Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¡Vaya!, su comisario sí que es de la antigua escuela.
—Más que Hércules Poirot. Así es como funcionan las cosas en la policía, ya puedes tener una alma progresista y novedosa, que si tu jefe es un individuo tradicional, no hay modo de saltarse su influencia.
Sonrió de nuevo. Se quedó en silencio, sopesando la posibilidad de aceptar mi petición.
—No hace mucho que estoy destinada aquí, de manera que si empiezo faltando a las normas... por otra parte, me apetece hacer algo un poco irregular. ¿Puede esperar una hora? Si se espera, me quedaré trabajando un rato más, y al menos podría salir con un primer informe.
La esperé. Por fortuna, no todo el mundo exhibía un mal humor como el mío. Aquella doctora no había sufrido aún el desgaste profesional suficiente como para ser incapaz de hacerle un favor a alguien sin motivo. Debía seguir su ejemplo, intentar sacudirme las malas pulgas que siempre me acompañaban en los últimos tiempos.
Cuando me tocó el turno, me ofreció si quería estar con ella en la sala mientras trabajaba. No podía negarme, aunque era lo que menos me apetecía en el mundo.
Vi entrar el cadáver del mendigo y casi no lo reconocí. Lo habían bañado y peinado. Tenía un aspecto digno e imponente.
—Parece un hombre guapetón —dijo la médica—. ¿Quién es?
—No lo sabemos todavía. Vagabundeaba por las calles y, aparentemente, lo mataron a golpes unos skin heads.
—¿Con qué?
—Un bate de béisbol que hemos llevado a analizar.
—¡Qué hijos de perra! Cójanlos, inspectora, no los dejen escapar. Esa gentuza se merece un escarmiento que sirva de aviso para todo el mundo.
—Ya, justamente es eso lo que dice la opinión pública, de ahí las prisas del comisario.
—Me alegro de haberle dado prioridad.
Se calzó los guantes de exploración y miró al hombre desnudo que yacía frente a ella. Inmediatamente, su expresión cambió. Aquel joven rostro femenino que parecía tener siempre una sonrisa en los labios se convirtió en una cara reconcentrada y tensa. Utilizó una mascarilla.
—Debemos tomar precauciones con el Sida —dijo.
Sólo verla actuar, comprobar cómo manejaba sus manos, dónde las dirigía sin el menor titubeo, me di cuenta de que sabía muy bien lo que estaba haciendo. En ningún caso su juventud significaba desconocimiento o inexperiencia.
Me aparté unos pasos para no ver sus maniobras, nunca me las he dado de valiente frente a un cuerpo humano sin vida. Sin embargo, se volvió hacia mí y me hizo acercarme.
—Venga, inspectora, quiero que vea esto.
Como se dio cuenta de que dudaba, intentó tranquilizarme sin asomo de burla o suficiencia.
—No se preocupe, no he cortado nada todavía, no hay nada demasiado desagradable.
Ladeó la cabeza del hombre y me mostró una zona erosionada y tumefacta.
—Fíjese, aquí ha recibido un golpe fuerte con un objeto romo, probablemente el bate del que me habla. Sin embargo, si le damos un poco la vuelta... —Dobló el brazo derecho del cadáver y lo hizo girar de lado—. Observe, aquí, en la base del cráneo, tiene otra herida aún mayor. Yo diría que es una herida de bala. La sangre que hay alrededor y los bordes del orificio presentan una retracción y una coagulación más larga que en el golpe lateral.
—¿Y eso qué significa?
—Tendré que cortar y analizar tejidos para estar segura al ciento por ciento, pero yo diría que la herida más grave se la hicieron antes, incluso podría aventurar que dos o tres horas antes que la otra. Es casi seguro que fuera esa herida de bala la que lo dejó sin vida. Verá, para la contundencia del otro golpe hay poca sangre avecinada en la zona. Puede que recibiera ese segundo golpe estando ya muerto.
Asentí varias veces, mirando con horror aquella cabeza blanca y tumefacta que para la joven doctora parecía no tener secretos.
—¿Se da cuenta de lo que le digo?
—No, lo siento, soy incapaz de percibir lo que usted ve.
—Pero sí que se dará cuenta muy claramente de las marcas que tiene este hombre bajo los brazos. ¿Ve?, las dos axilas están rozadas. Tengo la impresión de que lo arrastraron con todo su peso agarrándolo por ambos brazos.
Vi con toda nitidez las señales a las que se refería.
—Un testigo vio a unos skins arrastrando al hombre desde un coche hasta un banco del parque tal y como usted dice.
Mis palabras la hicieron reflexionar. Inspeccionó de nuevo las marcas.
—¿Ha estado usted en ese lugar?
—Sí.
—¿A cuántos metros estamos refiriéndonos, cien, doscientos?
—Apenas veinte pasos.
—No, entonces es imposible, estas señales no pudieron producirse en un trayecto tan corto. Lo arrastraron así más tiempo; es difícil determinar cuánto.
—Lo que está diciéndome es que a ese hombre no lo mataron en el parque con un golpe de bate, sino que llegó al parque ya cadáver.
