Últimas tardes con Teresa (9 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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En contra de lo que temía, no oyó ningún silbato ni le siguió nadie. Subió por el Paseo de San Juan, General Mola, General Sanjurjo, calle Cerdeña, plaza Sanllehy y carretera del Carmelo. En la curva del Cottolengo redujo gas, se deslizó luego suavemente hacia la izquierda, saliendo de la carretera, y frenó ante la entrada lateral del Parque Güell. Sin bajarse de la motocicleta proyectó la luz del faro hacia el interior del Parque: se desgarraron las sombras de la noche, vio algunos troncos de pino, la hierba, y en el límite de la luz una reluciente pelota negra rebotando y escurriéndose entre la espesura: un gato. Del Sans, ni rastro. Habían quedado en encontrarse aquí. “Habrá ido a comer algo”, pensó. Estuvo un rato sin saber qué hacer. Luego le dio de nuevo al pedal y siguió carretera arriba a velocidad moderada. En las revueltas, a la- derecha, la luz del faro se proyectaba sobre el vacío y la oscuridad de la hondonada; a lo lejos brillaban las luces de la ciudad; la iluminación de Montjuich, que en el verano se ve desde aquí como una explosión de fulgores simétricos hendiendo la noche, se había apagado ya. A la izquierda, hierba y rocas, las primeras estribaciones del Monte Carmelo. Cuando llegó a lo alto, en la última revuelta, aceleró hasta llegar a la calle Gran Vista, donde frenó y se apeó. Las tiendas y las casas encaradas al Parque Güell estaban cerradas y a la luz coagulada de los seis postes dormitaban herméticas, inhóspitas, a lo largo de la única fachada: las zonas de sombra le daban a la calle una profundidad que en realidad no tenía. No se veía un alma y el silencio era absoluto, pero para el joven del Sur flotaban en el aire enojosas presencias, un familiar latido humano, suspicaces esperanzas. En esta hora de la noche, el Monte Carmelo es como un enorme forúnculo dormido, envuelto en su propio fluido invisible y febril, en sus cotidianas punzadas de dolor, en su vasta aura sensual.

Descendió por la ladera poblada de casitas encaladas, colgadas casi en el aire, y de cuya especial y obligada disposición en la accidentada pendiente resultaba una intrincada red de callecitas con escalones, recovecos y pequeñas rampas. Bajó a saltos, apenas alumbrado por sucias bombillas, dobló a derecha y a izquierda varias veces, siempre por calles como de juguete y casi con la misma alegría infantil y tardía de sus primeras correrías por el barrio: esto, aunque ya no era el soleado laberinto donde hubo un tiempo en que todo parecía posible, guardaba todavía algo de lo que él se había traído del pueblo años atrás, cierta confianza en sí mismo que se derivaba de la fragilidad en torno, del carácter de provisionalidad con que había visto siempre marcadas las cosas de su barrio y del mismo aire de pobreza que las envolvía. Ya muy abajo en la ladera, rodeó la tapia de un jardín descuidado y se detuvo ante la pequeña puerta de madera que un día le había cautivado: se diferenciaba de las demás puertas porque era antigua, labrada con unos dibujos complicados que la lluvia había casi borrado, y sobre todo por la inverosímil aldaba, una mano pequeñita, delicada, torneada —una mano de mujer, pensaba él siempre— ciñendo una bola. En el barrio no había otra puerta como aquella. Pertenecía a una torre de dos plantas, pequeña y ruinosa. Enfrente se extendía el descampado con el chirrido de grillos. El Pijoaparte dio tres golpes con la aldaba y luego retrocedió para ver si se iluminaba la ventana de arriba. La noche era todavía cerrada y las estrellas parecían brillar con más intensidad. Oyó voces en el interior de la casa y el ruido de un mueble. “¿Quién?”, dijo una voz ronca. “Soy yo, Cardenal, abre”. Al poco rato se abrió la puerta y asomó la cabeza completamente blanca y despeinada de un hombre. Los largos y sedosos cabellos, a pesar del desorden, dejaban adivinar las formas nobles y hermosas del cráneo, y la cara, aunque ahora embotada por el sueño, mostraba la corrección de unos rasgos suaves y afables, la nariz un poco aguileña, las mejillas azulosas y admirablemente rasuradas. La piel bronceada de la frente contrastaba agradablemente con la blancura del pelo. ¿Por qué le llamarán el Cardenal?, pensaba él siempre.

