Última Roma (4 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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—Bien.

Basilisco alarga la mano hacia su famosa copa de estaño. Esa de la que bebe siempre. Humilde, vieja, abollada. Curioso recipiente para un hombre tan acaudalado. Dicen algunos que es una especie de amuleto.

La alcanza al primer intento, sin tanteos de ninguna clase.

Bebe despacio. Se jugaría Mayorio su espada a que esa copa contiene tres partes de agua y una de vino, como mucho. El anfitrión es comedido con los alimentos y la bebida. El visitante le ha oído decir varias veces que la frugalidad ayuda a sumar años.

Devuelve la copa a la mesa. Aunque no ha vertido ni una gota, se seca con parsimonia la gran barba blanca, que en esta ocasión lleva recogida en trenzas gruesas.

—¿Te ha dado Oticiano la información que necesitamos? Otra vez asiente Mayorio, olvidando de nuevo que su interlocutor no puede verlo. Basilisco había pedido al
potente
que averiguase qué fuerzas visigodas podían encontrarse los soldados romanos en su marcha sobre Córduba. Ya sabía que no había gran número de tropas. Pero le interesa conocer cuántas patrullas tienen, cuántos hombres las componen, cuáles son sus itinerarios habituales.

—Según Oticiano, no hay patrullas nocturnas.

—¿No?

—No,
illustris
. Al caer la noche, se encierran en las
mansiones
[5]
que mantienen abiertas a lo largo de los caminos. Sobre todo en la vía Augusta.

—Es raro. No es propio de Leovigildo algo así.

—Campo y noche significan peligro de muerte para los visigodos. Eso me ha dicho Oticiano. Hay bandas armadas en los despoblados y los godos han perdido a muchos hombres en emboscadas y escaramuzas. Por eso ahora se limitan a controlar las calzadas.

—La explicación parece razonable. ¿Te ha dado noticia Oticiano de cuántos soldados tienen en cada una de las
mansiones
?

—Sí. Con números y al detalle. En ese aspecto, no hay queja.

Basilisco se acaricia las trenzas de la barba. Se admira Mayorio de lo mucho que cambia su apariencia gracias al gorro de borlas y a la barba trenzada. Más le vale que sea así. Si alguien reconociese en ese mercader de telas a Flavio Basilisco el ciego, el maestro de espías de la provincia de
Spania
[6]
, no podría este esperar otra cosa que la prisión, el tormento y con casi total certeza una muerte muy poco agradable.

—Por esas palabras tengo que entender que en algo sí debemos de tener motivos de queja.

—En absoluto,
illustris
. Oticiano se ha mostrado cordial. Ha hablado sin reservas. Cuando revises la información que te traigo, comprobarás que ha sido meticuloso a la hora de reunir lo que le hemos pedido.

—Ya. ¿Confías en él?

—Es de mi sangre. Primo mío.

Basilisco, que todavía se está acariciando las trenzas de la barba, sonríe con dureza.

—Tal vez no estaría de más que aprendieses a leer en los labios. Lo digo porque tu respuesta no tiene la menor relación con mi pregunta. Ten cuidado, no sea que te estés quedando sordo, de la misma forma que yo me quedé ciego.

Aguarda un instante. Constata que su interlocutor ha encajado la puya y no va a replicar. Añade entonces:

—Voy a repetirte la pregunta,
comes
Mayorio. ¿Podemos confiar en Oticiano?

—No.

Basilisco busca su copa de estaño con mano tan firme como antes. Es asombrosa la seguridad con la que se desenvuelve en este cuarto que ocupa desde hace solo unos días. En el silencio que ha caído entre ambos, se pregunta Mayorio qué estará pasando por la cabeza del anfitrión. En esa penumbra, con las borlas tapándole medio rostro, resulta inescrutable.

Como tantas otras veces, lo que dice a continuación le pilla a trasmano. Es como si el maestro de espías hubiese leído todo un libro en esa única palabra suya.

—Mayorio. Las cosas no son en Córduba como tú creías. ¿No es verdad?

—Verdad,
illustris
.

Mayorio ha entendido de sobra a qué se refiere el viejo. Le desagradan las labores de espionaje, pero aceptó el encargo para poder pisar de nuevo su ciudad natal. Salió de ella siendo muy pequeño y los recuerdos que guarda de sus calles y campos circundantes son más producto de lo que escuchó de niño que verdaderas memorias. Pero la vuelta a casa no le ha deparado las alegrías que llegó a imaginar.

Ha ido descubriendo con desazón que no todos los
potentes
de Córduba son partidarios tan devotos de la causa romana como lo es su padre. Lo cierto es que ese ardor antiguo que tan bien supo transmitirle no es ni siquiera la norma. Más bien resulta la excepción.

