De vez en cuando, Berta indagaba sobre el lugar donde Hanna había vivido antes de llegar con Forsman a Sundsvall. Pero Hanna advertía que, en realidad, Berta no sentía gran interés por lo poco que ella tenía que contarle. ¿O quizá sería que ella, que jamás había visto nada más que la ciudad, no conseguía imaginarse cómo era vivir junto a un río al pie de una alta montaña?
La relación con Berta fue para ella algo totalmente novedoso. Durante el tiempo que pasó en la casa de piedra de Forsman, Berta y ella trabaron una amistad verdadera y se hacían todo tipo de confidencias. Casi todas las noches, tumbadas en la cama que compartían, se contaban en voz baja sus secretos. Hanna se decía que jamás había tenido una amiga como Berta. Lo que había compartido con sus hermanos o con su madre era algo diferente.
Berta y ella se atrevían a hablar de las cuestiones difíciles de la vida. El amor, los hijos, los hombres. Hanna no tardó en comprender que Berta tenía tan poca experiencia como ella con respecto a lo que la vida podría depararles.
A veces, cuando salían a pasear por las tardes, siempre agarradas del brazo, con los pañuelos bien anudados en la barbilla, las llamaban muchachos de su misma edad que andaban por ahí. Pero ellas jamás les respondían, aceleraban el paso, aunque luego, cuando se acostaban, comentaban lo ocurrido entre risitas.
Aún no es el momento, se decía Hanna, pero llegará el día en que nos detengamos a hablar con esos muchachos.
La mayor parte del tiempo que pasaban juntas, cuando no las reclamaba el trabajo, lo invertían en aprender a leer. Comprendieron casi enseguida que tanto la una como la otra sabían bien poco. La antigua cocinera de Forsman le había dado a Berta un cuaderno de lectura manoseado que las dos se aplicaban a estudiar día tras día; iban leyendo y preguntándose la una a la otra hasta que, furtivamente, empezaron a coger libros de la biblioteca de Forsman y a leerlos en voz alta, cada vez con más soltura.
Hanna no olvidaría jamás el instante en que las letras dejaron de saltar huidizas ante sus ojos; cuando, en lugar de hacerle muecas burlonas, empezaron a formar palabras y frases y, finalmente, relatos completos que ella podía comprender.
Por aquel entonces, además, llegó a manos de Hanna un pequeño diccionario de portugués. De vez en cuando, Forsman revisaba su inmensa biblioteca y se desprendía de libros y escritos superfluos. Un día, Hanna encontró el diccionario en la papelera. Ella consideraba que podía quedarse con todo aquello que él desechaba, que no había necesidad de arrojarlo a la basura. Le enseñó el diccionario a Berta, que no mostró el menor interés por una lengua extranjera a la que jamás sacaría ningún partido.
Pero Hanna lo conservó y aprendió algunas palabras y frases, aun sin estar segura de pronunciarlas correctamente.
Las postrimerías de aquel invierno de 1904 trajeron temperaturas suaves. Ya a mediados de marzo los marineros, que habían pasado el invierno en tierra inactivos, empezaron a reunirse expectantes en el puerto y en los astilleros, donde los buques de carga ya lucían las velas izadas y aparejadas. Berta le contó a Hanna que cada vez había menos embarcaciones a vela, que cada vez eran más los que compraban barcos de vapor. Pero que aún había cargueros que recorrían la costa o que cruzaban hasta Finlandia, llegando incluso a los países bálticos. Muchos buques transportaban también madera y pescado a Estocolmo, en tanto que otros navegaban rumbo al norte.
Pero los veleros no tardarían en desaparecer del todo y sólo quedarían los barcos de vapor.
Una tarde, Forsman mandó llamar a Hanna a la biblioteca. No era frecuente que quisiera hablar con ella a solas. Cada vez que eso ocurría, Hanna se inquietaba ante la posibilidad de que Forsman la recibiese enojado o tuviese alguna objeción que oponer a su trabajo o a su conducta.
Cuando llegó a la sala, comprobó que Forsman no estaba solo. Sentado en una silla había un hombre uniformado al que ella no había visto con anterioridad. Se detuvo y se inclinó brevemente en cuanto cruzó el umbral y cerró la puerta. Forsman la recibió con un gesto de asentimiento y dejó el cigarro en un cenicero.
El hombre de uniforme era mayor que Forsman y la observaba con mirada escrutadora.
—Éste es el capitán Svartman —anunció Forsman—. Es el capitán del
Lovisa
, una nave de la que soy copropietario y que no tardará en zarpar para emprender una larga travesía hasta Australia, cargada de madera sueca, talada en bosques de mi propiedad y aserrada en mi propia serrería.
Forsman enmudeció, tal y como solía hacer cuando deseaba que la gente tuviera tiempo de recapacitar sobre lo que acababa de decir. Hanna trató de localizar en su cabeza aquel país, Australia, pero sin éxito.
No obstante, Forsman acababa de decir que se trataba de un largo viaje. En otras palabras, Australia no era ningún país vecino.
