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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (9 page)

BOOK: Tuareg
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El sargento meditó unos instantes:

—¿Quién salió a las letrinas?.

Tres hombres levantaron el brazo.

Uno de ellos protestó:

—Yo no estuve ni dos minutos. Este me vio y yo lo vi a él.

Se volvió al tercero.

—¿Y a ti te vio alguien?

El negro flaco se abrió paso desde el fondo.

—Yo. Fue hasta las dunas y regresó sin desviarse. También vi a esos dos. No dormía y puedo asegurar, sargento, que nadie abandonó el barracón más de tres minutos. El único que estaba fuera era Mulay. —Hizo una pausa y añadió como sin darle importancia—: Y usted, naturalmente.

El sargento mayor se agitó incómodo, por unas décimas de segundo perdió su compostura y advirtió que un sudor frío le recorría la espalda. Se volvió a Mulay que permanecía muy quieto, junto a la puerta y lo fulminó con la mirada.

—Pues si no ha sido ninguno de ellos, yo tampoco, y no hay nadie en cien kilómetros a la redonda, me parece que vas a tener que. —Se interrumpió de improviso, porque una luz se había encendido en su cerebro y lanzó una maldición que era, al mismo tiempo, casi un grito de alegría—:

¡El targuí! ¡Por todos los diablos! ¡El targuí! ¡Cabo! —Diga, mi sargento.

—¿Qué es eso que me contaste sobre un targuí que no quería que entrarais en su campamento? ¿Recuerdas al tipo?

El cabo se encogió de hombros con gesto de duda:

—Todos los tuareg son iguales cuando llevan velo, mi sargento.

—¿Pero podría ser el que acampó aquí ayer?

Fue el negro esquelético el que respondió por él.

—Podía ser, mi sargento. Yo también estaba allí. Era alto, flaco, con una "gandurah" azul, sin mangas, sobre otra blanca, y una pequeña bolsa o un amuleto de cuero rojo, colgando del cuello.

El sargento le detuvo con un gesto, y se diría que un suspiro de alivio se le escapaba desde lo más profundo.

—Es él, no cabe duda —dijo. El muy hijo de perra tuvo los cojones de entrar aquí y degollar al capitán en nuestras propias narices. ¡Cabo! Encierra a Mulay. Si se escapa, te mando fusilar. Luego comunícame con la capital. ¡Alí! —A la orden, mí sargento —dijo el negro.

—Pon a punto todos los vehículos. Máximo abastecimiento de agua, combustible y provisiones. Encontraremos a ese cerdo aunque se esconda en los mismos infiernos.

Media hora después, el Puesto Militar de Adoras bullía de una actividad como no se recordaba desde los tiempos de su fundación, o desde que hacían escala en él las grandes caravanas procedentes del Sur.

11

No se detuvo en toda la noche, conduciendo del ronzal a su montura, iluminado por una tímida luna y millares de estrellas que le permitían distinguir el perfil de las dunas y el sinuoso contorno de los pasos entre ellas: los "gassi", caprichosos caminos que el viento había trazado, pero que de tanto en tanto se interrumpían bruscamente, obligándole entonces a iniciar el penoso ascenso sobre la blanda arena, cayendo, resoplando y tirando del ronzal del mehari que protestaba furiosamente por semejante esfuerzo y tan dura caminata a unas horas en que, por lógica, le correspondía un descanso y un tranquilo pastar por la llanura.

Pero el descanso tan sólo fue de unos minutos cuando alcanzaron al fin el "erg" que se abrió ante ellos, infinito, planicie sin horizonte compuesta por miles de millones de negras piedras cuarteadas por el sol, y una arena muy gruesa, casi grava, que el viento no lograba arrastrar más que cuando soplaba enloquecido con las grandes tormentas.

Gacel sabía que no encontraría ahora en su camino ni un matojo, ni una "grara", ni aun el lecho seco de un viejo río, tan frecuentes cuando se recorría la "hamada" y que tan sólo el hundimiento producido por una salina de bordes encarpados alcanzaría, tal vez, a romper la monotonía de un paisaje en el que un jinete era tan visible como una bandera roja agitada en lo alto de una escoba.

Pero Gacel sabía, también, que ningún camello podía competir con su mehari por semejante terreno, que con sus infinitas rocas puntiagudas y cortantes, de hasta medio metro de altura, constituían, además, un obstáculo casi insalvable para los vehículos mecánicos.

Y, o mucho se equivocaba, o si los soldados salían en su busca, lo harían en jeeps y camiones, pues no eran gentes del desierto, y no estaban acostumbrados a las largas caminatas, ni a bambolearse a lomos de un camello durante jornadas enteras.

