Últimas tardes con Teresa (46 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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Al día siguiente (sol y viento, grandes nubes viajeras hacia el sur) decidió hacerse con una motocicleta para ir a la villa y encontrar allí el modo, con un poco de suerte, de ver a Teresa. Por supuesto, no quería resignarse a esperar sus noticias, no debía, no podía. Necesitaba verla. Además, qué locura los relojes, cómo pasan las horas, los días, qué soledad amenazante en esta ciudad que volvía a llenarse rápidamente de catalanes activos y bronceados y peligrosos como automóviles mientras se vaciaba día a día de bellos, risueños y floridos turistas. No, imposible esperar, y atiende a la advertencia (“¡Eh, usted, ¿no mira por dónde anda?!”) del urbano o acabarás bajo las ruedas de un coche, espabila, Manolo, espabila... A las seis de la tarde y después de mucho buscar tuvo que conformarse con una Vespa que vio frente a una torre de aspecto señorial, en el Paseo Maragall, y se libró por pelos de ir a parar a la Comisaría de Horta porque la moto no llevaba candado y él acertó a ponerla en marcha al primer golpe de pedal (o tal vez porque el otro llevaba faldas; le vio correr hacia él por la acera con la sotana por encima de las rodillas y agitando los brazos, marchito y flaco como un esqueleto y con gafas de montura dorada, gritando: “¡Eh, chico, es mi moto, es mi moto!”, y corría bien, pero le perdió la sotana). Naturalmente, Manolo no lo sabía; habría esperado otra oportunidad. De cualquier forma, diez minutos más tarde también tuvo que abandonar la Vespa por rotura del cable del gas. Estaba ya en Badalona. El nerviosismo, la impaciencia y la mala suerte le impidieron encontrar otra motocicleta disponible hasta cerca de las once de la noche (esta vez frente a una fábrica de productos químicos, en un miserable callejón, imposible que de allí saliera otro cura). Era una vieja y descalabrada Rieju, un camello asmático que no podía con su alma, con las entrañas llenas de moho y grasas malignas. Con semejante calamidad entre las piernas (probablemente una de las últimas que todavía circulaban) se lanzó por la carretera de la Costa a todo gas. A estas horas el tránsito era escaso, pero, pese a sus buenos deseos, invirtió en el trayecto más de una hora; la ancestral Rieju no daba más de sí. Pasado ya Blanes, cuando se deslizaba por el camino de la villa con el motor en ralentí y oía el rumor del mar, comprendió que había llegado demasiado tarde.

La Villa estaba silenciosa, ninguna luz en las ventanas ni en la terraza. La noche era más oscura que otras muchas que él guardaba amorosamente en la memoria y la gran mansión tenía un aspecto más imponente, una estructura más confusa y más austera que la que él recordaba, próxima y a la vez distante en medio de la oscuridad. Escondió a la abuela Rieju entre los pinos. Todo dormía en los alrededores, mecido por el chirrido de los grillos y por el vaivén de las olas, arropado en aquella belleza irreal que encerraba la profundidad del bosque, donde flotaba una blanca neblina procedente del mar. Manolo rodeó la villa por la parte trasera, caminando bajo los grandes eucaliptos del jardín, y se detuvo en la pared donde la hiedra trepaba hasta la terraza. Apenas visible bajo las brillantes hojas, un canalón de uralita subía también hasta lo alto. Según le parecía recordar de alguna conversación con Maruja, la habitación de Teresa comunicaba con esta terraza y era contigua al dormitorio de los niños, el cual daba justamente encima del cuarto de Maruja. Pero no había más que una ventana en este muro, la que él había saltado tantas veces. Manolo la miró: su fisonomía había cambiado, estaba medio oculta por la hiedra, con los batientes cerrados y fingiendo un hermético aire de defensa. Apartó la vista de ella con cierta precipitación, cogió un guijarro y lo tiró a la terraza. Repitió la operación variz3 veces, sin resultado. ¿Y si la habitación de Teresa no diera a esta terraza? Lástima haber llegado tan tarde, tenía la esperanza de encontrar a Teresa levantada, en el jardín, por ejemplo... Retrocedió unos pasos, pensativo, y se sentó en el suelo recostando la espalda en el tronco de un pino. Clavó los dedos en la tierra húmeda, sin saber qué hacer, vagamente estremecido por una boca anhelante que le atraía desde las sombras empapadas de la hiedra: la ventana de Maruja, y en ella unos brazos desnudos abriéndose, unas pupilas febriles alimentando su esfuerzo, su ritmo...