—Creo que así es. Quizá le dieron ese último golpe para cerciorarse de que estaba muerto.
—Es posible, doctora, pero también puede ser que intentaran montar una falsa paliza identificable por algún testigo casual que pudiera observar la escena, dejar bien claro que eran skins, una especie de macabra marca de fábrica.
Sus ojos discretamente enrimelados me miraron por encima de la mascarilla.
—¿Cree tener alguna pista?
—Aún no, pero lo que me ha dicho es esencial.
—Supongo que aparecerá la bala, y más cosas, al final de la autopsia, también cuando mandemos los órganos a análisis. Voy a seguir.
Hubiera querido salir zumbando inmediatamente, pero me parecía poco educado dejarla después de que hubiera atendido mi petición, así que volví a una distancia prudencial. Sin embargo, aunque no viera nada, los sonidos me llegaban con demasiada nitidez. Oía las tijeras de podar cercenando costillas, los órganos blandos cayendo con un «flop» melifluo en las bandejas de acero inoxidable, algunos borboteos inclasificables... Para cuando la bella doctora acabó, yo necesitaba urgentemente un poco de aire y un poco de alcohol.
—Se lo agradezco mucho, doctora Caminal.
—Llámeme Silvia y hábleme de tú. Aquí tiene la bala, estaba alojada en el encéfalo.
—Parece una nueve milímetros del corto.
—Eso usted lo sabrá.
—¿Por qué no viene hasta el bar de la esquina para tomar una copa conmigo? Ese tipo de cosas también forman parte de la antigua escuela.
—De acuerdo, sigamos con las viejas tradiciones.
No bebía. Aquella mujer que acababa de enfrentarse con la parte más dura de la vida sólo tomaba zumo de frutas. No necesitaba de ánimos extra, ejercía simplemente su profesión. La pregunta que había estado evitando hacerle no pudo permanecer más tiempo en la recámara. Pasé a tutearla.
—Seguro que ya te habrán preguntado esto mil veces, pero es que viéndote actuar hoy...
—Sí, ya sé, lo que quieres saber es por qué una chica joven como yo se ha metido en algo tan espantoso como abrir en canal a la gente muerta. Soy buena en lo que hago, ¿sabes? Y creo que algún día seré la mejor. Saqué sobresaliente en todas las asignaturas de la especialidad. Tengo planes. Algún día estaré en la cúspide profesional.
—Tienes el futuro muy claro.
—Sí. También sé que no tendré hijos y no me casaré si se trata de un matrimonio que pueda hacer peligrar mi carrera. Ahora hay muchas mujeres que pensamos así, lo que pasa es que no suele decirse, queda mal.
Me miró con la misma inocencia que una niña de pecho.
—Tú también tienes que haberlo visto claro para ser policía.
—¿Yo? No sólo no lo vi claro al principio, sino que sigo viéndolo oscuro aún hoy. Y no se trata de algo sólo profesional, con el resto de mi vida me pasa lo mismo. Si hago A, tengo inmediatamente la sensación de que debería haber hecho B. Pero si rectifico, pienso que estoy dejándome influenciar por la opinión general. Cuando trato a alguien con rigurosidad, me arrepiento en seguida, pero si me muestro demasiado amable, creo haber permitido que se me suban a la grupa. En fin... que lo mejor sería no haber nacido nunca.
Me miraba con estupefacción, sin duda no esperaba una declaración de inseguridad semejante.
—¿Lo entiendes? —pregunté.
—No —contestó sinceramente—. Yo pensaba que las mujeres de tu generación erais duras como rocas. Al fin y al cabo, habéis abierto camino.
Apuré la cerveza con un gesto fatalista.
—No te engañes, sí, somos duras, pero para abrir camino, primero hay que escogerlo, y ahí está la verdadera complicación.
—Tengo la sensación de que ahora es más fácil.
—No lo sé, yo me las apañaría también ahora para hacerme un lío, las complicaciones son mi especialidad.
Nos miramos con simpatía. Nunca hubiera pensado que llegaría a caerme bien alguien que rehusara el alcohol y el tabaco, pero así era, el paso del tiempo también hacía mella en mí.
Observar las expresiones de Garzón mientras le contaba los primeros hallazgos de la autopsia me produjo un enorme placer. Pensaba intensamente, conjeturaba a toda prisa sin decir ni una sola palabra. Al terminar mi información, abrí los brazos pasándole el turno de palabra.
—¿Qué impresión le causa todo esto?
—Vamos a ver. Ordenemos los hechos. Si unos skins matan a un tipo y se toman la molestia de conducirlo a otro lugar, es porque no se trató de una acción sin premeditar. Lo conocían, aunque fuera de vista, y decidieron matarlo. Si después de pegarle un tiro le dan con un bate, es porque querían dejar bien sentado que eran skins.
—¿Cree que existía una relación previa entre ellos?
—Eso es mucho decir. Skins y vagabundos son como enemigos naturales. Los gatos no tienen más que un tipo de relación con los ratones, y los lobos sólo quieren a las ovejas para una cosa.
