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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (7 page)

BOOK: Tuareg
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Únicamente la vivienda del capitán contaba con contraventanas que impedían ver lo que ocurría en su interior, y antes de que cerrara por completo la noche acudió un centinela que montó guardia, rígido y con el arma a punto, a menos de veinte metros de la puerta.

Media hora después, esa puerta se abrió y en ella se recortó una figura alta y recia. Gacel no tuvo necesidad de distinguir las estrellas de su uniforme para reconocer al hombre que matara a su huésped. Lo vio permanecer quieto unos momentos, respirando a pleno pulmón el aire de la noche, y encender un cigarrillo. La luz de la cerilla trajo a su memoria cada uno de sus rasgos y el brillo acerado y despectivo de sus ojos cuando aseguró que él era la ley. Se sintió tentado de montar su arma y acabar con él de un solo tiro. A tan corta distancia, claramente recortado contra la luz interior, se sentía capaz de meterle una bala en la cabeza apagando a la vez el cigarrillo en su boca, pero no lo hizo. Se limitó a observarle a menos de cien metros de distancia complaciéndose en imaginar qué pensaría aquel hombre, de averiguar que el targuí al que había ofendido y despreciado estaba sentado allí, frente a él, apoyado en una palmera y junto a los rescoldos de una hoguera, meditando en la conveniencia de matarle en ese momento o dejarlo para más adelante.

Para todos aquellos hombres de la ciudad transplantados al desierto, al que nunca aprenderían a amar, y al que en realidad odiaban anhelando escapar de él a cualquier precio, ellos, los tuareg, no constituían más que una parte del paisaje, tan incapaces de distinguir a uno de otro, como incapaces serían de diferenciar dos largas dunas "sifs" de cresta de sable aunque estuvieran separadas entre sí por más de medio día de marcha.

No tenían noción del tiempo, ni del espacio, ni de los olores y colores del desierto, y del mismo modo, no tenían noción de lo que separaba a un guerrero del "Pueblo del Velo", de un "imohag" del "Pueblo de la Espada", a un "inmouchar" de un siervo, o a una auténtica mujer targuí, libre y fuerte, de una pobre beduina esclava de un harén.

Hubiera podido aproximarse a él, hablarle durante media hora de la noche y las estrellas, de los vientos y las gacelas, y no hubiera reconocido en "aquel maldito desharrapado maloliente", al que había tratado de enfrentársele cinco días antes. Durante años los franceses habían intentado en vano que los tuareg se descubrieran el rostro.

Al fin, convencidos de que éstos nunca abandonarían el velo, debieron llegar a la conclusión de que jamás distinguirían por la voz o los gestos a uno de otro, y abandonaron por completo la esperanza de diferenciarlos.

Ni Malik, ni el oficial, ni todos aquellos soldados que paleaban arena eran franceses, pero se les semejaban por su ignorancia y su desprecio hacia el desierto y sus habitantes.

Cuando el capitán concluyó su cigarrillo, lanzó la colilla a la arena, saludó con desgana al centinela, y cerró la puerta, de la que se pudo escuchar el sonoro correr del pesado cerrojo. Las luces se fueron apagando una tras otra, y el campamento y el oasis quedaron en silencio; un silencio roto únicamente por el susurro de los penachos de las palmeras agitadas por la suave brisa, y el lejano aullido de un chacal hambriento.

Gacel se envolvió en su manta, apoyó la cabeza contra la silla de montar, lanzó una última ojeada a los barracones y a la fila de vehículos aparcados bajo un tosco garaje y se quedó dormido.

El amanecer le sorprendió en lo alto de la más cargada de las palmeras, lanzando al suelo pesados racimos de dátiles maduros. Llenó un saco con ellos; llenó igualmente de agua sus "gerbas", y ensilló al mehari, que protestó ruidosamente, deseoso de quedarse más tiempo a la sombra, cerca del pozo.

