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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (5 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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El eminente contemporáneo de Helmholtz, Clerk Maxwell, también se había sentido fascinado por el misterio de la visión del color desde sus días de estudiante. Formalizó las nociones de colores primarios y la mezcla de color mediante la invención de un trompo de color (cuyos colores se fusionaban, cuando giraba, para producir una sensación de gris), y un triángulo cuya representación gráfica en un sistema de tres ejes mostraba cómo cada color podía ser creado mezclando en proporciones distintas los tres colores primarios. Todo esto allanó el camino para su demostración más espectacular, la demostración en 1861 de que la fotografía en color era posible, a pesar de que las propias emulsiones fotográficas eran en blanco y negro. Lo hizo fotografiando tres veces un arco coloreado a través de filtros de color rojo, verde y violeta. Tras haber obtenido tres imágenes de «separación del color», como él las llamaba, las superpuso sobre una pantalla, proyectando cada imagen a través de su filtro correspondiente (la imagen tomada a través del filtro rojo se proyectaba con luz roja, y así las tres). De pronto, el arco apareció a todo color. Maxwell se preguntaba si así era como el cerebro percibía los colores, mediante la adición de imágenes de separación del color o sus correlativos neurales, como en sus demostraciones con la linterna mágica.
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El propio Maxwell era profundamente consciente del inconveniente de este proceso aditivo: la fotografía en color no tenía manera alguna de «dejar de lado la iluminación», y sus colores cambiaban irremediablemente con los cambios de longitud de onda de la luz.

En 1957, más de noventa años después de la famosa demostración de Maxwell, Edwin Land —que no sólo fue inventor de la cámara instantánea Land y de la Polaroid, sino un experimentador y un teórico de gran talento— ofreció una demostración fotográfica de la percepción del color aún más asombrosa. Contrariamente a Maxwell, tomó sólo dos imágenes en blanco y negro (utilizando una cámara de haz dividido, de manera que pudieran tomarse al mismo tiempo desde el mismo punto de vista, a través de la misma lente), y las superpuso a un proyector de doble lente. Utilizó dos filtros para construir la imagen: uno que dejaba pasar longitudes de onda más larga (un filtro rojo), y otro que dejaba pasar longitudes de onda más corta (un filtro verde). La primera imagen era proyectada entonces a través de un filtro rojo, la segunda con luz ordinaria, sin filtro. Uno habría esperado que esto sólo produjera una imagen rosa pálido en su conjunto, pero en lugar de eso ocurría algo «imposible». La fotografía de una joven aparecía instantáneamente a todo color: «pelo rubio, ojos azul claro, abrigo rojo, cuello del vestido azul verdoso, y unas tonalidades de carne asombrosamente naturales», tal como las describió Land posteriormente. ¿De dónde procedían estos colores, cómo se formaban? No parecían encontrarse «en» las fotografías o los iluminadores. Estas demostraciones, impresionantes en su simplicidad e impacto, eran «ilusiones» en color según la concepción de Goethe, pero ilusiones que demostraban una verdad neurológica, que los colores no están «ahí fuera», en el mundo, ni están (como sostenía la teoría clásica) en correlación automática con la longitud de onda, sino que, por contra, son
construidos por el cerebro.

Al principio estos experimentos quedaron colgados, como curiosidades privadas de una causa conceptual, en medio del aire; eran inexplicables en términos de la teoría existente, aunque tampoco apuntaban claramente a ninguna nueva. Parecía posible, además, que el conocimiento que tenía el observador de los colores apropiados pudiera influir en su percepción de tal escena. Land decidió, por tanto, reemplazar las imágenes naturales del mundo natural con representaciones visuales multicoloreadas y abstractas consistentes en manchas geométricas de papel coloreado, de modo que la expectativa no proporcionara ninguna pista concerniente a qué colores deberían verse. Estas imágenes abstractas se parecían vagamente a algunos cuadros de Piet Mondrian, y Land las denominó «Mondrians de color». Utilizando los Mondrians, que estaban iluminados por tres proyectores, y mediante filtros de onda larga (roja), onda media (verde) y onda corta (azul), Land fue capaz de probar que si una superficie formaba parte de una escena polícroma compleja, no existía una relación simple entre la longitud de onda de la luz reflejada en la superficie y el color que se percibía.

Si, además, una mancha de un determinado color (por ejemplo una que se vería normalmente verde) se aislaba de los colores que la rodeaban, aparecería sólo blanca o gris pálida fuera cual fuera el haz de luz que se utilizara. De este modo Land mostró que la mancha verde no podía ser considerada intrínsecamente verde, sino que su cualidad de verde en parte se
confería
por su relación con las zonas del Mondrian que la rodeaban.

