Últimas tardes con Teresa (43 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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—Yo, lo justo para unas copas —dijo él con aire pensativo.

—Te daré algo... Y oye, no pongas esa cara de dignidad porque me enfado. Es un préstamo. —Se refugió en sus brazos, sonriendo, introdujo los dedos en sus cabellos, observó luego su rostro crispado por la reflexión y le dio un rápido, impulsivo beso: había conseguido establecer de nuevo aquel íntimo circuito del ideal y del deseo—. Oye, ¿y si vinieras tal cual, con tus blue-jeans y tus...?

—Ni hablar. Todavía puedo presentarme ante tus amigos con el respeto que merecen.

Teresa soltó una risa feliz.

—Me estás resultando un burguesito. —Y en otro tono añadió—: Prométeme que serás muy simpático con Mari Carmen, es importante.

—¿Quién es Mari Carmen?

—La mujer de Alberto.

—¿Y si le llevara unas flores?

Ella ahogó otra risita cordial. Le rozó la cicatriz de la ceja con el dedo, le echó hacia atrás un negro mechón de sus cabellos.

—Eres una maravilla —dijo—. Cuánto te quiero. No, cielo, no tienes que hacer nada. Simplemente mostrarte como eres. Están deseando conocerte, y nos divertiremos, ya verás. Nos convenía salir un poco con los amigos, me parece como si hiciera siglos y siglos que no veo a nadie. ¿A ti no te ocurre?

—A veces tengo la sensación de..., no sé, de vivir en otra ciudad, desconocida, tú y yo solos.

—¿Y cuando acabe el verano?... —murmuró él, mirándola a los ojos.

—Pues nada, yo a la Universidad, tú a tu trabajo; iré a esperarte a la salida, pasearemos bajo la lluvia...

Los Bori les esperaban a las nueve y media. Fueron recibidos efusivamente y festejados, admirados, como si realmente regresaran de un largo crucero de placer: destellos de curiosidad nupcial, incluso de complicidad (se estableció rápidamente entre Teresa y Mari Carmen, primero con besos y luego con cuchicheos, ese rumor cantarino de agua fresca y palitos de río de las recién casadas), pero ninguna pregunta directa sobre la marcha de sus relaciones; sólo quisieron saber cómo se habían conocido (Manolo había ya observado, y no sin experimentar cierto sentimiento de exclusión, que lo que más picaba la curiosidad de todos los amigos de Teresa era esto: cómo se habían conocido, dónde, por qué azar). Mientras él hablaba con Alberto Bori, unas palabras de Mari Carmen dirigidas a Teresa en voz baja (“Llevas la felicidad escrita en la frente, Tere. ¿Saben en tu casa que sales con él?”, sin respuesta) le hicieron pensar que la noche podía parecerse a cierto curioso cromo de su vieja colección particular. Pero no fue así. Lo curioso fue el ritmo implacable de distanciamiento que su imaginación le otorgó a esa noche, el hecho de que una frugal pero ceremoniosa cena fría (ensalada, lomo, quesos franceses y buen vino tinto servido en originales jarritos de barro, en una mesa baja con apliques de esmalte) perdiera por vez primera aquella sugestión anticipada del lujo y del respeto que él relacionaba siempre con Teresa y su mundo. Una reciente fotografía del joven matrimonio Bori, de codos en la borda de un barco (de medio perfil, los rostros alzados al cielo, mirando un imposible pajarito con ojos devorados por alguna emoción, arrasados por algún vendaval de íntimas vanidades y vagas aspiraciones artísticas) le sugirió algo de aquella turística negligencia de los Moreau y de aquella otra que de alguna misteriosa manera había fulminado a Maruja, era un halo de monstruosa irrealidad que les arropaba o una milagrosa vitrina sorda a cualquier sonido, a cualquier llamada de auxilio, que les defendía e incluso les embellecía. Y al rato de estar allí pensó oscuramente: “Chaval, esa gente no moverá un dedo por ti”.

