Últimas tardes con Teresa (38 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
12.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué quieres decir, chaval?

Ricardo ya estaba a punto de doblar la esquina, los demás iban tras él, oyeron un inquietante restregar de suelas sobre el empedrado, Ricardo decía: “Venga, no seáis animales, dejadlo ya”, pero antes de llegar vieron el fardo salir de repente disparado de espaldas hacia ellos, y cayó a sus pies. Era Luis Trías y parecía, simplemente, como si andando hubiese tropezado. “¿Qué pasa?”, preguntó Jaime Sangenís. Luis se frotaba el mentón, no quiso que nadie le ayudara a levantarse.

Su cabeza estaba definitivamente ladeada. Manolo salió de lo oscuro, sin mirar a nadie.

—¿Vienes o no? —dijo sin pararse. Indudablemente se refería a Teresa, y todos la miraron. El murciano siguió caminando hacia la calle Escudillers. Ellos estuvieron un rato sin saber qué hacer. Cuando se bebe más de la cuenta (no recordaban que Manolo apenas había bebido) ocurren estas cosas, ya se sabe. Lo que desde luego no sabían es que aquella bofetada del murciano significaba el principio de toda una serie de impresionantes bofetadas en cadena que el prestigioso líder, como si repentinamente hubiese caído en desgracia, iba a recibir desde aquel día sin razón aparente y casi sin saber de dónde procedían. La desgracia se cierne a veces sobre uno sin que al parecer exista una causa concreta.

Manolo se alejaba por la calle con las manos en los bolsillos, cabizbajo. Los pasos que esperaba oír sonaron al fin tras él. Aflojó la marcha. Ella, al llegar, se colgó de su brazo.

—¿Conmigo también estás enfadado? —preguntó.

—No estoy enfadado con nadie. Pero vámonos de aquí. Estas juergas siempre acaban mal.

—Pero ¿qué es lo qué ha pasado? ¿Acaso Luis te ha contado algo de mí...?

Por primera vez, él estuvo tentado .de decirle la verdad. Pero lo que dijo fue: “Son cosas nuestras”.

Teresa se tambaleó un poco.

—Yo también estoy bastante borracha, ¿sabes? —dijo cerrando los ojos—. Pero te llevo a casa, a tu querido, maravilloso Monte Carmelo. Dime, ¿quién es Bernardo?

Él guardó silencio. Pero tuvo que pararse, porque de pronto Teresa se le quedó quieta, como dormida en los brazos. La rubia cabeza, despeinada, se apoyó en su pecho. Estaban bajo la luz de un farol. Manolo apartó con la mano los sedosos cabellos y acarició el rostro de Teresa, que emitió un zureo de paloma. Mirando este rostro ahora desmayado, exhausto, de niña vencida por el sueño y quién sabe qué emociones, el murciano sonrió bajo la amarilla luz del farol, sonrió tristemente, con un repentino sabor de ceniza en la boca.

Rozó suavemente sus labios entreabiertos mientras caminaban lentamente por un callejón lateral en dirección a los muelles (quería que la muchacha se despejara un poco antes de coger el volante) pero ella, restregándose como un gatito, le colgó los brazos al cuello y le obligó de nuevo a pararse. Le besó y le dijo: “Soy feliz”. Ahora estaban en lo más oscuro. Se oían palmas y un rasgueo de guitarra en alguna parte. Manolo pensaba que sólo iba a ser un rápido besuqueo, porque ella apenas se tenía en pie, pero aquella bruma rosada y blanca (fresa y nata) de su boca abierta resultó inesperadamente cálida, una dulce esponja húmeda que se adhería y cedía, y él, atrayendo a la muchacha hacia sí, le devolvió ávidamente los besos. Teresa, con un brillo azulino y lúcido en los ojos, fue retrocediendo despacio hasta apoyar la espalda contra la pared, donde las manos de él quedaron momentáneamente aprisionadas, verificando un delirio con los dedos: bastaba deslizarlos arriba y abajo y comprobar la ausencia de la cinta para imaginar una vez más la vibrante desnudez, la trémula libertad de los pequeños pechos bajo la blusa. Ahora lo atrajo ella, adelantando las pueriles caderas de colegiala con un gesto alegre y deliciosamente obsceno. Dejó que las manos de él acariciaran sus muslos, subiendo, y de pronto sus sentidos se llenaron a rebosar de una miel deslumbrante. “No, aquí no...” murmuró al sentir la boca quemante en sus hombros, en su cuello. Y echaba la cabeza hacia atrás, con una nerviosa sacudida, y volvía a él desde lo oscuro, ofreciéndole los labios temblorosos con una aspiración sibilante, mientras con los ojos parecía implorarle (acababa de decidirlo) que la llevara a algún sitio, ser amada y suya hasta la muerte...