El amanecer le sorprendió muy lejos ya de las dunas, que no eran más que una leve y sinuosa línea en el horizonte, y calculó que en esos momentos los soldados se estarían poniendo en movimiento. Tardarían al menos dos horas en recorrer la pista que había abierto en la arena hasta salir a la llanura, muy al este del punto en que ahora se encontraba, y aun suponiendo que uno de los vehículos se encaminara directamente hacia el "erg", no alcanzaría su borde hasta bien entrada la mañana, cuando el sol estuviera muy alto. Eso le concedía un amplio margen de seguridad, por lo que desmontó, encendió el pequeño fuego en el que asó apenas los últimos restos del antílope, que ya comenzaba a apestar, rezó sus oraciones de la mañana, de cara a La Meca, hacia el Este que era de donde debían llegar sus enemigos, y tras cubrir bien de arena los restos del fuego, comió con apetito, asió el ronzal de su montura y reemprendió la marcha cuando el sol empezaba a calentarle la espalda.

Se dirigía al Oeste en línea recta, alejándose de Adoras y de todas sus tierras conocidas; alejándose también de El-Akab que dejaba al Norte, a su derecha, y que había decidido que sería su próximo punto de destino.

Gacel era un targuí, un hombre del desierto para el que el tiempo, las horas, los días, y aun los meses carecían de importancia. Sabía que ElAkab había estado allí, desde cientos de años atrás, y allí seguiría hasta que su recuerdo, y aun el de sus nietos, se hubiese borrado de la faz del desierto. Tiempo tendría de volver sobre sus pasos, cuando los soldados, siempre impacientes, se cansaran de buscarle.

"Ahora están furiosos —se dijo—. Pero dentro de un mes, ni se acordarán de mi existencia".

Cerca ya del mediodía se detuvo obligando al mehari a arrodillarse en una levísima hondonada que rodeó luego con piedras, clavó en el suelo espada y rifle, extendió la manta que le servía de techo proporcionándole la sombra tan necesaria a esa hora, y se acurrucó bajo ella. Un minuto después dormía, y nadie hubiera podido descubrirle a menos de doscientos metros de distancia.

Le despertó el sol dándole en la cara oblicuamente, tumbado casi ya en el horizonte y atisbó entre las rocas, distinguiendo la leve columna de polvo que se alzaba al cielo a espaldas de un vehículo que avanzaba, muy lentamente, al borde de la llanura como si temiera perder la protección de las dunas y adentrarse en la inhóspita inmensidad del "erg".

El sargento mayor Malik detuvo el vehículo, apagó el contacto y recorrió con la vista, sin prisas, la inacabable llanura en la que se diría que una mano de gigante se había entretenido en sembrar negras rocas puntiagudas que amenazaban con hacerle trizas los neumáticos o reventar el cárter al menor descuido.

—Me juego la cabeza a que ese hijo de puta está ahí dentro —comentó mientras encendía, con parsimonia, un cigarrillo. Luego extendió la mano sin mirar y el negro Alí le colocó en ella el auricular del radioteléfono—. ¡Cabo! —llamó—. —¿Me oyes? La voz llegó lejanísima.

—Le oigo, mi sargento. ¿Ha encontrado algo? —Nada. ¿Y tú? —Ni rastro.

—¿Has logrado establecer contacto con Almalarik? —Hace un rato, mi sargento. Tampoco ha visto nada. Le he mandado en busca de Mubarrak. Con suerte puede llegar a su campamento antes de que anochezca. Me llamará a las siete.

—Entendido —replicó—. Llámame cuando hayas hablado con él. Corto y cierro.

Devolvió el auricular, se puso en pie sobre el asiento, tomó los prismáticos y recorrió de nuevo la llanura pedregosa para dejarse caer al fin malhumorado, bajar a tierra, y orinar de espaldas a sus hombres que aprovecharon para imitarle.

—Yo también me adentraría en ese infierno —masculló en voz alta—. Ahí es más rápido y puede avanzar incluso de noche, mientras nosotros nos dejaríamos hasta la última tuerca en el camino. —Se abrochó la bragueta, recogió el cigarrillo que había dejado sobre el capó del jeep y dio una larga chupada—. Si al menos tuviéramos una idea de hacia dónde se dirige.

—Tal vez vuelva a casa —señaló Alí—. Pero está en dirección contraria, hacia el Sudeste.

—¡Casa! —exclamó irónico—. ¿Cuándo has visto que uno de esos malditos "Hijos del Viento" tenga casa? Lo primero que hacen a la menor señal de peligro, es cambiar su campamento y enviar a su familia a cualquier lugar remoto, a mil kilómetros de distancia.

No —negó convencido—. Para ese targuí su casa está ahora en donde está su camello, desde la costa del Atlántico, a la del mar Rojo. Y ésa es su ventaja sobre nosotros: no necesita nada, ni a nadie.

—¿Qué vamos a hacer entonces? Observó al sol que teñía el cielo de rojo y estaba a punto de desaparecer por completo. Movió la cabeza de un lado a otro, pesimista.

—No haremos nada ya —señaló—. Montad el campamento y preparad la cena. Un hombre de guardia siempre, y al que se duerma le pego un tiro ahí mismo. ¿Está claro? No esperó la respuesta. Sacó un mapa de la guantera, lo extendió sobre el motor y comenzó a estudiarlo con detenimiento. Sabía que no podía fiarse de él. Las dunas cambiaban de lugar constantemente, los caminos desaparecían bajo la arena, los pozos se cegaban y sabía también, por propia experiencia, que quienes trazaban tales mapas jamás se adentraban en el "erg", a medirlo exactamente, limitándose a dibujar sus contornos aproximados sin preocuparse mucho de si faltaban o sobraban cien kilómetros.