Los Bori vivían en el barrio gótico, muy cerca de la Catedral (las agujas, emergiendo iluminadas en medio de la noche, se asomaban a la ventana como un decorado fantástico) en un ático confortable y lujoso, pero en cierto modo caótico: de un lado, cerámicas y pintura informalista, literatura
engagée
, reproducciones de Picasso (un gran “Guernica” presidía la cena) y grabados de la joven escuela realista española; de otro, una sorprendente profusión de folletos y catálogos de publicaciones sobre sistemas de venta y de control administrativo, libros de consulta en las butacas (un volumen aprisionando unas gafas de miope: “Marketing: 40 casos prácticos”; otro junto a las bronceadas, tropicales rodillas de Teresa en el diván: “Los jóvenes ejecutivos”). “No os fijéis mucho en cómo está todo —decía Mari Carmen—. Alberto es imposible, regresamos de Cadaqués hace tres días y a la media hora ya me había convertido esto en una oficina.”

Los Bori no tenían hijos, los dos provenían de familias distinguidas pero se consideraban independizados y felices en su ático. Habían vivido una temporada en París y trabajaban los dos. Alberto era un joven delgado, muy alto, atractivo, de palabra rápida y gran simpatía, que usaba gafas. Intelectual de izquierdas y letra-herido, había derivado sin ganas hacia la publicidad editorial. Mari Carmen tenía veinticinco años, se había casado muy enamorada antes de terminar la carrera de Letras, y cuando la acabó, en el momento en que todas las chicas de su clase se casan, ella descubrió que no podía casarse porque ya lo estaba (razonamiento trivial pero no del todo: para quien tiene pocas cosas importantes que hacer en esta vida, como en el caso de Mari Carmen Bori, invertirlas o hacerlas a destiempo puede resultar fatal: no sólo anduvo desorientada y seriamente deprimida durante un año, sino que hizo peligrar su matrimonio). No sabiendo qué hacer, se decidió al fin a buscar trabajo entre las amistades de su marido y se empleó en el departamento de traducciones de una editorial. Era una deliciosa mujercita pálida, de mirada envolvente, con los cabellos cortados como un chico, sin maquillaje, un aire parisiense. Llevaba un leve jersey negro de cuello cerrado, y su pecho liso, hundido, con los hombros encogidos, sugería elegantes aburrimientos. Aquella duplicidad de mundos, la doble vertiente ilustrativa que reinaba en el ático (Guernica y Marketing) no tardó en manifestarse con palabras: “Es una pena que Manolo no sepa algún idioma —dijo Mari Carmen a Teresa—. Yo podría conseguirle traducciones.” “Bueno, lo de viajante no es mala idea —afirmó Alberto, aplastando un trozo de Camembert en el pan con el cuchillo—. Estaría muy bien para empezar.” “Mejor algo en la sección administrativa, ¿no? —rezongó Teresa—. Estoy segura de que se podría empezar sobre una base de siete u ocho mil mensuales. Yo sondearé a papá...” “Depende de lo que Manolo pueda hacer —dijo Alberto mirando al muchacho—. De momento, lo de corredor me parece lo más factible.” “Puede que tengas razón”, respondió Teresa. Mari Carmen rió: “¿Tú crees? —le susurró en un aparte—. Le verás poco. Se diría que no te importa.” “No, es que necesita trabajar, de momento en lo que sea, ¿comprendes? No hace más que hablar de eso. ¡Si supieras! ¡Está de un humor!” Su amiga la miró con una sonrisa misteriosa, masticando lentamente, los oídos llenos de solemnes notas de órgano (música de Albinoni en el tocadiscos, durante toda la cena). Manolo hablaba poco y observaba a Alberto Bori. “Por supuesto —decía éste—, tener buena pinta es importante para vender libros, vamos, para vender cualquier cosa, pero tampoco es lo esencial.. Llevas el pelo un poco largo, quizá. ¿No crees, Mari?” “Está muy bien así. No le hagas caso, chico, Alberto es un envidioso”, dijo ella mirando a Manolo. “Que hablo en serio. Mari.” “¡Toma, y yo también! Tú no entiendes de hombres.” Cambió una rápida y maliciosa mirada con Teresa, y las dos se rieron. “Es muy posible que no —dijo Alberto—, pero en cambio conozco la mentalidad de los libreros. No tengo nada contra ese pelo, pero no le ayudará en su trabajo.” “Tú, que eres la interesada, Tere, ¿qué opinas?”, preguntó Mari Carmen. Teresa rió: “Si me tocáis uno solo de sus cabellos os mato a los dos”, y se bebió un resto de vino que quedaba en su jarrito. ¿Tú también, bonita, tú también con el cachondeo?, pensó Manolo, que con tal de conseguir el empleo estaba dispuesto a dejarse pelar al cero.