Maruja es esta mujer de la cual uno no recuerda que sus pechos fueron hermosos: recuerda un gesto de sus pechos, el diseño ligeramente amargo y duro de su boca, su espalda morena regresando tímidamente a las zonas de penumbra; uno puede a veces evocar un gusto a eucalipto o a menta que dormía en su saliva, y el ronroneo de su garganta mientras besaba, y también un frío antiguo al verla encoger sus débiles hombros frente al espejo, o su paso lánguido cruzando la habitación, desnuda y púdica. Podía verla otra vez subiendo al Carmelo en una ventosa tarde de invierno, con su abrigo a cuadros estrecho y pasado de moda y una banda de terciopelo rojo en el pelo, pero sobre todo, entre esas imágenes persistía el parpadeo temeroso de sus ojos en medio de un remolino de polvo en la calle Gran Vista, rodeada de niños armados con piedras y abundantes tapabocas que sólo dejaban ver sus ojitos curiosos, y persistía la trémula dulzura de su mano en el pecho, ciñendo las solapas del abrigo, la sumisión de sus piernas fervorosamente juntas y su manera comprensiva y hasta risueña de ladear la cabeza cuando le esperaba en el bar Delicias, de pie, inmóvil, sin avergonzarse de su condición de criada emputecida...

De pronto, Manolo se incorporó de un salto (“esto me pasa por pararme ante esa ventana, como si la pobrecilla aún me esperara dentro”) al presentir oscuramente que, sin darse cuenta, alimentándose lo mismo que aquellos malditos gusanos que ya debían anidar en el cuerpo de la muchacha (no quería pensarlo) en su interior él había empezado también a cobijar muchas partículas de aquella inquietante feminidad de Maruja, y que acaso este recuerdo iría también alimentándose de él, devorándole silenciosamente... Empezaba a sospechar que había cometido una tontería al venir, que lo mejor habría sido esperar noticias de Teresa. Descorazonado, entristecido, dirigió sus pasos hacia la extensa y desierta playa, iluminada apenas por la agonía azul de las estrellas. Hacía frío, las olas rompían con impactos sordos a lo largo de la orilla, derramaban su espuma blanca y luego se deslizaban más allá, alejándose con un eco cada vez más tenue. Esta brisa, estas playas eran familiares a su piel; sin embargo, resultaba sorprendente que sólo hubiesen transcurrido dos meses desde que empezó a salir con Teresa, pues él habría jurado que hacía años, como si realmente la universitaria le hubiera dedicado un tiempo infinitamente superior al que dedicó, por ejemplo, a Maruja. Tenía el poco tiempo dedicado a Teresa un espesor sentimental que no tenía el de Maruja, y quiso recordar los momentos en que la posesión de este tiempo sin orillas había sido más completa, más real. Y descubrió de pronto cuán ingenuo y crédulo era, cómo había hecho el primo, él, que se creía tan listo. ¡Pensar que Teresa podía haber sido suya hace tiempo! ¡Ah, qué ciego, qué imbécil he sido!, se dijo al recordar a la universitaria en sus brazos, en la playa, en las calles oscuras (¡Dios mío, su dulce mirada implorante aquella noche al salir del bar de Encarna, mientras se besaban apoyados en la pared!) 