—¿Qué hay? —dijo el hombre—. ¿Qué quieres a estas horas?

—Tengo poco tiempo. Está ahí, te la puedo entregar ahora mismo. Es una Ossa, nuevecita. Bueno, qué dices.

El Cardenal le miró achicando sus ojos negros de largas pestañas. Detrás de su cabeza, más allá de la puerta entornada, asomaba un rayo de alguna luz interior, y sus fulgurantes cabellos blancos, al mover él la cabeza, parecían tocados por una llama loca.

—Acércate.

El muchacho no se movió: jadeaba a causa de la carrera y permanecía un tanto apartado, envuelto en las sombras. Respetaba mucho al Cardenal, le tenía por el hombre más inteligente del barrio, el único que sabía leer en los ojos de los demás.

—¿No me has oído? Acércate. —El muchacho obedeció. Le envolvió un olor a polvos de talco y a coñac—. ¿Dónde está Bernardo?

—No sé...

—¿Has hablado con tu hermano?

—El taller está cerrado, acabo de llegar.

—Sabes que no quiero nada con vosotros. Los tratos los hago con tu hermano. De modo que a dormir.

Iba a cerrar. El Pijoaparte apoyó una mano en la puerta, casualmente rozó la aldaba con los dedos.

—Espera, Cardenal. Tú eres un hombre de gusto, todo el mundo lo dice. ¿Por qué no quieres ayudarme?

—¿Qué diablos tiene que ver...? —Una sonrisa amistosa iluminó de pronto aquella tez rosada que trascendía una sospechosa juventud—. Eres muy listo, muchacho, siempre he sabido que llegarías lejos. Pero tienes que hacerme caso.

No podía saberse con precisión a qué se refería el Cardenal: tal vez no sería osado aventurar oscuras disposiciones afectivas —que en el barrio, por otra parte, muchos comentaban con calor y en términos nada abstractos— pero para el Pijoaparte, que admiraba en el Cardenal justamente un superior sentido de la decencia y de la discreción, aquello no era sino una nueva capa de misterio y de púrpura que venía a añadirse a las muchas que ya lucía tan altísimo señor.

—Yo siempre te hago caso, Cardenal. Lo cabreante es tener que tratar con mi hermano. Ahora no puedo llevar la moto a casa, no tengo donde meterla y estoy sin un clavo. Por favor, no me dejes en la estacada. Quédate con ella y dame lo que te parezca...

—Pero bueno ¿qué te impide dejarla en tu casa?

El hombre se adelantó un poco más, el muchacho notó su aliento en la cara. “¿Por qué le llamarán el Cardenal?”

—Mi hermano es un imbécil —masculló el murciano—. Dice que nada de motos hasta nuevo aviso... ¿Te parece serio, Cardenal?

—Está en lo cierto. Yo se lo aconsejé, hay que dejar pasar unos días. —Hizo una pausa, mirando los ojos del muchacho; luego bajó la vista y retrocedió para cerrar la puerta—. La metes en el taller y la desguazas. —Volvía a tener su habitual expresión palaciega, risueña, pero distante—. Veré lo que se puede hacer, pero recuerda esto: cuando quieras hacer las cosas por tu cuenta, aprende a llegar tú solo hasta el final. No sé qué te pasa, pero últimamente no das una (el Pijoaparte bajó la cabeza). Ten cuidado, Manolo, las motos no se han hecho para salir de paseo con las niñas, el verano es peligroso (le dio un cariñoso cachete). Bueno, anímate... Hortensia no hace más que preguntar por ti, está enferma. ¿No piensas venir a verla? Tomaremos café y charlaremos. Y ahora vete, hala, sé buen chico...

Cerró muy despacio. “Buenas noches”, murmuró el muchacho.

O mejor, buenos días: una claridad lechosa empezaba a extenderse por el cielo del Carmelo. Subiendo hacia la calle Gran Vista, el murciano reflexionó acerca de si le convenía ir a casa o esperar al Sans en el lugar convenido. Se decidió por lo último. Montó en la motocicleta y se lanzó carretera abajo sumido en vagos y molestos remordimientos: el Cardenal tenía el extraño don de pellizcarle la conciencia. Por otra parte, la promesa hecha al Sans de llevar a las chicas a la playa, la idea de que se estaba metiendo en un callejón sin salida, se hacía particularmente aguda a medida que despuntaba el día.

