Últimas tardes con Teresa (35 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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El grupo de los escogidos no es muy numeroso, asignarles una categoría no es fácil, Luis Trías parece su capitán. Alto, silencioso, la cabeza un poco ladeada, mareada en su propio perfume de rosa, al verle en los pasillos y en las aulas se asemeja también a un semáforo viviente regulando la circulación de ideas y proyectos subversivos. Pero las masas se preguntan: ¿está realmente conectado? El semáforo parpadea, insondable, cuando Teresa le mira.

En realidad, todo empezó como la vida misma: el desasosiego y el resistencialismo universitario que en el 57 se echaría a la calle en demanda de reivindicaciones culturales y políticas (dejando caer la buena semilla que tal vez años después germinaría, dicho sea para tranquilizar la memoria de los mártires que todavía viven, algunos ya sentados en el sillón directivo del patrimonio familiar) venía incubándose desde hacía tiempo en tres encantadoras muchachas de la Facultad de Letras, una de ellas Teresa y otras de Bellas Artes, cuando dos años atrás asistían a las clases con unos pantalones doblados bajo el brazo y al salir acudían a cierto piso de la calle Fontanella, cuya dueña parece que era una exclaustrada cordial y culta, y allí se ponían los pantalones, encendían pitillos, se tumbaban en el suelo sobre almohadones y aceleraban su íntimo latido hablando de las nuevas ideas con una vehemencia parecida a la de las prostituta ante la próxima llegada de la VI Flota. Tiempo después, los cada vez más numerosos y excitados asistentes a las clases de Historia de cierto profesor adjunto recién regresado de Francia, tuvieron ocasión de ver como se producía periódicamente un milagro ante sus asombrados ojos: durante la lección, la palabra mágica del profesor, su exposición exhaustiva y dialéctica de ciertas realidades de la vida, iba dando vueltas en torno a sí mismo (en realidad no hablaba más que de sí mismo, dirían luego sus detractores) como un pájaro maravilloso y exótico que con el pico fuese liberándole de sus prendas de vestir y colocándole otras, o como la lenta metamorfosis efectuada por la varita mágica de una hada, hasta que se quedaba completamente vestido de miliciano, con mono y fusil y cartucheras y todo, ante los deslumbrados ojos de sus alumnos. (Por supuesto, los que estaban familiarizados con la verdadera personalidad del miliciano, encontraban el parecido lejano y grotesco). Un visionario estremecimiento recorría la clase de cintura en cintura, las muchachas escuchaban al profesor boquiabiertas y con los ojos cerrados, un conocido sobón de mano larga y expeditiva llegó a decir que percibía claramente ciertos suspiros, otros oían tocar campanas, es la hora, soltad las palomas, amigos, voy a ser padre: esta es la historia de un parto múltiple y adolescente, hay generosidad y sacrificio pero también negligencia y confusión, no todos los hijos serían luego reconocidos por el padre, así es la vida, todos hemos sido jóvenes, suceden tantas cosas.

Los acontecimientos se precipitaron: bastó que Luis Trías de Giralt efectuara un rápido viaje a París para que, a su regreso, empezara a correrse la voz de que también él se había inscrito (la noticia, que de golpe convertía a Luis Trías en el elemento más calificado para hacerse con el mando de la incipiente organización secreta, provenía en realidad de una de aquellas chicas que asistían a las reuniones del piso de la calle Fontanella: fue después de una noche de gin y desquiciamiento verbal con el propio líder en el bar “Saint-Germain”, donde juntos incubaron vagas conexiones con misteriosos poderes ocultos). La Universidad de Barcelona debía ponerse a la altura de la de Madrid, que en estas lides siempre fue más seria, consecuente y eficaz. “En febrero del 56, después de la suspensión de un Congreso de Estudiantes, en Madrid, los ánimos estaban excitados, hubo un choque, sonó un disparo, y un joven cayó al suelo gravemente herido.” Luis Trías, que por esas fechas estaba en Madrid (empezaba a convertirse en un ser convenientemente ubicuo, escurridizo y sorprendente) fue detenido y sufrió seis meses de cárcel.