Baja, charnego, aquí conviene detenerse, se dijo él. Le dolió mucho su dulce mirada de sumisión y desencanto, pero rodeó fuertemente sus hombros con el brazo y la llevó al coche. Allí, acurrucada junto a su pecho, ella fue sofocando los ardores y sonreía feliz, todavía algo mareada. Soplaba una brisa demasiado fría. Él acarició las mechas rubias de su pelo, postergó aquella constante y encendida prefiguración del mañana y de repente volvió a entristecerse, sin saber exactamente por qué.

El destello de alguna atroz realidad saltando, como suele saltar, del mismo corazón de la primavera. Porque la juventud...

Virginia Woolf

Años después, al evocar aquel fugaz verano, los dos tendrían presente no sólo la sugestión general de la luz sobre cada acontecimiento (con su variedad dorada de reflejos y falsas promesas, con sus muchos espejismos de un futuro redimido) sino también el hecho de que en el centro de la atracción del uno por el otro, incluso en la médula misma de los besos a pleno sol, había claroscuros donde anidaba ya el frío del invierno, la muerte de un símbolo.

—¿Eres sincero conmigo, Manolo? A veces temo...

—¿Qué temes?

—No sé...

El íntimo deterioro del mito se efectuó, no obstante, sin menoscabo de su creciente amor por el muchacho. La verdadera personalidad del joven del Sur se le reveló a Teresa precisamente (y bastaron tres tardes) al adquirir plena conciencia de que había sido seducida no por una idea, sino por un hombre. Primero fue una sensación de extravío mental, la necesidad de revisar algunos conceptos sobre el asombroso mundo en que vivimos al descubrir insospechadas uniones, escandalosos abrazos de la realidad con la ilusión: cierto domingo por la tarde, con sol y repentinos chubascos (era a últimos de agosto) Teresa se empeñó en entrar en un baile popular del Guinardó. Casualmente se habían refugiado de la lluvia en un bar desde el que veían el “Salón Ritmo”, al otro lado de la calle, y en cuya entrada se agolpaban los muchachos y las muchachas que llegaban corriendo bajo la lluvia. A Manolo se le ocurrió decir que éste había sido su baile, años atrás. “¿Por qué no entramos?”, propuso ella con una luz alegre en los ojos. “No te gustará, está lleno de golfos”, advirtió Manolo, pero ella insistió tanto (“lloviendo y sin coche, ¿qué otra cosa podemos hacer?”) que él no tuvo más remedio que satisfacer su capricho.

En aquel momento lo que caía del cielo era un diluvio. Manolo se quitó la americana y protegió con ella a la muchacha al cruzar la calle. Teresa se apretaba a él y se reía. En la taquilla había un hombre gordo y sonrosado que fumaba ideales y Teresa le pidió uno. “No seas descarada”, la amonestó Manolo cariñosamente. “Calla, hombre. Lo vamos a pasar pipa, ya verás”. Chicos 25 Ptas. Chicas 15. Discriminación, anunció la feliz universitaria. Consumición incluida en el precio. Actuarán: Orquesta Satélites Verdes con su cantor Cabot Kim (Joaquín Cabot) Maymó Brothers (ritmos afrocubanos) Lucieta Kañá (juvenil intérprete del cuplé catalán) y otras destacadas figuras del momento. “La cosa promete”, dijo Teresa. Desde el principio mostró una excitación extraña. Actuación única y especial del “Trío Moreneta Boys” (las bonitas notas de la sardana y el moderno rock fundidas en una sola composición). “Maravilloso —exclamó Teresa al entrar—. Yo no me pierdo eso”. Era un local denso y abarrotado, en la pista no se podía dar un paso. Muchachos endomingados, de ojos sardónicos y aire impertinente, iban de un lado a otro en grupos compactos, molestando a las chicas, inclinándose sobre ellas, escrutando sus escotes y susurrando piropos. Casi todos eran andaluces. Las ardientes miradas que captaba Teresa eran harto expresivas, y la presencia constante de Manolo a su lado la defendió de un asedio que, de ir ella sola, no se habría quedado en simple admiración. El azar quiso este día adornarla con una sencillez casi dominguera (falda blanca y plisada, blusa azul de cuello alto y ancho cinturón negro) que habría hecho juego con el ambiente de no ser por su lánguida melena de niña bien y su piel tostada por el sol del ocio, dos encantos que la traicionaban, pues ella hubiese deseado pasar desapercibida. En los palcos y en las sillas alineadas en torno a la pista había grupos estatuarios de muchachas que a ratos cuchicheaban, y al fondo, en el pequeño escenario, los Satélites Verdes con sus blusas rutilantes y su cantor (demasiado melódico, según criterio general) que lucía fino bigote negro y voz nasal, gregoriana. El local había pertenecido a una vieja Sociedad obrera cultural y recreativa (Hogar del Gremio de Tejedores) que, con toda su Masa Coral, su Biblioteca y su Teatro, hoy convertido en “Salón Ritmo”, desapareció con la República. Decoración solemne y anticuada: cuatro paredes espléndidamente circundadas en lo alto por una faja de guirnaldas de flores, racimos de uva y escudos de yeso en relieve con una cara dentro y debajo un nombre ilustre (Prat de la Riba, Pompeu Fabra, Clavé) catalanes gloriosos, prohombres de aquel añorado obrerismo de “orfeó i caramelles”, y cuyos severos perfiles parecían desdeñar la dominical invasión de analfabetos andaluces. En la galería del primer piso, en medio del rancio olor de los palcos de madera, vagaba todavía el melancólico fantasma de un espíritu familiar y artesano que reinó antaño y que hoy sólo disponía de un refugio: el almacén de bebidas y trastos viejos, antes biblioteca y sala de billar, ahora con restos mutilados y aún estremecidos de Dostoiewski y de Proust traducidos al catalán junto a Salgari, Dickens, el “Patufet” y Maragall y oxidados trofeos y viejos estandartes del Hogar del Tejedor que duermen juntos el sueño del olvido.

