Últimas tardes con Teresa (40 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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— ...y se conoce que le han zumbado bien esta vez, mírele usted, ya puede usted mirarle, ya, lleva una buena tajada, pero no crea que es peligroso, es que su mujer es de miedo, aquí este inútil (señaló a Manolo) de mi hermano se lo puede decir, antes él y Bernardo (señaló a Bernardo, y Teresa se quedó en suspenso al oír su nombre) siempre salían juntos, cuando las cosas marchaban bien para todos, cuando había interés por el trabajo y una pizca de dignidad, lo que pasa es que Bernardo ha tenido mala suerte con la Rosa, que es un sargento. La Rosa es su mujer —concluyó en un alarde de precisión.

Fue al final del rollo de esta noche. Teresa pensó que el principio debía contener sin duda otras revelaciones no menos sorprendentes, pero imposible recuperarlo ya, estaría deshaciéndose en la memoria de los dos cobradores de autobús. De cualquier forma, la terrible sospecha estaba de nuevo aquí: aquel gran Bernardo del cual Manolo le había hablado tanto, y que ella había comparado con Mauricio (errante sombra parisiense y genitora), ¿sería esta piltrafa humana que sangraba en el rincón? Sus sospechas aumentaron al captar a su lado una furtiva mirada de Manolo, una mirada que espiaba sus pensamientos, y de pronto experimentó de nuevo aquella náusea y aquella sensación de desencanto que se adueñó de ella en el baile del domingo. En este momento vio a Bernardo levantándose para salir: ¿este pobre tipo que camina balanceándose, encorvado, empujando el rostro, empujándolo tercamente como un ciego o como un loco peligroso, esta ruina moral y física podía ser Bernardo, el grande, el duro e invulnerable cerebro que trabajaba en la sombra?... De no ser porque resultaba demasiado lúgubre esa espalda, ese arrastre de pies, ese abrumado espectro del Carmelo, ella se habría echado a reír. ¿Y semejante irresponsable, semejante futuro delincuente sexual había de ocuparse de la impresión de los folletos para los estudiantes? Lo sabía, lo había sospechado siempre: el Monte Carmelo no era el Monte Carmelo, el hermano de Manolo no se dedicaba a la compraventa de coches, sino que era mecánico, aquí no había ninguna conciencia obrera, Bernardo era un producto de su propia fantasía revolucionaria, y el mismo Manolo...

Sin saber muy bien lo que hacía, pidió un perfumado (lo cual provocó una cumplida carcajada del hermano de Manolo) al tiempo que interrogaba al muchacho con los ojos, aturdida, deprimida por lo que acababa de ocurrírsele. Pero en los ojos negros de su amigo ya no vio más que adoración, ningún secreto poder, ningún heroico supuesto de peligros, ningún otro sentimiento que no fuese aquella adoración por ella. Salió del bar Delicias precipitadamente y se dirigió a su coche. Se oía muy fuerte la radio de un vecino: deliciosa pero inoportuna melodía, ya no haces falta, ya los guapos chicos del arrabal no pasean en camiseta a la luz de la luna. Manolo iba a su lado, observándola, vigilando sus movimientos con cierta paternal solicitud, como si ella fuese realmente una niña pequeña que daba sus primeros pasos sola y pudiera caerse (bien mirado, me he portado como una niña tropezona). Temía la reacción de Teresa, el alud de preguntas que iba a caerle encima de un momento a otro. Pero Teresa se había encerrado en su mutismo. Caminando presurosa, con aire de dignidad ofendida, se limitó a dejarse acompañar por la carretera, en medio de la noche. Al llegar al automóvil se sentó al volante y se quedó quieta, pensativa, con la vista clavada al frente. Manolo se deslizó dentro del coche con suavidad felina, como si no quisiera turbar los pensamientos de ella, contempló su perfil durante un rato, en silencio, y luego le rozó la sien con los labios.

—Basta, Manolo, por favor —dijo Teresa—. ¿Me has tomado por una niña estúpida?

—Intenté muchas veces decirte cómo es el barrio, que no te hicieras demasiadas ilusiones...

