Un ángel impuro (2 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

BOOK: Un ángel impuro
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Es un recuerdo remoto, empalidecido. Se halla muy lejos de su padre y de su muerte. Allí y entonces, una casa aislada junto a las aguas turbias y frías del río Ljungan en un silencioso pueblo del interior de Norrland. Allí falleció, encogido de dolor en el sofá cama de una cocina en la que a duras penas podían retener el calor.

Murió rodeado de frío, se dijo Hanna. Y era un frío acerado el que reinaba en enero de 1899, cuando él dejó de respirar.

Más de cinco años han transcurrido ya, es junio de 1904. El recuerdo del padre y aquellas palabras sobre el ángel desaparecen con la misma celeridad con que irrumpieron en su memoria. No le lleva más que unos segundos regresar del pasado.

Sabe que los viajes más extraordinarios se realizan siempre en el interior de cada uno, donde no existen el tiempo ni el espacio.

¿Habrá querido ayudarle el recuerdo? ¿Habrá acudido para echarle un cabo por encima de los muros de aquel dolor sedante?

Pero Hanna no puede huir. La embarcación se ha convertido en una fortaleza inexpugnable.

No tiene escapatoria. Su marido está muerto de verdad.

La muerte como una zarpa. Que se niega a soltar a su presa.

3

Han reducido la presión de las calderas de vapor. Los pistones, inmóviles; la maquinaria, en reposo. Hanna se encuentra en la borda con el cubo de fregar en la mano. Piensa vaciarlo por el espejo de popa. El mozo de la sala de oficiales quiso ahorrarle esa carga cuando la vio salir de la cocina. Pero ella retuvo el cubo como defendiéndolo.

Aunque es el día en que verá cómo arrojan el cadáver de su marido a las profundidades marinas envuelto en una lona, no quiere descuidar sus obligaciones.

Cuando levanta la vista del cubo, que está lleno de cáscaras de huevo, siente como si el calor le arañase la cara. En algún lugar entre la calina que enfila la proa se encuentra África. Pese a que no es posible ver ni el más débil atisbo de tierra, le parece distinguir el olor.

El que ahora está muerto se lo ha contado. Le habló del olor humeante, casi corrosivo, a putrefacción que lo invade todo en los trópicos.

Él ya tenía a sus espaldas varios viajes a diversos destinos. Y algo había aprendido. Pero no lo más importante, a sobrevivir.

Aquella travesía no pudo llevarla a término. Falleció a la edad de veinticuatro años.

Es como si hubiera querido prevenirla, piensa Hanna. Aunque ella ignora contra qué. Y ahora está muerto.

El muerto nunca tiene respuestas.

Alguien se desliza mudo a su lado. El mejor amigo de su marido a bordo, el carpintero noruego Halvorsen. Hanna desconoce su nombre de pila pese a que llevan más de dos meses en la misma embarcación. Nadie lo llama nunca de otra manera, sólo Halvorsen, un hombre serio que, según dicen, se arrodilla, implora y obtiene la redención cada vez que vuelve a su casa de Bronnoysund tras un par de años en alta mar, y luego vuelve a enrolarse cuando la fe ya no le basta.

Tiene las manos grandes, pero la cara revela endeblez, casi parece femenina. Se diría que alguien que quisiera hacerle daño le ha pintado y empolvado la barba.

—Tengo la impresión de que hay un asunto sobre el que querrías preguntar —le dice. Tiene la voz cantarina. Suena como si tararease cuando habla.

—La profundidad —dice Hanna—. ¿A qué profundidad estará la tumba de Lundmark?

Halvorsen menea la cabeza vacilante. De repente se le antoja parecido a un ave inquieta que quisiera levantar el vuelo.

El noruego se marcha en silencio, pero ella sabe que encontrará la respuesta a su pregunta.

¿A qué profundidad le darán sepultura? ¿Existe algún fondo en el que su marido pueda descansar, envuelto en la lona? ¿O no habrá nada, salvo las profundidades marinas que siguen y siguen bajando por toda la eternidad?

Vacía el cubo con las cáscaras de huevo, contempla las aves blancas que se precipitan enfilando el agua para capturar su presa y luego se seca el sudor de la frente con el paño que lleva anudado al delantal.

Y entonces hace lo inevitable. Grita al vacío.

Algunas de las aves que sobrevuelan las alturas a la espera de otro cubo de desechos aletean sobresaltadas y se retiran veloces fuera del alcance del gemido lastimero que las bombardea como granizo.

El mozo Lars la mira asustado desde la entrada de la cocina. Tiene en la mano un huevo que acaba de quebrar y la mira a hurtadillas, lo turba la muerte.

Naturalmente, ella comprende lo que está pensando. «Ahora saltará, nos dejará, porque el dolor se le hace demasiado duro de sobrellevar».

Son varios los hombres que han oído el grito a bordo. Dos grumetes sudorosos con el torso desnudo se la quedan mirando junto a la cocina, precisamente donde tienen enrollado como una serpiente uno de los grandes cabos del barco.