Se habló de los amigos que veraneaban y de los que ya empezaban a volver. Se habló de París. Se habló de la publicidad y de sus extraños ritos. Fue Alberto Bori: “Tal como van las cosas en este país —dijo mirando a Manolo—, lo que tiene porvenir es la publicidad. Es una coña monumental, una de las inmoralidades más fabulosas de la época, yo me paso el día tratando a cretinos. Pero, ¿ves?, eso está bien pagado, Manolo. Y no creas que se necesita nada especial, es un trabajo que puede hacer cualquiera, tú mismo. Figúrate que...” Pasó a exponer alguna de sus ideas publicitarias, pero al parecer iba en broma (Manolo no acababa de entender su sentido del humor): un singular sistema de carteles nocturnos en carretera, que debían levantarse al paso de los vehículos por medio de un contacto automático, algo impresionante (como castillos o globos surgiendo repentinamente en medio del campo, dijo) y anunciar en los platos de los restaurantes, en los techos de los muebles, en los urinarios públicos, en el trasero de las prostitutas, etc. “Son ideas que salen con estrujarse un poco el cerebro —terminó diciendo—. Lo malo es que aún no estamos preparados para empresas de esta envergadura, tan europeas.” Las mujeres se reían. El Pijoaparte se esforzó inútilmente por verle la gracia: le parecían muy buenas ideas. Además, deseaba volver al tema de su empleo.

Pero un misterioso aleteo en torno a los Bori, un jubileo de fugas contaminadas por el tedio, estaba empeñado en convertir la noche en un disparate. Mari Carmen decidió que había que hacer algo. Se bebió mucho vino, y después de cenar, en dos coches (los Bori tenían un Seat) fueron a tomar unas copas al Bagatela, en la Diagonal. Allí, Teresa deslizó tres billetes de cien en el bolsillo de Manolo mientras le besaba, y luego propuso ir todos al bar Tibet, “descubierto por Manolo”, precisó. Al cruzar los barrios altos vieron calles adornadas e iluminadas, llenas de gente que paseaba o bailaba a los acordes de orquestas chillonas. “Es la Fiesta Mayor”, aclaró Manolo. Teresa, que iba delante de los Bori, frenó el coche y sugirió dar una vuelta a pie por las calles más animadas. En la plaza Sanllehy había un gran entoldado con baile y atracciones. Compraron helados y gorritos de papel, bailaron y recorrieron varias calles. Finalmente se sentaron en la terraza de una pequeña taberna y pidieron cuba-libres. La calle se llamaba del Laurel y era una calle corta, con árboles y un techo de papelitos y bombillas de colores; en el centro, arrimado a la pared de un convento de monjas, el tablado de la orquesta, y en la puerta de sus casas los vecinos sentados en sillas y mirando bailar a las parejas, el constante ir y venir de la gente. Manolo esperó en vano que volviera a debatirse la cuestión de su empleo. Teresa se divirtió mucho, pero Mari Carmen (que al principio también estuvo muy animada, llegando incluso a bailar con un jovencito desconocido que la invitó tímidamente) a medida que transcurría la noche iba cayendo en una inexplicable depresión. En cierto momento, al acercarse Manolo a ellos por la espalda (volvía de indicarle a Teresa el lavabo del bar), captó una furiosa mirada de Mari Carmen dirigida a su marido, y la oyó decir: “¿Quieres hacer el favor? Te conocemos, Alberto. Siempre vivirás en la irrealidad, eres un cínico, no piensas hacer nada por este chico...” Más tarde, cuando Teresa apoyaba la cabeza en su hombro, sentados los dos a la mesa, observó a la pareja mientras bailaba; Mari Carmen le daba la espalda, su marido bailaba con los ojos cerrados, los dos apenas se movían, estrechamente abrazados, incluso parecían desearse, pero luego, muy despacio, iban dando la vuelta y entonces fue Alberto quien quedó de espaldas: un ojo inexpresivo, de una vacuedad absoluta, espantosa, el ojo helado de una mujer que no está por el hombre que le abraza ni por el baile ni por nada, el ojo de un ave disecada o de una estatua asomó por encima del hombro de Alberto Bori.