9 en las laderas del Parque del Guinardó (su voz de niña constipada llamándole desde la hierba) o la mañana inolvidable en el terrado de las hermanas Sisters, arrullándose y acariciándose bajo un sol mágico... Pero él siempre se había contenido, y pensándolo bien, tal continencia (que obedecía precisamente a un deseo más poderoso que el de la simple posesión física) quizá no se había revelado ineficaz del todo: a juzgar por los arrebatos de Teresa en los días que precedieron al entierro de la infortunada Maruja, la universitaria era ahora más suya que nunca. Pero ¿de qué había servido todo eso si no le daban tiempo a consolidar sus relaciones? Podía acabar siendo un sacrificio inútil y estúpido, de esos para tirarse de los pelos durante toda la vida, desprovisto del bobo heroísmo santurrón de la Mayoría de novios, por supuesto, pero digno de igual lástima. Bajo el peso de esta soledad de ahora, el murciano se sentía engañado, burlado, y, sobre todo, desconcertado ante cierto cambio que había empezado a operarse en él, y que ahora descubría, ,estupefacto: no en todas las ocasiones propicias había respetado a Teresa para obtener un beneficio, hubo también otra cosa, una voluntad ajena que se había introducido en él, un turbio sentimiento hecho de dignidad y de credulidad que le habían contagiado, que se le había ido pegando poco a poco. Él nunca fue eso que llaman un buen chico (ni probablemente tendría ocasión de serlo nunca, pensaba, a menos que se casara con Teresa); entonces ¿por qué diablos se había comportado como tal en no pocas ocasiones, en nombre de qué y por qué, vamos a ver, se había dejado llevar a una situación de respetabilidad, de dignidad, y que no tenía salida? ¿Por qué se había adscrito tan rápida e ingenuamente a las sagradas leyes de la compostura, en virtud de qué preceptos morales, convenio o trato, reglas de la prudencia, decoro o normas sociales se había convertido en menos de tres meses en un hipócrita frente a Teresa? ¿En razón de qué intereses podía haber sido tan desconsiderado con una muchacha enamorada, generosa, necesitada de ternura, de caricias...? Al revivir ahora los besos de Teresa, al mismo tiempo que se maldecía y se despreciaba, sintió crecer dentro de sí un grande, inmenso amor por la muchacha y su maltratada vocación fornicadora. Recordó con verdadera ternura de viudo la noche en que murió Maruja, cuando él y Teresa estaban pegados al teléfono y envueltos en aquella ardiente nube: allí sí, convertido ya en llama viva, allí decidió hacer suya a Teresa. Pero ay, esa noche llegaba tarde: demasiadas horas perdidas, persiguiendo la blanca gacela de la dignidad... Con todo, aún estaba a tiempo de rectificar, de volver a ser el resuelto hijoputa que siempre fue y que nunca debió dejar de ser, qué imprudencia, te ablandas y te joden vivo, así que paciencia y barajar, decidió ahora, pateando furiosamente unas algas podridas de la playa.

Aunque en la ciudad, desde hacía cuatro días, había perdido la noción de las horas, del día y de la noche, aquí pudo calcular (el vagabundeo y la espera en esta playa parecía tan antiguo, tan familiar) que debían ser más de las tres. Puesto que había venido y no tenía nada mejor que hacer, esperaría a que amaneciera. Si hacía buen día, probablemente Teresa vendría a bañarse. Se internó por el bosque, saltó la valla (todavía sin reparar) y pretendió dormir en un hueco del suelo lleno de arenilla y hojas de pino. Se lo impidió el frío y el fragor del mar y regresó al jardín de la villa, a resguardo de la brisa, donde se ovilló sobre un sofá-balancín cubierto por un toldo de flecos.

