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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (6 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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La prueba con los Mondrians había demostrado que el daño lo habían sufrido esas zonas; ahora nos preguntábamos si podríamos verlo por medio de exploraciones cerebrales. Pero la tomografía axial computerizada (TAC) y la visualización mediante imagen de resonancia magnética (IRM) resultaron del todo normales. Ello podía ser debido a que las técnicas de exploración de la época tenían una resolución inadecuada para visualizar lo que podía haber sido sólo un daño desigual en V4; podía ser que el daño permanente fuera sólo metabólico, no estructural; y también podía ser que el daño principal no estuviera en V4, sino en las estructuras (las así llamadas «manchas» de V1 o las «bandas» de V2) que conducían a esas zonas.
[23]

Tanto Zeki como Francis Crick han subrayado que estas pequeñas estructuras, esas «manchas» y «estrías», son metabólicamente muy activas y pueden resultar extraordinariamente vulnerables a reducciones de oxígeno incluso temporales. Crick, en particular (con quien discutí el caso en gran detalle), se preguntaba si el señor I. podría haber sufrido un envenenamiento de monóxido de carbono, que sabemos es causa de cambios en la visión del color a través de sus efectos en la oxigenación de la sangre en las áreas de color. El señor I. podría haber quedado expuesto al monóxido de carbono a causa de alguna fuga en el tubo de escape de su coche quizá debida al accidente, especuló Crick, e incluso cabía la posibilidad de que lo hubiera provocado.
[24]

Pero todo esto era, en cierto sentido, académico. La acromatopsia del señor I., después de tres meses, seguía siendo absoluta, y también sufría persistentes deterioros de la percepción del contraste.
[25]
No sabíamos si eso desaparecería o no con el tiempo: algunos casos de acromatopsia mejoran con el tiempo, pero otros no. Todavía ignorábamos qué había causado la lesión en el cerebro del señor I., si era una toxina como el monóxido de carbono o el impacto del accidente de coche, o el resultado de un deterioro del flujo de sangre en las zonas visuales del cerebro. Era posible que hubiera sido causado por una apoplejía, podía haberse dado más de una. El pronóstico seguía siendo incierto, aunque por el momento la situación parecía estable.

Sin embargo, también le ofrecimos un poco de ayuda práctica. El señor I. había visto, de manera congruente, los límites de las manchas Mondrian con más claridad cuando éstas estaban iluminadas por una luz de onda media, por lo que el doctor Zeki sugirió que le diésemos unas gafas de sol verdes, que dejaran pasar sólo la longitud de onda con la que veía más claramente. Se le hicieron unas gafas especiales y el señor I. comenzó a llevarlas, especialmente cuando hacía mucho sol. Las gafas le encantaron, pues aunque no contribuyeron a devolverle su visión del color, parecieron aumentar perceptiblemente su visión del contraste y su percepción de la forma y de los límites. Incluso podía volver a disfrutar de la televisión en color en compañía de su mujer. (Las gafas verde oscuro, en efecto, volvían monocroma su visión del aparato en color, aunque continuaba prefiriendo su viejo televisor en blanco y negro cuando estaba solo.)

La sensación de pérdida que Jonathan I. sufrió tras el accidente fue abrumadora, como debe de serlo para cualquiera que pierda la visión cromática, una sensación que se entreteje con todas nuestras experiencias visuales y resulta tan crucial en nuestra imaginación y nuestra memoria, nuestro conocimiento del mundo, nuestra cultura y nuestro arte. La sensación de pérdida en relación con el mundo natural ha sido observada en todos los casos descritos. Para el médico del siglo
XIX
que se cayó del caballo, las flores habían «perdido más de la mitad de su belleza»; cada vez que entraba en su jardín, repentinamente privado de color, sufría una conmoción. La idea de la pérdida y de la conmoción quedaba doblada y redoblada para el señor I., quien no sólo había perdido la belleza del mundo natural, el mundo de la gente, y de los innumerables objetos cuyos colores son parte de la vida cotidiana, sino que también había perdido el mundo del arte, el mundo que, durante cincuenta años o más, había absorbido su talento y su sensibilidad, profundamente visual y cromática. Las primeras semanas de su acromatopsia fueron, pues, semanas de una depresión casi suicida.
[26]

Además de esta sensación de pérdida, Jonathan I. encontraba su nuevo mundo visual abominable y anormal. También en este punto coincidía con la experiencia de casi todas las personas que se hallaban en su situación: el médico arrojado del caballo con conmoción cerebral decía que su visión era «distorsionada», uno de los pacientes de Damasio encontraba que su mundo gris era «sucio». ¿Por qué, deberíamos preguntarnos, todos los pacientes que sufren una acromatopsia cerebral se expresan en tales términos, por qué su experiencia parece tan anormal? El señor I. veía con sus conos, con las células sensibles a la longitud de onda de V1, pero era incapaz de utilizar el mecanismo generador de color, de orden superior, de V4. Para nosotros, el producto de V1 es inimaginable, pues nunca se experimenta como tal, ya que es desviado a un nivel superior, donde posteriormente se procesa para proporcionar la percepción del color. De este modo, en nuestra conciencia jamás aparece el producto puro de V1. Pero sí ocurría para el señor I., pues su lesión cerebral le había hecho conocer un extraño estado intermedio en cuyo interior estaba atrapado: el extraño mundo de V1, un mundo de sensaciones anómalas y, por así decir, precromáticas, que no podía calificarse de coloreado
ni
de acromático.
[27]