—Cállate. Eres un farsante.

Teresa se volvió y le miró a los ojos fijamente, con dureza. Se oía el chirrido de los grillos a ambos lados de la carretera. Manolo sostuvo la mirada azul de la muchacha. La adoraba en este momento más que nunca: le pareció que en cuestión de minutos Teresa se había hecho una mujer, una mujer adulta que lo mismo podía hundirle un puñal en el pecho que hacerle un sitio en su cama y en su vida para siempre. Consideró: ¿y si le hablara claro de una vez, ahora, aquí mismo, y si le confesara que no soy nada ni nadie, un pelado sin empleo, un jodido ratero de suburbio, un sinvergüenza enamorado?... Espera, ten calma.

—Sólo quisiera saber —dijo ella con la voz rota— qué pasa con la multicopista y con los impresos que te comprometiste a entregarnos.

Manolo se pasó la mano por los cabellos: había olvidado por completo aquel extraño compromiso, contraído un tanto irreflexivamente, y ahora no se le ocurría nada para justificarse.

—Baja —ordenó Teresa.

—¿Cómo?

—Que te bajes del coche —De pronto la voz se le quebró del todo—. ¿Por qué no eres sincero conmigo? Creo... creo que es lo menos que merezco—. Él iba a decir algo, pero Teresa ya había abierto la puerta y bajaba precipitadamente. Cerró de golpe, dejándole a él dentro, y se quedó allí de pie, en la carretera, con los brazos cruzados. Tras ella cantaban los grillos y parpadeaban las luces de la ciudad.

—¡Qué ridículo! —exclamó—. Quisiera que Maruja se curara en seguida y terminar de una vez con todo esto, marcharme, terminar con el verano, con las vacaciones, con estos paseos, con todo. ¡Estoy harta, harta!

—Perdóname, Teresa —dijo él—. Te explicaré. Anda, sube. Ella no se movió. Manolo abrió la puerta:

—Venga, mujer, sube.

—Cuando tú te bajes, si no te importa.

Miraba a lo lejos, con la barbilla sobre el pecho y un aire de morriña que acusaba todavía más aquel gracioso mohín de desdeño del labio superior. Él la contempló un rato: le excitaba extrañamente esta nueva Teresa que mantenía el puñal en alto, la encontraba deliciosa con el enfado. Se lo dijo. “Vete a la mierda”, murmuró ella. Tenía los ojos llorosos. Al darse cuenta, Manolo saltó del coche y fue hacia ella. Pero la muchacha le esquivó dando media vuelta y se sentó al volante. “Teresa, escúchame...”, rogó él. Ella puso el motor en marcha, pero no arrancó en seguida, parecía tener dificultades con el cambio (la primera no entraba) o simularlo, quizás esperaba algo de él. Manolo comprendió que no debía dejarla marchar sin darle alguna explicación, la que fuera. Está visto —pensó oscuramente— que para esta criatura el amor y el complot todavía sigue siendo una sola y misma cosa. Y entonces tuvo una revelación:

—Está bien, como quieras —dijo, aventurando una mano hacia sus cabellos (ella hizo un dudoso gesto esquivo)—. Mañana tengo que ir a recoger los dichosos folletos de tus amigos. Vendrás conmigo, ¿estamos? Te espero en la clínica a las diez de la mañana.

Teresa le clavó una última y triste mirada y el coche arrancó bruscamente, con aquel zumbido juvenil y alocado que siempre haría estremecer la piel del murciano. El chico se alejó lentamente por la carretera. Cuando llegó a casa, sacó del armario unos pantalones blancos y le pidió a su cuñada por favor que se los planchara para mañana. Luego se tumbó en su camastro (su hermano le llamaba y le insultaba desde el comedor, pero él no hizo caso) y estudió un plan con todo detalle.

