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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (12 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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Nos miraba con orgullo, un dedo elevado en el aire, los ojos vivos y burlones.

—Tomás, háblanos de Tomás.

—Tomás era un sabio como un rey que se llamaba Alfonso X
el Sabio
, y un día le querían robar las botas y dijo: «Déjalos, que no saben lo que se hacen.» Y eso también lo dijo Jesucristo. Yo un día a Jesucristo lo vi con mis propios ojos, iba vestido de amarillo y tenía el pelo con rizos y yo...

No era posible que se hubiera emborrachado tan pronto. Aquel estilo inconexo y delirante debía de ser su manera habitual de expresarse. Garzón intentó centrarlo de nuevo.

—¿Se veía Tomás con alguien, con hombres que fueran a buscarlo?

—Un amigo mío se construyó un cuarto de baño para él solo y le puso unos grifos con forma de serpientes.

Se alejaba cada vez más de nuestro objetivo, parecía perdido por completo en un discurso progresivamente alucinatorio. Pensé que si quizá le seguía la corriente durante un rato, llegaría a empalmar con lo que nos interesaba.

—¡Ah, qué interesante!, ¿un amigo que sabe construir cosas tan difíciles?

—Les voy a enseñar el regalo que Tomás
el Sabio
me hizo. Lo tengo aquí.

Nos quedamos quietos, con el aliento contenido, mientras el viejo rebuscaba en una mochila. Empezó a sacar pequeños objetos absurdos que colocaba sobre la mesa: una concha marina, un acerico, botones de colores... Creí que, una vez más, perdíamos el tiempo, pero de pronto esgrimió en la mano un papelito doblado que, por su aspecto, debía de llevar mucho tiempo dando vueltas por aquel bolso. Lo abrió cuidadosamente y me lo tendió. Escrita a mano se veía una operación matemática, quizá una ecuación, que mis escasos conocimientos de la materia me impedían identificar.

—Miren qué precioso. Estas cosas sabía hacer Tomás, y un día me dijo: «Esto es un poco de sabiduría que te regalo, porque en el mundo saber es lo más importante.» ¿Eh, qué les parece?

No sabía qué pensar. Eran sin duda los números de una persona culta. Miré a Garzón. El subinspector cogió al hombre por el brazo.

—Oye, Anselmo, ahora nos vas a guiar a donde vivía Tomás. Te llevamos en coche, ¿de acuerdo?

—¿Y qué me darán, un barco lleno de arroz?

—Otra cerveza, te daremos otra cerveza, y tú nos dejas un tiempo este papelito, sólo prestado.

—Bien, yo sé hacer un trato, y cuando alguien me dice «¿cómo estás?», yo nunca miento, y si estoy ese día mal, pues lo digo también. Digo: «Estoy mal, gracias, pero mañana estaré mejor.» Soy un hombre de palabra. Y quiero que me acompañe a casa esta chica, porque esta chica es como una hija preciosa de esas que la gente tiene y pone en fotografías en su casa.

Señalaba a Yolanda, y luego la cogió de un brazo, aparentemente con bastante fuerza. La miré por si se sentía incómoda o asustada, pero vi que sabía controlar muy bien la situación, se notaba que tenía cierta experiencia en tratar con mendigos. Le dio al hombre unos golpecitos cariñosos en la mano.

—¡Pues claro que te acompaño, como si fuera tu hija de verdad, y hasta puedes ponerme en una foto si quieres!

Fui a pagar a la barra, y le pedí a Garzón que me acompañara para cambiar impresiones.

—¿Qué le parece este tío?

—¡Joder, inspectora, está como un choto! Ya me dirá de qué manera vamos a saber qué hay de verdad en todo ese galimatías de palabras.

—Sí, pero entre todo lo que dice da la impresión de que hay cosas ciertas.

—Puede que sí y puede que no.

—¿Y el papel, qué le parece el papel? Yo diría que es una operación matemática de verdad, pero no estoy segura.

—Habrá alguien en comisaría que lo sepa. De todas maneras, ¿a qué conclusión nos lleva eso?

