—¿Salía con alguno en particular?
—No lo creo. Tenía montones de pretendientes. Todos la cortejaban.
—¿Era popular?
—Algo así —dijo Ginnie, arrugando la nariz—. Escuche, no está nada bien decir cosas de ella ahora, ¿sabe? Y no tengo ninguna prueba para pensar que sea verdad. Quizá todo sea un cuento.
—¿De qué se trata?
—Bien, aquí se viene como novata y nadie la conoce a una, ni nadie ha oído hablar de nadie, y se puede contar a las demás lo que a una le plazca. Yo tenía por costumbre decir que había sido una gran
cheerleader
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sólo lo decía para divertirme. En realidad, yo asistí a una escuela privada, pero siempre me habría gustado ser una
cheerleader
de una escuela superior.
—Comprendo.
—Son fenomenales, ¿sabe?
—¿Qué clase de historias le contaba Karen?
—No sé. No eran exactamente historias. Era toda una serie de enredos. Le gustaba que la gente creyera que era una muchacha salvaje y que todos sus amigos lo eran. En realidad, ésa era su palabra favorita: salvaje. Y ella sabía cómo hacer para que lo que contaba pareciera real. Nunca soltaba el rollo todo de una vez, como en una larga historia. Tenía el sistema de los comentarios casuales; ahora uno, luego otro. Para los abortos y todo lo demás.
—¿Los abortos?
—Ella decía que había tenido dos antes de entrar en la escuela. Eso es difícil de creer, ¿no le parece? ¿Dos abortos? Después de todo, no tenía más que diecisiete años. Yo le dije que no la creía, así que ella me explicó cómo se los habían hecho, una explicación completa. Después de eso ya no me sentí tan segura.
Una muchacha perteneciente a una familia de médicos fácilmente puede saber el mecanismo de un raspado. Eso no probaba que fuera ella misma quien hubiera sufrido los abortos.
—¿Le dijo alguna cosa concreta sobre ellos? ¿Dónde habían sido efectuados?
—No. Sólo dijo que se los habían hecho. Y siempre estaba contando cosas parecidas. Quería sorprenderme, lo sé, pero podía ser muy brutal si se lo proponía. Recuerdo el primer… no, el segundo fin de semana que pasamos aquí; ella fue a una fiesta el sábado por la noche, y volvió muy tarde. Yo fui a una reunión. Karen entró hecha un lío y se metió en la cama sin encender las luces y dijo: «Jesús, adoro la carne negra». Así, tal como suena. Yo no supe qué decir; no la conocía lo suficiente, así que me abstuve de comentarios. Ahora creo que solamente intentaba escandalizarme.
—¿Qué más le dijo?
Ginnie se encogió de hombros.
—No recuerdo. Siempre eran insinuaciones. Por ejemplo, una noche, cuando estaba a punto de salir para pasar el fin de semana fuera, silbaba ante el espejo y decía: «Este fin de semana lo voy a conseguir». O algo parecido, no recuerdo las palabras exactas.
—¿Y qué le decía usted?
—Yo decía: «Que lo pases bien». ¿Qué otra cosa se puede decir cuando al salir de la ducha alguien le dice a una cosas semejantes? Ella contestaba: «No te preocupes, lo pasaré muy bien». Siempre hacía comentarios sorprendentes.
—¿Siempre la creía?
—Al cabo de un par de meses empecé a darme cuenta de todo.
—¿Tenía usted algún motivo para pensar que estaba embarazada?
—¿Mientras estaba aquí? ¿En la escuela? No.
—¿Está segura?
—Ella nunca dijo nada. Además, tomaba la píldora.
—¿Está segura?
—Sí, de eso sí. Al menos, ella representaba la gran ceremonia cada mañana. Las píldoras están ahí.
—¿Dónde?
Ginnie señaló:
—Ahí mismo, en su mesilla. En un pequeño frasco.
Me levanté, me acerqué a la mesita y tomé el frasco de plástico. La etiqueta era de la farmacia Beacon; no había direcciones. Anoté en la agenda el número de la receta y el nombre del doctor. Después abrí el frasco y saqué una píldora. Quedaban cuatro.
—¿La tomaba todos los días?
—Todos los días impares —dijo Ginnie.
Pese a no ser farmacéutico ni ginecólogo, sabía algunas cosas. En primer lugar, que la mayor parte de las píldoras para el control de la natalidad se vendían ahora en unas cajas especiales, que recordaban a las mujeres los días en que debían tomarlas. Y, después, que la dosis hormonal inicial había sido reducida de diez miligramos al día a dos solamente. Eso significaba que las píldoras habían de ser pequeñas.
Esas píldoras eran enormes en comparación. No tenían ninguna marca; eran blancas y con aspecto de yeso, y se deshacían al tocarlas. Me puse una en el bolsillo, y volví a dejar las demás en el frasco. Pese a no haberlas visto nunca, tenía una idea de cómo debían de ser las píldoras.
—¿Nunca conoció a ninguno de los amigos de Karen? —pregunté.
Ginnie negó con la cabeza.