En la sala de baile hacía un calor infernal y triunfaba un espléndido olor a sobaco. Teresa refrenaba generosos impulsos comunicativos. ¡Oh bailes de domingo, el mundo es vuestro! ¡Islas incultas y superpobladas, cielos violentos, ternura avasallada, jardines sin aroma donde sin embargo florece el amor, vuestro es el mañana! Cogida al brazo de Manolo al estilo nupcial o sentada con él al fondo de un palco, relajado el cuerpo pero con la cabeza en la misma actitud vigilante y despierta que en la butaca de un cine (respirando un aire poblado de fantasmas) y luciendo su hermosa garganta desnuda, ella no perdía detalle del espectáculo y hacía comentarios elogiosos sobre las parejas que rodaban apretadas en la pista, infatigablemente, como en un hormiguero. Manolo reconoció algunos célebres elementos del barrio, los tenía muy vistos: eran los mismos que los jueves iban al Salón Price a bailar con las chachas, y también a Las Cañas, al Metro, al Apolo, y a los cines Iberia, Máximo, Rovira, Texas y Selecto, pequeños murcianos sudorosos con camisas rayadas de cuello duro y sofocantes trajes de americana cruzada, tiernos bailarines que nunca encontraban pareja, que daban vueltas y más vueltas en torno a la pista con las caras levantadas hacia los palcos y devorando con los ojos a las muchachas sentadas en las sillas como esfinges, y cuyo silencio despectivo o tajantes negativas ante los requerimientos de ellos: (“¿bailas, nena?”. “No”. “¿Por qué no?” “Porque no”. “Pues jódete, tuberculosa”. “Enano, sinvergüenza”) eran por supuesto, según Teresa manifestó a Manolo, injustas e infinitamente más crueles que los insultos que recibían. Tal vez por ello, y teniendo en cuenta que hoy Manolo no parecía compartir demasiado sus ganas de diversión (esto la sorprendió: sólo dos veces había conseguido que él la llevara a la pista para bailar, y aún de mala gana) Teresa no quiso negarle un baile al joven que inesperadamente se pegó a ellos, empeñado en hacerle recordar a Manolo cierta noche de juerga que habían corrido juntos mucho tiempo atrás. Teresa quiso que Manolo se lo presentara y le preguntó por su barrio y por su trabajo. El chico resultó ser de Torre Baró, un remoto suburbio, y dijo ser especialista en electrónica. “¿Quiere usted bailar?”, preguntó muy gentil. Teresa aún no se había decidido (vio que Manolo sonreía irónicamente, desinteresado) pero iba a ocurrir algo que la empujaría a aceptar alegremente: estaban los tres de pie en un ángulo de la sala, todo el mundo esperaba que la orquesta atacara el próximo baile (acababa de cantar Domin Marc y estaba anunciada la actuación del “Trío Moreneta Boys”) cuando, de pronto, se produjo un pequeño revuelo que serpenteó en medio de la pista; se oyeron algunos chillidos femeninos, las parejas se agitaron y muchas cabezas se volvieron en dirección a ellos. Al parecer, andaba por allí un bromista que pellizcaba a las chicas. Teresa se rió, como si aquello fuese la cosa más natural del mundo. “¡Qué divertido, me parece muy bien!”, dijo. Estaba frente al amigo de Manolo, cuya perfumada cabeza le llegaba a la barbilla; era un muchacho, sin embargo, que daba una extraña impresión de esbeltez, muy tieso, fino de cuerpo y envuelto en un furioso olor a agua de colonia, con una estrecha americana a cuadros, ojillos pesarosos de japonés y un tupé untado de brillantina. Teresa le miraba con simpatía pero seguía indecisa, y fue entonces cuando notó en las nalgas un pellizco de maestro, muy lento, pulcro y aprovechado. No dijo nada, pero se volvió disimulando, roja como un tomate, y tuvo tiempo de ver una silueta encorvada, los hombros escépticos y encogidos de un tipo bajito que se escabullía riendo entre las parejas. Al mismo tiempo, oyó a su lado la voz de una muchacha que le decía a su amigo: “Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano. El domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si quería algo de él, qué te parece el caradura”. “Y ¿le has llamado...?”, preguntó la otra. Teresa no pudo oír la respuesta porque el galante pigmeo que tenía enfrente y seguía mirando embobado insistió: “¿Bailamos, Teresina?” (delicioso, encantador, el electrónico). La orquesta se había arrancado, y Teresa, todavía con el tibio escozor en las nalgas, quien sabe si moviéndose en parte a instancias de la oscura y benemérita labor de tocones como aquél (héroes anónimos), o acaso por una simple fascinación del ambiente, se abandonó riendo en brazos del pequeño murciano de Torre Baró y temerariamente se lanzó con él al revuelto mar de achuchones, codazos y sudores. Superándose a sí mismos, el “Trío Moreneta Boys” interpretaba su gran éxito del momento, un bolero ideal para bailar a media luz. En aquel confuso mar de cabezas que rodaban lentamente en medio de la penumbra no había, en contra de lo que Teresa había pensado, ninguna alegría especialmente sana ni liberada de complejos burgueses: se bailaba apretadamente y en silencio y había una extraña seriedad en los rostros, flotaba un indecible aire de respetabilidad, grotescamente romántico y circunspecto, más aún que el que podría haber en un baile de sociedad organizado por ricas casaderas. Teresa siguió con los ojos a Manolo largo rato, veía sus espaldas alejándose aburridamente, le veía desde lejos y por encima de las olas, hasta que comprendió que ella se hundía sin remedio. Fue atroz, a pesar de que al principio le hizo cierta gracia; ella no era consciente de su leve falda airosa, de que no llevaba sostén baja la blusa, del derrame de sueños áureos que este insólito descubrimiento iba a provocar en su pareja. Resultado: el especialista en electrónica se reveló súbitamente como un arrimón desenfrenado, un desesperado pulpo con cincuenta manos y cuya boca jadeaba en la oscuridad sobre su pecho izquierdo, que había perdido el habla y que la empujaba con el vientre, sudando y afanándose penosamente, y que ella procuró resistir por pura cortesía hasta que, oprimidos por las demás parejas en medio de la pista, no pudiendo dar un paso más, se quedaron quietos, bloqueados, él basculando (Teresa notaba la pequeña y áspera mano recorriendo su espalda como una araña) y doblado hacia atrás como un fino y esforzado bailarín de tangos. ¿Dónde estaba aquella alegría directa y sana de los bailes populares? Un olor a sobaco, eso era todo. En torno a ellos, las parejas habían dejado de bailar y estaban quietas, con los rostros vueltos hacia el escenario y escuchando la canción del “Trío Moreneta Boys”. Las manos tenían desesperadas relaciones con las cinturas, extraños y penosos requiebros con las sombras. Teresa aún intentó reír, pero fue la última vez aquel día. De pronto se quedó rígida: la apretaba tanto aquel pequeñajo eléctrico, que la tenía prácticamente en vilo, sin dejarla tocar el suelo con los pies. Hacía rato que ya había perdido a Manolo de vista (¿se habrá ido, dejándome en manos de estos salvajes?) y repentinamente asustada, creyendo que se había quedado sola y que no podría escapar de allí, lanzó una furiosa mirada a su pareja, que se hallaba ya en un lamentable estado de disolución. Lo que Teresa- adivinó al ver sus ojitos (mucho tiempo después aún recordaría aquellos diminutos ojos congestionados y tristes, mirándola desde abajo como los de un perrito apaleado: fue realmente su primer contacto con la realidad) estuvo a punto de provocarle tal crisis de nervios que de pronto se soltó y empezó a abrirse paso a codazos, sintiendo que le faltaba el aire. Todo era mentira: el melódico “Trío”, los obreros amigos de Manolo, los bailes populares... Las parejas la miraban y sonreían, pero nadie parecía dispuesto a dejarla salir de la