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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (10 page)

BOOK: Un ángel impuro
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»Pero a ti te conocí por tu sangre. Le susurré a Laurinda que trajese agua caliente y toallas. Parecías estar despierta y me mirabas y, aun así, era como si no fueras consciente de lo que ocurría. A las personas que están asustadas hay que hablarles siempre en voz baja, eso me lo enseñó mi madre. Aquel que grita en presencia de un enfermo puede ver sus voces convertidas en una lanza mortal.

»Laurinda acudió con agua y toallas y yo te quité la ropa ensangrentada. Rebuscando entre tu ropa interior encontré dinero, una gran cantidad que me hizo preguntarme con más curiosidad aún quién serías. Por una libra esterlina, un hombre puede quedarse conmigo en la cama toda una semana. Y las tenías por decenas. No me explicaba cómo era posible que una mujer tuviese tanto dinero, aunque fuera blanca.

»Confieso que se me pasó por la cabeza que, si morías, me quedaría con el dinero. Si no había nadie esperándote y si no pertenecía a otra persona. Así que dejé el dinero de nuevo entre la ropa interior, aunque ahora sabía que estaba ahí. Sufrías una fuerte hemorragia y noté que tenías fiebre. Hubo un momento en que pensé que no podría salvarte la vida, que, pese a todo, me había equivocado. Que quizá no fuese un aborto, sino otra cosa, una enfermedad para mí desconocida.

»Laurinda se mantenía apartada, pero siempre dispuesta a echarme una mano. De repente, oí que también el
senhor
Vaz había entrado en la habitación. Ese hombre vive para avasallar a la gente, sorprenderla haciendo algo que no debe. Oí que, en voz baja, le preguntaba a Laurinda qué estaba ocurriendo, y que Laurinda no supo qué contestar. Cuando lo oí decir que habría que llamar al doctor Garibaldi, me levanté de la cama, donde había estado hasta entonces en cuclillas, y le dije que no hacía falta, que el doctor Garibaldi no sabría cómo tratar aquella hemorragia. En ese instante pensé que el
senhor
Vaz iba a propinarme un bofetón, puesto que nunca tolera que una de sus putas exprese una opinión propia. Pero no me tocó. Creo que me leyó en la mirada que el doctor Garibaldi no haría sino empeorarlo todo. Y eso no le interesaba. Podría perjudicar el buen nombre de su establecimiento. Los clientes optarían por recurrir a otras putas, por más que el
senhor
Vaz tuviese fama de dirigir una casa de citas tan limpia como llena de hermosas mujeres negras. Pero el que una blanca estuviese desangrándose en una de sus habitaciones podría significar un mal presagio, que algún mal se cernía sobre O Paraiso. Aunque los blancos desprecian nuestras creencias, no han podido sustraerse a su influencia. Los malos espíritus también pueden atacar a los blancos. Hubo un tiempo en que creímos que la medicina africana, nuestra medicina, no surtía efecto en las personas de piel clara. Hoy sabemos que no es así. A vosotros os asustan tanto como a nosotros los malos espíritus que quieren hacernos daño. Yo no sabía quién eras ni adónde ibas, pero cuando te vi en la cama con la ropa interior empapada de sangre, pensé de inmediato que alguien te había deseado aquel mal, alguien deseaba tu muerte.

Felicia enmudeció de pronto, como si hubiese hablado de más. Desde la calle se oía el traqueteo de un carro cargado de bananas.

Hanna pensó que aún era demasiado lo que no comprendía.

No sólo porque apenas entendía lo que le decía Felicia, sino porque ahora sabía que aquel edificio no acogía únicamente el hotel en el que ella se había alojado después de huir del barco del capitán Svartman. Allí se ocultaba también un burdel, algo que no pudo evitar oírles a los hombres de a bordo. En otras palabras, Felicia, aquella mujer que tenía delante, junto al hermoso jacarandá, era una prostituta.

Pensó que debería levantarse, volver a su habitación, vestirse y marcharse a un hotel decente.

Pero Felicia era la persona que la había salvado, junto con la mujer que, como ahora sabía, se llamaba Laurinda. ¿Por qué iba a huir de ellas? Hanna no tenía nada que ver con el burdel, había reservado una habitación que pensaba pagar con su dinero.

El dinero que Felicia no le había robado, aunque pudo hacerlo.

Felicia la miró como leyéndole el pensamiento.

—Empezó a correr como un reguero de pólvora el rumor de que el establecimiento del
senhor
Vaz contaba ya con su primera puta blanca —prosiguió Felicia—. Y enseguida comenzaron a acudir nuevos clientes. Sin embargo, pronto comprendieron que no eras más que un huésped del hotel, lisa y llanamente. Y se sintieron infinitamente decepcionados.

—¿El
senhor
Vaz? —le preguntó Hanna—. ¿El propietario? ¿Quién es?

—Es un hombre que no soporta la sangre —explicó Felicia—. Que nosotras sangremos perjudica su negocio, a excepción de los casos en que vienen a buscarnos esos tipos execrables que sólo son capaces de acostarse con una mujer cuando está sangrando. Pero detesta todo lo demás que guarde relación con la sangre. Mientras no estés sana, se mantendrá apartado.

