Un barco cargado de arroz (6 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—¿Qué la llevó a ingresar en la policía?, dígame, ¿la necesidad de acción, un complejo de culpa no asumido?

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no saltar del asiento y ponerme a gritar. Me contuve, no quería que aquel individuo hiciera sobre mí un diagnóstico precoz de histeria.

—Un momento, doctor, un momento. Supongo que no ha venido hasta comisaría para hacerme un test de personalidad, sino que tiene datos sobre la investigación que quiere contarme.

Se removió en la silla como un gusano acosado por un palo, pegó tres chupadas espasmódicas al cigarrillo y lo apagó formando unos pequeños fuegos artificiales en el cenicero.

—Sí y no. Quiero que sepa que me he tomado muy en serio lo que me dijo. He mostrado la foto de ese mendigo a todo mi personal sanitario, a todos sin excepción. Lo malo es que nadie parece haberlo reconocido. Creemos que ese hombre nunca ha pasado por nuestros servicios. No, nos tememos que no.

—En ese caso...

—Claro que faltan por investigar las consultas ambulatorias de la Seguridad Social. Antes de enviármelos a mí, los médicos generales lo piensan dos veces, si no lo ven muy mal...

—Resulta poco probable que alguien se acuerde de este hombre de una consulta puntual. Los médicos de la Seguridad Social ven a mucha gente; es una gestión que no podemos abordar, hay pocas garantías de éxito.

—Sí, eso he pensado yo también. Pero lo que usted no sabe es que hay un pequeño dispensario en el barrio del Raval con el que solemos tener una colaboración muy estrecha. Si ven a algún «sin techo» que puede necesitar una medicación ligera sin internamiento, nos consultan a nosotros, le abren ficha y se la proporcionan. De ese modo, si empeora o recae, ya tenemos sus antecedentes.

—Bien, ¿le han dado ellos alguna información?

—Aún no he tenido tiempo de ir a verlos, la verdad.

De nuevo noté que la boca se me aflojaba por el lado inferior. Cabeceé, ya sin ganas de ocultar mi estupefacción. Él me observó con sus ojos penetrantes y continuó como si tal cosa:

—Quería informarla, que supiera cómo van las cosas, que vea que no me he olvidado en absoluto de sus preguntas.

Solté una risa falsa, y busqué mi mejor tono cortante para decir:

—¡Qué barbaridad, doctor Crespo!, si todos a los que preguntamos sobre un caso reaccionaran como usted, la plantilla de policías descendería... Claro que habría que contratar a mucha gente para atender a quien viniera a informar. Imagínese, llevamos diez minutos hablando para nada en concreto.

Le resbalaban mis invectivas. Se rascó la barba de tres días y, sin ningún embarazo, prosiguió:

—Claro, lo comprendo, sé a qué se refiere. En ese caso será mejor que le diga lo más concreto que he venido a exponerle: ¿quiere cenar conmigo esta noche?

Me ganó. Me había ganado, ¿para qué negarlo? Nunca, nadie, jamás, había tenido los santos bemoles de plantarse en comisaría y pretextar el cumplimiento de su deber ciudadano para invitarme a salir. Recordé las palabras de la enfermera: «El doctor Crespo es un poco especial.» ¿A qué santo una ciudad europea y moderna como Barcelona dejaba en manos de un tipo como aquél la salud de sus ciudadanos aunque fueran
homeless
? ¿Y qué era aquel tipo, un gilipollas, un genio, un jeta con pátina intelectual? Sin embargo, me había ganado, porque mientras pensaba todo aquello ya había transcurrido un tiempo de reacción excesivo para una mujer mundana como yo. Reaccioné tarde y mal.

—Doctor Crespo, se lo agradezco, pero el trabajo de un policía no deja tiempo para la frivolidad ni para cenar con personas a las que no se conoce.

Me equivoqué, ¡vaya si lo hice!, calibré mal, porque el psiquiatra no era ningún descerebrado y sacó una ironía imprevista para decir:

—¡Ah, qué encantador! Es curioso cómo en momentos de tensión y desconcierto todos volvemos a los consejos infantiles para protegernos: «No hables con desconocidos.» Sí, encantador, no creí que fuera usted tan clásica, Petra, otro punto a su favor. Los otros puntos positivos que tenía de usted eran demasiado superficiales. En realidad, era sólo uno: la encontré salvajemente atractiva, de verdad, uno de esos atractivos que no se esperan en un policía. Pero lo comprendo, si es usted del tipo clásico, tendré que perseverar.