—¿Hablaba de ellos alguna vez? ¿De sus citas?
—En realidad, no. No de una manera personal, quiero decir. Hablaba de cómo eran en la cama, pero eso generalmente era todo mentira. Siempre estaba intentando hacerle tragar a una cualquier cosa. Espere un momento.
Se levantó y se dirigió al tocador de Karen. Había un espejo sobre el tocador; pegadas al marco de madera había varias fotografías de muchachos. Ella despegó dos y me las tendió.
—Este era uno de los muchachos de que hablaba, pero no creo que lo viera más. Había salido con él algunas veces durante el verano. Va a Harvard.
Era la clásica foto publicitaria de un muchacho vestido con ropa de deporte. Tenía el número 71, y estaba agachado, sonriendo a la cámara.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé.
Tomé el programa de fútbol del Columbia-Harvard, y miré la lista de jugadores. El número 71 correspondía al defensa derecho, Alan Zenner. Escribí el nombre en mi agenda y devolví la foto a Ginnie.
—Este otro —dijo, tendiéndome la segunda fotografía— es un amigo más reciente. Creo que salía con él. Algunas noches, cuando volvía, besaba la foto antes de acostarse. Su nombre era Ralph, creo. Ralph o Roger.
La foto era de un joven negro que llevaba un traje ceñido y brillante, y sostenía una guitarra eléctrica en la mano. Sonreía con afectación.
—¿Cree usted que lo veía actualmente?
—Sí, eso creo. Forma parte de un conjunto que toca en Boston.
—¿Y cree que su nombre es Ralph?
—O algo parecido.
—¿Sabe usted el nombre del conjunto?
Ginnie frunció el ceño:
—Me lo dijo una vez, probablemente más de una vez, pero no lo recuerdo. A Karen le gustaba rodear a sus amigos de un halo misterioso. No era la clásica muchacha que te cuenta los mínimos detalles sobre su novio. Karen nunca lo hacía; eran siempre palabras sueltas y frases inacabadas.
—¿Cree usted que iba a encontrarse con este muchacho cuando salía los fines de semana?
Ginnie asintió.
—¿Dónde iba a pasar los fines de semana? ¿A Boston?
—Eso creo. Boston o New Haven.
Miré el reverso de la fotografía. Rezaba: «Fotos Curzin, Washington Street».
—¿Puedo llevarme esta fotografía?
—Desde luego —dijo—; a mí no me importa.
Me la metí en el bolsillo; después me senté de nuevo.
—¿Vio usted a algunos de estos muchachos?
—No. Nunca vi a ninguno de sus amigos. Oh… un momento. Una vez. Era una muchacha.
—¿Una muchacha?
—Sí. Un día Karen me dijo que una íntima amiga suya iba a venir a pasar el día. Me habló de lo fría y salvaje que era esta muchacha. Algo extraordinario. Yo esperaba encontrarme con alguien espectacular. Y cuando llegó…
—¿Qué?
—Realmente, era rara —dijo Ginnie—. Muy alta, con unas piernas larguísimas, y todo el rato Karen decía cuánto le gustaría tener unas piernas como aquéllas, y la muchacha, ahí sentada de una forma muy especial, no decía ni palabra. Era bonita, creo. Pero realmente rara. Se comportaba como si estuviera medio dormida. Quizá tomaba alguna cosa, no lo sé. Finalmente, después de haber pasado una hora ahí sentada, empezó a hablar y estuvo diciendo cosas raras.
—¿Por ejemplo?
—No sé. Cosas raras; por ejemplo: «La lluvia en España inunda los desagües». Y empezó a hacer poesía sobre la gente que vive entre montones de macarrones. Era muy aburrida; bueno, quiero decir que no tenía nada de bueno.
—¿Cómo se llamaba esa muchacha?
—No recuerdo. Angie, creo.
—¿Estaba en alguna universidad?
—No. Era joven, pero no estudiaba. Trabajaba. Creo que Karen dijo que era enfermera.
—Intente recordar su nombre —dije.
Ginnie frunció el ceño y se quedó mirando fijamente el suelo; después meneó la cabeza.
—No puedo —dijo—; no le presté mucha atención.
No quería dejarlo todavía, pero se estaba haciendo tarde.
—¿Qué más puede decirme de Karen? ¿Estaba nerviosa últimamente? ¿Agitada?
—No. Siempre estaba muy tranquila. Todas las demás chicas estábamos siempre nerviosas, especialmente cuando se acercaban los exámenes, pero a ella eso parecía tenerle sin cuidado.
—¿Era una muchacha con mucha energía? ¿Era extrovertida, comunicativa?
—¿Karen? ¿Está usted bromeando? Escuche: parecía estar siempre medio muerta, excepto cuando iba a una cita; entonces parecía resucitar. Para decirlo de otra forma: estaba siempre cansada, y siempre se quejaba de lo cansada que estaba.
—¿Dormía mucho?
—Sí. Dormía en la mayor parte de las clases.
—¿Comía mucho?
—No mucho. También dormía durante casi todas las horas destinadas a las comidas.
—Adelgazaría entonces.