Por su parte, Teresa llamó a la clínica nada más llegar a casa: Maruja estaba bien, es decir, igual. Luego se duchó, y, descalza, con la chaqueta del pijama, la cabeza gacha, se sentó a la mesa del comedor, sola (su padre se habla ido a Blanes a última hora de la tarde). Vicenta le sirvió la cena, pero ella apenas la probó. Puso discos de Atahualpa Yupanqui, bebió dos ginebras cortas con mucho hielo y se fue a la cama con una tercera, la cabeza estallándole de dudas y divagaciones. Formuló cien preguntas serias sobre su joven amigo hasta que descubrió, asombrada, que no se interrogaba honestamente. La rondaba la sombra deleitosa de la autocrítica: el cambio que empezaba a operarse en sus ideas le asustaba. Estaba enojada consigo misma, su conducta con Manolo le parecía ridícula, tontamente sublimada —admite que la personalidad política del chico dejó de importarte hace tiempo, reconócelo, pensaba ahora, tendida en la cama de su dormitorio pintado de azul, sin poder dormir (su abdomen palpitante registraba un ritmo de guitarra), sudando una ginebra musical entre muñecas y discos y libros, frotando tiernamente su mejilla contra ‘el hombro desnudo. La libertad, la oposición, la patria... A fin de cuentas, ¿qué es la oposición? ¿Qué significa militar en una causa? El mismísimo comunista, ¿qué es? (silencio: los muslos de Teresa sudan miel, una motocicleta cruza velozmente la noche tranquila de San Gervasio). En el fondo, pensaba, estoy sola; he vivido, hasta ayer mismo, rodeada de fantasmas. Soledad, generosidad, sentimentalismo, curiosidad, interés, confusión, diversión; ella podía enumerar todas estas emociones porque ya creía tener la clave que explicaba la conducta del muchacho y la suya propia: los dos, cada cual a su manera, estaban en guerra con el destino. Pero le quedaba la curiosidad. ¿Cuál puede ser la idea de la libertad en un muchacho pobre como Manolo? Ir a mi lado en el Floride, lanzados a más de ciento cincuenta por hola, o besar correctamente la mano de mamá, o hacer el amor en la Costa del Sol con una turista rica, o tal vez no es más que un medio para ganar tiempo, para robarle tiempo a la pobreza, a la desdicha y al olvido. Sí: un hombre que intenta ganar tiempo, que está en guerra con el destino, eso es Manolo, eso somos todos. Pero ¿y su idea de la libertad? Un coche sport. Un veloz y fulgurante descapotable. Un Floride blanco para todo el mundo (no te salgas de la fila, sino con la fila) en vez de un mundo donde sea posible un Floride para todos. Error de perspectiva —no es culpa suya—, y en cierto modo es lo mismo, quiero decir normal. Es inteligente, atractivo, generoso, pero pícaro, descarado y probablemente embustero: se defiende como puede. Porque ¡qué sé yo de los efectos rarísimos que ejerce la pobreza sobre la mente! ¡Qué sé yo del frío, del hambre, de los verdaderos horrores de la opresión que debe sufrir un chico como él si aún ni siquiera le he preguntado qué jornal gana, si nos empeñamos siempre en no querer hablar del jornal de un hombre, sólo de su conducta (pues bien, compañeros, yo afirmo que la conducta de un hombre depende de su jornal) si hoy mismo, portándome como una marquesita estúpida que hace una pataleta ante su chófer, le he obligado a bajar del coche, si quería interrogarle en vez de ayudarle, si él es tan encantador, tan guapo, tan gentil y paciente conmigo!... ¿Me ha pedido nunca el carnet ideológico? No. Y sin embargo, promete los folletos para mañana; es muy posible que todo esto no sea más que un fárrago de disparates. Me importa un rábano. Cien preguntas inútiles y cien respuestas inútiles acerca de mi Manolo: en la verdad o en la mentira, cualquiera que sea su conciencia de clase, su visión del futuro, la verdadera pregunta es... (¡ay mamá, y sigo sin poder dormir!).

La gran pregunta se había quedado en eso: ¿hasta dónde será capaz de llegar por mí?

