruente que no la llevara. Él, como todos los políticos y dirigentes democráticos mundiales, había negado públicamente cien veces tener que ver, haber dado órdenes, haber aprobado o consentido o estar enterado de prácticas como aquella y hasta de las menos brutales, las solamente vejatorias. Nadie en el mundo exterior sabía lo que yo sabía ahora: que, lejos de eso, había asistido, una vez al menos, al triple ahorcamiento a medias de un individuo encadenado de pies manos, que lo había hecho literalmente cruzado de brazos, impasible, sentado, como máxima autoridad presente, como también lo habría sido en casi cualquier otro sitio en el que hubiera estado. Ya lo había dicho Tupra, aquellos vídeos no eran para que los viese cualquiera (un periodista se habría puesto a dar saltos). Y si los atesoraban como oro en paño era porque en todos ellos estaba fijado —reperible indefinidamente— alguien famoso, o poderoso, o adinerado, o con prestigio o con influencia. A las terceras de cambio yo ya lo había olvidado y había atendido tan sólo a la acción principal, cómo no iba a hacerlo. Quizá para Tupra, en cambio, lo único que contaba era el fondo oscuro, o su instante iluminado. Claro que él ya había visto antes la escena, no lo pillaba por sorpresa. Su actitud me confirmó, en todo caso, que no tenía en mucho la muerte posible y que tampoco era un sádico. Por lo menos no disfrutaba con el sufrimiento ajeno, aquellos amagos de ahorcamiento le traían sin cuidado, o eran sólo el necesario marco de lo que le interesaba.

—Sí, lo veo ahora —dije—. Pero, ¿por qué guardas esto? Él es americano, es aliado, es de los vuestros. —Y en seguida me percaté de que no había dicho 'de los nuestros', como acaso le habría parecido lógico a Tupra y lo habría sido a aquellas alturas, pensé que me había adentrado en un terreno fangoso sin apenas darme cuenta. Sí, estaba dentro y sabía, estaba de hecho en un bando, pese a no sentirme yo en ninguno. Y, lo que era aún más inesperado y habría resultado impensable un año antes o medio: había visto lo que estaba vedado a casi todos los demás ojos del mundo, o todavía no había acabado de verlo.

—Ya. Y qué importa. Nunca se sabe. —Bebió de su copa, a mí no me apetecía ya mucho la mía. Sacó y encendió un Rameses II. Sólo me ofreció después, con su cigarrillo ya humeante, y eso se lo cogí, tabaco—. Ni siquiera se sabe quién es de los nuestros, ni si lo será mañana, en eso más vale ni pararse. Tampoco lo sé yo de ti ni tú de mí. Sigamos.