Se levantó tan campante, hizo un amago de sarcástica reverencia y se marchó sin darme tiempo para una réplica salvadora. Tanto mejor, porque no la tenía. Me quedé sentada y estática como una imbécil. Intenté recapacitar. Me puse en pie, tenía ganas de pegar un berrido, que hubiera sido lo realmente saludable, aunque naturalmente no lo hice. ¿Estaba enfadada? No. ¿Humillada? En cierto modo, sí. Nunca ha sido mi costumbre permitir que el otro diga la última palabra. Claro que no había tenido elección, aquel hombre se movía y hablaba a una velocidad excesiva para mí. Otro gallo le hubiera cantado de haber estado en un contexto diferente, pero en plena comisaría, en mi despacho, con el ordenador encendido y un guardia en la puerta... ¡Dios! Un atractivo salvaje. Un atractivo salvaje... ¡qué gilipollez! Descubrí que se me había dibujado una sonrisa en los labios y entonces sí me enfadé, pero conmigo misma. ¿Qué había dicho?, ¿qué lugar común nauseabundo y hortera había utilizado? ¡Ah, sí!, la frivolidad. ¡Por todos los demonios, Petra, la frivolidad! Eso era mucho más lacerante que el no hablar con desconocidos. Finalmente había tenido suerte de que el psiquiatra no se hubiera fijado en mi mención de la frivolidad, ése sí era un trauma infantil.

3

Llegó el informe de balística. El proyectil que había matado a la víctima presentaba aspectos interesantes. La vaina estaba expandida y el pistón se había desplazado hacia atrás. En el metal se veían muescas y arañazos. El calibre parecía del nueve corto, pero no se descartaba que se hubiera manipulado la bala. Podía ser un nueve largo recortado, lo que hubiera producido la expansión y el desplazamiento. Según el informante, las manipulaciones en la munición eran algo corriente en armas adquiridas en el mercado negro.

Eran datos que debíamos guardar como oro en paño, pero con los que, por el momento, poco podíamos hacer. Seguí con el maravilloso plan que llevaba entre manos y que no constituía para mí la más mínima tentación: pasar siete horas de tu vida interrogando a miembros de bandas de skins es como pasarse siete horas tomando el té con ellos: un asco. Siento habitualmente una porción de respeto por todo el mundo, aunque sea muy pequeña, por todo el mundo menos por los miembros de bandas de skins. Sólo verlos me repatea. Reconozco que, siendo policía, debería haberme acostumbrado a tratar con todo tipo de escorias, pero no es así en absoluto. Los skins me soliviantan, me cargan, los desprecio. Ni siquiera me molesto tratando de ser imparcial. Es muy cierto que, en algunos casos, tengo la seguridad de hallarme ante pobres desgraciados que buscan un poco de sublimación en la miseria de sus vidas, pero ni aun siendo consciente de eso, soy capaz de sentir por ellos ni un rastro de piedad. A medida que iban pasando por la sala de interrogatorios, mis retinas se llenaban de imágenes detestables: botas de soldado alojando pies demasiado grandes, cueros cabelludos visibles bajo el pelo rapado, rostros inexpresivos y crueles.

A media mañana, Garzón y yo interrumpimos los interrogatorios para ir a tomar café. Mi compañero me hizo notar que me encontraba nerviosa e impaciente.

—Si tanto le revienta hablar con estos tíos, podría haberlo dicho y lo hubiera hecho yo solo.

—¿Desde cuándo se puede escoger el trabajo?

—Bueno, inspectora, no sería la primera vez que yo cargo con algo que a usted no le apetece.

—¡Vaya por Dios!, usted sacrificándose por mi bienestar y yo sin enterarme. ¡Menos mal que ha encontrado ocasión de soltarlo!

—Mire, Petra, si está de mal humor, será mejor que no hablemos. Pero de verdad le digo que si se dedica usted a pegarles bufidos a esos tipos y a interrumpirlos cuando hablan, no sirve para nada lo que estamos haciendo.

—Son una panda de descerebrados, ni siquiera saben hablar. He tenido que contenerme mil veces para no darles de hostias.

Garzón me miraba con curiosidad mojando su churro y su bigote en el café con leche.

—Es usted rara, jefa, igual un mendigo le parece un ser superior que uno de esos pelados se le antoja el demonio. Y ni lo uno ni lo otro, créame, todo en la vida es mucho más... tirando a normal.

—Cada uno ve la realidad como la ve y no hay más cáscaras. Por lo menos no soy una mediocre. ¿Cuántos pelados nos quedan por interrogar?

—Siete.

—No creo que pueda soportarlo.

—Hay uno que no ha querido soltar prenda si no es hablando con usted.

—¡¿Conmigo?!

—Bueno, él dijo «con su jefe». Igual sabe algo. Lo he dejado para el final.

Continuamos con aquella rueda de preguntas reiteradas y respuestas negativas. Era una tortura, casi todos contestaban con desgana, con impertinencia, con una grosería natural que ni siquiera pretendía ofender. Cuando llegamos al último, mis nervios estaban destrozados.

Se trataba de un ejemplar muy parecido a los anteriores, un tipo de veintipocos años que miraba de forma esquinada y aparentaba una gran dignidad. Se llamaba Matías Sanpedro.

—El subinspector Garzón me ha dicho que querías hablar sólo con su superior. Muy bien, adelante, yo soy la inspectora a cargo del caso, ¿sabes quién es ese hombre?, ¿lo has visto alguna vez?, ¿tienes idea de quién se lo ha cargado?

Me miró de arriba abajo con repugnancia, esbozó una sonrisa irónica.

—No me imaginaba que eras una tía, yo creí que los jefes de la policía...