El señor I., con su sensibilidad visual y estética intensificada, encontró dichos cambios particularmente intolerables. Sabemos muy poco acerca de qué determina la emoción y el placer estético en relación con el color, y de hecho en relación con el hecho de ver en general, y se trata de una cuestión de experiencia y gusto individuales.
[28]

La percepción del color había sido una parte esencial no sólo de la sensación visual del señor I., sino también de su sensación estética, de su sensibilidad, de su identidad creativa, una parte esencial de la manera en que construía su mundo… y ahora el color había desaparecido, no sólo en la percepción, sino también en la imaginación y en la memoria. Todo ello tenía repercusiones muy profundas. Al principio él era intensa y furiosamente consciente de lo que había perdido (aunque «consciente», por así decir, a la manera de un amnésico). Se quedaba mirando furioso una naranja, e intentaba obligarla a recuperar su verdadero color. Se sentaba durante horas delante de su césped (para él) gris oscuro, intentando verlo, imaginarlo, recordarlo, como verde. Ahora no sólo se encontraba con un mundo empobrecido, sino en un mundo ajeno, incoherente, casi de pesadilla. Lo expresó poco después de su lesión, mejor que en palabras, en algunos de sus desesperados cuadros.

Pero entonces, con el amanecer «apocalíptico», y el cuadro que pintó de ese amanecer, vino el primer atisbo de un cambio, un impulso para volver a construir el mundo, para volver a construir su propia sensibilidad e identidad. Parte de ello era consciente y deliberado: reeducar los ojos (y las manos) para actuar, tal como había hecho en sus primeros días de artista. Pero una gran parte ocurría a un nivel inferior, un nivel de proceso neural no directamente accesible a la conciencia o al control. En este sentido, el señor I. comenzó a verse redefinido por lo que le había ocurrido —re— definido fisiológica, psicológica y estéticamente—, y con ello aconteció una transformación de valores, de manera que la otredad total, lo ajeno que le resultaba su mundo V1, que al principio había adquirido una cualidad de horror y pesadilla, acabó adquiriendo, para él, una extraña y fascinante belleza.

Inmediatamente después de su accidente, y durante un año o más, Jonathan I. insistió en que todavía «conocía» los colores, sabía lo que era correcto y apropiado, lo que era hermoso, aun cuando no pudiera visualizarlo en su mente. Pero después estaba cada vez menos seguro de ello, como si a partir de entonces, sin el apoyo de la experiencia ni de la imagen reales, sus asociaciones de color hubieran comenzado a disiparse. Quizá, hasta cierto punto, ese olvido —un olvido al mismo tiempo fisiológico y psicológico, a la vez estratégico y estructural— acabe ocurriendo tarde o temprano en alguien que ya no es capaz de experimentar o imaginar, y mucho menos de generar, un modo particular de percepción. (Tampoco es necesario que el daño principal sea cortical; puede ocurrir, después de meses o años, incluso en aquellos que están ciegos periférica o retinalmente.)
[29]

El señor I. estaba cada vez menos afectado por lo que había perdido, y de hecho por el tema del color, que al principio tanto le había obsesionado. De hecho, ahora decía que estaba «divorciado» del color. Todavía hablaba con soltura de él, pero parecía existir un cierto vacío en sus palabras, como si las extrajera de un conocimiento pasado y ya no
comprendido
.

Nordby escribe:

Aunque he adquirido un completo conocimiento teórico de la física del color y de la fisiología de los mecanismos receptores del color, nada de ello puede ayudarme a comprender la verdadera naturaleza de los colores.
[30]

Lo que era cierto para Nordby lo era ahora también para Jonathan I. En cierto modo, comenzaba a parecer una persona ciega al color de nacimiento, aun cuando hubiera vivido en un mundo en color durante los primeros sesenta y cinco años de su vida.

Olvidando y apartándose al mismo tiempo del color, apartándose de la orientación cromática y de los hábitos y estrategias de su vida anterior, el señor I., el segundo año después de su lesión, se encontró con que veía mejor con una luz tenue o en el crepúsculo, y no a plena luz del día. Las luces muy vivas tenían tendencia a deslumbrarle y dejarle temporalmente ciego —otra señal de deterioro de sus sistemas visuales—, pero encontraba la noche y la vida nocturna peculiarmente agradables, pues le parecían «concebidas», como dijo en una ocasión, «en blanco y negro».