—¿Y qué pasará después?

—Mientras pagues la habitación, podrás quedarte, supongo.

Hanna notó de pronto que había alguien a su espalda. Cuando se volvió para mirar, se sobresaltó asustada. En un primer momento no comprendió lo que estaba viendo, hasta que se dio cuenta de que se trataba de un mono que, ataviado con una chaqueta blanca de camarero, la miraba fijamente.

26

Hanna pensó que se había vuelto loca. Aquello no podía ser verdad. Sin embargo, allí estaba el mono, de pie sobre sus tortuosas patas. Llevaba en una mano una bandeja con dulces. Felicia le dijo algo y el mono dejó la bandeja sobre la mesa, hizo una mueca, le rechinaron los dientes y desapareció.

—Se llama
Carlos
—explicó Felicia—. Por no sé qué rey portugués. Llegó hace cinco años junto con su dueño, un hombre que se dedicaba a cazar leones en las grandes llanuras del interior para colgarlos como trofeos. Por aquella época,
Carlos
llevaba un salacot, pero el día en que el propietario no pudo pagar después de haber estado recurriendo a las mujeres del negocio durante una semana, el
senhor
Vaz se lo cobró quedándose con el mono. Durante dos semanas, el animal sufrió el cambio, pero enseguida se acostumbró a la chaqueta blanca, a su nuevo nombre y a la idea de que ahora tenía un hogar mucho mejor que el anterior. Por las noches suele sentarse en el tejado a contemplar los bosques que se extienden al otro lado de la ciudad. Pero nunca se escapa.
Carlos
tiene aquí su casa.

Hanna seguía sin dar crédito ni a lo que había visto hacía un instante ni a lo que acababa de oír, pero Felicia sonaba muy convincente, era obvio que hablaba en serio.

De repente se oyó una música procedente de algún lugar. Hanna aguzó el oído y cayó en la cuenta de que era el piano, aunque no estaban interpretando ninguna pieza musical concreta, sino acordes sueltos, como si un niño estuviese aporreando las teclas.

Se repitió la misma secuencia. Y Hanna lo reconoció. El hombre que había visto limpiando las teclas estaba afinando el piano. En casa de Jonathan Forsman había un piano. Nadie interpretaba música en él, a nadie le estaba permitido tocarlo. Forsman llevaba la llave de la tapa colgada de la leontina. Pero dos veces al año iba un ciego a afinar el piano. Entonces todos debíamos guardar silencio. El afinador se presentaba cada vez que Forsman regresaba de uno de sus muchos viajes de negocios en trineo o en carro. Mientras el ciego manipulaba el piano, inclinado sobre las teclas con la llave de afinación en mano, Forsman escuchaba los sonidos con devoción. Para él, la perfección armónica no se hallaba en la música, sino en el piano bien afinado.

El afinador del burdel retomó su tarea. Estaba afinando las notas más bajas, según oyó Hanna. El hecho de que el hombre continuase con su tarea le infundió esperanza, una fuerza inesperada. «Nadie se pone a afinar un piano cuando alguien va a morir», se dijo. «En esas ocasiones, o todo está en silencio o interpretan algo que pueda aportar alivio o consuelo y que se concreta en una música lúgubre».

Recordó vagamente algo que pensó durante el tiempo que pasó en la casa de Forsman, cuando iba el afinador y Forsman se sentaba en una silla a disfrutar de la armonía restituida: «¿Qué es lo que ve?», se preguntó Hanna de repente. «¿Qué ve ese ciego que se me escapa a mí?». Era incapaz de imaginarse que cuanto había ante los ojos de aquel hombre fuese una inmensa negrura.

Hanna se sintió cansada. Felicia la acompañó a su habitación. Le habían cambiado las sábanas y le habían devuelto limpia la ropa interior ensangrentada.

Felicia se volvió en el umbral.

—¿Qué le digo al
senhor
Vaz? —preguntó.

—Que la mujer blanca sigue sangrando. No mucho, pero que necesita estar sola unos días más.

Felicia asintió.

—Te prometo que te mandaré a
Carlos
con el té, vendrá Laurinda a servirte.

Hanna rompió a llorar en cuanto Felicia abandonó la habitación. Lo hizo en silencio. No porque no quisiera que la oyeran, sino para no atemorizar a su propio cuerpo de modo que empezase a sangrar nuevamente.

27

Las putas mentían. Igual que los demás negros.

Eso fue lo primero que Attimilio Vaz le dijo a Hanna tras presentarse, una semana después de que ella llegase al hotel y una vez recuperada del aborto hasta el punto de poder salir sola de su habitación y bajar al sótano para comer.

—No creas todo lo que te dicen. Mejor aún, no te creas nada. Los negros sólo saben mentir.

