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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (31 page)

BOOK: Tuareg
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—¿Por qué los matan?

—Política —replicó con gesto de hastío—. En esta maldita ciudad todo es política. En especial desde que Abdul-el-Kebir anda suelto. ¡Se va a armar una! —exclamó, y luego indicó con la mano una callejuela lateral hacia la que se encaminó cruzando la calzada principal—. ¡Ven! —señaló—. Es por aquí.

Pero Gacel negó con la cabeza, y señaló hacia la parte baja de la avenida.

—No —dijo—. Voy al Ministerio.

—¿Al Ministerio? —se asombró el otro—. ¿A estas horas? ¿Para qué?

—Tengo que ver al ministro.

—Pero él no vive ahí. Sólo trabaja. De día.

—Le esperaré.

—¿Sin dormir?

El ferroviario fue a decir algo, pero de pronto observó detenidamente a Gacel, reparó en el largo bulto del rollo de alfombras, que apretaba contra su cuerpo, advirtió la decisión en sus oscuros ojos, más allá de la rendija que marcaban el turbante y el velo, y se sintió repentinamente incómodo sin saber exactamente a qué atribuirlo.

—¡Es tarde! —dijo de pronto, asaltado por una súbita ansiedad—. Es muy tarde y mañana tengo que trabajar.

Cruzó la calle a toda prisa, aun a riesgo de que un pesado camión de basura lo atropellase y desapareció en las sombras de la calleja tras volver repetidamente el rostro para comprobar que el targuí no le seguía.

Este ni se inmutó siquiera. Aguardó a que el camión y su pestilencia se perdieran de vista, y continuó solo por la ancha avenida pobremente iluminada, con su alta figura y sus ropajes al viento, absurdo y anacrónico frente a aquel paisaje de pesados edificios, oscuras ventanas y cerrados portones, dueño absoluto de la ciudad dormida que tan sólo un perro vagabundo parecía pretender disputarle.

Más tarde pasó un coche amarillo, y luego una mujer le chistó desde el quicio de un portal.

Se aproximó respetuoso y le desconcertó su escote y la rajada falda que enseña una pierna, pero más se desconcertó ella cuando la luz de un farol le permitió distinguirlo con absoluta claridad.

—¿Qué quieres? —inquirió con cierta timidez.

—No, nada —se disculpó la prostituta—. Te confundí con un amigo.

¡Buenas noches!

—¡Buenas noches!

Continuó su camino y dos calles más abajo un sordo rumor que iba ganando en intensidad a medida que avanzaba llamó su atención, ya que se trataba de un ruido monótono y constante que no alcanzaba a reconocer, pero que recordaba el rítmico golpear de una gigantesca piedra contra un suelo de tierra apisonada.

Cruzó un amplio paseo en el que parecía concluir la ciudad, y cuando atravesó la línea de altas farolas que se elevaban al borde mismo de la arena, pudo distinguir a su luz la ancha playa, al fondo de la cual reventaban con furia enormes olas que alzaban a la noche blancos penachos de espuma.

Se detuvo estupefacto. De la negrura nacía de pronto una monstruosa masa de agua como nunca pudiera imaginar que existiera en este mundo, se rizaba en su cresta, ganaba altura, y se precipitaba contra el suelo provocando el sordo estruendo y retirándose con un susurro para reiniciar el ataque con renovados bríos.

¡El mar!

Comprendió que allí estaba el portentoso mar del que tanto hablaba Suílem y al que se referían con respeto los más aventurados viajeros que pasaron alguna noche en su "jaima", y cuando una larga ola, más osada, avanzó impetuosa por la arena a punto casi de empapar sus sandalias y lamer el borde de su "gandurah", fue tal el espanto que se apoderó de su ánimo, que no supo siquiera dar un salto atrás para escapar corriendo.

El mar del que nacieron un día sus antepasados "garamantes"; el mar que bañaba las costas senegalesas y al que iba a morir el gran río que delimitaba el desierto por el Sur; el mar donde concluían las arenas y todo universo conocido, más allá del cual tan sólo habitaban los franceses.

El mar que jamás soñó conocer algún día, tan lejano para él como la más lejana de las estrellas de la última galaxia, frontera infranqueable que el propio Creador había impuesto a los "Hijos del Viento", eternos vagabundos de todas las tierras y todos los arenales.

Había llegado al término de su camino y lo sabía. Aquel mar era el confín del universo y el estruendo de su furia la voz de Alá que le llamaba advirtiendo que había ido más allá de sus fuerzas y más allá de lo que El permitía a los "imohag" de la llanura, y se aproximaba el momento de rendir cuentas por la magnitud de su insolencia.

"Morirás lejos de tu mundo", había predicho la vieja Khaltoum, y no acertaba a imaginar nada más ajeno a su mundo que la rugiente barrera de espuma blanca que se alzaba furiosa ante sus ojos, al otro lado de la cual tan sólo alcanzaba a distinguir la profundidad de la noche.

