Últimas tardes con Teresa (39 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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Manolo estaba en la barra, de pie, bebiendo una cerveza. El primer impulso de Teresa fue correr hacia él y arrojarse en sus brazos. Pero hizo un esfuerzo por calmarse y se acercó a su espalda despacio, con los ojos bajos. Al llegar se alzó de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Manolo se volvió, la miró sonriendo con afecto: “¿Te cansaste ya de bailar?” Teresa movió la cabeza afirmativamente, mirándole con cierta humildad aprendida, recuperada, y de pronto la abandonaron las fuerzas y apoyó la cabeza en el hombro de su amigo. “¡No vuelvas a hacerlo, por favor, no vuelvas a dejarme sola...!” Le pidió que la sacara de allí inmediatamente.

—¿En qué mundo vives, chiquilla? —bromeó él cariñosamente, cuando Teresa se lo hubo explicado todo—. Te lo habla dicho, éste no es sitio para ti. —Y, abrazándola, acarició tiernamente su cabeza hasta que ella se tranquilizó.

Terminaron la fiesta en el Cristal City Bar, entre respetables y discretas parejas de novios que a las nueve de la noche deben estar en casa, terminaron besándose en paz en el altillo inaccesible a murcianos desatados y a tocones furtivos, frente a dos gin-tonic con su correspondiente y aséptica rodaja de limón.

Así, en sucesivas tardes, el tono emocional de Teresa fue lenta y delicadamente alterado. Otras fisuras: noches alegres y cálidas del Monte Carmelo, algazara de vecinos, guapos muchachos en camiseta, románticos paseos a la luz de la luna, consignas sobre reivindicaciones laborales en el famoso bar Delicias... Desde hacía tiempo, la joven universitaria ardía en deseos de conocer esta bullente vitalidad. Pero descubrió y tomó posesión del Monte Carmelo, una tierra mítica (como Florida lo fue en su día para los conquistadores) demasiado tarde. El barrio, hasta ahora, no había sido para ella más que un borroso círculo de sombras admiradas a distancia, puesto que Manolo siempre se había negado a llevarla al Carmelo y presentarla a sus amigos. Pero un nombre le era muy familiar a la universitaria: Bernardo. Manolo, por librarse de contar ciertas aventuras (él prefería llamarlas así, aunque Teresa empleaba una expresión quisquillosa y biológica: reuniones de célula) que ella le suponía graciosamente pero que él nunca había vivido, decidió tiempo atrás que al hablar de Bernardo imitaría siempre el estilo misterioso que había aprendido de los estudiantes al oírles hablar de Mauricio. El resultado fue que Bernardo se había convertido en otro prestigioso dirigente, despositario inaccesible e impenetrable de los mayores secretos: “¿Conoces a Bernardo? ¿Has oído hablar de él? Bernardo podría explicarte mejor que yo cómo funciona eso, yo no sé nada”, le decía a menudo a Teresa, cuando la curiosidad de la muchacha le ponía en un aprieto. “¿Me lo presentarás algún día, Manolo?” “No es prudente”, razonaba él. De modo que Teresa admiraba a Bernardo aún sin conocerle, un poco por reflejo de su atracción hacia Manolo y otro poco por su propia y audaz percepción moral. Pero su percepción moral era tan generosa como temeraria (el realismo moral de Teresa no provenía del esfuerzo analítico, como ella creía, sino del amor) y por lo tanto aún le reservaba desengaños.

Una noche que acompañó a Manolo hasta lo alto del Carmelo, al despedirse le propuso dar una vuelta por el barrio. Él empezó negándose, pero el deseo de abrazar a la muchacha detrás de algún matorral, al otro lado de la colina, y hablarle seriamente de algo que le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo (la posibilidad de obtener un buen empleo por mediación del señor Serrat) le perdió. “Está bien, daremos un paseo por el otro lado, te enseñaré el Valle de Hebrón.” Dejaron el coche en la carretera. Rodeando los hombros de Teresa con el brazo, ocultándola a las miradas de algunos vecinos que tomaban el fresco en los portales, Manolo la llevó hacia la calle Gran Vista. Pasado el bar Delicias, unos niños jugaban en medio del arroyo, y, a la luz que salía de un portal, dos chiquillas cantaban cogiéndose de las manos:

El patio de mi casa es particular,

se moja cuando llueve, como los demás...