—He estado pensando en tu futuro —prosiguió Forsman de repente con tal énfasis que Hanna se sobresaltó—. Creo que tú podrías valer para algo más que para seguir de sirvienta en esta casa. Me ha parecido advertir en ti un talento que promete algo bueno para el futuro. Ignoro en qué consiste, pero veo que tienes voluntad. Por eso he decidido que viajarás a Australia con el capitán Svartman, y volverás con él. Irás en el barco de cocinera y serás la única mujer a bordo, pero todos sabrán que viajas bajo mi especial protección.
Forsman volvió a guardar silencio y contempló el cigarro, que se había apagado. Hanna sólo podía dar una respuesta:
—Debo pedirle permiso a Elin —aseguró—. No puedo viajar sin avisar en mi casa.
Forsman asintió reflexivo y se inclinó sobre el escritorio. Tomó un papel y se lo mostró a Hanna.
—Tu madre escribe como si usara un rastrillo —afirmó—. Y su ortografía es un desastre. Y tampoco usa los puntos y las comas. Pero sabe lo que te he ofrecido y te da su bendición para partir.
Hanna comprendió que Forsman seguía cumpliendo la promesa de hacerse responsable de ella. Al parecer, llevaba mucho tiempo planeando que hiciera aquel viaje: se precisaban meses para hacer llegar una carta de Sundsvall a las montañas, y otro tanto para recibir la respuesta desde allí.
—Dentro de un mes todo estará cargado y listo para zarpar —continuó Forsman—. Hasta entonces, te presentarás en el barco todas las mañanas. Allí encontrarás a Morth, un viejo cocinero que te enseñará el oficio. Te daré dinero para que te prepares para la travesía y recibirás un buen salario, mucho más dinero del que ganarías nunca de criada. Y ahora vete y no dudes ni por un instante. Sé que esto te conviene.
Hanna abandonó la sala. Un sudor frío le corría por debajo de la blusa.
No le contó nada a Berta hasta el día siguiente, en que, por ser domingo, tenían unas horas libres. Brillaba el sol y el agua del deshielo goteaba desde los tejados. Habían subido a la cima de una colina que se hallaba a las afueras de la ciudad, a un lugar donde alguien había tallado el tronco de un árbol hasta convertirlo en un banco. Aunque todavía era invierno, a aquellas horas del día el sol calentaba. Extendieron los abrigos y se sentaron. Hanna no había decidido nada de antemano, pero de repente supo que había llegado el momento de contárselo a Berta. Le confesó la verdad, que se sentía angustiada ante la tarea que Forsman le había asignado. ¿Cómo iba a valer ella para ser cocinera de un barco que debía llegar a Australia?
—Ojalá me hubiera preguntado a mí —replicó Berta—. No me lo habría pensado.
—Está tan lejos —objetó Hanna antes de explicarle que, en el globo terráqueo marrón que tenía Forsman junto a la mesa de billar, había visto dónde se encontraba Australia.
Se horrorizó al descubrir que se hallaba en el extremo inferior del globo.
—Yo lo que quiero es quedarme aquí, en la casa de Forsman —aseguró—. ¿Quién hará mi trabajo cuando yo no esté?
—¿De verdad piensas que tanto sacrificio es algo a lo que aspirar? —preguntó Berta sorprendida—. Además, aquí no hace falta ninguna criada más.
Berta habló con absoluta convicción. Era como si comprendiese la preocupación que se apoderaba del cerebro de Hanna. Sin embargo, bien pudiera ser que Berta sintiera envidia de ella y experimentó la desagradable sensación de que quizá su amiga no quisiera que se quedara.
—La decisión es tuya —sentenció Berta—. Yo quisiera que te quedaras. Por lo menos tú no te mueves por las noches y no soporto la idea de tener que compartir cama con alguien que se pase la noche dando vueltas y patadas entre las sábanas.
Las dos muchachas rompieron a reír, pero enseguida se pusieron serias de nuevo.
—Habla con Forsman si tienes dudas —le aconsejó Berta—. Él es quien manda.
No hablaron más acerca del viaje. Se quedaron contemplando la ciudad y el hielo que se extendía de color blanco más allá de las colinas boscosas. Cuando se recrudeció el frío, empezaron a descender el mismo sendero resbaladizo que las llevó a la cima. Berta caminaba seguida de Hanna. Iban riendo cogidas de la mano mientras bajaban. Hanna pensaba en lo que más preocupación le infundía.
En la posibilidad de perder la amistad que había trabado con Berta.
Al día siguiente se armó de valor y llamó a la puerta de la biblioteca de Forsman. Él contestó «¡Adelante!», y enarcó una ceja sorprendido al ver a Hanna cruzar el umbral.
—¿Qué quieres?
La muchacha se quedó en la puerta. ¿Qué iba a decirle?
—Acércate —le ordenó Forsman—. ¡Ven aquí! Estoy esperando a unos tipos que venden madera. Dime a qué has venido. ¿No te encuentras bien? ¿Qué te ocurre?
—Estoy bien —respondió Hanna inclinándose al hablarle.