Tomó asiento en la arena seca fuera del alcance del oleaje y permaneció allí, muy quieto, recordando su vida y pensando en su esposa, sus hijos y su paraíso perdido, dejando que las horas siguieran su camino a la espera de la primera claridad del alba, una luz glauca e imprecisa que comenzó a extenderse por el cielo para permitirle admirar la inmensidad de la extensión de agua que se abría ante él.

Si imaginó que la nieve, la ciudad y las olas habían agotado para siempre su capacidad de asombro, el espectáculo que el amanecer descubrió ante sus ojos le sacó nuevamente de su error, ya que el gris plomizo y metálico de un mar encrespado y amenazador tuvieron la virtud de hipnotizarle, sumiéndole en un profundo trance que le mantuvo inmóvil y absorto, como una estatua inanimada.

Luego, el primer rayo de sol descompuso el gris en un azul luminoso y un verde opaco, con lo que el blanco de la espuma pareció ganar intensidad, contrastando con el negro amenazante de una nube de tormenta que se aproximaba por poniente, y fue un estallido de formas y luces como no hubiera concebido jamás por mucho que se lo propusiera, y hubiera permanecido allí clavado durante horas, si un insistente rumor de vehículos, a sus espaldas, no le hubiera sacado de su abstracción.

La ciudad despertaba.

Lo que en la noche no eran más que altos muros de cerradas ventanas y confusas manchas oscuras de vegetación, con el día se transformaba en un derroche de color, donde el rojo violento de los autobuses contrastaba con el blanco de las fachadas, el amarillo de los taxis, el verde de los copudos árboles y la mezcolanza anárquica de los chillones carteles que cubrían por miles las paredes.

Y la gente.

Podría creerse que todos los habitantes de la Tierra se habían dado cita aquella mañana en el ancho paseo marítimo, entrando y saliendo de altos edificios, tropezando y evitándose, yendo y viniendo en una especie de danza del absurdo en la que de pronto todos se detenían al borde de una acera, para lanzarse luego de improviso, al unísono, sobre la amplia calzada en la que autobuses, taxis y cientos de vehículos de distintas formas se habían detenido bruscamente, como si los frenara una mano invisible y poderosa.

Luego, al cabo de un rato de observarlos, Gacel llegó a la conclusión de que esa mano pertenecía a un hombre regordete y apopléjico que se agitaba continuamente alzando y bajando los brazos, como si la estupidez y la locura se hubieran apoderado de él, haciendo sonar un largo silbato con tanta insistencia y furia, que los transeúntes se detenían como si su sonido proviniese de la misma boca del Altísimo.

Era un hombre importante aquél, no cabía duda, pese a su rostro enrojecido y las manchas de sudor de su uniforme, pues hasta los más pesados camiones se detenían cuando alzaba la mano y tan sólo cuando él concedía de nuevo su permiso, se atrevían a reanudar la marcha.

Y justamente a sus espaldas, alto, macizo y recargado, protegido por una gruesa verja y un pequeño jardín de mustios árboles, se alzaba el edificio gris de toldos blancos que el ferroviario le indicara.

Allí vivía, o por lo menos allí trabajaba, el ministro del Interior, Alí Madani; el hombre que se había apoderado de su mujer y de sus hijos.

Tomó una decisión, recogió sus pertenencias, cruzó la calle con gesto decidido y se aproximó al gordo apopléjico, que le dirigió una larga mirada de asombro sin dejar por ello de agitar las manos y hacer sonar su silbato.

Se detuvo frente a él:

—¿Vive ahí el ministro Madani? —inquirió con voz grave y profunda que impresionó al guardia tanto o más que su extraña apariencia, sus vestidos y su rostro cubierto hasta los ojos por un velo.

—¿Cómo dices?

—Que si vive o trabaja ahí el ministro Madani.

—Sí. Ahí tiene su despacho, y dentro de cinco minutos, a las ocho en punto, llegará. ¡Y ahora vete!

Gacel asintió en silencio, cruzó de nuevo la calle seguido por el desconcierto del guardia que había perdido, momentáneamente, su ritmo de trabajo, y se detuvo al borde de la playa, aguardando.

Exactamente cinco minutos después, se escuchó el aullar de una sirena, hicieron su aparición dos motoristas a los que seguía un largo y pesado automóvil negro, y toda la circulación de la avenida se interrumpió en el acto, para que la comitiva avanzase sin obstáculos y penetrara, majestuosa, en el pequeño jardín del edificio gris.

Desde lejos, Gacel pudo distinguir la alta silueta de un hombre elegante y altivo que descendía entre inclinaciones ceremoniosas de porteros y funcionarios, y subía, sin prisas, los cinco peldaños de mármol de la amplia entrada, a cuyos costados dos soldados armados de metralletas montaban guardia.

En cuanto Madani desapareció, Gacel cruzó de nuevo la calle ante el manifiesto nerviosismo del guardia, que no había cesado de observarle de reojo:

—¿Era ése el ministro? —quiso saber.

—Sí. Ese era. ¡Y te he dicho que te vayas! ¡Déjame en paz!

—¡No! —el tono del targuí era seco, decidido y amenazante—. Quiero que le digas algo de mi parte: si pasado mañana, no ha dejado en libertad a mi familia, aquí mismo, en el punto en que te encuentras, mataré al Presidente.