Teresa se acercó a las niñas y cantó un rato con ellas, poniéndose en cuclillas. Su tono emocional volvió a subir peligrosamente. La noche era estrellada y tibia, la luna rodaba perezosamente sobre las azoteas, envuelta en gasas verdes, y había un arrebol en las orillas del cielo. Sólo faltaba una radio, alguna radio sonando muy fuerte desde cualquier terraza, difundiendo en la noche una melodía vulgar y cursilona. En el descampado, al final de Gran Vista, empezaba el camino de carro que conducía hasta el Parque del Guinardó. Se sentaron un rato en un ruinoso banco de piedra semicircular y luego bajaron por la pendiente cogidos de la mano, entre los pequeños abetos del Parque. Se oía el chirrido metálico de los grillos. Teresa se recostó en la hierba. Sus labios eran explícitos esa noche, sus ojos, vencidos, llenos de generosidad y de ternura: acaso es el momento, pensó él, de sincerarse con la chica, el momento de decirle que me he quedado sin trabajo, que veo muy negro el futuro y que tal vez su padre podría proporcionarme, si ella se lo pedía, algún empleo de cierta responsabilidad y con porvenir...

—Nena, oye, tu papá..., tu papá, ¿tu papá no podría...?

Era la ardiente boca de ella y aquellos diminutos y agudos pechos de fresa la causa de su tartamudeo, de ningún modo la indecisión; era aquel universo duplicado que él albergaba en el hueco de sus manos, que le quemaba, que le anticipaba todos los dulces cordiales espasmos de dignidad y de prosperidad futuras... Se incorporó para poner un poco en orden sus ideas. Teresa le miraba desde el suelo con ojos soñolientos. Y una vez más volvió a ella dudando: podía hacerla suya y ser su amante durante un tiempo, cierto; quizá durante meses y meses; pero ¿qué ganaba con esto? ¿Qué significaba esta inmensa palabra: amante? ¿Qué muchacha moderna, universitaria o no, pero rica y con ideas nuevas, no tiene hoy un amante sin que pase nada? Luego, si te he visto no me acuerdo, fue hermoso pero adiós, pasión fugaz y efímera unión la de los sexos, ya se sabe, la vida y tal. No, chaval, tu idea de Teresa en la cama no era totalmente exacta: porque se puede ciertamente poseer a una criatura tan adorable como ésta, tan instruida y respetable (por cierto, sus defensas morales no son tan sólidas como pregona la respetabilidad de su clase), pero no siempre se puede poseer el mundo que va con ella. Fíjate, no hay más que acariciar una sola vez esta bonita melena de oro, estas soleadas rodillas de seda, no hay más que albergar una sola vez en la palma de la mano este doble universo de fresa y nácar para comprender que ellos son los lujosos hijos de algún esfuerzo social y que hay que merecerlos con un esfuerzo semejante, y que no basta con extender tus temblorosas garras y tomarlos...