—Entonces, ¿qué ocurre? No me gusta nada que te presentes aquí entre reverencias si no hay nada importante.
—Es que me gustaría quedarme —confesó Hanna al fin en voz tan baja que Forsman tuvo que inclinarse sobre la mesa para oírla. Hanna elevó la voz en el acto, para evitar que Forsman se impacientara y estallara enojado—. No sé lo que me espera en ese barco —prosiguió—. Pero creo que el trabajo que hago aquí es el que me corresponde.
Forsman se irguió de nuevo en la silla. Tenía sus enormes manos descansando en la barriga sobre el chaleco sin abotonar. La observó con detenimiento.
—Se hará lo que yo diga. Es lo mejor. Créeme.
Dicho esto, se levantó. Aquella conversación había concluido. Hanna se inclinó y se apresuró a salir.
Ella se sintió como si corriera.
El libro de salmos era igual que el que Forsman le dio a Elin aquel día de diciembre del año anterior, cuando el trineo que esperaban apareció por fin en el lindero del bosque. Ahora, el día de abril en que Hanna debía subir a bordo del barco, también a ella le dieron uno. Ya había recibido la instrucción necesaria, había firmado un contrato y un seguro.
Para entonces había aprendido cuanto precisaba de Morth, el viejo cocinero, que no podía evitar manosearla pero que paraba en cuanto ella lo apartaba de un manotazo. A Hanna le disgustaba mucho que no la dejara en paz, pero el hombre se esforzó de verdad por enseñarle a preparar buenos platos para la tripulación. La obligaba a llevar el control de los artículos de primera necesidad y le daba instrucciones de en qué puertos debía o no proveerse de lo que faltara. Le dibujó un mapa y le confeccionó una lista de esos puertos y Hanna comprendió que sin Morth jamás habría podido prepararse lo bastante bien para la travesía que tenía por delante.
Forsman le cogió la mano cuando le entregó el libro de salmos. Parecía algo desconcertado y casi conmovido, como si hubiera estado bebiendo. Aunque ella sabía que no era así.
—Espero que te vaya bien —le deseó—. Dios vela por ti, pero yo también estaré cerca, te lo prometo.
La despedida de la casa y sus habitantes fue breve, pero Berta y ella habían hecho un trato. Un acuerdo sagrado, se dijeron, que no podrían violar. Decidieron cartearse hasta que se vieran de nuevo. Habían aprendido a escribir juntas y ahora resultaba que todo el esfuerzo tenía un objetivo. Y si al final Hanna no regresaba a Sundsvall, podrían encontrarse en el espacio creado por las cartas que se enviaran.
Forsman la acompañó a la embarcación. En la pasarela había un hombre de uniforme al que no había visto con anterioridad. Era joven, apenas cuatro o cinco años mayor que ella. Llevaba una gorra de plato y un jersey azul marino, tenía el pelo rubio y, con las piernas abiertas, sujetaba en la mano una pipa apagada.
Hanna dio un paso al frente por la pasarela. Cuando llegó a bordo, el desconocido la estaba esperando.
Se inclinó levemente, pero se arrepintió enseguida. ¿Por qué iba a hacerle una reverencia a uno de los marineros?
Oyó a su espalda unos pasos decididos. Era Forsman, que subía a bordo junto con el capitán.
—El oficial Lundmark —los presentó el capitán Svartman—. Ésta es nuestra cocinera, Hanna Renström. Trátala bien y puede que te prepare buenos platos durante el viaje.
Lundmark asintió con una sonrisa que desconcertó a Hanna. ¿Por qué la miraba con tanto interés?
En cualquier caso, ahora sabía quién era. El tercer marinero al que estaban esperando acababa de subir a bordo.
Aquel día de abril soplaba una brisa suave sobre el puerto de Sundsvall. Hanna cerró los ojos y escuchó el murmullo del viento y de las olas. «El bosque», se dijo. «Las olas emiten el mismo sonido que cuando el viento silbaba en el valle. Ya soplara frío o caliente».
De repente, sintió añoranza de Elin y de sus hermanos, pero no había vuelta atrás, no había nada más que aquella embarcación cargada de maderos aromáticos recién cortados, rumbo a Australia.
—Lars Johan Jakob Antonius Lundmark —anunció de pronto una voz a su lado. Era el tercer oficial, que se había rezagado mientras el capitán y Forsman se dirigían al camarote de Svartman—. Lars por mi padre —prosiguió el marinero—. Johan por mi abuelo, Jakob por un hermano mayor que murió, Antonius por el médico que le curó a mi padre la septicemia. Ahora ya sabes quién soy, ¿no?
—Yo me llamo Hanna —respondió—. Sólo tengo un nombre, pero para mí siempre ha sido más que suficiente.
Dicho esto, se dio media vuelta y se marchó a su camarote. Salvo el capitán Svartman, ella era la única que no compartía camarote. Se sentó en el catre con el libro de salmos en las manos. Cuando abrió la portada, halló dos relucientes billetes de una corona.
Volvió a cubierta. El oficial había desaparecido. Hanna se quedó junto a la borda hasta que Forsman salió del camarote del capitán.