Amaneció un radiante día de sol. Le neblina se retiró hacia el interior del bosque rápidamente, como si un viento la chupara con avidez. Él estaba entumecido y aún creía soñar, pero al apartar el brazo de la cara, por entre las brillantes agujas de sol, la visión (un joven alto y moreno que avanzaba hacia él con una raqueta de tenis bajo el brazo y una toalla colgada al hombro) adquirió una insospechada y alegre realidad. En el silencio de la mañana, la grava del jardín de los Serrat crujía bajo las blancas zapatillas del desconocido. Era esbelto, flexible, ancho de espaldas, llevaba una camiseta azul con el flojo cuello subido y sus níveos pantalones cortos dejaban ver unas piernas bronceadas y musculosas. Caminaba directamente hacia él, pero con la cabeza levantada al sol, los ojos entornados, haciendo visera con la mano. El murciano comprendió que aún no había sido visto por el desconocido y, con un rápido movimiento, se dejó caer del sofá-balancín hacia atrás, rodando hasta ocultarse tras una tupida mata de geranios. Antes de llegar a él, y ofreciéndole a Manolo una repentina imagen de sí mismo (su mismo pelo oscuro y lacio, su mismo perfil enérgico y altanero) el joven dobló por un sendero que conducía a la pista de tenis. Poco después, con parecida indumentaria y también con raqueta, apareció el señor Serrat y siguió el mismo camino que el joven. Manolo retrocedió, escogió un escondite más seguro entre los pinos y siguió espiando el jardín. Teresa no daba señales de vida. Él esperó. Estuvo oyendo el golpe de la pelota en las raquetas, los gritos de admiración o de decepción, a menudo simulando un deleitoso desespero (era el señor Serrat, cuyo juego lento y jadeante no podía sin duda competir con el de su joven rival) que terminaba con una descarga de mutuos elogios. A eso de las diez apareció la señora Serrat y una nueva sirvienta, joven y regordeta, que depositó una bandeja con café y tostadas en una mesita cubierta con un parasol. La voz de la señora resonaba alegre y cristalina en medio de la mañana, estableciendo por un instante una feliz relación, una serena plenitud de ocios y de acordes armónicos con las voces jubilosas que provenían de la cancha de tenis. Apareció luego un hombre de aspecto campesino con una manga de riego, la señora habló un momento con él y después entró en la casa por la cristalera del fondo, volvió a salir, volvió a entrar, todo esto es una mierda, una soberana coña veraniega que la ausencia de Teresa hace aún más insoportable. Cerca del mediodía, al pasarse la mano por la cara, notó la barba crecida y sospechó que su aspecto era lamentable. Así no llegarás muy lejos, se dijo. Sediento y cansado, con los huesos molidos, decidió que lo mejor era regresar a Barcelona y esperar noticias. No le importó hacer ruido con la moto al Ponerla en marcha (que Teresa supiera, por lo menos, lo cerca que él había estado) y poco después salía a la carretera. Los pequeños y medrosos 600 circulaban estrictamente por su derecha. No pudo alcanzar los cien. Expirando, tísica, con todos sus huesos crujiendo, la Rieju le depositó en Barcelona casi dos horas más tarde y él la abandonó, ya cadáver, detrás del Hospital de San Pablo, para continuar a pie remontando la calle Cartagena.

Aquella misma tarde, en el bar Delicias se recibió una carta para Manolo. Un chiquillo fue a entregársela a su casa. Era de Teresa. El sobre sólo llevaba escrito: Manolo Reyes, Bar Delicias, Carretera del Carmelo. Dentro había tres cuartillas llenas hasta los bordes de una letra pequeña y apretada, muy bonita y armoniosa (evidentemente era la copia en limpio de un denso borrador) y con una sola tachadura.