Mientras que el color, para la teoría clásica de Newton, era algo local y absoluto, dado por la longitud de onda de la luz reflejada sobre cada punto, Land mostró que su determinación no era local ni absoluta, sino que dependía de la observación de la escena entera y de la comparación de la composición de la longitud de onda reflejada desde cada punto con la de la luz reflejada desde su entorno. Debía existir una relación continua, una comparación de cada parte del campo visual con su propio entorno, para llegar a una síntesis global: el «acto de apreciación» de Helmholtz. Land creía que este cómputo o correlación seguía unas reglas formales y fijas; y era capaz de predecir qué colores serían percibidos por un observador bajo condiciones distintas. Ideó para ello un «cubo de color», un algoritmo, de hecho un modelo para mostrar cómo el cerebro comparaba el brillo, a diferentes longitudes de onda, de todas las partes de una superficie compleja y multicoloreada. Mientras que la teoría del color de Maxwell y el triángulo de color se basaban en la idea de adición de colores, el modelo de Land era comparativo. Proponía, de hecho, dos comparaciones: en primer lugar del reflejo de todas las superficies de una escena dentro de un determinado grupo —o banda— de longitudes de onda (en términos de Land, un «registro de la luminosidad» para esa banda de ondas), y, segundo, una comparación de los tres registros de luminosidad distintos para las tres bandas de ondas (correspondientes, grosso modo, a las longitudes de onda del rojo, el verde y el azul). La segunda comparación generaba el color. El propio Land se esforzó en evitar especificar cualquier localización cerebral concreta para estas operaciones, y tuvo mucho cuidado a la hora de llamar a su teoría de la visión del color la teoría Retinex, dando a entender que podía haber múltiples localizaciones de interacción entre la retina y la corteza.

Si Land abordaba el problema de cómo vemos los colores desde un punto de vista psicofísico, pidiéndoles a sujetos humanos que informaran de cómo percibían mosaicos complejos y multicoloreados en iluminaciones cambiantes, Semir Zeki, que trabajaba en Londres, abordó el problema desde un punto de vista psicológico, insertando microelectrodos en la corteza visual de monos anestesiados y midiendo los potenciales nerviosos generados cuando se les daban estímulos en color. A principios de la década de los setenta llegó a un descubrimiento crucial al delimitar una pequeña zona de células a cada lado del cerebro, en la corteza preestriada de los monos (zonas a las que se refiere como V4), que parecían especializadas para responder al color (Zeki las llamó «células de codificación del color»).
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De este modo, noventa años después de que Wilbrand y Verrey hubieran postulado un centro específico para el color en el cerebro, Zeki era finalmente capaz de probar que dicho centro existía.

Cincuenta años antes, el eminente neurólogo Gordon Holmes, examinando doscientos casos de problemas visuales causados por herida de arma de fuego en la corteza visual, no había hallado un solo caso de acromatopsia. Negó que
pudiera
ocurrir un caso aislado de acromatopsia cerebral. La vehemencia de esta negativa, procediendo de tan gran autoridad, jugó un papel crucial a la hora de acabar con cualquier interés clínico por el tema.
[19]
La brillante e irrebatible demostración de Zeki asombró al mundo neurológico, reavivando el interés por un tema ignorado durante muchos años. Tras su informe de 1973, comenzaron a aparecer en la literatura nuevos casos de acromatopsia, y éstos ahora podían examinarse mediante las nuevas técnicas de producción de imágenes cerebrales (TAC, imagen de RM, TEP, SQUID, etc.) no disponibles para los neurólogos de una época anterior. Por primera vez era posible visualizar, en directo, qué áreas del cerebro podían ser necesarias para la percepción humana del color. Aunque muchos de los casos descritos tenían otros problemas (reducciones del campo visual, agnosia visual, alexia, etc.), las lesiones cruciales parecían estar en la corteza de asociación media, en áreas homologas al V4 del mono.
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En la década de los sesenta se había demostrado que había células en la corteza visual primaria de los monos (en el área denominada V1) que respondían específicamente a la longitud de onda, pero no al color; Zeki demostró, a principios de los setenta, que había otras células en las zonas V4 que respondían al color pero no a las longitudes de onda (estas células V4, sin embargo, recibían impulsos de las células V1, convergiendo a través de una estructura intermedia, V2). De este modo, cada célula V4 recibía información concerniente a una gran parte del campo visual. Parecía que los dos estados postulados por Land en su teoría podían tener ahora una base anatómica y fisiológica: los registros de luminosidad para cada banda de ondas se obtenían a través de las células sensibles a la longitud de onda en V1, pero sólo al ser comparados o correlacionados para generar el color en las células de codificación de color de V4. Cada una de ellas, de hecho, parecía actuar como un correlacionador landiano, o como un «apreciador» helmholtziano.