—Pero si no hay relación, ¿por qué tomarse tantas molestias?
—¿Cree que esos hijos de puta sólo matan en arrebatos pasionales? No, ni hablar, los creo muy capaces de escoger una víctima al azar y seguirla, incluso varios días, hasta que se presentara la ocasión de darle muerte. Piense que sus teorías se basan en eslóganes como «limpiar la sociedad de parásitos» y otras bazofias por el estilo.
—¿Eran una banda organizada que buscaba mendigos para hacerlos desaparecer?
—No necesariamente, inspectora. Pudieron verlo varios días en el mismo lugar, ¡quién sabe!, quizá donde uno de ellos vive o donde van a tomar copas, hasta que en una ocasión decidieron quitarlo definitivamente de ahí. Dentro de los skins hay críos que sólo juegan con la estética paramilitar, pero también hay cabrones con bastantes delitos a las espaldas. Espere a ver la lista que he elaborado, cualquiera de esos tipos podría llegar al asesinato.
—¿Y si no eran skins, Garzón, y si se disfrazaron y se dejaron ver junto al parque de la Ciudadela para que alguien los identificara como lo que no son? Eso justificaría los golpes innecesarios, el abandono de ese bate de béisbol tan de manual.
—¿Quiénes eran, entonces? Me cuesta creer que un mendigo movilice tanta preparación. Si no hay drogas ni dinero... Además, era de madrugada, que existiera un testigo no parecía previsible.
—Siempre hay testigos en un lugar abierto en medio de la ciudad. No podemos dejar de identificar a la víctima.
—No, por supuesto que no. ¿Preparo los interrogatorios de los skins?
—Sí, mañana por la mañana les daremos un buen repaso.
—Inspectora, ¿cómo consiguió que le hicieran la autopsia al cadáver si no le tocaba aún?
—Recurrí a los procedimientos policiales más casposos.
—Creí que no estaba de acuerdo con esos métodos.
—Y no lo estoy, pero me he dado cuenta de que hacer siempre lo acorde con tus propias ideas entorpece la acción.
—Ya —repuso escuetamente. No las tenía todas consigo, esperaba que de un momento a otro le saliera por peteneras proponiéndole algún jeroglífico existencial en el que no había pensado. Incluso se quedó quieto, aguardando la continuación. Adopté la suficiente seriedad como para dejar claro que no había en mi ánimo ninguna ironía.
—Dije que el asesinato de ese hombre me importaba. Y, ¿sabe una cosa, Fermín? Es verdad. De modo que voy a resolverlo aunque sea lo último que haga en mi estéril vida. Si para cumplir tal propósito tengo que adoptar procedimientos trasnochados, los adoptaré. Es más, si en algún momento no hay más remedio que saltarse la estricta legalidad, me la saltaré. De ahora en adelante, es como si no me conociera, Garzón, porque le aseguro que no me reconocerá.
Lejos de mostrarse sorprendido, su cara parecía traslucir conformidad. Sí, ahora le parecía más normal mi reacción. Según su criterio, ningún proyecto simple podía emanar de mí.
—El doctor Ricard Crespo quiere verla, inspectora, dice que ya lo conoce usted.
El guardia esperaba mi respuesta, pero estaba tan sorprendida que lo miré sin contestar.
—¿Le digo que pase o no? Ya le hemos pedido el carnet.
Me acordaba perfectamente de él, su aspecto desaliñado, el color plateado de las sienes... sólo le faltaba la bata blanca para completar la pinta de sabio tradicional. Me miró y se lanzó a darme la mano con la misma cordialidad de quien acude a una cita amistosa.
—¿Qué tal, inspectora, cómo está?
Tenía la mano fría, enérgica y nerviosa.
—Puedo sentarme, ¿verdad?
Se sentó antes de darle permiso, y sin pedirlo para fumar, sacó un cigarrillo y lo encendió. Me di cuenta de que, en vez de preguntarle qué hacía en mi despacho, estaba observándolo como si fuera una especie de espectáculo.
—Estoy contento de haber venido, inspectora Delicado, ya ve. Cuando me dio usted su tarjeta, pensé que no iba a utilizarla, pero luego me dije: «¿Por qué no?, ¡hay que colaborar con la autoridad!», ¿comprende?
Su estilo era atropellado y coloquial, en ningún momento daba a entender que se dispusiera a hacer una declaración.
—Si quiere que le sea franco, es usted la primera policía que veo en mi vida, y si quiere que siga con la franqueza, le diré que la figura del policía en sí nunca me ha caído demasiado bien. Me pregunto cómo es usted, qué carácter tiene, qué manías, cómo afronta su labor profesional. Ya sabe que la psiquiatría siempre se basa en una curiosidad sin límite.
Estaba convencida de tener bien abierta la boca a aquellas alturas. No lo podía creer, aquel tipo medio pirado se plantaba en mi despacho y empezaba una atolondrada conversación sobre mi modo de ser. No sabía por dónde tirar. Él no me dio muchas oportunidades, porque siguió hablando del modo más natural.