Hanna niega con la cabeza, aprieta bien los dientes y entra en la cocina con el cubo vacío. No, no piensa saltar por la borda. Lleva toda la vida arrostrando penurias y así piensa continuar.

La azota el calor al entrar de la cocina. La vida entre fogones se parece a la que llevan los carboneros que trabajan en la sala de máquinas, lo sabe, pese a que nunca ha estado allí abajo. Es presagio de desgracia que las mujeres se acerquen a faros y calderas.

Los marineros de edad consideran una abominación diabólica llevar mujeres a bordo. Es presagio de infortunios. Y también de enfrentamientos y celos entre los hombres. Pero cuando el armador Forsman quiso que Hanna los acompañara a bordo, el capitán Svartman se mostró de acuerdo. El capitán no era hombre que creyese en supersticiones más de lo necesario.

Hanna coge un huevo y lo rompe en la sartén. Intenta concentrarse y pensar sólo en los huevos, no en el funeral inminente. Va en el barco como cocinera y esa circunstancia no ha cambiado porque su marido haya fallecido.

Así son las cosas: ella sigue viva, pero Lundmark ha muerto.

4

Al cabo de un rato, Halvorsen vuelve y le pide que vaya con él. La espera el capitán Svartman.

—Vamos a sondear la profundidad —explica Halvorsen—. Si nuestros cabos y cuerdas no alcanzan, el capitán elegirá otro lugar.

Hanna termina de freír los cuatro huevos que tiene en la sartén y se va con él. Se tambalea de pronto presa de un mareo súbito. Pero no llega a caer, se mantiene entera.

El capitán Svartman desciende de un antiguo linaje de marineros, y ella lo sabe. Ha cumplido los sesenta, es un hombre de edad. Le falta la última articulación del meñique izquierdo. Nadie sabe si es congénito o consecuencia de un accidente.

En dos ocasiones se ha ido a pique el velero en el que viajaba. Una vez lo salvaron junto con la tripulación, la otra, sólo con el perro de a bordo, que, una vez lo llevaron a tierra, se tumbó a morir en la arena.

El difunto marido de Hanna dijo un día que, en realidad, seguramente el capitán Svartman murió también junto con el perro. Después de aquella catástrofe, el capitán permaneció muchos años en tierra firme. Nadie sabe a qué se dedicaba entonces. Según los rumores, durante un tiempo fue peón ferroviario y perteneció a la avanzadilla que la compañía ferroviaria estatal envió para que fueran construyendo la vía Inlandsbana, la línea ferroviaria del interior, por la que el Parlamento sueco aún protestaba.

Después volvió de pronto a alta mar, ya como mando de un vapor. Fue uno de los pocos que no abandonó el mar cuando empezaron a desaparecer los veleros, sino que optó por sumarse al desarrollo de los nuevos tiempos.

Sin embargo, a nadie le habló del tiempo en que se mantuvo apartado del mar, qué hacía, qué pensaba, ni siquiera dónde vivía.

Rara vez habla sin necesidad, cree tan poco en la capacidad de escuchar de las personas como en que se pueda confiar en el mar. En el camarote tiene maceteros con flores de color lavanda que sólo él puede regar.

En síntesis, es un capitán taciturno. Ahora establecerá la profundidad a la que van a arrojar al oficial fallecido.

El capitán Svartman se inclina ante Hanna cuando la ve acercarse. A pesar del calor, luce el uniforme completo. La casaca abotonada, la camisa planchada.

A su lado está el marinero Peltonen, que es finlandés. Tiene en la mano una plomada amarrada a un cabo largo y fino.

El capitán Svartman asiente, Peltonen arroja la plomada por la borda y deja que se hunda en el mar. La cuerda se le desliza por entre los dedos. Todos guardan silencio. Hay una cinta negra atada al cabo cada cierta distancia.

—Cien metros —anuncia Peltonen.

Habla con tono chillón. La voz le resuena, rebota por encima de las olas.

Después de siete cintas negras, setecientos metros, saca el cabo. La plomada sigue colgando en las profundidades, aún no ha alcanzado el fondo. Peltonen hace un nudo que une el cabo con un rollo nuevo de cuerda. También con cintas negras cada cien metros.

A los mil novecientos treinta y cinco metros la cuerda se afloja. La plomada ha alcanzado el fondo. Y ahí tiene Hanna la medida de la tumba de su marido.

Peltonen empieza a subir el cabo y lo va enrollando en un disco de madera. El capitán Svartman se quita la gorra y se seca el sudor de la frente. Mira el reloj. Las siete menos cuarto.

—A las nueve —le dice a Hanna—. Antes de que empiece a apretar el calor.

Ella se retira al camarote que ha compartido hasta ahora con su marido. El catre superior era el suyo, aunque la mayoría de las veces dormían los dos en el de abajo. Sin que nadie la haya informado, se han llevado las sábanas del difunto.

El colchón está desnudo. Se sienta en el borde de su catre y dirige la mirada al ojo de buey que hay al otro lado del reducido camarote. Sabe que ahora debe obligarse a pensar.