Teresa recibía sus cartas, que leía en los claustros de la Universidad, un tanto apartada de todos pero no lo bastante como para dejar de darse cuenta de que era observada y envidiada. Luego, la intrépida rubia y sus amigos colaboraron en un intento de huelga obrera que desgraciadamente fracasó. Era la primera vez que los estudiantes se adherían a un movimiento obrero, y en las aulas, el prestigio de las cuatro con pantalones iba creciendo con todo el merecimiento, la dignidad y el riesgo que ello comportaba. Corría de mano en mano un número especial de “
Les Temps Modernes
” dedicado a la “gauche”. Asombrosas noticias circulaban. Al mismo tiempo, empezó a destacarse en la Facultad de Letras un estudiante egipcio de aspecto profético, guapísimo, dueño de unos legendarios ojos negros y de un lenguaje apocalíptico (“Vengo a anunciaros que esta coña se acaba”) que mereció la categoría de “muy conectado” sin que nadie supiera jamás por bondad de quién, aunque se sospecha de una quinta chica-incubadora que a última hora se había unido al pequeño comité central. Regresó Luis Trías de Giralt (no volvió solo, como ya se sabe: le acompañaba el fantasma del tormento) ya indiscutible líder (categoría: conectadísimo) y empezó a vérsele a todas horas y en todas partes con Teresa Serrat, que durante su ausencia no sólo había continuado valerosamente su obra sino que además le había sido fiel. Entonces fue cuando juntos organizaron tantas cosas que habían de cubrirles de gloria y de prestigio —un día que estaban rodeados por la policía armada, sin poder salir del aula y llevando varias horas sin hacer sus necesidades, consiguieron, gracias a un vibrante discursó a dúo, que todos los alumnos, chicos y chicas, olvidaran sus complejos pequeño-burgueses y se decidieran a orinar allí mismo, sin vergüenza: el espectáculo revistió un carácter de solidaridad cuyos pormenores y encantos (algunos francamente adorables, por cierto) todavía muchos recuerdan—. Su actividad culminó con la famosa manifestación de octubre, después de lo cual, la Universidad estuvo cerrada por la autoridad durante una semana, a varios estudiantes se les hizo expediente —Teresa y Luis entre ellos— y otros fueron expulsados o detenidos. No sería justo silenciar cierto noble y valeroso sentido de la entrega, rayano en la temeridad, que caracterizó la actuación desinteresada de Teresa Serrat y de sus amigos. La naturaleza de este sentido de la entrega fue y sigue siendo materia de discusión.

Hoy, transcurridos casi dos años y cuando en la Universidad todo parece haber vuelto a su estado normal, el generoso ardor democrático sigue aún latente y acaso más febril que nunca, aunque, para ser exactos, habría que denunciar cierto sensible desplazamiento que tal ardor ha empezado a sufrir en el interior de los jóvenes cuerpos: digamos tan sólo que ha descendido un poco más en dirección a las oscuras y húmedas regiones de la pasión. Debido a ello, algunos han empezado ya a caer del pedestal (el egipcio, que en todo había sido un precursor y, anticipándose a muchos, se llevó una buena tajada del favor femenino, resultó no sólo que no estaba conectado sino que ni siquiera era egipcio) en tanto que otros se afirmaban más en el suyo, por lo menos de momento, como Teresa Serrat y Luis. En cuanto a ellas, solamente una alcanzó la dicha de conectar plenamente y hasta el fondo con el poder oculto, si bien fue para lamentarlo quién sabe si para toda la vida: era la quinta chica-incubadora de mitos, víctima propiciatoria (del egipcio, según luego se supo) que fue arrastrada por la otra vorágine, el movimiento subterráneo que también estaba agitando la superficie, y que acabó en París después de abandonar a su familia, con la carrera a medias, madre a medias, desengañada a medias y trabajando en una “
pátisserie
”. Un estudiante-poeta (que años después se haría famoso en el extranjero con un libro de poemas titulado “Pongo el dedo en la llaga”) dijo que por cada gota de su virginal sangre derramada nacerían flores de libertad y de cultura.