—Podemos deducir que Tomás
el Sabio
sabía matemáticas.

—Una deducción de escaso interés. ¿Quién es Tomás
el Sabio
?

—Tomás no es un nombre demasiado corriente. Habría que volver a pasar por todos los centros de salud y todos los centros sociales, incluyendo los comedores, buscando a todos los individuos que se llamen Tomás.

El subinspector puso los ojos en blanco, hizo como si tragara saliva con mucha ostentación e imitó la cara de un mártir para decir:

—¿Se da cuenta de que lo de Tomás
el Sabio
puede ser un apodo?

—Sí, y también me doy cuenta de que incluso puede habérselo inventado nuestro buen amigo Anselmo, pero le recuerdo que no tenemos nada más.

Suspiró con resignación forzada, las investigaciones que pasaban por descartar datos exhaustivos lo ponían enfermo, pero yo no quería dejar el más mínimo cabo suelto, por lo que, poniéndole la mano en el hombro, le dije tontamente:

—¡Ánimo, Fermín, ya se sabe que la vida del policía es azarosa!

—¿Azarosa?, más bien un coñazo, querrá decir. Mire, ahí viene Yolanda con el viejo. El tío no para de hablar, es el único que consigue callar a la chica, ¿por qué no lo incluye también en la investigación? Así podré descansar un rato.

El pobre hombre se tambaleaba un poco al andar. Empecé a dudar de que recordara dónde solía vivir. Iba a ser una excursión memorable.

En el coche se sentó en el asiento trasero junto a Yolanda y continuó con su discurso de dudoso sentido. Sin embargo, de vez en cuando, soltaba frases en las que mencionaba a Tomás
el Sabio
. Yolanda fue sacándole con habilidad el lugar hacia donde nos dirigíamos. Ni siquiera eso decía con claridad, aunque ella supo descifrarlo. Se trataba de un descampado en el barrio de la Sagrera, donde Renfe tenía unas instalaciones temporalmente abandonadas.

Volvimos a encontrarnos con aquel espectáculo insólito de marginados viviendo como tribus salvajes en medio de la ciudad. Al echar pie a tierra, Anselmo dejó de comportarse con ambigüedad y se dirigió muy seguro hacia un rincón del edificio. Bajo el hueco de una escalera tenía su feudo. Un montón de bolsas viejas y bultos informes era su ajuar. De entre las telas salió un gran perro mestizo de color negro y nos gruñó con fiereza. Anselmo le acarició la cabeza y el animal empezó a mostrarse amistoso.

—Éste es Tristán, mi perro. Gracias a él nadie toca lo mío. Estos sitios están llenos de chorizos, ¿saben? No te puedes fiar, y yo tengo aquí cosas que valen mucho. A Tristán nunca le falta comida. Le hago sopas con trozos de carne. A lo mejor yo sólo me como una lata de garbanzos, pero Tristán come caliente todos los días. Vive bien, Tristán. El perro es el mejor amigo del hombre. Mi madre, que era más joven que yo, siempre me decía que el que no quiere a los animales es un mal nacido, porque los hombres también somos animales y también hijos de Dios. Los pájaros no son hijos de Dios, pero todos los demás animales, sí.

—Enséñenos dónde vivía Tomás, Anselmo.

—¡Huy, Tomás, pobre!; está muerto, he visto en una foto que está muerto. Hace mucho tiempo que no vivía aquí, pero venía a verme y me hacía regalos muy buenos.

—Sí, pero cuando estaba aquí, ¿dónde se colocaba?

—Allí, en el banco de piedra.

Señaló bajo los soportales de la fachada principal. Nadie ocupaba el banco al que se refería.

—¿No sabe dónde pueden estar sus cosas? A lo mejor le dejó algo a usted para que lo guardara.

—Cada uno tiene sus cosas, pero Tomás me hacía regalos. En Francia los regalos los trae Papá Noel, pero en España los trae el rey de bastos.