—En realidad, engordó —dijo Ginnie—. No mucho, pero bastante. No le cabían la mayoría de sus vestidos; después de seis semanas de estar aquí tuvo que comprarse ropa nueva.
—¿Notó usted algún otro cambio?
—Bueno, sólo uno, pero no estoy segura de que tenga importancia. Era algo que sólo importaba a Karen, pero nadie más se daba cuenta.
—¿Qué era?
—Se le había metido en la cabeza que le estaba saliendo vello. Ya sabe, en los brazos, las piernas y encima del labio. Se quejaba de tenerse que afeitar las piernas continuamente.
Miré mi reloj y comprobé que casi era mediodía.
—Bien, no quiero privarla de sus clases.
—No importa —dijo Ginnie—, esto es interesante.
—¿Qué quiere decir?
—Verle a usted trabajar.
—No soy más que un médico.
Ella suspiró.
—Usted debe creer que soy estúpida —dijo con tono petulante—. No nací ayer.
—Creo que es usted muy inteligente.
—¿Querrá que haga de testigo?
—¿De testigo?
—En el juicio.
Al mirarla, tuve de nuevo la sensación de que estaba practicando ante el espejo. Su rostro tenía una expresión de sabiduría oculta, propia de una heroína de la pantalla.
—No estoy seguro de entenderla.
—Puede hablarme con franqueza —dijo—. Sé que es usted un abogado.
—Ah.
—Me di cuenta de ello a los diez minutos de hablar con usted. ¿Sabe cómo?
—¿Cómo?
—Cuando usted tomó esas pastillas y las miró. Lo hizo cuidadosamente, no como un médico. Francamente, creo que usted sería un médico malísimo.
—Probablemente tenga razón —dije.
—Buena suerte con su caso —dijo cuando me marchaba.
—Gracias.
Entonces me guiñó un ojo.
La sala de rayos X, en el segundo piso del Mem, tiene un nombre curioso: «Diagnóstico radiológico». Le llamaran como le llamasen, por dentro era igual que cualquier otra sala de rayos X. Las paredes eran de cristal blanco opaco, y había pequeños ganchos para sujetar las radiografías. Era una sala bastante grande, con espacio suficiente para que pudieran trabajar a la vez media docena de radiólogos.
Entré con Hughes. Era el radiólogo del Mem y hacía mucho tiempo que le conocía; él y su esposa habían jugado conmigo y con Judith al bridge. Eran buenos jugadores, de los que siempre ganan, pero eso no me importaba. A veces yo mismo me volvía fanático con el juego.
No había llamado a Lewis Carr, porque sabía que no querría ayudarme. Hughes no era muy considerado con los grandes jefes y le daba igual que yo quisiera ver las radiografías de Karen Randall o del Aga Kan, que había ido allí unos años antes para una operación de riñón. Me llevó directamente a la sala de rayos X.
Por el camino le dije:
—¿Qué tal va tu vida sexual?
Éste es un problema clásico de los radiólogos. Es bien sabido que los radiólogos tienen un promedio de vida más corto que cualesquiera otros especialistas médicos. Las razones exactas no se saben, pero se cree que es a causa de los rayos X. En los primeros años de la radiología, los radiólogos acostumbraban a quedarse en la misma habitación que los pacientes mientras se tomaban las radiografías. Al cabo de algunos años, estaban lo suficientemente empapados de rayos gamma para acabar con ellos. Además, en aquellos tiempos, las películas eran mucho menos sensibles, y hacía falta una mayor exposición para obtener un buen contraste.
Pero, incluso ahora, con técnicas modernas y más conocimientos, los radiólogos están condenados a sufrir, durante toda su vida, bromas sobre la debilidad de sus gónadas. Las bromas, igual que los rayos X, son inconveniencias que se aceptan junto con el oficio. Hughes se lo tomó bien.
—Mi vida sexual —dijo— va mucho mejor que las partidas de bridge.
Cuando entramos en la sala, había tres o cuatro radiólogos trabajando. Cada uno de ellos estaba sentado ante un sobre lleno de radiografías y una ficha; sacaban las radiografías, leían el nombre del paciente y su número, anotaban la clase de radiografía —AP, IAO, LC,
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o tórax, etc.—, y después las ponían contra el cristal opaco y hacían el diagnóstico radiológico.
Una de las paredes de la habitación estaba destinada a las radiografías de los pacientes sometidos a vigilancia intensiva. Eran enfermos graves, cuyas radiografías no quedaban archivadas en los sobres de papel manila, sino que permanecían colgadas en unas guías. Había que apretar un botón y esperar a que se iluminara la hilera de radiografías del paciente que querían ver. Ello permitía examinar las radiografías de un enfermo grave sin pérdida de tiempo.
La habitación donde se almacenaban las radiografías estaba al lado. Hughes entró, buscó las radiografías de Karen Randall y las trajo. Nos sentamos ante uno de los cristales, y Hughes colgó de un gancho la primera radiografía.
—Radiografía lateral del cráneo —dijo mirándola—. ¿Sabes quién las pidió?