Curiales
urbanos y
domini
rurales juegan por igual a la ambigüedad. Su única causa verdadera es la de la preservación de sus haciendas. Pese a los prejuicios que su padre le inculcó en su niñez, lo cierto es que ahora ha de admitir que los magnates de Córduba no se diferencian gran cosa de los de Híspalis.

—¿Crees que tu primo está dispuesto a traicionarnos?

—No lo sé. Desde luego, no creo en su lealtad al partido romano. Me duele, pero es como lo siento. Y quiero ser sincero contigo, ya que nos jugamos tanto. No sé qué apoyo podemos esperar de él si las cosas se tuercen.

—Eso ya te lo puedo decir yo. Ninguno.

Escucha Basilisco el rumor de tela sobre cuero. Su visitante acaba de removerse en la silla. Imagina que se habrá sentido incómodo al oír hablar así de un pariente cercano. Esboza una de esas sonrisas duras que tan bien conocen los que le tratan.

—Ninguno —insiste—. No he olvidado que estos mismos
optimates
que ahora dicen estar ansiosos de volver al seno imperial son los mismos que hace un año no movieron un dedo cuando los visigodos ocuparon Córduba. Si ahora quieren de nuevo vivir bajo gobierno romano no es por nostalgia ni por lealtad.

»La clave, Mayorio, está en que los campesinos siguen soliviantados. Los rústicos aborrecen a los visigodos. Se han producido ya varias insurrecciones, todas ahogadas en sangre. Pero muchos se han echado al monte. Están en armas, al acecho, como te ha contado tu primo.

»Los terratenientes tienen miedo. Temen que esta situación degenere en una rebelión a la bagauda. Por eso juegan ahora a volver al imperio. Creen que eso aquietará a los revoltosos.

»Pero no son aliados de fiar. No hay entre ellos nadie que sea de corazón del partido romano. Tu padre era la excepción. Tal vez por eso se marchó.

Nota cómo su visitante se remueve de nuevo. Esta vez se cuida muy mucho de sonreír, no sea que se lo tome como una burla.

—Ellos nos utilizan y nosotros les utilizamos a ellos. Y me da la impresión de que algunos de los curiales
[7]
están ya lamentando haberse unido a nuestra pequeña conspiración. Te lo digo a ti, en confianza.

Mayorio suspira desalentado. Algo de eso se estaba también él temiendo. Ha estado captando señales inquietantes durante estas dos últimas semanas. Le ha dado vueltas a todo en la cabeza durante el camino de regreso, y estas palabras de Basilisco son el remate final.

—¿Qué piensas hacer,
illustris
?

—No voy a renunciar. Eso no está en mis planes. No cuando hemos llegado tan lejos. Habrá que precipitar los acontecimientos, antes de que nuestros «amigos» se enfríen todavía más.

—¿Precipitar? ¿Cómo?

—Es mejor que no te dé muchos detalles. No es que no confíe en ti. Pero, aunque el Señor no lo quiera, puede ocurrir que los godos te descubran. O que alguno de los magnates con los que has estado negociando durante estas semanas te delate para congraciarse con ellos. Por eso, cuanto menos sepas mejor. Ni el torturador más hábil puede arrancar a sus víctimas la información que estas no conocen.

—De poco serviría tanta prudencia. Con sus hierros y tenazas, ese torturador del que hablas me obligaría a delatarte.

—Lo sé. Por eso me marcho de aquí dentro de dos días. Enviaré las telas que me quedan por vender a Híspalis, para que mi partida no despierte sospechas. Puede suceder lo que tú dices y no tengo ganas de que el
dux
godo se haga un cinturón con mi pellejo.

—¿Y yo qué he de hacer?

—Ven pasado mañana a esta casa, a primera hora. Pide trabajo aprovechando que mis hombres lo estarán empacando todo para marcharnos. Así Magnesio podrá darte con detalle instrucciones.

Conoce de sobra el
comes
ese tono de voz. El viejo está dando por terminada esa audiencia. Mayorio se incorpora y el anfitrión, al escucharlo, levanta el índice en el aire.

—Antes de abandonar esta casa, recuerda entregar a Magnesio toda la información que has venido a traer. Y que no se le olvide a él pagarte un precio razonable por el servicio de esportillero que acabas de prestar. Hay que cuidar de los disfraces al detalle.

Mapa de Hispania

Ciudad de Córduba,
la noche del equinoccio de otoño

Mayorio corre a través de la noche, por entre las casuchas ribereñas de Secunda. Huye a ciegas, puñal en mano. No sabe si el golpe intramuros ha tenido éxito, aunque intuye que no.

