Un ambiente extraño (32 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Un ambiente extraño
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—A ciencia cierta no —respondió el doctor Martin—. Los análisis con animales de laboratorio pueden tardar unos días o varias semanas. Pero que la vacuna proteja a un animal no significa que vaya a servirle a un ser humano.

—Dado que han alterado el ADN del virus, yo no abrigaría la ilusión de que el virus de la vacuna vaya a resultar eficaz —avisó el coronel Fujitsubo.

—Yo no soy médico ni nada por el estilo —dijo Martínez—, pero me pregunto si de todos modos no sería conveniente vacunar a todo el mundo. Puede que dé resultado.

—Es demasiado peligroso —respondió el doctor Martin—. Si no se trata de la viruela, ¿por qué vamos a exponer deliberadamente a la población a la acción del virus y arriesgarnos de ese modo a que algunas personas contraigan la enfermedad? Además, cuando fabriquemos la nueva vacuna, no creo que sea aconsejable volver a la isla al cabo de unas semanas y vacunar a la gente de nuevo con un virus diferente.

—Por decirlo de otra manera —añadió el coronel—, no podemos utilizar a la población de Tangier como animales de laboratorio. Si los aislamos en la isla y les llevamos una vacuna lo antes posible, podremos contener este brote. Lo bueno de la viruela es que es un virus estúpido: mata a su huésped tan rápidamente que, si evitas que se extienda a otras zonas, acaba extinguiéndose.

—Estupendo. Así que se destruye una isla entera y mientras tanto nosotros nos dedicamos a mirar tan tranquilos cómo arde —me dijo el comisario Miles con enojo—. ¡Es increíble, joder! —Dio un puñetazo sobre la mesa y exclamó—: ¡No es posible que esto esté sucediendo en Virginia! —Se levantó de su silla—. Caballeros, me gustaría saber qué vamos a hacer si empieza a haber pacientes en otras zonas del estado. Al fin y al cabo, si para algo me nombró comisario de sanidad el gobernador fue para cuidar de la salud de Virginia. —Tenía la cara de un color rojo oscuro y estaba sudando—. ¿Ahora resulta que vamos a empezar a quemar nuestras ciudades y pueblos como si fuéramos yanquis?

—Si el virus se extiende —dijo Fujitsubo—, está claro que tendremos que utilizar los hospitales y habilitar salas tal como hicimos en otras épocas. El CCE y el IIMEIEEU ya están poniendo sobre aviso al personal médico de todas las poblaciones y va a trabajar con él codo con codo.

—Somos conscientes de que el personal de hospital corre un riesgo enorme —añadió el doctor Martin—. Desde luego sería estupendo si el Congreso pusiera fin a esas malditas bajas forzosas; así no estaríamos atados de pies y manos.

—Créame: el Congreso y el presidente están al corriente.

—El senador Nagle me ha asegurado que las bajas acabarán mañana por la mañana.

—Siempre están seguros de todo y repiten lo mismo.

La hinchazón y el picor que sentía donde me habían vuelto a vacunar me recordaban una y otra vez que probablemente me habían inoculado un virus para nada. Estuve quejándome a Benton desde que salimos de la sala de reuniones hasta que llegamos al aparcamiento.

—Han vuelto a exponerme a la acción del virus. Estoy enferma, lo cual significa que probablemente esté inmunosuprimida. Lo que me faltaba.

—¿Cómo sabes que no lo tienes? —preguntó con tiento.

—No lo sé.

—Entonces puedes contagiarlo.

—No, no puedo. La primera señal de que se puede contagiar son los sarpullidos, y me miro cada día. Si viera la menor seña de un sarpullido, volvería a aislarme. No me acercaría a menos de cien metros de ti o de cualquier otra persona, Benton —dije, enfadándome estúpidamente porque había insinuado que corría el riesgo de contagiar a cualquiera incluso un simple resfriado.

Mientras abría las puertas del coche me lanzó una mirada y comprendí que estaba mucho más afectado de lo que daba a entender.

—¿Qué quieres que haga, Kay?

—Llévame a casa para que pueda coger mi coche —respondí.

Oscureció rápidamente mientras recorría kilómetros y kilómetros de frondosos pinares. Los campos estaban en barbecho, aunque aún había borra de algodón pegada a los secos tallos, y el cielo estaba húmedo y frío como una tarta derretida. Al llegar a casa después de la reunión, había encontrado un recado de Rose en el contestador. Keith Pleasants había llamado desde la cárcel a las dos de la tarde para pedir desesperadamente que fuera a verle, y Wingo se había ido a casa porque tenía gripe.