Ciertamente, no todos estuvieron a la altura de las circunstancias. Por su escaso número inicial y su inveterada propensión al mito y al folklore, en la crónica futura sus nombres serán silenciados y al cabo olvidados (consignado quedará, sin embargo, y con nostalgia, que vivieron una primavera gloriosa y fecunda); no así en la presente historia, la cual, con todo el respeto (todavía hay heridas abiertas) se ve en el penoso deber de citarlos un momento en torno a Teresa Serrat para que ayuden a explicar mejor la naturaleza moral del conflicto que arrojó a la bella universitaria en brazos de un murciano. Y también para hacerles justicia, de paso: porque diez años después todavía estarían pagando las consecuencias, todavía arrastrarían trabajosamente, aburridamente cierto prestigio estéril conquistado durante aquellas gloriosas fechas, una gran lucidez sin objeto, un foco de luz extraviado en la noche triste de la abjuración y la indolencia, desintegrándose poco a poco en bares de moda con la otra integración a la vista (la europea, de cuyas bondades, si llegaban un día, ellos y sus distinguidas familias serían los primeros en beneficiarse), oxidándose como monedas falsas, babeando una inútil madurez política, penosamente empeñados en seguir representando su antiguo papel de militantes o conjurados más o menos distinguidos que hoy, injustamente, presuntas aberraciones dogmáticas han dejado en la cuneta. Empero también esto, lejos de perjudicarles, les favorece: así son mártires por partida doble, veteranos de dos frentes igualmente mitificados y decepcionantes. Pero la juventud muere cuando muere su voluntad de seducción, y cansado, aburrido de sí mismo, aquel esplendoroso fantasma del tormento se convertiría con el tiempo en el fantasma del ridículo personal, en un triste papagayo disecado, atiborrado de alcohol y de carmín de niñas bien, en los miserables restos de lo que un día fue espíritu inmarcesible de la contemporánea historia universitaria. Y la veleidad y variedad de voces en el coro, el orfeónico veredicto: alguien dijo que todo aquello no había sido más que un juego de niños con persecuciones, espías y pistolas de madera, una de las cuales disparó de pronto una bala de verdad; otros se expresarían en términos más altisonantes y hablarían de intento meritorio y digno de respeto; otros, en fin, dirían que los verdaderamente importantes no eran aquellos que más habían brillado, sino otros que estaban en la sombra y muy por encima de todos y que había que respetar. De cualquier modo, salvando el noble impulso que engendró los hechos, lo ocurrido, esa confusión entre apariencia y realidad, nada tiene de extraño. ¿Qué otra cosa puede esperarse de los universitarios españoles, si hasta los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años?

Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda.