La visión del color, al parecer —como los demás procesos tempranos de la visión: movimiento, profundidad, percepción de la forma—, no exigía conocimiento previo, no estaba determinada por el aprendizaje o la experiencia, sino que, como dicen los neurólogos, era un proceso neuropsicológico. De hecho, el color puede generarse, experimentalmente, mediante el estímulo magnético de V4, haciendo que se «vean» anillos y halos de colores, llamados cromatofenes.
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Pero la visión del color, en la vida real, es parte esencial de nuestra experiencia global, y va ligada a nuestros valores y categorías, se convierte para cada uno de nosotros en una parte de nuestro mundo, de nosotros. V4 podría ser un generador esencial del color, pero emite señales a cientos de otros sistemas en el cerebro-mente y mantiene una estrecha relación con ellos; y quizá pueda ser regulado por dichos sistemas. La integración se produce pues a niveles más elevados, y así el color se fusiona con la memoria, las expectativas, las asociaciones y los deseos para construir un mundo con resonancia y significado para cada uno de nosotros.
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El señor I. no sólo presentaba un caso bastante «puro» de acromatopsia cerebral (prácticamente no contaminada por defectos adicionales en la percepción de la forma, el movimiento o la profundidad), sino que era también un testigo experto y enormemente inteligente, una persona diestra a la hora de dibujar y hablar de lo que veía. De hecho, cuando nos conocimos y describió cómo los objetos y las superficies «fluctuaban» bajo luces distintas, estaba, por así decir, describiendo el mundo en longitudes de onda, no en colores. La experiencia era tan distinta de cualquier cosa que él hubiera experimentado, tan extraña, tan anómala, que era incapaz de encontrarle paralelo, ni metáfora, ni pinturas, ni palabras para describirla.

Cuando telefoneé al profesor Zeki para hablarle de este excepcional paciente, sé quedó muy intrigado y se preguntó, en concreto, cómo podría el señor I. hacer la prueba con los Mondrians tal como él y Land la habían utilizado con personas de visión normal y con animales. Enseguida lo dispuso todo para venir a Nueva York con nosotros —Bob Wasserman, mi colega oftalmólogo; Ralph Siegel, un neurofisiólogo; y yo mismo— y someter a Jonathan I. a una amplia serie de pruebas. Nunca se había examinado de ese modo a ningún paciente con acromatopsia.

Utilizamos un Mondrian de gran complejidad y brillo, iluminado con luz blanca o con luz filtrada mediante filtros de banda estrecha que sólo permitían pasar longitudes de onda larga (roja), intermedia (verde) o corta (azul). La intensidad de los haces de luz, en todos los casos, era la misma.

El señor I. distinguía casi todas las formas geométricas, aunque sólo las viera en distintos tonos de gris, e instantáneamente las clasificaba en una escala del uno al cuatro, aunque no distinguía las fronteras entre algunos colores (por ejemplo, entre el rojo y el verde, que veía, bajo la luz blanca, de color negro). Cambiando rápidamente y al azar los filtros de color, el valor en la escala de grises de todas las formas cambiaba drásticamente, y algunos tonos que antes no distinguía ahora se volvían muy diferentes, y todos los tonos (excepto el negro) cambiaban, ya fuera de una manera sutil o radical, con la longitud de onda del haz de luz. (De este modo, veía una zona verde como si fuera blanca con una luz de longitud de onda media, y como si fuera negra con la luz blanca o de onda larga.)

Las respuestas del señor I. eran coherentes e inmediatas. (Habría sido muy difícil, si no imposible, para una persona con visión normal realizar esas estimaciones instantáneas e invariablemente «correctas», incluso con una memoria perfecta y un profundo conocimiento de las más recientes teorías del color.) El señor I., estaba claro,
distinguía
longitudes de onda, pero a partir de ahí era incapaz de traducir en color las longitudes de onda que distinguía; no podía generar la construcción mental o cerebral del color.

Este descubrimiento no sólo clarificó la naturaleza del problema, sino que sirvió también para señalar su localización. La corteza visual primaria del señor L estaba esencialmente intacta, y era la corteza secundaria (específicamente las zonas V4, o sus conexiones) la que prácticamente había sufrido casi todo el daño. Estas zonas son muy pequeñas, incluso en el hombre; y sin embargo todas nuestras percepciones del color, toda nuestra capacidad de imaginarlo o recordarlo, toda nuestra sensación de vivir en un mundo en color, depende crucialmente de su integridad. Una desgracia había destruido esas zonas del tamaño de una judía en el cerebro del señor I., y con ello toda su vida, su mundo, había cambiado.

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