Ahora ya no quedaba ni una luz encendida en las laderas del Monte Carmelo. “Gran tipo, el Cardenal”, pensó. Miró la motocicleta recostada sobre la hierba, a su lado. “Bernardo habrá ido a buscar a las niñas”. Un polvillo soleado, rasante, se filtraba entre la vegetación del parque, y el domingo, por fin, estaba allí. Él se adormilaba.

Bernardo Sans bajaba con su Ossa a tumba abierta, echándose casi a tierra en las curvas. Penetró en el parque aminorando la marcha, dejó el motor en ralentí y siguió un trecho ayudándose con los pies, entre los árboles. En la boca llevaba una manzana mordisqueada. Se tumbó junto a su amigo.

—Tenía hambre —dijo—. Las chavalas vienen dentro de un rato. ¡Les he dado un susto! —Se echó a reír, señalando una piedra—. Mira, como éste, un pedrusco como éste he tirado a la ventana de la Rosa... ¿Has estado aquí todo el tiempo?

—¿Traen la comida?

—Pues claro. Lo prepararon todo anoche. Bueno ¿cómo te fue?

El Pijoaparte no dijo nada. De espaldas sobre la hierba, tenía los brazos cruzados sobre los ojos. Al cabo de un rato bramó:

—¡Hay que joderse! Pero al regreso de la playa las cierro con llave en el taller, las motos, y ni hablar de sacarlas como no sea para ir derechitas al Cardenal, ¿entendido?

—Lo que tú digas. Por un viaje a la playa no pasará nada, no temas... —Un rato callado—. Oye ¿estás durmiendo?

Sólo se oía el trinar de los pájaros. El murciano estuvo removiéndose de un lado y de otro como hubiese hecho en la cama, respirando con sobresaltos, hasta que volvió a quedar de cara al cielo con los brazos cruzados sobre la frente. Entonces, con voz soñolienta, desafectada, le confesó al Sans que había intentado deshacerse de la moto a pesar del trato que había hecho con él, pero que el Cardenal le había fallado. No le pedía perdón de una manera explícita, sino que se limitaba a informarle del hecho con una voz manifiestamente impersonal, vencida por la ronquera y la fatiga según todas las apariencias, como si hablara en sueños y por boca de otro acerca de algo que no le interesaba en absoluto. Fue breve, economizó palabras, pero no pudo evitar que las pausas se cargaran de significación: el Sans supo captar y agradecer esta confianza de su amigo. Le atizó un afectuoso puñetazo en el hombro. “Cabrón”, dijo. El Pijoaparte guardó silencio. Antes de dormirse definitivamente, se le oyó decir en un catalán insólito por el acento y la melancolía: “
Tots som uns fills de puta
”.

Ha llegado con los años, inconscientemente, a hacer una especie de mecánica selección de recuerdos con el mismo oscuro criterio que el que hace anualmente una selección de nombres de amigos anotados en la agenda vieja antes de pasarlos a la nueva: se ha quedado con unos pocos, los más fieles, los más queridos.

Manolo Reyes —puesto que tal es su verdadero nombre—era el segundo hijo de una hermosa mujer que durante años fregó los suelos del Palacio del marqués de Salvatierra, en Ronda, y que engendró y parió al niño siendo viuda. Su primera infancia, Manolo la compartió entre una casucha del barrio de “Las Peñas” y las lujosas dependencias del palacio del marqués, donde se pasaba las horas pegado a las faldas de su madre, de pie, inmóvil, dejando vagar la imaginación sobre las relucientes baldosas que ella fregaba.