La A de “amor mío” que encabezaba la misiva había sido trazada con mano firme y decidida, diríase que furiosa, pero mostraba un risueño apéndice en un costado parecido a un caracol. Venía seguidamente: “Perdón por el retraso, no tengo tu dirección y además creía poder estar de vuelta a Barcelona en seguida. En casa se han empeñado que pase aquí en la Villa lo que queda de mes, hasta que empiece el curso. ¡Bonita jugada!...” Seguían expresiones por el estilo. Cuando todo hacía esperar una indignada exposición de las causas que habían determinado esa fastidiosa decisión familiar, esa “bonita jugada”, la joven universitaria se lanzaba intrépidamente, con pluma febril, quemante, a un deleitoso análisis del “estado presente” de su espíritu (“exaltado”) y de ciertas noches blancas: hablaba de “anhelante espera” y de “indecible frialdad de sábanas”, concluyendo con la revelación de la causa (dudosa, por cierto) de tales ardores y devaneos, presuntamente gripales: “llevo dos días en cama, con fiebre, delirando” (este musical gerundio bailó unos segundos envuelto en un camisón rosa estilo imperio ante los ojos del murciano) “y hasta hoy no me he sentido con fuerzas para escribirte, pues pillé un fuerte resfriado con la lluvia, y la repentina muerte de Maruja y luego el no poder verte me deprimieron tanto que tuve que meterme en cama nada más llegar. Al principio estaba tan desorientada, tan desmoralizada...” Proseguía diciendo que, por otra parte, no había motivo para desesperar porque no pasaba nada excepto el fastidio de una separación momentánea. Acaso lo más enojoso era lo que esta actitud de sus padres (“que por otra parte no debería sorprendernos”) representaba para ella en el orden familiar: la confirmación de un mal que de alguna manera había condicionado su personalidad desde niña, y que después de conocer a Manolo se le había hecho más patente que nunca: “...de la estúpida educación familiar que se me ha dado, he aquí un nuevo ejemplo, he aquí cómo reaccionan, cómo entienden la defensa de la hijita descarriada y descocada, sin ver que ya es demasiado tarde. Quisiera morirme de rabia y de vergüenza. ¿Qué habrás pensado de mí, de todos nosotros? ¡Si supieras cuánto me aburro, Manolo, cuánto te echo de menos!” Añadía que, en este sentido, le parecía como si la Villa estuviera desierta, y aunque había gente, parientes lejanos e inoportunos (“un primo chulo y pretencioso de Madrid, que espera a que me ponga buena para ganarme al tenis”) era como si un naufragio la hubiese arrojado aquí entre personas y costumbres extrañas. Volvía a hablar de la soledad, y de pronto, una brisa marina y soleada, la teresiana oleada azul, el anhelado regreso a sus islas: “Pero no es eso lo que me desespera, Manolo, no es el ambiente hostil que me rodea. Es tu ausencia. Qué soledad por espantosa que fuese no sería un paraíso, qué horrible desgracia no sería una bendición, qué enfermedad no sería un lecho nupcial, qué miseria o dolor no sería una caricia comparadas con esta pena de no verte, amor mío, amor mío, amor mío, a esta privación insoportable de tus labios y de tus manos durante días y días que me parecen toda una eternidad de siglos...” Manolo, aunque emocionado e impresionado (lo que son los estudios, qué bien sabe expresar Teresina lo que uno siente) se dejó llevar por la impaciencia y saltó líneas en busca de noticias más concretas. Después de este apasionado fragmento— en el que una mente más cultivada que la del joven del Sur habría reconocido al instante el origen literario de ciertas imágenes— el tono descendía a un nivel de orden práctico e informativo: hablaba Teresa de una fastidiosa conversación con sus padres (“sostenida con infinitas reservas por ambas partes”) en la que no llegó a plantearse la verdadera cuestión del problema. Dicha conversación tuvo lugar la noche del mismo día que habían enterrado a la pobre Maruja, y “aunque nadie se refirió directamente a ello, deduje que esa chismosa de Dina, esa putilla de quirófano, habló de nosotros, y también Vicenta. Naturalmente, mamá echó el resto. No creo exagerar si te digo que mamá, ya antes de conocerte, temía que atentases contra la virtud de su hija. ¡Dichosa tontería! Si te recuerdo, además, que