pista. “¡La finolis! Lo ha plantado”, oyó decir a una muchacha. “Pobre chico. Eso no se hace”. Finalmente consiguió llegar hasta donde había dejado a Manolo. Ni rastro de él. Quedó desconcertada en medio de la oscuridad. “Manolo”, murmuró débilmente. Podía ser cualquiera de las sombras que veía. Rostros desconocidos, extrañamente iluminados y sudorosos, como una pesadilla, se volcaban sobre el suyo y oscilaban al compás de una horrenda música de cháchara. “Manolo...” Una mano atrevida tiró de sus delicados cabellos de oro, y labios pegados groseramente a su tierna oreja babeaban palabras obscenas. “¿Me buscas a mí, rubia?” “Niñapijo, qué buena estás”. “No corras tanto, princesa, que pierdes las bragas”. Una muchacha robusta de labios rojos la defendió, insultando a los gamberros. Temblándole las piernas, avergonzada y furiosa a la vez, buscó a Manolo con ojos desesperados por todo el local, incluso en la galería del primer piso, donde algunas parejas bailaban estrechamente abrazadas en la sombra. Allí, en un pasillo, creyó ver a Manolo entrando en un cuarto y se precipitó tras él. Dentro, una bombilla amarillenta, enrejillada, vieja amiga de las moscas, depositaba mansamente sucia luz sobre cajas de cerveza apiladas junto a unas estanterías mohosas, de cristales rotos y llenas de telarañas; en el suelo, en el centro de la habitación, libros cubiertos de polvo y revistas antiguas amontonadas como para una fogata. “Manolo ¿eres tú?”, susurró. El cuarto olía a humedad. Una tos ahogada tras las cajas de cerveza. Los pies de Teresa tropezaron con el montón de libros (le parecía oír una alegre risa femenina) o mejor dicho, con un volumen que se había quedado algo distanciado de la pila, era un volumen de rojas cubiertas que yacía sobre una fotografía, amarilla por el tiempo, en la que destacaban unas blancas y venerables barbas: Madame Bovary y Carlos Marx rodaban por el suelo estrechamente abrazados, enardecidos, huyendo del montón de ciencia y saber dispuesto para el fuego o el trapero. Suspiros en algún rincón y además oyó perfectamente la risita licenciosa burlándose de ella, de su pasmo, de su miedo ante la realidad. De pronto algo se movió detrás de las cajas: una muchacha morena, de grandes y soñadores ojos negros, con trenzas, retrocedía hacia el rincón mientras se arreglaba la falda. Miraba a Teresa sonriendo algo azorada, pero sin un pestañeo, sin remilgos, refugiándose por inercia tras la pila de cajas. Junto a ella se incorporó un mocetón pelirrojo con chaqueta de camarero y una botella de coñac en cada mano. “¿Busca usted algo?”. La muchacha de las trenzas dejó oír de nuevo su risa llena y soñadora con los ojos ahora fijos en su amigo. Teresa bajó los suyos (miró por última vez a la insólita pareja que se revolcaba a sus pies, en medio de un glorioso olor a terciopelo mordido por la humedad) balbuceó una disculpa y luego dio media vuelta y salió corriendo. Regresó a la galería que daba sobre la pista de baile. Habían encendido las luces. Desde allá arriba, asomada a la barandilla, veía toda la pista y los palcos. Manolo se había esfumado “Tal vez se ha enfadado. Soy tonta, soy tonta...”. Al volverse tuvo otro sobresalto: el pequeño murciano estaba tras ella mirándola, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y sonriendo con una mueca indefinible. Esperaba, respetuoso, humilde, decididamente flechado. Teresa escapó corriendo otra vez y bajó las escaleras de cuatro en cuatro. Finalmente salió al vestíbulo, donde estaba el guardarropa y el bar.

Other books

Cherry Bites by Alison Preston
When Darkness Ends by Alexandra Ivy
Unseen Academicals by Terry Pratchett
The Swindler's Treasure by Lois Walfrid Johnson
Every One Of Me by Wilde, Jessica
Tycoon Takes Revenge by Anna DePalo
Buddha's Money by Martin Limon
Catching Fire by Suzanne Collins