A lo largo de los años había estado muchas veces en el viejo palacio de justicia del condado de Sussex, así que sus incomodidades y su pintoresquismo de antes de la guerra habían acabado por gustarme. Había sido construido en 1825 por el maestro de obras de Thomas Jefferson, era un edificio rojo con columnas y adornos blancos y había sobrevivido a la guerra de Secesión, pese a que los yanquis se las habían arreglado para destruir antes todos sus archivos. Pensé en los fríos días que había pasado en sus jardines acompañada por detectives, a la espera de que me llamaran a declarar, y me acordé de los casos que había llevado ante aquellos tribunales. Ahora tales diligencias se llevaban a cabo en el nuevo y espacioso edificio de al lado; cuando pasé por delante de él para dirigirme a la parte de atrás, me sentí triste. Las construcciones como aquélla eran un monumento a la creciente delincuencia; echaba de menos la tranquila época en que me había trasladado a Virginia y me había sentido sobrecogida ante sus viejos ladrillos y ante la vieja e interminable guerra que simbolizaban. En aquel entonces fumaba. Me figuré que guardaba una idea romántica del pasado, que es lo que suele hacer la mayoría de la gente. Pero echaba de menos el tabaco, las largas esperas y el mal tiempo fuera de aquel palacio de justicia, que apenas tenía calefacción. El cambio me hacía sentir vieja.

La jefatura de policía era también de ladrillo rojo y tenía los mismos adornos blancos. El aparcamiento y la cárcel estaban circundados por una valla rematada con alambre de espino, dentro de la cual había dos reclusos vestidos con un mono naranja que estaban secando un coche de policía camuflado que acababan de lavar y abrillantar. Me miraron disimuladamente; aparqué y uno de ellos golpeó al otro con una gamuza.

—¿Qué pasa, tía? —me dijo uno de ellos entre dientes cuando pasé por delante.

—Buenas tardes —respondí, mirándolos a los dos.

Como no tenían interés en la gente a la que no podían intimidar, miraron hacia otra parte. Abrí la puerta principal. La cárcel era tan modesta por dentro que casi resultaba deprimente, y además desentonaba enormemente con su entorno, como suele ocurrir con todos los edificios públicos del mundo. Dentro había máquinas de Coca-Cola y bocadillos, y las paredes estaban cubiertas de avisos de busca y captura; en una de ellas había un retrato de un agente que había sido asesinado al acudir a una llamada. Me detuve ante la mesa del oficial de guardia, donde una joven estaba trajinando papeles y mordisqueando un bolígrafo.

—Perdone —dije—, vengo a ver a Keith Pleasants.

—¿Está usted en su lista de visitas?

Bizqueaba por culpa de las lentillas y llevaba unos correctores de color rosa en los dientes.

—Supongo que sí, porque ha sido él quien me ha pedido que venga.

Pasó las hojas de una carpeta de tapas blandas hasta llegar a la que estaba buscando.

—¿Cómo se llama?

Se lo dije y ella movió el dedo por la hoja.

—Aquí está. —Se levantó de su silla—. Acompáñeme.

Rodeó el escritorio y abrió una puerta con una ventanilla enrejada. Dentro había una estrecha habitación en la que se tomaban las huellas dactilares y las fotografías para las fichas. Detrás de un destartalado escritorio de metal había un fornido agente de policía, y detrás de él otra pesada puerta enrejada por la que llegaban los ruidos de la cárcel.

—Tiene que dejar su bolso aquí-me dijo el agente. Se volvió hacia su radio y preguntó—: ¿Puedes venir aquí?

—Diez cuatro. Voy para allá —respondió una mujer.

Dejé el bolso sobre el escritorio y metí las manos en los bolsillos del abrigo. Iban a registrarme, algo que no me gustaba.

—Aquí tenemos un cuarto para las reuniones con los abogados —me comentó el agente, moviendo bruscamente el pulgar como si estuviera haciendo dedo—. Pero algunos de estos animales escuchan todo lo que se dice, así que si eso le supone un problema, vaya arriba. Tenemos una sala allí.

—Creo que estaré mejor arriba —dije en el momento en que aparecía una agente de policía fuerte y con el pelo blanco y corto que llevaba un detector de metales de mano.

—Levante los brazos —me ordenó—. ¿Lleva algo de metal en los bolsillos?

—No —respondí al tiempo que el detector gruñía como un gato mecánico.

Me lo pasó de abajo arriba primero por un lado y luego por el otro. Pero el aparato seguía sonando.

—A ver, quítese el abrigo.

Lo puse sobre el escritorio y ella volvió a probar. El detector continuaba haciendo su alarmante ruido. La agente frunció el entrecejo y siguió probando.

—¿Lleva joyas? —preguntó.

Hice un gesto de negación, y de pronto me acordé de que llevaba un sujetador de aros. Pero no tenía intención de hacérselo saber. Ella dejó el detector y empezó a cachearme mientras el otro agente permanecía sentado detrás del escritorio, mirándonos con la boca medio abierta como si estuviera viendo una película porno.

—De acuerdo —dijo la agente cuando hubo comprobado que era inofensiva—. Sígame.

Para subir arriba tuvimos que pasar por la zona de la cárcel en la que se encontraban las mujeres. La agente abrió una pesada puerta de metal haciendo ruido con las llaves; cuando hubimos pasado, la puerta se cerró estrepitosamente. Las reclusas eran jóvenes y rudas, iban vestidas con un uniforme de tela vaquera y ocupaban unas celdas equipadas con un lavabo, una cama y un retrete de color blanco en las que apenas cabía un animal. Algunas mataban el tiempo haciendo solitarios. Tenían la ropa colgada de los barrotes, cerca de unos cubos de basura que habían llenado con los restos de la cena. El olor a comida pasada me revolvió el estómago.