Los soldados habían comenzado a hacer su aparición orinando contra las dunas o lavándose la cara en el abrevadero del mayor de los pozos, y el sargento Malik-el-Haideri abandonó también su alojamiento, y se aproximó con su paso rápido y seguro.

—¿Te vas? —,inquirió, aunque la pregunta resultaba a todas luces inútil—. Creí que te quedarías a descansar un par de días.

—No estoy cansado.

—Ya lo veo. Y lo siento. Agrada a veces hablar con un extraño, Esta escoria no piensa más que en robar o en mujeres.

Gacel no respondió, afanado en afianzar los bultos para que los vaivenes del camello, no los arrojaran al suelo a los quinientos metros, y Malik le echó una mano desde el otro lado de la bestia, al tiempo que preguntaba:

—¿Si el capitán me diera permiso, me llevarías contigo a buscar "La Gran Caravana"?

El targuí negó con un gesto:

—La "tierra vacía" no es lugar para ti. Únicamente los "imohag" podemos adentrarnos en ella.

—Yo aportaría tres camellos. Podríamos llevar más agua y provisiones.

En esa caravana hay dinero de sobra para todos. Le daría una parte al capitán, con otra compraría mi traslado, y aún me quedaría para pasar el resto de mi vida. ¡Llévame contigo! —No.

El sargento mayor Malik no insistió, pero recorrió con la vista, lentamente, las palmeras, los barracones y las dunas de arena que lo cerraban todo por los cuatro costados, convirtiendo el puesto en una prisión en la que los barrotes habían sido sustituidos por altas dunas que amenazaban con enterrarlos de una vez para siempre.

—¡Once años más aquí! —murmuró luego como para sí—. Si logro sobrevivir, seré un anciano, y me han negado incluso el derecho al Retiro y la Pensión. ¿Adónde iré? —Se volvió de nuevo al targuí—. ¿No sería mejor morir dignamente en el desierto, con la esperanza de que un golpe de suerte pudiera cambiarlo todo?

—Tal vez.

—Es lo que vas a intentar, ¿no es cierto? Prefieres arriesgarte que malvivir acarreando ladrillos.

—Yo soy targuí. Tú no.

—¡Oh, vete al infierno con tu maldito orgullo de raza! —protestó malhumorado—. ¿Te crees mejor porque te acostumbraron desde niño a soportar el calor y la sed? Yo he tenido que soportar a esos hijos de puta, y te aseguro que no sé qué es peor. ¡Vete! Cuando quiera buscar "La Gran Caravana" lo haré yo solo. No te necesito.

Gacel sonrió levemente bajo el velo sin que el otro pudiera advertirlo, obligó a ponerse en pie a su camello, y se alejó despacio, conduciéndole del ronzal.

El sargento Malik-el-Haideri le siguió con la vista hasta que desapareció por entre el dédalo de pasadizos que dejaban entre sí las dunas, al sur de la pista de los vehículos, y regresó luego, pensativo, hacia el mayor de los barracones.

9

El capitán Kaleb-el-Fasi dormía siempre hasta que el sol comenzaba a recalentar el techo de su cabaña, lo cual venía a ocurrir sobre las nueve de la mañana pese a que la había mandado levantar en el punto más tupido del palmeral, tan a la sombra, que a menudo le despertaba sobresaltado el golpear de los dátiles sobre las planchas metálicas.

A esa hora rezaba sus oraciones a dos metros de la puerta y se zambullía en el abrevadero del pozo grande, donde el sargento Malik, acudía a darle el parte de las incidencias, aunque, en realidad, escasas eran las incidencias que se presentaban.

Aquella mañana, sin embargo, su subordinado parecía deseoso de hablar, animado por un entusiasmo poco acostumbrado en él.

—Ese targuí va en busca de "La Gran Caravana" —dijo.

Le observó unos instantes, aguardando a que dijera algo más, y al no ocurrir así, inquirió interrogativa mente:

—¿Y?

—Le pedí que me llevara, pero no quiso.

—No está tan loco entonces como podría pensarse. ¿Desde cuándo te interesa "La Gran Caravana"?