Teresa se levantó, fue hasta su amigo y le abrazó por la espalda. “Qué bonito se ve todo desde aquí, ¿verdad?”, dijo. Los abetos y los pinos olían intensamente en torno a ellos. A lo lejos brillaban las luces de Montbau y del Valle de Hebrón, por cuya carretera se deslizaban los coches con los faros encendidos, ingresando uno tras otro en la ciudad, como en una procesión. Teresa le soltó, riendo, y dio unas vueltas en torno a él. “Me gusta tu barrio —dijo—. Te invito a un carajillo en el bar Delicias.” “Se dice un perfumado”, corrigió él, sonriendo. “Pues eso, un perfumado —dijo ella—. Quiero un perfumado del Delicias.” Manolo se acercaba a ella despacio, rumiando palabras, sonriendo, flotando, como en sueños, y la besaba una y otra vez, le mordía el cuello, bañaba el rostro en sus rubios cabellos (tú papá, tu-pa-pá-pa-pá-podría...) hasta que ella volvía a soltarse riendo y se hacía perseguir. Manolo la seguía, tropezando, la alcanzaba, la perdía. Chiquilla, que me vuelves loco. “¡Quiero un carajillo, quiero un perfumado! —entonaba ella tercamente—. Llévame al Delicias y luego volvemos aquí otro rato, ¿eh?”, propuso con una sonrisa irresistible. Y súbitamente echó a correr hacia lo alto, hasta el camino, donde se paró un instante y se volvió para mirarle, siguiendo luego en dirección a la calle Gran Vista. Manolo fue tras ella despacio, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. El canto de los grillos le estaba exasperando. Al llegar a las primeras casas de la calle apretó el paso. No veía a Teresa. Y ocurrió entonces: oyó su grito cuando la muchacha debía hallarse a unos cincuenta metros de distancia; la oscuridad de la calle no le permitía ver nada, pero lo adivinó en el momento de echar a correr hacia Teresa. La encontró arrimada a la pared, tapándose la cara con las manos y de espaldas a las sombras del otro lado de la calle. Sus hombros estaban agitados.

—¿Qué te ocurre? —preguntó él.

Teresa hizo un esfuerzo por reponerse, suspiró, con los brazos en jarras. Más que asustada por algo, parecía indignada.

—Allí —murmuró—, en aquel portal... Hay un hombre ..

Señalaba un rincón sumido en la sombra, una de las arcadas del muro de contención de Casa Bech pegado a la colina, y cuyos interiores estaban habitados. La luz esquinada del único farol que alumbraba aquel sector de la calle no alcanzaba a penetrar en la arcada, pero revelaba algo del desconocido: unos viejos zapatos sobre los que caían las vueltas enfangadas de unos pantalones demasiado largos. “Me ha dado un susto de muerte, el loco —murmuró Teresa—. Porque debe estar loco, de pronto ha salido de lo oscuro y se ha plantado ante mí con los brazos abiertos y con... todo desabrochado, riéndose, mirándome, ¡casi no puedo creerlo!” Se oía un jadeo en la sombra, los pies del desconocido se movieron. Manolo se precipitó hacia allí como una flecha y hundió sus manos en lo oscuro, dio con el cuello pringoso de una camisa (sus dedos rozaron una barba de tres o cuatro días y una gran narizota cuyo tacto le resultó familiar) que desprendía un insoportable olor a vino. “¡Anda, ven, asqueroso! ¡Que yo te vea!”, exclamó, y tiró fuertemente hacia sí: lo que salió de las sombras, tambaleándose como un monigote a la tenue luz del farol, era nada menos que el Sans, o mejor dicho, lo que quedaba de él después de casi dos años de servir de blanco a la mortífera máquina conyugal de la Rosa. “¡No te da vergüenza, desgraciado, un padre de familia!”, dijo Manolo zarandeándole, y, dominado por una rabia repentina, empezó a darle puñetazos. La gamberrada del Sans no era cosa nueva en un barrio alejado y mal alumbrado como éste, ocurría con cierta frecuencia y Manolo lo sabía. Sin embargo, propinó tal castigo al Sans (en realidad le movía un sentimiento de venganza que iba más allá del que podía inspirarle la ofensa hecha a Teresa) que la misma muchacha se sorprendió. “No le pegues más, déjalo.” Pero Manolo seguía. “¡Ese no tiene derecho a la vida! —exclamaba—. ¡Si ya se lo dije hace tiempo, le advertí! ¡Desgraciado! ¡Mira a lo que has llegado!” El Sans, completamente borracho, riéndose tristemente, se cubría el rostro con los brazos, acorralado en la pared. “¡Yo no sabía! —gimió, y tartajeaba, invirtiendo las vocales—: ¡No te había visto, te juro que ni te había visto...!” Finalmente, tropezando, casi a rastras, consiguió escabullirse y echó a correr. Manolo aún le gritó: “¡Trinxa, animal! ¡Así habías de acabar, desgraciado, asustando a las mujeres indefensas! ¡Desaparece, muérete ya, que no tienes derecho a la vida!” Volvió junto a Teresa, que le miraba con ojos de asombro, la rodeó con el brazo y explicó: “Estos barrios... Ya te lo dije una vez. Son calles oscuras, las chicas decentes no pueden salir solas de noche. A veces ni las casadas; a mi cuñada también le ocurrió, una noche volvió a casa llorando... ¿Te ha hecho algo?” “No, no... ¿Es un chico del barrio? Parece que le conoces.” “Le hubiese matado, mira. No era malo... —murmuró, pensativo—. No era malo, no creas. Se complicó la vida, las cosas le fueron fatal, pero la culpa es sólo suya. Siempre se lo dije, le previne. Ahora está acabado, se ha dado a la bebida y no hace más que burradas. Algún día aparecerá por ahí con la cabeza rota.” “Pero —dijo Teresa— si es amigo tuyo, ¿por qué le has pegado así? En realidad no me ha tocado “