Comenzó a convertirse en un «noctámbulo», en sus propias palabras, y a explorar otras ciudades, otras personas, pero sólo de noche. Conducía al azar de Boston a Baltimore, o hasta pequeñas ciudades y pueblos, llegando al crepúsculo y a continuación vagando por las calles durante media noche, a veces hablaba con alguien que pasaba por la calle, a veces entraba en restaurantes baratos: «En estos restaurantes todo es distinto por la noche, al menos si tienen ventanas. La oscuridad penetra en el local, y eso es algo que ocurre por muy iluminados que estén. Se transforman en lugares nocturnos. Adoro las horas nocturnas», dijo el señor I. «Me vuelvo gradualmente un noctámbulo. Es un mundo distinto: hay mucho espacio, no estás rodeado de gente en la calle… Es un mundo completamente nuevo.»

El señor I., cuando no viajaba, se levantaba cada vez más temprano para trabajar de noche, para saborear la noche. Le parecía que en el mundo nocturno (tal como él lo llamaba) él era igual, o superior, a la gente «normal»: «Me siento mejor porque sé que no soy un tipo raro… y he desarrollado una aguda visión nocturna, es asombroso lo que veo: puedo leer las matrículas de los coches a cuatro manzanas de distancia. Usted no las vería ni desde una manzana.»
[31]

Uno se pregunta si esta visión nocturna podría, con el tiempo, haberse agudizado como compensación por el deterioro del sistema de percepción del color; también podría haberse dado, en esa fase, una agudización de la sensibilidad al movimiento, quizá también de la sensibilidad a la profundidad, aparejada posiblemente a una dependencia y un uso cada vez mayores del sistema intacto M.
[32]

Pero lo más interesante de todo es que la sensación de profunda pérdida, y esa sensación desagradable de anormalidad, tan intensa en los primeros meses posteriores a su herida en la cabeza, parecieron desaparecer, e incluso invertirse. Aunque el señor I. no niega su pérdida, y en cierto sentido aún la lamenta, ha llegado a considerar que su visión se ha vuelto «altamente refinada», «privilegiada», que ve un mundo de pura forma, sin la confusión que aportan los colores. Ahora el señor I. ve cómo destacan ante sus ojos ciertas texturas y estructuras sutiles que, al estar rodeadas de color, normalmente quedan oscurecidas para la gente con visión normal.
[33]
Tiene la impresión de que se le ha concedido «todo un mundo nuevo» al que los demás, distraídos por el color, son insensibles. Ya no piensa en el color, ni suspira por él, ni lamenta su pérdida. Casi ha llegado a ver su acromatopsia como un extraño don que le ha llevado a un nuevo estado de sensibilidad y existencia. En esta transformación se parece enormemente a John Hull, quien, tras dos o tres años de experimentar la ceguera como una aflicción y una maldición, comenzó a verla como un «oscuro y paradójico don», una «condición humana específica … uno de los órdenes naturales de la existencia humana».

Cerca de tres años después del accidente acaecido al señor I., Israel Rosenfield lanzó una hipótesis fascinante: existía para él la posibilidad de recuperar la visión del color. Puesto que el mecanismo para comparar longitudes de onda estaba intacto, y sólo la zona V4 (o su equivalente) estaba dañada, tal vez fuera posible, al menos en teoría, pensaba Rosenfield, «reeducar» otra parte del cerebro para que llevara a cabo las correlaciones landianas necesarias, y de este modo recuperar algo de la visión del color. Lo asombroso fue la respuesta del señor I. a esta sugerencia. En los primeros meses posteriores a su lesión, dijo, la habría recibido con los brazos abiertos, habría hecho todo lo posible para «curarse». Pero ahora que concebía el mundo en términos completamente distintos, y volvía a encontrarlo coherente y completo, esa sugerencia le parecía incomprensible y repugnante. Ahora que el color había perdido sus anteriores asociaciones, su sentido, ya no podía imaginarse lo que sería recuperarlo. Su reintroducción le confundiría enormemente, pensaba, y podría imponerle un revoltijo de sensaciones y perturbar el orden visual de su mundo, ahora restablecido. Durante una temporada había estado en una especie de limbo; ahora aceptaba —neurológica y psicológicamente— el mundo de la acromatopía.

Con respecto a su pintura, tras un año o más de experimentación e incertidumbre, el señor I. entró en una fase enérgica y productiva, tan enérgica y productiva como cualquier otra de su larga carrera artística. Sus pinturas en blanco y negro tienen un gran éxito, y la gente comenta su renovación creativa, la extraordinaria «fase» en blanco y negro en que ha entrado. Muy pocos saben que esta última fase no es otra cosa que una expresión de su desarrollo artístico, y que ha sido provocada por una pérdida calamitosa.

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