El gordo le miró absolutamente asombrado. Tardó en reaccionar y al fin balbuceó estúpidamente:

—¿Qué has dicho? ¿Que matarás al Presidente?

—Exacto —asintió, y señaló con el dedo hacia el interior del edificio—. ¡Díselo así! Yo, Gacel Sayah, que liberé a Abdul-el-Kebir y he matado ya a dieciocho soldados, mataré al Presidente, si no me devuelven a mi familia. ¡Recuérdalo! ¡Pasado mañana!

Dio media vuelta y se alejó abriéndose paso entre los autobuses y camiones que se habían detenido, y que hacían sonar insistentemente sus bocinas porque el encargado de dirigir el tráfico parecía haberse convertido en estatua de sal contemplando con ojos de vaca muerta el punto por el que un beduino de alta estatura desaparecía tragado por la multitud.

Durante los diez minutos que siguieron, el guardia se esforzó por recuperar el control de sus nervios y reorganizar a duras penas la fluidez de la circulación, tratando de convencerse a sí mismo de que nada de lo ocurrido tenía sentido, y se trataba de una estúpida broma o una simple alucinación producida por el exceso de trabajo.

Pero había algo en la seguridad de las palabras de aquel loco que le mantenía inquieto, al igual que le inquietaba el hecho de que hubiera mencionado a Abdul-el-Kebir y su libertad, cuando era público ya que el ex presidente había conseguido escapar y se encontraba en París, desde donde lanzaba constantes llamamientos para la reorganización de sus partidarios.

Media hora después, incapaz de concentrar la atención en su trabajo y consciente de que estaba a punto de provocar un colapso circulatorio o un grave accidente, abandonó su puesto, cruzó el paseo y el pequeño jardín del Ministerio y penetró, casi temblando, en la amplia recepción de altas columnatas de mármol blanco.

—Quiero hablar con el jefe de Seguridad —pidió al primer bedel que se cruzó en su camino.

A los quince minutos, el propio ministro Alí Madani le observaba atentamente con gesto preocupado y el entrecejo cómicamente fruncido desde el otro lado de una bellísima y casi etérea mesa de caoba lacada.

—¿Alto, delgado y con el rostro cubierto por un velo? —repitió queriendo cerciorarse de que el otro no se equivocaba—. ¿Está seguro?

—Completamente, Excelencia. Un targuí auténtico, de esos que únicamente se ven ya en las postales. Hace unos años aún pululaban por la casba y el zoco, pero desde que se les prohibió usar el velo no había vuelto a ver ninguno.

—Es él, no cabe duda —admitió el ministro que había encendido un largo cigarrillo turco emboquillado y parecía absorto en sus propias ideas—. Repítame, lo más exactamente posible, lo que le dijo —pidió luego.

—Que si no le devuelven pasado mañana a su familia, dejándola libre, en la esquina, matará al Presidente.

—Está loco.

—Eso es lo que me dije yo, Excelencia. Pero a veces esos locos son peligrosos.

Alí Madani se volvió al coronel Turki, que cumplía la función de director general de Seguridad del Estado, y al que podía considerar como su auténtica mano derecha, y cruzó con él una mirada de profundo desconcierto.

—¿A qué demonios de familia se refiere? —inquirió—. Que yo sepa, ni siquiera hemos tocado a su familia.

—Tal vez no se trate del mismo individuo.

—¡Vamos, Turki! No hay muchos tuareg en este mundo que puedan saber lo de Abdul-el-Kebir y la muerte de esos soldados. Tiene que ser él. —Se volvió al guardia e hizo un gesto con la mano pidiéndole que se retirase—. Puede marcharse —señaló—. Pero ni una palabra de esto a nadie.

—¡Descuide, Excelencia! —contestó nervioso—. En cuestiones de secretos del servicio, soy una tumba.

—Más le vale —fue la seca respuesta—. Si cumple lo que dice, le propondré para un ascenso. En caso contrario, me encargaré de usted personalmente. ¿Está claro?

—Desde luego, Excelencia. Desde luego.

Cuando hubo abandonado la estancia, el ministro Madani se puso en pie, se aproximó al amplio ventanal y apartó los visillos deteniéndose a contemplar largamente el mar sobre el que descargaba a lo lejos una negra nube provocando un hermoso efecto de luces y sombras.

—De modo que ha llegado hasta aquí —comentó en voz alta, para que el otro le oyera, pero hablando en realidad para sí mismo—. Ese maldito targuí no se da por contento con el millón de problemas que nos ha causado, y ha sido capaz de presentarse ante nuestra propia puerta, a provocarnos. ¡Es inaudito! ¡Ridículo e inaudito!

—Me gustaría conocerle.

—¡Rayos! Y a mí —exclamó convencido—. Un tipo con tales cojones no se encuentra a menudo. —Aplastó el cigarrillo contra el cristal de la ventana—. ¿Pero qué diablos busca? —inquirió súbitamente malhumorado—. ¿Qué historia es ésa de su familia?

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