“¿Pues no te digo? Porque se lo merecía... El se lo ha buscado”, concluyó Manolo de mal humor.

Por supuesto, se guardó mucho de decirle que este guiñapo calenturiento era el famoso Bernardo, el otro héroe anónimo del Carmelo. Pero de nada le iba a servir, porque cuando regresaban al coche, la muchacha quiso tomar una copa en el bar Delicias (aunque ya sin aquel entusiasmo de antes, alegando que la necesitaba para que se le pasara el susto). Cuando Manolo se dio cuenta y quiso evitarlo, Teresa ya estaba dentro. Y allí estaba Bernardo, solo, en una mesa del rincón, todavía jadeando, sangrando por la nariz y quieto como una rata asustada. Es posible que Teresa nunca hubiese llegado a sospechar la verdad de no encontrarse allí el hermano de Manolo. Todos se volvieron al verla entrar: dos cobradores de autobús que hablaban con el hermano del Pijoaparte, de codos en la barra, cuatro muchachos que jugaban al dominó y un viejo sentado junto a la entrada. El hermano de Manolo se acercó a ellos. Sonreía con desconfianza y daba cabezazos en el aire. Era un hombre de unos treinta años, alto y encorvado, con una morena y pesada cara de palo y grandes dientes amarillos; cachazudo, lento, rural, muy dado a la salutación efusiva; llevaba un mono sucio de grasa como única vestimenta. En el barrio le tenían por medio chalado y nadie le hacía caso. Era muy aficionado a los chistes rápidos (había tanta, tanta sequía, que los árboles corrían detrás de los perros, je, je, je), pero, paradójicamente, era muy prolijo y escrupuloso en el detalle al contar otras cosas, con muchas digresiones sentenciosas injustamente desoídas, y en el bar huían de él. Precisamente por ello, porque a menudo le dejaban solo con la palabra en la boca, tenía una curiosa manera fraccionaria de contar las cosas: siempre parecía haberlas empezado a contar en otra parte, a otra persona (que le había vuelto la espalda sin esperar el final), y ahí estaba él de repente, buscando compañía con los ojos, dispuesto a continuar la historia. Como el hecho se repetía con bastante frecuencia, el resultado era una especie de capítulos por entrega que nunca terminaban, repartidos equitativamente entre varios conocidos, a ninguno de los cuales, al parecer, interesaba ni el principio ni el fin. Sin embargo, a Teresa sí iba a interesarle el final de la historia de esta noche, puesto que se refería precisamente a Bernardo. Manolo no tuvo más remedio que presentar a Teresa (“Una amiga —dijo—. Nos vamos en seguida”) y su hermano se empeñó en que la muchacha bebiera una copita de calisay (“es muy bueno para las mujeres”, explicó, sin que pudiera saberse exactamente en qué consistía esa bondad) que Teresa agrade-ció gentilmente. Encontró simpático al hermano de Manolo, con esa mansedumbre facial que recuerda un poco a los caballos, pero ella sólo tenía ojos para Bernardo Sans, acurrucado en su rincón, avergonzado. El hermano de Manolo se había acercado de nuevo a los cobradores de autobús que bebían cerveza en la barra; empezó a contarles algo, pero como ellos persistían en su empeño de darle la espalda, el hombre dio una perfecta media vuelta sobre los talones y se encaró con Teresa para continuar:

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