La Puerta del Río no ha llegado a abrirse. Así que esa parte de la conspiración no ha triunfado. Duda incluso que los curiales comprometidos a atacar desde el interior contra la puerta lo hayan intentado siquiera.

Él sí ha cumplido con lo que le tocaba. Ejecutó el plan que le dictó hace unos días el ciego Basilisco por boca de su
domesticus
Magnesio. Mas todo lo que ha logrado es verse corriendo sin resuello para tratar de salvar la vida.

Es la noche del equinoccio de otoño. La fiesta de San Miguel. Celebraron misa en la basílica y hubo desfiles cívicos. En las primeras horas de la noche la ciudad entera palpitaba de luces. Fogatas, lucernas, velas sobre los alféizares y en los pretiles de las azoteas. También al otro lado del puente, en Secunda, es tradición celebrar la noche. Aunque aquí encienden hogueras en la orilla y la gente baila en redor de las llamas, al pie mismo del agua.

El festejo es heredero de una celebración de hortelanos muy antigua que ha ido degenerando con el tiempo. Todos los años por esta fecha se reúne gran número de gente en la orilla. Ahora es un festival de mala fama que concita a borrachos, indigentes y gente dudosa. Bailan, beben sin medida, se pelean, fornican. Cada año, a la mañana siguiente, aparecen cadáveres en los arenales del río y entre las cañas.

Basilisco, que tanto insiste en que la información vale tanto como el oro, conocía esos extremos. Cuando Mayorio, en su papel de mandadero, ayudó a cargar las acémilas para el viaje, Magnesio le entregó un gran pellejo de wapa
[8]
. Uno grande de verdad. Mayorio, hecho a calcular los pesos a fuerza de cargarlos a sus propias espaldas, le calculó no menos de tres congios
[9]
. El isauro también le informó de dónde, cuándo y en qué forma debía usar la bebida.

Es por eso que esta noche ha acudido, con el pellejo de vino a cuestas, a una de las hogueras más grandes en los arenales. A su llegada, los ahí reunidos estaban ya más que alegres. Puede que por eso a nadie le extrañase que aquel joven fuerte, de barbas negras y túnica raída, convidase a beber. Así es la fiesta.

Y Mayorio se ocupó de algo más que de hacer circular bebida de alta graduación. Fue él quien comenzó a entonar una canción insolente, más que ofensiva para los godos, su virilidad y sus madres. Usó con habilidad las malas artes que en su día le enseñó Basilisco para el desempeño de misiones como la de hoy.

Esta noche ha sabido atizar la rabia siempre latente que se alberga en los desfavorecidos.

Lo hizo bien, aunque la situación le resultó extraña. Fue como si, aun estando ahí, lo viera todo desde arriba. Llegó a preguntarse qué diría Basilisco en su lugar.

Por un momento llegó a visualizar al ciego en los arenales, entre la humedad del río, el rugir de las hogueras, el clamor cada vez más rabioso de los borrachos.

Apostaría a que el maldito viejo, con su cinismo habitual, no se habría recatado de apuntar que uno siempre puede confiar en la capacidad de los hombres para engañarse. Que seguro que a esos infelices no les iba mejor cuando Córduba era independiente, ni cuando era parte de la provincia de Spania. Y sin embargo ahí estaban, enardecidos por su propia multitud, el vino barato, el griterío, soliviantados contra unos visigodos a los que culpaban de todas sus miserias.

Sí. De haber estado presente, Basilisco se habría reído a carcajadas. Habría sentenciado que la naturaleza humana es así: proclive a dorar siempre el pasado, no importa cómo fuese en la realidad.

Pero lo cierto es que los rescoldos de la ira estaban ahí, ardientes bajo las cenizas de la miseria. Y Mayorio solo tuvo que atizarlos con el vino y el canto. Después, ellos solos se alzaron a hoguera abrasadora.

La fiesta devino tumulto y una pequeña muchedumbre enardecida acabó por abandonar los arenales del río. Una turba sin cabecillas ni orden, armada de garrotes, puñales, tizones llameantes sacados de los fuegos. Subieron por las cuestas, resueltos a atacar a los visigodos. Y los que más a mano tenían eran justo los que guardaban el acceso al gran puente de Augusto.

Con tanto griterío y tremolar de antorchas improvisadas, no cabía esperar sorprenderlos. Tampoco contaba con ello Basilisco en su plan. Su pretensión era que el tumulto hiciese acudir a más soldados godos en auxilio de sus compañeros. Distraer la atención mientras los burgarios
[10]
de los curiales se apoderaban de la Puerta del Río. Esa sí era la piedra angular de sus planes.

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