¿Cómo ha llegado a encontrarse en esta situación? En una embarcación que se balancea despacio sobre unas aguas extrañas. Ella, que nació en un lugar que se halla lo más lejos del mar que quepa imaginar. En las aguas del río Ljungan había una barca, eso era todo. Solía ir en ella con su padre cuando salía a pescar. Pero cuando dijo que quería aprender a nadar —tendría entonces siete u ocho años— él le replicó que no pensaba permitir tal cosa. Lo consideraba una pérdida de tiempo. Podía bañarse en la orilla del río. Y si quería pasar al otro lado, tenía la barca y el puente.

Hanna se tumba en el catre y cierra los ojos. Corre en el recuerdo tan lejos como puede, retrotrayéndose a la infancia, donde las sombras son cada vez más alargadas.

Quizás allí encuentre cobijo hasta que llegue el momento en que su difunto marido desaparezca para siempre en el mar.

La abandone. Para siempre.

5

La infancia: en lo más hondo. Como en las profundidades de una grieta en la tierra.

Aquél era el primer recuerdo que conservaba Hanna Lundmark: el frío que forzaba y hacía crujir las vigas de las paredes, tan cerca de la cara mientras dormía. Se despertaba una y otra vez y notaba la delgadez extrema de la capa que separaba el papel de periódico que sustituía al papel pintado de las paredes en aquel hogar de pobreza donde transcurrió su niñez; y el frío, que no cejaba en su empeño de abrirse paso royendo la madera.

Todas las primaveras, su padre recorría la casa como si de un buque varado se tratase para parchear y reparar cuanto fuera posible antes de la llegada del invierno.

El frío era un mar; la casa, una embarcación, y el invierno, una espera infinita.

Hasta bien entrado el otoño sellaba las rendijas de la madera resquebrajada, mientras llegaba todo el rigor de la escarcha. Entonces no podía seguir, tendrían que arreglarse con lo que había. La casa se hacía a la mar enfrentándose al nuevo invierno, lo que su padre no hubiese logrado aislar del frío para entonces ya no tenía remedio.

Su padre, Arthur Olaus Angus Renström, talador de la maderera Iggesund, compartía caballo de tiro con los hermanos Salomonsson, que vivían río abajo. Trabajaba duramente en el bosque por un salario de miseria. Pertenecía a esa clase de trabajadores del bosque que ignoraban si el salario que les correspondería por su trabajo sería suficiente.

Hanna lo recordaba como a un hombre fuerte de sonrisa amable. Pero también sombrío a veces, sumido en hondos pensamientos de los que ella nada sabía. Cuando más ausente lo hallaba, sentado a la mesa de la cocina con las manos abúlicas sobre las rodillas, se decía que tendría algún trol en la cabeza. Se encontraba allí, en su casa, entre quienes constituían su familia y, aun así, con la cabeza en otro lugar. En esos momentos vivía en otro mundo donde las piedras se convertían en trols, el musgo de los renos en cabellos y el viento que susurraba entre los abetos en el murmullo de voces de todos aquellos que ya habían fallecido.

Y de ellos solía hablar, en efecto. De todos cuantos lo habían precedido. Le daba pavor la idea de que fuesen tan pocos los que vivían en el presente y tan increíblemente numerosos los que, ya difuntos, pertenecían al pasado.

Existía una enfermedad, una epidemia cuyo nombre conocían todas las mujeres, la fiebre de las palizas. Se propagaba cuando los hombres tenían el cuerpo embotado de alcohol y golpeaban cuanto tenían a su alcance, principalmente a los niños y a las mujeres que querían protegerlos. Y claro que su padre bebía de más en ocasiones, aunque no con frecuencia. Pero él jamás se volvía violento. De ahí que su mujer, la madre de Hanna, no se preocupara tanto por el aguardiente como por el abatimiento que a veces lo embargaba. El alcohol lo ponía sentimental y le entraban ganas de entonar salmos. Él, que en condiciones normales quería quemar las iglesias y perseguir a los sacerdotes y hacer que se refugiaran en el bosque.

«¡Sin zapatos!», recordaba Hanna que decía. «Los sacerdotes, al bosque sin zapatos, en lo más crudo del invierno. Allí deberían refugiarse, en el bosque, y además descalzos».

La abuela de Hanna, que vivía en una cabaña en las inmediaciones de Funasdalen en la que el viento se colaba por todas partes, la aterrorizaba hablándole del condenado de su yerno, que enviaría al infierno a toda su casta con aquella forma de hablar tan impía. Y allí aguardaban el agua hirviendo y el azufre y el horrendo carbón incandescente bajo las plantas de los pies. La abuela era una predicadora que castigaba y amenazaba con una mirada torva, y que no vacilaba a la hora de asustar a sus nietos hasta el extremo de hacerlos llorar y de impedirles que conciliaran el sueño por las noches. A Hanna su madre la obligaba a acompañarla a ver a la abuela regularmente, lo que constituía para ella una de las peores torturas imaginables.

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