—Hola, guapa.

—Pero ¿qué tenemos aquí?

—Una señora elegante. Mira, mira, mira...

—Vaya, vaya, vaya...

Cuando pasamos por delante de ellas, varias trataron de tocarme sacando las manos entre los barrotes; una se puso a hacer ruidos de beso, y otras prorrumpieron en desagradables chillidos que debían de ser risas.

—Déjala aquí. Sólo un cuartito de hora. Vamos, ven con mamaíta.

—Necesito cigarrillos.

—Cierra la boca, Wanda. Tú siempre necesitas algo.

—Callaos todas —ordenó la agente en un tono monótono y aburrido mientras abría otra puerta.

Subí detrás de ella y noté que estaba temblando. El cuarto al que me llevó estaba lleno de cosas desordenadas, como si hubiera tenido una función en el pasado. Había unos tableros de corcho apoyados contra la pared, una carretilla en un rincón y, esparcidos por todas partes, papeles que parecían impresos y boletines. Me senté en una silla plegable detrás de una mesa de madera rayada de nombres y ordinarieces escritos con bolígrafo.

—Póngase cómoda, que ahora mismo sube —me dijo la agente antes de dejarme sola.

Me di cuenta de que tenía los caramelos para la tos y los pañuelos de papel en el bolso y el abrigo, los cuales había dejado abajo, así que estuve sorbiéndome por la nariz y con los ojos cerrados hasta que oí pasos. Cuando el agente hizo pasar a Keith Pleasants al cuarto, casi no pude reconocerle. Estaba pálido y desmejorado, el holgado uniforme que llevaba le hacía aún más delgado y las manos, que tenía esposadas por delante, las movía con torpeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas al mirarme, y cuando intentó sonreír le temblaron los labios.

—Quédate ahí bien sentadito —le ordenó el agente—. Que no te oiga dar problemas aquí arriba. ¿Comprendido? Si no, vuelvo y se acaba la visita.

Pleasants cogió una silla y estuvo a punto de caerse.

—¿Es realmente necesario que esté esposado? —pregunté al agente—. Está aquí por una infracción de tráfico.

—Señora, se encuentra fuera de la zona de seguridad. Por eso está esposado. Volveré dentro de veinte minutos —dijo antes de marcharse.

—Nunca he estado en una situación como ésta. ¿Le importa si fumo?

Pleasants se sentó y se rió con un nerviosismo rayano en la histeria.

—En absoluto.

Le temblaban tanto las manos que tuve que encenderle el cigarrillo.

—Parece que no hay ceniceros. Igual no se puede fumar aquí arriba. —Estaba inquieto y lanzaba miradas de un lado a otro—. Me han metido en una celda con un tío que es camello y tiene un montón de tatuajes. No me deja en paz. Como cree que soy marica, no para de meterse conmigo y de llamarme cosas. —Aspiró una gran bocanada de humo y cerró momentáneamente los ojos—. No estaba escapándome de nadie —añadió, mirándome a los ojos.

Me fijé en un vaso de plástico que había en el suelo y lo cogí para que lo usara de cenicero.

—Gracias —dijo.

—Keith, cuénteme lo que ocurrió.

—Volvía a casa del vertedero como siempre y de pronto apareció detrás de mí un coche camuflado con la sirena y las luces encendidas. Así que me paré inmediatamente y resultó que era ese cabrón de detective que está sacándome de quicio.

—Ring...

La furia empezó a apoderarse de mí. Pleasants asintió con la cabeza.

—Me dijo que llevaba más de un kilómetro siguiéndome y que no había obedecido a las luces. Pero eso es una mentira como una catedral, se lo aseguro. —Tenía los ojos brillantes—. Me ha puesto tan nervioso últimamente que ya ni sé si estaba detrás de mí, joder.

—¿Dijo algo más cuando le hizo parar? —pregunté.

—Sí, señora, sí que me dijo más cosas. Me dijo que mis problemas no habían hecho más que empezar. Ésas fueron las palabras exactas que empleó.

—¿Por qué quería verme?

Creía saberlo, pero prefería que me lo dijera él.

—Estoy metido en un buen lío, doctora Scarpetta. —Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas—. Mi madre ya es muy mayor y no tiene a nadie que cuide de ella más que a mí, y ahora resulta que la gente piensa que soy un asesino. ¡Pero si no he matado ni una mosca en mi vida! Ahora la gente me rehuye en el trabajo.

—¿Está su madre obligada a guardar cama? —pregunté.

—No, doctora. Pero ya anda cerca de los setenta años y tiene enfisema por culpa de esto. —Volvió a dar una chupada al cigarrillo—. Ya no puede conducir.

—¿Quién está cuidando de ella en este momento?

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