—Desde que oí hablar de ella. Dicen que llevaba mercancías por un valor de más de diez millones de francos de aquel tiempo. Hoy ese marfil y esas joyas valdrían el triple.

—Son muchos los que han muerto persiguiendo ese sueño.

—Aventureros todos, que no se plantearon la expedición de una forma científica con los medios apropiados y apoyo logístico.

El capitán Kaleb-el-Fasi le dirigió una larga mirada que pretendía ser severa y de reconvención:

—¿Estás insinuando que emplee material y hombres del Ejército en la búsqueda de esa caravana? —inquirió con fingida sorpresa.

—¿Por qué no? —fue la sincera respuesta—. Constantemente nos envían a realizar expediciones sin sentido a la búsqueda de nuevos pozos, piedras sin valor, o recuento de tribus. Una vez, los ingenieros nos tuvieron seis meses dando vueltas tratando de encontrar petróleo.

—Y lo encontraron.

—Sí, pero... ¿qué nos aportó a nosotros? Cansancio, molestias, malestar de la tropa y tres hombres que volaron en pedazos en un jeep cargado de dinamita.

—Eran órdenes superiores.

—Lo sé. Pero usted tiene autoridad suficiente como para enviarme a una misión cualquiera; por ejemplo, ejercicios de supervivencia en las "tierras vacías". ¡Imagínese que regresáramos con una fortuna! La mitad para el Ejército; la mitad para nosotros y la tropa. ¿No cree que, bien distribuida, ablandaría a algunos generales?

Su superior no respondió de momento. Hundió la cabeza en el agua y permaneció así unos instantes, quizá reflexionando. Cuando emergió de nuevo, señaló sin mirarle:

—Podría "enchironarte" por lo que estás proponiendo.

—¿Y qué sacaría con eso? En el fondo, ¿qué más da estar en el calabozo que aquí fuera? Algo más de calor, eso es todo. Menos que en la "tierra vacía", desde luego.

—¿Tan desesperado estás?

—Igual que usted. Si no hacemos algo, nunca saldremos de aquí, y lo sabe. Cualquier día otro de esos hijos de puta agarrará el "kafard" y se liará a tiros con nosotros.

—Hasta ahora hemos sabido dominarlos.

—Con mucha suerte —admitió el hombrecillo—. Pero, ¿hasta cuándo nos durará la suerte? Pronto nos haremos viejos, perderemos energía y nos devorarán.

El capitán Kaleb-el-Fasi, Comandante en Jefe del perdido puesto militar de Adoras, el "Culo del Diablo", como denominaban al lugar en el Ejército, echó hacia atrás la cabeza y contempló largamente las palmeras, a las que ni un soplo de viento acertaba a agitar, y el cielo de un azul casi blanco, que hería los ojos tan sólo de mirarlo.

Pensó en su familia; en su mujer que había pedido y obtenido el divorcio a raíz de su condena; en sus hijos, que no le habían escrito jamás; en sus amigos y compañeros, que habían borrado su nombre de sus memorias pese a que durante años le alabaron por su esplendidez, y en aquella cuadrilla de ladrones, asesinos y drogadictos que le odiaban a muerte, y que al menor descuido le clavarían una bayoneta en la espalda o le colocarían una bomba de mano bajo el catre.

—¿Qué necesitarías? —inquirió sin volverse, procurando que su voz no delatase compromiso alguno.

—Un camión, un jeep y cinco hombres. Me llevaré también a Mubarrak-ben-Sad, el guía targuí. Y necesitaré camellos.

—¿Cuánto tiempo?

—Cuatro meses. Pero estaríamos en contacto por radio una vez a la semana.

Ahora sí que le miró de frente.

—No puedo obligar a nadie a que te acompañe. Si no volvieras y esto trascendiera, me arrancarían la cabeza.

—Sé quiénes irán de buena gana y sin comentarlo. Los que se quedan no deben saber nada.