—¿Hay aquí algún otro amigo de Tomás, alguien con quien él hablara, alguien que lo conociera?

—Los amigos son la sal de la vida.

Se puso a rebuscar en sus bolsas, totalmente absorto, como si ya no estuviéramos con él. Garzón me susurró al oído:

—Es inútil, inspectora, ¿no ve la empanada mental que lleva? Vamos a preguntar a todos los que encontremos.

—Empiecen usted y Yolanda. Yo me quedo con él.

Se alejaron. Mantenía la esperanza de que Anselmo fuera tocado por la razón de pronto. Sus palabras no eran lo suficientemente incongruentes como para pensar que nada de lo que dijera tenía valor. Lo observé mientras se afanaba entre los trastos de su bolsa. El perro se aproximó a él y le lamió una oreja, pero estaba tan embebido en su tarea que ni se enteró. Pensé que era feliz, tan en su mundo, tan preservado, tan ajeno a deseos o ambiciones. ¿Qué habría hecho cuando era joven, se había casado alguna vez, había alguna vez pertenecido al mundo normal? Súbitamente sonrió con un aire de triunfo, elevó una caja metálica sobre su cabeza y exclamó:

—¡Ah, ya tengo lo que estaba buscando! Mire, mire qué cosa tan preciosa.

Abrió la caja y me mostró el contenido. Acerqué la cabeza y descubrí un montón de placas de metal barato. Parecían llaveros. Anselmo desenredó uno de entre la maraña y me lo puso en la mano con cuidado exquisito. Sí, eran llaveros, feísimos llaveros dorados que llevaban una inscripción.

—Lea, lea lo que pone.

Leí en voz alta:

—«La caridad es el placer del alma.»

—Bonito, ¿verdad?

—Muy bonito, sí.

—También me los regaló Tomás. Era un buen hombre, Tomás, siempre me hacía regalos. Ahora yo se lo voy a regalar a usted, porque usted también es una buena persona. Esa chica joven sería como mi hija, pero si yo me hubiera casado, mi mujer sería como usted.

No supe qué contestar. Era un bonito piropo, un piropo que me lanzaba aquel hombre estrafalario que no tenía dónde caerse muerto, pero lo aprecié.

—Es un regalo muy amable, Anselmo, lo llevaré siempre conmigo y a lo mejor me trae suerte.

—Le traerá la suerte de los ángeles, ya verá.

—¿Sabe de dónde sacó su amigo tantos preciosos llaveros?

—Un amigo es lo que uno necesita, y un perro también. Y si las cosas vienen mal dadas, una cobra. En el extranjero, las mujeres se ponen morenas tomando la luna por las noches en las azoteas, desnudas como su madre las trajo al mundo.

Comprendí que habíamos llegado al final de toda congruencia.

—Tengo que marcharme, Anselmo, supongo que siempre podemos encontrarlo aquí o en el comedor de beneficencia.

—Aquí, esperando algún día tener un barco cargado de arroz.

Di media vuelta y cuando me alejaba dejando a Anselmo en sus extraños delirios oí que decía con toda cordura:

—¡Inspectora, descubra quién ha matado a Tomás! Esos hombres son unos malos bichos.

Volví inmediatamente sobre mis pasos, lo tomé con firmeza de un hombro y le obligué a mirarme a los ojos.

—¿Qué hombres, Anselmo? Usted sabe algo, ¿verdad? Dígamelo, dígame lo que sabe y yo atraparé a los asesinos de Tomás.

Los pequeños ojos vivos refulgieron en sus órbitas. La cara perdió toda expresión.

—Márchese, tengo sueño, quiero dormir.

Era inútil, resultaba imposible mantenerlo en la coherencia. Busqué a Garzón y Yolanda por todo el recinto. No estaban muy contentos cuando los hallé.

—Nada, inspectora, o están todos locos o no quieren hablar.

—Yo diría que algunos lo han reconocido, pero ¿qué se les puede decir a esos desgraciados para que confiesen conocer a una víctima de asesinato? Unos no tienen papeles en regla para estar en el país, otros tiemblan de miedo sólo al ver un policía. No hay manera, inspectora, créame.