Frecuentaban el bar “Saint-Germain-des-Prés”, en el barrio chino. Aquella noche, después de cenar, con los ojos enternecidos aún por las bruscas roturas del sol entre nubes y la piel encendida de proximidades y roces pijoapartescos, Teresa Serrat conducía velozmente su automóvil hacia la plaza Sanllehy, donde tenía que recoger a Manolo. Hasta hoy había estado nutriéndose de ganas de presentarlo a sus amigos, y ahora de pronto la idea la inquietaba. No es que temiese alguno de aquellos coqueteos descarados de Leonor Fontalba, o alguna impertinencia de Luis Trías dictada por el resentimiento, sino el hecho mismo de introducir al chico en un clima intelectual, en aquellos centros nerviosos y teorizantes (de los cuales ella empezaba a estar francamente harta, se daba cuenta ahora que creía conocer bien a Manolo) que según el estado de depresión o de exaltación del grupo se traduciría en ganas de desconcertarle o de maravillarle. ¿Debería recordarles que el chico era un obrero: es decir, una persona que no está para alardes dialécticos, un hombre con otros problemas? Precisamente, cuando pensaba en eso se sentía tranquila y orgullosa: confiaba plenamente en el muchacho, en su natural poder de seducción, en su estilo, en su indiferencia mineral, un tanto cínica pero respetuosa, y sobre todo en cierto carácter moderno de sus actitudes, algo que no podían desvirtuar ni las mismas reminiscencias primitivas, de gitano solemne, que a menudo ella veía parpadear en torno a su orgullosa cabeza, como si la noche de sus cabellos hiciera guiños. Por cierto, la naturaleza estética de su modernismo era más bien europea, no hispánica; se lo diría a Leo Fontalba, que en la playa le había llamado xarnego. No era por supuesto como la de cierta alegre juventud (que no es joven ni alegre: es simplemente sevillana) que Luis Trías consideraba ideal para las tertulias en el barrio chino porque tenían una personalidad exclusivamente verbal, eran seres locuaces y divertidos pero sin cuerpo y por lo tanto inofensivos (eso decía Luis en medio de una extraña excitación, insistiendo en lo nefasto que para todos había sido el egipcio, aquella personalidad de piel oscura), sino que su imperio era forzosamente otro, ya me dirás si no, qué quieres, el imperio de los murcianos o es físico o no es nada, también eso se lo diría a Leo, porque en ese sentido, en el estético, el murciano puede ser más europeo que el catalán, y en fin que en todo caso sus actitudes hieráticas sólo eran ibéricas en la medida que él era orgulloso y estaba seguro de sí, y eso no era un defecto sino todo lo contrario... Desde atrás unas manos le taparon los ojos y se estremeció hasta la raíz de los cabellos.

—Manolo... Ay, qué haces. Qué puntual.

No era cierto. Llevaba esperándole más de media hora, sentada y con los brazos sobre el volante, divagando, sin enterarse del paso del tiempo. Una vez más, él cerró la puerta con seguridad y firmeza.

—Naturalmente, son muy listos —le explicó ella más tarde, mientras maniobraba estirando el cuello y moviendo perezosamente las manos en torno al volante, como en sueños. Bajaban ya por las Ramblas y Manolo miraba, por pura deformación profesional, las motocicletas aparcadas bajo los árboles—. Pero si te parece que están de guasa, o si se ponen pesados hablando de literatura o de nuestras cosas de la Universidad...

—Yo nunca hablo de política —previno él.

—...no tienes más que hacerme una señal y nos largamos. Les quiero mucho pero les tengo muy vistos. Y estas reuniones en el bar de Encarna me las sé de memoria.

Manolo, que por supuesto no conocía a los amigos de Teresa (aunque sí el bar, que había frecuentado tres años antes, con intenciones que sorprenderían no poco a Teresa, si las supiera) presintió que esta noche podía ocurrir algo decisivo, algo que si él acertaba coger por los cuernos acaso le permitiría apuntarse un buen tanto. Porque si bien era cierto que Teresa parecía creer en él, su posición no estaba consolidada ni mucho menos. Hasta ahora, a solas con la muchacha había podido ir trampeando el asunto, aquella extraña personalidad que le había designado tan guapamente (está un poco de moda eso, pensaba a veces, son los tiempos que corren); pero comprendía que las cosas debían naturalmente complicarse, que había llegado la hora de afrontar riesgos cuya naturaleza seguía siendo oscura, si bien ya no tanto como al principio. Nada más entrar en el bar notó en el rostro el soplo helado del peligro, la onda expansiva que procede a la explosión (en sus comienzos como descuidero de coches también la había experimentado), y mientras avanzaba hacia ellos se prometió no hablar más que lo estrictamente necesario: intuía que iba a ser objeto de un ataque, premeditado o no, e ignoraba de qué lado vendría.

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