...armado

más de valor que de acero

Góngora

La calle se parecía al lecho de un río: lodo, hierbas y cantos. En menos de un año se había hundido, como si hubiesen pasado las impetuosas aguas de una riada, y Teresa se preguntó qué habría sido de cierto joven obrero de sonrisa inocente que nunca había oído hablar de Bertolt Brecht. Las altas chimeneas se alzaban contra el cielo, emborronándolo de humo. Al fondo de la calle se veían las primeras estribaciones de Montjuich. Ellos avanzaban en silencio por la maltrecha acera, junto a la larga pared de la fábrica tras la que latía como un pulso el sordo rumor de las máquinas. Nadie a la vista, aquella calle jamás había conducido a ninguna parte. Era por la mañana, cerca de las once, y el sol pegaba fuerte. El ruido de la fábrica le devolvía a Manolo la nostalgia invernal de cierto callejear y la turbadora imagen de las rodillas de Teresa ciñendo las piernas de un desconocido; evocó la risa de Maruja, su brazo colgado del suyo, la pesada maleta con los cubiertos... Un grupo de niños salió corriendo de un portal, persiguiéndole con pistolas de juguete. Al final de la calle, Manolo se paró:

—Aquí es —dijo señalando un pequeño portal—. Seguramente les encontraré en el terrado. Es mejor que me esperes aquí, o en el coche, como quieras. No les gusta que lleve a extraños... Pero si ves que tardo demasiado, sube. ¿De acuerdo?

Teresa no respondió, observaba a los niños que jugaban en la otra acera; pero había oído bien. Vio, con el rabillo del ojo, a Manolo entrando en el portal. Al quedarse sola, el corazón empezó a latirle con fuerza. Desde que se habían encontrado en la clínica, media hora antes, sólo una vez se había dignado hablar con su amigo. Más que enojada con él, estaba desconcertada: tan decidido le veía en relación con el asunto de los folletos, tan plena y candorosamente entregado a recuperar el afecto y la confianza de ella. Por otra parte, esta mañana había ocurrido algo en la clínica que aún la mantenía en cierto estado de asombro: cuando estaban junto al lecho de la enferma, en el momento en que Manolo tendía la mano hacia la frente de ésta para quitarle un hermoso rizo decapitado (le habían cortado el pelo muy corto), Maruja abrió súbitamente unos ojos de alarma y de súplica, afiebrados, clavándolos en Teresa por espacio de unos segundos. Dina también estaba allí, pero ni ella ni Manolo parecieron darse cuenta de nada, o no darle importancia. Sin embargo, había sido algo más que una simple reacción nerviosa de los párpados, algo más que el casual y ciego extravío de dos pupilas de muñeca rota, de dos cristales velados: ella hubiese jurado (al menos en ese momento) que Maruja pretendía hablarle, que incluso movió los labios, que aquello era una llamada directa y personal a su comprensión y a su condición de señorita, una repentina señal de lucidez que de alguna manera le pedía que confiara en el chico y no le dejara hacer más locuras... ¿O se lo había parecido? Al salir, mientras subían al coche, se disponía a contárselo a Manolo cuando éste, lacónicamente, le pidió que le llevara al Pueblo Seco. Durante el trayecto sólo habló él: qué cosa formidable el verano, las calles regadas, el aire parece perfumado, los barrios elegantes parecen dormidos, vacíos, oh Teresa, la ciudad es nuestra... “¿Qué te pasa? —añadió—. ¿Aún estás enfadada?” Ella conducía velozmente, abstraída y bella, con su peculiar estilo rebelde (bonito en verdad: muy echada hacia atrás en el asiento, los brazos tensos, completamente estirados y rígidos hacia el volante, la barbilla sobre el pecho, la mirada desafiante: así debió morir James Dean) y atenta al tráfico, pero desdeñándolo. Escondía su gran curiosidad y aquella musical vibración de su vientre, que aún le duraba de la víspera, tras una máscara de indiferencia. Por su parte, el murciano se había presentado en traje de campaña: camisa rosa con bolsillos y manga larga, zapatillas de basquet y unos ceñidos pantalones blancos, limpísimos, que le sentaban muy bien. ¿Qué se proponía? Cuando estaban en el Paralelo, le ordenó a Teresa que doblara por una calle a la izquierda y que parase en la entrada. Y al reconocer la calle, ella tuvo otra sorpresa.

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