Y a la hora de la verdad, esos cien kilómetros podían constituir la diferencia entre la vida y la muerte, sobre todo cuando el jeep había roto un eje y había que continuar a pie.

Por un momento estuvo tentado de mandarlo todo al diablo y ordenar el regreso al puesto, pues al fin y al cabo, el capitán Kaleb-el-Fasi se merecía mil veces el fin que había te nido. De no haber conocido al targuí lo hubiera hecho, limitándose a mandar un parte dando por zanjada la cuestión. Pero, personalmente, se sentía burlado y ofendido; utilizado por un desharrapado "Hijo del Viento" que había sabido engañarle, y que se habría estado riendo de él bajo su sucio "litham", mientras le contaba toda aquella absurda historia de "La Gran Caravana" y sus tesoros.

—Le ayudé incluso a afianzar la carga del camello, asegurar el agua y disponerlo todo para un larguísimo viaje, cuando en realidad ya había planeado esconderse tras las primeras dunas y regresar ese mismo día. —Lanzó una nueva mirada a la llanura que comenzaba a convertirse en una mancha gris sin relieves—. Si te cojo —masculló para sí—, juro que te arranco la piel a tiras.

12

Rezó sus oraciones de la tarde, se echó al hombro un saquillo de cuero conteniendo un puñado de dátiles, y se los fue comiendo lentamente mientras iniciaba la marcha, siempre hacia el Oeste, adentrándose en las sombras que se habían adueñado ya de la tierra, sabedor de que aquella noche de caminar sin prisas iba a poner, sin embargo, una distancia insalvable entre él y sus perseguidores.

El camello había bebido hasta saciarse el día antes, no lo había sometido a largas marchas ni a grandes esfuerzos, y se encontraba gordo y fuerte, con la joroba llena y reluciente, lo que indicaba que contaba con reservas suficientes para más de una semana al mismo ritmo. Una bestia como aquélla podía perder tranquilamente más de cien kilos de peso antes de comenzar a resentirse.

Para él, por su parte, acostumbrado a las largas cacerías, aquella huida no era más que un paseo, semejante a otros muchos en busca del rastro de una pieza herida o de un hermoso rebaño fugitivo. Se sentía a gusto allí, a solas en el desierto, porque ésa era la vida que en verdad amaba, y aunque a ratos pensara en su familia, y, por las noches o al calor de la media tarde, le hiciera falta la presencia de Laila, sabía a ciencia cierta que podía prescindir de ellos por todo el tiempo que fuera necesario; el tiempo que le llevara concluir la tarea que se había impuesto: la de vengar la ofensa que le hicieran.

Agradeció más tarde la salida de la Luna que le alumbró el camino, y a medianoche distinguió en la distancia el plateado reflejo de una "sebhka", un gran lago salado que se abría ante él como un mar petrificado del que no alcanzaba a distinguir la otra orilla.

Se desvió hacia el Norte, bordeándolo a cierta distancia, porque en las orillas pantanosas y enfangadas de aquellos lagos, los mosquitos proliferan por miles de millones formando auténticas nubes que, en la caída de la tarde, y los amaneceres, ocultaban el sol y hacían la vida imposible a cualquier hombre o bestia que se aproximara. Gacel había visto a camellos enloquecer de dolor cuando los mosquitos se les metían a puñados en los ojos, y la boca, para salir corriendo desbocados, tirar al suelo su carga o sus jinetes, y perderse de vista para no regresar nunca.

El borde de las "sebhkas" había que afrontarlo, por tanto, a pleno día, cuando el sol estaba alto y abrasaba las alas de los mosquitos que osaban alzar el vuelo, y que permanecían por ello ocultos durante las horas de más calor, como si no existiesen, como si no constituyesen el mayor castigo que Alá podía enviar sobre los ya mil veces castigados habitantes del desierto., Gacel no conocía personalmente aquel lago salado, pero había oído hablar de él a muchos viajeros, y no se diferenciaba gran cosa, salvo quizás en su tamaño, de tantos otros que había encontrado en su vida.

Muchísimos años atrás, cuando el Sáhara era un gran mar y éste se retiró, el agua quedó atrapada en multitud de hoyas semejantes, en las que más tarde se desecó muy lentamente, amontonando en el fondo una capa de sal que, en su centro, alcanzaba a menudo varios metros de espesor. No era raro que, a veces, corrientes subterráneas de aguas salitrosas los alimentaran también cuando llovía, y de ese modo, cerca de las orillas se formaba una zona de arena húmeda y salobre, pastosa, que el sol quemaba hasta convertir en una costra endurecida, como una corteza de pan recién sacado del horno. Esa costra presentaba el peligro de resquebrajarse en cualquier momento lanzando al viajero a una pasta que recordaba a la mantequilla semiderretida que se lo tragaba en pocos minutos, más peligrosa aún que el traidor "fesh-fesh", el suelo arenoso, sin apoyo, en que de improviso hombre y camello desaparecían como si nunca hubieran existido.

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