en casa me tienen por medio marxista, excuso decirte las locuras y concubinatos de que me creen capaz”. Pero insistía en que no había llegado a plantearse la cuestión de sus sentimientos: “simplemente, se decidió que la muerte de Maruja me había afectado de tal modo que había llegado el momento de ocuparse seriamente de mí; papá opina que me dejo impresionar demasiado, que todavía soy una niña, que han sido muchas emociones las de este verano, que estoy agotada, con los nervios en punta, en fin, que necesito reposo y que por supuesto en ningún sitio estaré mejor que en la Villa; un cambio de aires; o mejor de ideas. De ti no se habló, en realidad”. Aquí, Manolo pensó que era sintomática la actitud de papá Serrat: porque Teresa aseguraba que nunca había visto a su padre interesarse tanto por ella, “por mi manera de pensar”, ni siquiera cuando estuvo detenida por lo de las manifestaciones estudiantiles. Al parecer habían discutido acerca de la Universidad y de los vientos políticos que en ella bebían actualmente los estudiantes. “Muy divertido. No sé si puedes llegar a hacerte cargo, pero en papá esto es algo insólito”, y añadía que antes de conocer ella a Manolo, su padre jamás había mostrado un interés serio por estas cosas, precisamente lo que le gustaba era burlarse (“de mis amigos sobre todo, y especialmente de Luis Trías de Giralt”) y con bastante gracia, dicho sea de paso (“papá es un terrible guasón, aunque no lo parezca”). En cuanto a lo nuestro, proseguía más adelante, preciso era reconocer que nadie le había levantado la voz, nadie le había hecho una escena. “Pero no nos engañemos, hay que atenerse a los hechos: en el ánimo de mis padres está planteada la verdadera cuestión, el temor no por lo que haya podido hacer hasta hoy esa locuela de Teresa, con sus ideas extremistas, sino ante lo que pueda hacer mañana. No es una cuestión de moralidad; sobre esto habría mucho que hablar, pero te aseguro que, en el mundo en que yo vivo, ni siquiera las más virtuosas y respetables personas creen que perder la virginidad por gusto y antes de tiempo sea tan grave como hacer una mala boda”. Seguían algunas consideraciones atrevidas pero innecesarias (según opinión del murciano) acerca de esa “inaudita, asombrosa buena conciencia que tiene de sí misma la burguesía de nuestro país”, y luego una curiosa definición de la naturaleza del conflicto en que se debatía su familia respecto a ella (“confunden mi amor por ti con mis ideas progresistas, porque la hija les salió rana”) consciente ya, seguramente, de que ésta era por cierto la misma confusión que ella había experimentado en brazos del muchacho al conocerle. Y acerca de eso concluía con una arrogante declaración de principios: “Hoy, por lo que a mí respecta, Manolo, el amor ha reemplazado a la solidaridad (aquí aparecía la única tachadura: la palabra solidaridad no debió convencerla una vez escrita y la tachó, pero, si duda al no encontrar el equivalente deseado, había vuelto a escribirla), o mejor dicho, la ha puesto en el lugar de mi corazón que le corresponde —un lugar también preferente, porque amo a mi país— pero limpia ya de conjuros, de romanticismo ideológico y de tontería... Y perdona este galimatías, cariño, pero es que me hace mucho bien poner en orden mis ideas”. Añadía que, por otra parte, se pasaba las horas en su cuarto, aburrida, leyendo o mirando el mar desde la terraza. “¡Qué fastidioso, qué absurdo, me resulta todo sin tu presencia! Si supieras cuánto te necesito, si pudiera verte, hablarte de lo que siento en estos momentos, tenerte a mi lado aunque sólo fuera un instante”. Volvía a recordarle que hasta octubre no empezaba el curso, y que entonces todo se arreglaría (“no dejaremos ya que nada vuelva a separarnos”) pero, mientras tanto... ¿Qué hacer? ¿No habría un medio que les permitiera verse antes? Y aquí, a través de compactos, densos renglones de tinta .azul aseguraba que había tratado de no pensar en él, pero que había sido inútil. Unos puntos suspensivos (en leve línea descendente) sofocaban renovados ardores: “Eres el único hombre de verdad que he conocido, a tu lado he aprendido a vivir, he empezado a sentirme mujer...”

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