A Hanna aquello le resultaba desconcertante. Que Felicia, que le había contado lo ocurrido y, por si fuera poco, la había estado cuidando, le hubiese mentido era algo que, sencillamente, no le cabía en la cabeza. Claro que en ocasiones le costaba entender la extraña lengua de Felicia, pero no tanto como para malinterpretarla o para tomar sus palabras por verdaderas cuando en realidad eran mentira.

El día que Attimilio Vaz decidió presentarse ante su huésped le habló despacio y se esforzó por no utilizar palabras complicadas sin necesidad.

El
senhor
Vaz nació en Portugal, pero había vivido en Suecia hacía mucho tiempo tras pasar un breve periodo en una ciudad danesa, tal vez Odense. Fue para hacer negocios con las anchoas portuguesas. Pero el negocio no se desarrolló sin complicaciones, como Hanna bien podía comprender. Naturalmente, no fue culpa suya. Attimilio Vaz se describió como un hombre íntegro y sincero al que, por desgracia, solían malinterpretar, y aunque se vio obligado a abandonar Suecia cuando lo consideraron sospechoso de irregularidades en los negocios, guardaba el recuerdo de un país encantador con gente igualmente encantadora, y ahora se alegraba de tener a una sueca de visita en su modesto pero aseado establecimiento.

Varios días más tarde, cuando Hanna se sentía ya con fuerzas para salir por primera vez desde su llegada, Attimilio Vaz la invitó a cenar en un restaurante que se encontraba en la misma calle que O Paraiso.

Al salir a la acera acompañada de su huésped, la tierra empezó a tambalearse bajo sus pies. Era como si se hallase de vuelta en la cubierta del barco. Hanna se detuvo y se agarró a la fachada. El
senhor
Vaz la miró preocupado y le preguntó si quería volver a su habitación. Ella negó con la cabeza. Él la tomó del brazo y ella lo dejó. Ningún hombre la había tocado desde la muerte de Lundmark. Ahora se paseaba por una ciudad africana del brazo de un desconocido, un portugués propietario de un burdel la acompañaba hasta el restaurante.

No se trataba de un sueño, pero se encontraba en un mundo al que no pertenecía.

Lundmark era más alto que ella. El
senhor
Vaz apenas le llegaba por los hombros.

La calle por la que caminaban: Hanna vio en un letrero que se llamaba
rua
Bagamoio. Había bares por todas partes, algunos iluminados con luces estruendosas de lámparas chillonas, otros oscuros, alumbrados tan sólo con velas cuyo resplandor aleteaba misterioso detrás de cortinajes que se movían cuando alguien entraba rápidamente. Pero aquélla era la única calle iluminada. Los angostos callejones que se alejaban de la
rua
Bagamoio se veían oscuros, silenciosos, vacíos.

Hanna pensó que era como el gran bosque que rodeaba el valle. Allí podía quedarse en un claro y verse totalmente envuelta en la luz del sol. Si daba tres pasos hacia los altos troncos de los árboles, se encontraba en otro mundo, en la oscuridad más honda.

A excepción de los mendigos negros vestidos con harapos, todos los que circulaban por la calle eran blancos. Le llevó un rato caer en la cuenta de que no había mujeres. Ella era la única. A su alrededor, hombres blancos, algunos marineros, otros militares, varios borrachos, altaneros, otros callados, deslizándose por las calles pegados a las fachadas, como si no quisieran que los vieran. En el interior de los bares, en cambio, sí había mujeres negras sentadas en taburetes o sofás, fumando, mudas.

Pensó que si aquello era una ciudad, ya no sabía cómo llamar al lugar en el que vivía Forsman. ¿Tendrían algo que ver la una y la otra? ¿Las calles por las que Berta y ella caminaban y aquella ciudad oscura llena de recovecos misteriosos?

En una esquina, sentado delante de una hoguera, un hombre tocaba un tambor tan pequeño que le cabía en la palma de la mano. Tenía la cara brillante de sudor, había extendido a sus pies un retazo de lino donde relucían unas monedas. Tamborileaba con los dedos, que parecían pequeños picos de ave ansiosos repiqueteando sobre la piel del tambor. Hanna no había oído jamás un ritmo tan vertiginoso. Se detuvo. Vaz se impacientó por un momento, pero luego se arrancó una moneda del bolsillo y la arrojó al trozo de tela, antes de arrastrar consigo a Hanna.

—Iba descalzo —observó Vaz—. Si lo ve la policía, se lo llevarán.

Hanna no comprendió el significado de sus palabras, pero vio que el hombre del tambor tenía los pies desnudos.

—¿Por qué? —preguntó.

—No se permite a los negros andar por la ciudad sin zapatos —explicó Vaz—. Ésas son las reglas. Después de las nueve de la noche no les está permitido deambular por nuestras calles. A menos que estén trabajando y puedan mostrar la documentación. «Ningún negro, hombre o mujer, tiene derecho a transitar las calles de la ciudad sin zapatos». Ésa es la ley que gobierna esta ciudad. Los zapatos son el primer indicio de que un ser humano, hombre o mujer, es civilizado.

Una vez más, Hanna dudaba de haberlo entendido. «¿Nuestras calles?». En ese caso, ¿de quién no eran las calles?

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