No le dejé acabar, le descargué el dorso de la mano en la cara con toda mi fuerza. Se replegó como un gato, sus ojos lanzaban llamas.

—¡Háblame de usted, hijo de puta!

—No puede pegarme, no puede ni tocarme.

Me abalancé sobre él y seguí pegándole en la cara, en la boca, en las orejas. No era una reacción histérica; los golpes eran certeros, concienzudos, secos. La mano se me había dormido, pero continué, el ruido de los golpes sonaba en todo el recinto. Se escondió tras los brazos.

—¡Déjeme, yo no he hecho nada!

Retrocedí un paso con esfuerzo de voluntad. Me apetecía seguir atizándole, pero procuré retenerme.

—Dime deprisa todo lo que tengas que decir. Han matado a un hombre, ¿comprendes, basura?, muerto. Tú no puedes llegar aquí y empezar a perder el tiempo con jueguecitos.

Tenía los ojos llenos de lágrimas de rabia, la piel se le había puesto colorada.

—¡Yo no jugaba a nada!, ¡usted ha empezado a pegarme antes de que...!

Rebusqué en el bolso deprisa, saqué la pistola. Le atenacé la nuca con una mano y le metí el cañón en la boca, chocando abruptamente con sus dientes. Ahí los ojos le cambiaron de expresión, tenía pánico. Empezó a lloriquear.

—¿Vas a decir estrictamente lo que sabes?

Asintió desesperadamente, un hilillo de sangre le caía por la comisura de los labios. Le saqué la pistola de la boca. Se echó a llorar.

—¡Habla!

Por primera vez miré a Garzón, que estaba quieto en una esquina, con la respiración contenida.

—Lo único que sé es que ese hombre no es del barrio. Yo lo había visto alguna vez en un descampado que hay al final de la Diagonal. Fuimos una noche y ese tipo estaba allí, durmiendo en el suelo.

—¿Y a qué fuisteis allí, eh, a buscar alguna víctima?

—Le juro que no. Puede que alguna vez hayamos pensado en darle una hostia a un tipo de ésos, pero matar no, nunca.

—Me das asco, tío, me das asco. Voy a ir a por ti, a la mínima que hagas yo sí voy a matarte, ¿me entiendes?, te mataré y luego amañaremos las pruebas para que nadie me acuse. Hay que limpiar de basuras esta ciudad, en eso lleváis razón. ¡Subinspector!, ¿de qué tiene antecedentes este bastardo?

La voz de Garzón, absolutamente serena y casual, sonó del otro lado de la sala.

—Robo con intimidación. Él y dos más le quitaron la cartera a una señora amenazándola con una navaja.

—¡No era una señora, era una puta de las que hacen la calle! —dijo el tipo, como si no comprendiera aún la acusación.

Le di un último golpe, esta vez con la pistola, calculando con cuidado no romperle nada, un golpe de refilón en el pómulo derecho. Vi que Garzón daba un paso hacia mí para detenerme. Me volví de espaldas, despacio.

—Que marque en un plano dónde está el descampado al que se refiere, Garzón, y que firme su testimonio.

El tipo dijo en voz baja:

—No eran skins los que mataron a esa basura, me hubiera enterado; están haciendo algo injusto.

Me dirigí a mi despacho caminando lentamente. Tomé aire varias veces. Me sentía bien. Ni respiración entrecortada ni palpitaciones, ni un solo pensamiento de culpabilidad.

Al cabo de un rato entró Garzón. Lo miré fijamente a la cara, de modo intimidatorio. Esperaba que no me lanzara ninguna perorata sobre lo que acababa de suceder. Se dio cuenta en seguida, no traslucía ninguna emoción.

—¿Ha señalado el lugar en un plano?

—No lo sabía muy bien.

—Ni nosotros tampoco, ¿verdad? No se preocupe, vaya preparando el coche, ya tengo una solución.

—Inspectora... con respecto a lo de ese chico...

—No quiero oír ni una palabra, ¿lo entiende, Fermín?, ni una palabra.

—Sólo quería decirle que varios inspectores lo han visto salir magullado del interrogatorio.

—¿Y?

—Quieren felicitarla.

—Dígales que no estoy para bromas. O mejor se lo digo yo. Ya puede marcharse, espéreme en la entrada.

La intención había sido clara, pero no pude zafarme del destino. Esperándome junto a la puerta estaba el inspector Fernández Bernal, uno de los seres más deleznables de la creación. Su picadura era mucho más venenosa que la de una cobra y todo bienestar se basaba en mantenerse alejada de él como primera condición. Me miró con una sonrisita sardónica pintada en la boca:

—¡Vaya, Petra!, por lo visto se te ha ido la mano con un sospechoso.

—Ni siquiera era un sospechoso.

—Vas muy fuerte por la vida. Claro que era un skin. Con ésos sí se puede utilizar ciertos métodos, ¿no? Parece casi democrático.

—Oye, Fernández, ¿has venido a decirme algo en concreto o sólo expresas pensamientos generales?

—He venido para felicitarte. Al fin y al cabo, parece que no eres tan diferente de los demás.

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