Una curiosa historia circulaba, según la cual su madre había tenido amores, a poco de enviudar, con un joven y melancólico inglés que fue huésped del marqués de Salvatierra durante unos meses. El niño nació en la fecha prevista según el malicioso cálculo de las malas lenguas. Pero Manolo arremetió siempre contra la pretendida autenticidad de esa historia, y el empeño que puso en desmentirla fue tal que llegó incluso a asombrar a su propia madre: se pegaba salvajemente con sus compañeros de juegos cuando se burlaban de él llamándole “el ingle”, y se tiraba a matar contra las personas mayores y las insultaba groseramente si hacían ante él algún comentario burlón. A decir verdad, esa cólera precoz no se debía tanto al interés por defender la honra de su madre como a una insólita necesidad, instintiva, profunda, de que a él se le hiciera justicia según exigía su propia concepción de sí mismo; es decir: el chico arremetía contra esa historia porque ponía en peligro, o por lo menos en entredicho, la existencia de otra que encendía mucho más su fantasía y que suponía para él la posibilidad de un origen social más noble: ser hijo del mismísimo marqués de Salvatierra. En efecto, a medida que fue creciendo, todos los hechos relacionados con su nacimiento —ser hijo de alguien que no podía darse a conocer a causa de su condición social en Ronda, haber sido engendrado en una época en que su madre vivía prácticamente en el palacio del marqués y, sobre todo, la circunstancia, para él todavía más significativa, de haber nacido en una cama del mismo palacio (en realidad fue por causa del parto prematuro, casi sobre las mismas baldosas que la hermosa viuda fregaba, por lo que fue preciso atenderla en el palacio)—fueron cristalizando de tal forma en su mente que ya desde niño creó su propia y original concepción de sí mismo.

Era, en cierto modo, como una de esas mentiras que, debido a la confusa naturaleza moral del mundo en que vivimos, pueden pasar perfectamente por verdades al sustituir, por imperativos de la imaginación, mentiras aún peores. Manolo Reyes, o era hijo del marqués, o era, como Dios, hijo de sí mismo; pero no podía ser otra cosa, ni siquiera inglés.

Cuando, para ayudar con algún dinero a su madre, se hizo maletero en la estación y ocasional guía turístico de Ronda, esmerándose todo lo que pudo en la presencia y en el trato, sus compañeros empezaron a llamarle el “Marqués”. El apodos discutible o no, obtuvo la aprobación general. Nadie supo jamás que él había sido el creador de su propio apodo, ni tampoco las astucias que desplegó para divulgarlo. Manolo estaba muy lejos de considerarlo como su primer éxito profesional —puesto que la naturaleza de esta profesión era algo que no estaba todavía claro en el horizonte de sus proyectos— pero pudo saborear por vez primera su poder. No tardó, sin embargo, en descubrir que todo esto eran balbuceos sin utilidad ninguna de orden inmediato, y que había que esperar.

Aquellos fueron, en realidad, sus únicos juguetes de la infancia, juguetes que nunca había de romper ni relegar al cuarto de los trastos viejos. El chico creció guapo y despierto, con una rara disposición para la mentira y la ternura. Su madre le obligó a ir a clases nocturnas y aprendió a leer y a escribir. Tenía un hermanastro, mayor que él, que trabajaba en los campos de algodón y que años después emigraría a Barcelona. De su madre recordaría sobre todo sus manos húmedas, siempre húmedas, rojas y tiernas (desde que tuvo uso de razón, su idea de la servidumbre y de la dependencia estuvo representada por aquellas manos mustias y viscosas que le vestían y le desnudaban: eran como dos olorosos filetes de carne, no exactamente desprovistos de vida, de atenciones, sino de calor y de alegría). La quiso mucho hasta que ella se lió con un hombre, y sufrió pensando que no podía sacarla de la miseria. De su diario trato con el hambre le quedó una luz animal en los ojos y una especial manera de ladear la cabeza que sólo los imbéciles confundían con la sumisión. Muy pronto conoció de la miseria su verdad más arrogante y más útil: que no es posible librarse de ella sin riesgo de la propia vida. Así, desde niño necesitó la mentira lo mismo que el pan y el aire que respiraba. Tenía la fea costumbre de escupir a menudo; sin embargo, si se le observaba detenidamente, se notaba en su manera de hacerlo (los ojos repentinamente fijos en un punto de horizonte, un total desinterés por el salivazo y por el sitio donde iba a parar, una íntima y secreta impaciencia en la mirada) esa resolución firme e irrevocable, hija de la rabia, que a menudo inmoviliza el gesto de campesinos a punto de emigrar y de algunos muchachos de provincias que ya han decidido huir algún día hacia las grandes ciudades.

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