Subimos al coche en medio de una indisimulable frustración. Garzón dio un golpe violento contra el volante.

—¡Este caso es la hostia, no hay modo de avanzar un milímetro! Y es que, claro, no me extraña, no estamos entre gente normal, hablar con estos tíos es como estar en Marte. ¿Qué le ha dicho su maravilloso loco?

—Que le hubiera gustado casarse conmigo. Me ha regalado esto, fíjese. Tenía un montón dentro de una caja. Dice que se los dio Tomás
el Sabio
. ¿Cree que puede ser una pista?

—Una pista de patinaje, porque no hacemos más que dar patinazos. Pues claro que no, inspectora, un llavero de publicidad en manos de un chalado no es un indicio de nada.

—¿Publicidad? No hay ninguna marca comercial en la inscripción.

—Pues provendrá de una campaña de caridad, de una tómbola benéfica, ¡qué sé yo!, nada que pueda ayudarnos.

—Y, sin embargo, ese hombre... dice cosas sin sentido pero, de pronto, suelta algo que parece verdad.

—Está como una cabra, ésa es la única verdad.

Yolanda se dirigió respetuosamente a Garzón y le colocó una mano en la espalda.

—Relájese, subinspector, no hay que ser tan negativo. A nosotros siempre nos dicen que proyectar tu parte negativa sobre los asuntos de trabajo genera más problemas. ¿Quiere que le dé un pequeño masaje en las cervicales? He hecho por mi cuenta un cursillo de masaje y el profesor siempre nos dice que...

Había empezado a masajear delicadamente la espalda de mi compañero cuando éste saltó como un tigre y gritó:

—¡No quiero que nadie me dé ningún masaje en las cervicales ni en ninguna otra parte de mi cuerpo, y tampoco quiero que nadie me diga nada de mi parte negativa, estoy muy orgulloso de mi parte negativa. Pero sobre todo, agente, no quiero que me cuente lo que le dice su profesor, ¿entendido? ¡Ni una palabra más!

Miré de reojo a Yolanda, que se encogió de hombros algo asustada. Pensé que quizá lo indicado era intentar una mediación cortés, aunque lo que de verdad me apetecía era reír. Opté por no abrir la boca, que se apañaran, para una vez que las quejas de Garzón no iban dirigidas a mí...

Ya en mi despacho, me preparé para el mal rato que suponía escribir el informe de unas gestiones que a nada habían conducido. Saqué el llavero de mi bolso y lo puse sobre la mesa. Al cabo de un momento entró Fernández Bernal a traerme unos papeles. Me extrañó que lo hiciera él, pero en seguida comprendí la razón.

—No sabía que eras tan devota de la Virgen, Petra. El otro día vi salir a un guardia de tu despacho con un ramo de flores y le pregunté por si necesitaba ayuda. Me dijo que debía entregarlo en la parroquia de tu parte.

Lo miré con una sonrisa que podría haber sido la preparación para un mordisco.

—Ya ves, una devoción como otra cualquiera.

—Ya veo, ya.

Con cara de pitorreo tomó el llavero y lo observó.

—¡Vaya horterada, Petra!

—Es un regalo.

—Puedes regalárselo a la Virgen también, si es que lo acepta, claro.

—Fernández, ¿tienes algo en concreto que decirme?

—No, no, ya me voy. Hasta luego, querida colega.

Resoplé en cuanto hubo desaparecido. ¿Era aquel tipo un enemigo? Y si lo era, ¿cómo me lo había granjeado?, ¿sólo por ser como era, por existir? ¿Cómo podía controlar uno el cerco de antipatía que proyectaba sobre los demás sin siquiera saberlo? Un problema de ese calibre debería haberme dejado indiferente, pero no era así en absoluto, me molestaba, me creaba una sensación un tanto paranoica. ¿Necesitaba un psiquiatra? Lo necesitaba, aunque fuera por otra razón. Marqué el número de Ricard.

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