Y continuó la sesión, la inyección de veneno, mientras su voz a mi lado, ligeramente a mi espalda, sonaba de tanto en tanto para hacer algún breve apunte o comentario, casi como cuando en las antiguas sesiones de fotos, con proyector y pantalla, tras un viaje infrecuente entonces —por ejemplo en mi infancia—, los viajeros, los que las enseñaban a los parientes o a las amistades, situaban cada diapositiva en su contexto y les explicaban: 'Aquí estamos arriba del todo en el Empire State, el rascacielos más alto del mundo', cuando todavía lo era; 'fijaos qué vértigo'. Y qué vértigo, sí, qué vértigo el que yo fui sintiendo a cada nueva escena. Algunas eran inocuas, más gente pillada en actos sexuales normales, pero que si se hacen públicos o son presenciados se transforman extrañamente en anómalos, sobre todo si los llevan a cabo personajes célebres, o muy serios, o de cierta edad, o respetables, siempre hay algo de afanoso y ridículo en el sexo objetivado, no se comprende cómo ahora hay tantas personas que se filman en ello por gusto, para recrearse luego en el parcial bochorno. También individuos ofreciendo y aceptando sobornos, alguno en metálico, alguno de rostro por mí conocido, alguno español o más bien española, qué rubia hipócrita, pero todas estas cosas Tupra las aceleraba y sólo volvía a la velocidad real cuando la escena era violenta e insólita. Insólita para mí, se entiende; no para él, desde luego; quién sabía si para Pérez Nuix y Mulryan y Rendel, era posible que ellos nunca hubieran visto imágenes como aquellas o que estuvieran al cabo de la calle y se conocieran al dedillo estas mismas; quién sabía si para Wheeler, o quizá él había contemplado equivalentes de sobra a lo largo de su vida joven, y no en pantalla. Pero yo no, yo nunca había visto una ejecución más que en las películas, o últimamente en las televisiones, que aunque den noticias resultan ya tan ficticias como el propio cine, tres hombres y una mujer a la orilla de un mar, esperando quietos de pie con las manos libres, estaban perdidos y para qué iban a atárselas, una luz de madrugada, me acordé al instante de ese cuadro apaisado que está en Madrid, Gisbert el pintor o me acudió ese nombre, el fusilamiento de Torrijos y sus compañeros liberales en Málaga, se veía arena y se veían olas, quizá algo de paisaje al fondo y nutrido el grupo de los condenados, y al buscarlo en Internet más tarde, ya de mañana, comprobé que eran dieciséis si se incluía a la mujer y al niño que uno de ellos tenía abrazados, pero seguramente esa familia se despedía tan sólo de su premuerto y no iba a correr la misma suerte que el marido y padre, en todo caso eran catorce y cuatro más en el suelo ya abatidos, con los ojos vendados y junto a una chistera que acaso un cadáver había conservado tenazmente puesta hasta el momento de empezar a serlo, irían por tandas al no dar abasto, allí cayeron cincuenta y tantos en 1831 ('Muy de noche lo mataron con toda su compañía', me acordé del romance del buen Lorca, cité para mis adentros), los seis mejor vestidos agrupados a la derecha, la tropa junta a la izquierda y el del gorro frigio despreciativo y sobrado (hasta en la muerte compartida hay clases), aún más que el de los lentes en el núcleo de los señores, Torrijos sería el rubio ('el general noble, de la frente limpia'), o no, sería el de las botas cortas que cogía de las manos a dos de sus camaradas ('Caballero entre los duques, corazón de plata fina'), traicionado al volver al país por el Gobernador de Málaga ('Lo atrajeron con engaños que él creyó, por su desdicha'), también había estado en Inglaterra huido durante varios años, regresar a España es peligroso siempre, donde de hoy a mañana tanto cambian los rostros, aunque se haya sido un héroe de la Guerra Peninsular o de la Independencia ('El Vizconde de La Barthe, que mandaba las milicias, debió cortarse la mano antes de tal villanía'), y allí estaban los frailes que jamás han faltado en nuestros acontecimientos sombríos (y si no eran curas y si no fueron monjas), uno leyendo o rezando y dos tapando miradas, los tres agoreros, el pelotón de ejecución más atrás, a la espera y difuminado ('Grandes nubes se levantan sobre la sierra de Mujas'), es posible que el que lo comandaba dejara caer el pañuelo blanco que sujeta en su mano izquierda, quizá desde la punta del sable, a la vez que gritaba '¡Fuego!' ('Entre el ruido de las olas sonó la fusilería, y muerto quedó en la arena, sangrando por tres heridas... La muerte, con ser la muerte, no deshojó su sonrisa'); y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más de un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o 'Mancini': Duque de Sevilla su inoportuno título, el de quien sembró de cadáveres las orillas y el agua y los cuarteles y cárceles y los hoteles y las tapias, unos cuatro mil, se dijo, y aunque no fueran tantos; y enfrente de los ajusticiables dos tipos con metralletas o con armas que se les asemejaban, no entiendo yo de eso, dos tipos encorbatados y repeinados, seguro que llevaban peine en el bolsillo como yo, como meridionales, y al decir
'Dai' uno
de ellos, ambos lanzaron interminables ráfagas, dispararon y dispararon derrochando balas como si debieran gastarlas, mientras se derrumbaban los cuerpos y también una vez caídos, la mujer y un hombre boca arriba y los otros dos de lado, se acercaron más, siguieron, buscaron la verticalidad de las armas, la arena daba saltos y parecía que los dieran la carne y las ropas modestas de los ya muertos muertísimos, sangrando por veinte heridas, a cada gratuito impacto. 'Esto es un ajuste de cuentas en alguna playa escondida del Golfo de Taranto, seguramente no lejos de Crotone, en Calabria, hace ya unos cuantos años', murmuraba Reresby acentuando bien el nombre esdrújulo, 'Taranto', y hablaba desde tan adentro que era como si la voz surgiera de un yelmo. 'Es interesante. Uno de los verdugos ha hecho carrera, primero en la construcción, luego en política, y ahora tiene un cargo bueno en el actual Gobierno. El otro ya no vive, en cambio, se lo cargaron en seguida, en la represalia por esto. Útil ahora, ¿no?, este vídeo.' Y en la pregunta se le notaba una especie de orgullo de coleccionista, tal vez tenía motivos para sentirlo.

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