El capitán salió lentamente del agua, se enfundó un pantalón corto y ancho, se calzó las "nails" dejando que el aire caliente le secara el agua sobre el cuerpo, y agitó la cabeza incrédulo:

—Creo que estás tan loco como ese targuí —puntualizó—. Pero tal vez tengas razón y sea mejor que continuar aquí esperando la muerte.

—Hizo una pausa—. Tendríamos que encontrar una disculpa lógica para un viaje tan largo. —Sonrió. Por si no regresas.

Malik sonrió satisfecho de su triunfo, aunque desde el primer momento supo que vencería. Desde que el targuí se perdió de vista, muy de mañana, por entre las dunas, se había dedicado a madurar la forma en que iba a exponer su plan, y cuanto más vueltas le daba, más seguro se sentía en que obtendría el permiso.

Echaron a andar juntos hacia el barracón de oficinas, con una leve sonrisa, señaló:

—Ya había pensado en eso. —El otro se detuvo a mirarle—. Esclavos.

—¿Esclavos?

—Ese targuí que se fue esta mañana pudo muy bien haberme comentado que tiene noticias de que las caravanas de esclavos se están adentrando en nuestro territorio. Su tráfico está aumentando de nuevo en proporciones alarmantes.

—Lo sé—. Pero se dirigen al mar Rojo y hacia los países que aún aceptan la esclavitud.

—Es cierto —admitió Malik—. ¿Pero quién nos impide intentar verificar una denuncia, y confesar más tarde que se trataba de una falsa alarma? —Sonrió con ironía—. más bien tendrían que felicitarnos por nuestro celo, y nuestro espíritu de sacrificio.

Penetraron en el barracón de oficinas, que no era más que una amplia estancia con dos mesas, recalentada ya a aquellas horas de la mañana, y el capitán fue a plantarse directamente ante el gran mapa de la zona que ocupaba toda la pared del fondo.

—A veces me pregunto cómo diablos te agarraron para meterte en este agujero siendo tan listo. ¿Dónde piensas buscar?

Malik señaló decidido una inmensa mancha amarilla, en cuyo centro aparecía un espacio completamente en blanco, sin la menor traza de pista, sendero de camellos, pozo, o lugar habitado.

—Aquí, en el centro mismo de Tikdabra. Lógicamente la ruta de la caravana tenía que haber dejado Tikdabra al Norte, evitándolo. Pero si se desviaron, adentrándose en las dunas, tuvieron que encontrarse luego con esta zona de "tierra vacía", demasiado tarde ya para volver atrás.

No les debió quedar entonces más remedio que intentar alcanzar los pozos de Muley-el-Akbar, y no llegaron.

—No es más que una teoría. Igual pueden estar ahí que en otra parte.

—Tal vez. Pero no están en ninguna otra parte —le hizo notar—. Durante años se ha rastreado la región al sur de Tikdabra. Y al Este, y al Oeste. Pero nadie se atrevió nunca con Tikdabra mismo. O, al menos, los que se atrevieron jamás regresaron.

El capitán calculó a ojo:

—Más de quinientos kilómetros de largo por trescientos de ancho de dunas y llanuras. Tendrías más oportunidad de encontrar una pulga blanca en una manada de meharis.

La respuesta fue concisa;

—Tengo once años para buscar.

El capitán tomó asiento en su desvencijada butaca forrada de piel de gacela, buscó un cigarrillo, lo encendió despacio, y estudió detenidamente un mapa que conocía al dedillo, pues ya estaba allí clavado el día que llegó al Puesto. Conocía el desierto y sabía muy bien lo que significaba adentrarse en un "erg" como el de Tikdabra, formado por una ininterrumpida sucesión de altísimas dunas que se prolongaban como un mar de gigantescas olas que parecían proteger, como una trampa de arena movediza en la que hombres y camellos se hundían a veces hasta el pecho, a una inmensa llanura sin horizontes, tan plana como la más plana de las mesas, y en la que el sol reverberaba de continuo dificultando la visión, cortando el aliento, y haciendo hervir la sangre a hombres y bestias.

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