—Oye —dijo Manolo a Teresa—. ¿Se quieren mucho? Teresa se encogió de hombros.

—Él a ella sí. Se vería perdido sin Mari Carmen. Pero ella... Verás, Mari Carmen está un poco decepcionada, ¿comprendes?

—No.

—Alberto es un chico que prometía mucho cuando iba a la Universidad, tenía talento.

—Pero se gana muy bien la vida ¿no?

—No es eso, cariño. —Teresa cerraba los ojos, soñolienta, la cabeza apoyada en el hombro de él—. No se trata de saber ganarse o no la vida. Alberto es un intelectual...

—¿Ella le pone cuernos?

—Ay, no sé, amor, no me hagas hablar. —Se rió—. Prefiero besarte.

Cuando paró la orquesta, los Bori entraron en la taberna y no se dejaron ver durante un rato. Algo ocurrió, porque al salir, de la manera más inesperada, se despidieron. “Nos vamos, es muy tarde”, dijo Alberto. A su lado, de espaldas, los brazos cruzados como si tuviera frío, Mari Carmen miraba a la orquesta y a las parejas que bailaban, muy pocas ya, casi inmóviles, adormiladas. Sus hombros estremecidos y frágiles transmitían algo de lo ridículo, vano y aburrido que ahora debía parecerle todo —aquel empeño en seguir abrazados, aquella música que había quedado reducida al ritmo asmático de la batería—, y su depresión debía resultarle ya insoportable porque apenas se despidió: un vago gesto con la mano y un desganado “chao” al encaminarse hacia el coche, sin mirar a nadie, sin descruzar los brazos, elegantemente encogida y sorteando las parejas como si preservara su pecho de alguna amenaza o contagio. Teresa se levantó y la siguió. Alberto Bori tendía la mano a Manolo, que le miró a los ojos procurando dar una franca sensación de seguridad:

—Bueno, ya me dirás lo que hay... Necesito ese empleo, en serio, no te olvides. Estoy pasando un mal momento.

—Nada, hombre, te llamo... O mejor llamo a Teresa. —Por alguna razón, Alberto Bori no pudo sostener la mirada franca del murciano—. Hasta pronto. —Al irse se cruzó con Teresa—. Chao, Tere. Divertiros.

Teresa se sentó junto a Manolo y le besó en la mejilla. —De parte de Mari Carmen, y que la disculpes por despedirse a la francesa... ¿Has quedado en algo con Alberto?

—Que llamará. Pero no confío mucho. ¿Quieres que te diga una cosa? Yo sólo confío en la gente seria... En tu padre, por ejemplo.

No pienses mal de Mari Carmen, es muy dada a la depresión, siempre que salimos acaba así. Pero es muy buena chica. Y Alberto también, ya verás como...

—Él es un mierda. Lo he visto en su cara.

—No digas eso, cariño. —Teresa apoyó la mejilla en el pecho de su amigo—. ¡Yo que pensaba que se te había pasado el mal humor!

—¿Quién está aquí de mal humor? —dijo él sonriendo. Le besó la oreja—. Anda, llévame a casa ¿quieres? Estoy muerto.

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