En el interior, el ambiente era torvo. En la cocina, Betty estaba sentada con una rígida sonrisa en el rostro mientras daba de comer al bebé de un año; parecía cansada y apesadumbrada; normalmente siempre iba pulcramente vestida y nunca demostraba cansancio. Judith estaba con ella, y Jane, nuestra niña pequeña, se le colgaba de la falda. Hacía sólo unas semanas que había aprendido a mantenerse así.
Se oía el ruido que hacían los muchachos en la salita, jugando a ladrones y policías con escopetas y pistolas. A cada disparo, Betti se estremecía.
—Ojalá terminaran de jugar —dijo—, pero no tengo corazón para…
Fui a la salita. Todos los muebles estaban revueltos. Desde detrás de una silla, Johnny, nuestro hijo de cuatro años, me vio, me saludó y después disparó su pistola. Al otro lado de la habitación, los dos muchachos de Lee se escondían detrás de un diván. El aire estaba enrarecido por algo de humo, y el suelo estaba lleno de cápsulas de papel.
Johnny disparó y después gritó:
—¡Te di!
—No —dijo Andy Lee, que tenía seis años.
—Sí, te di. Y a ti también; estáis muertos.
—No estoy muerto —dijo Andy y agitó su pistola. Había terminado los detonadores y hacía sólo un débil chasquido. Se acercó a Henry Lee y le dijo—: Cúbreme mientras voy a cargar de nuevo.
—Está bien, amigo.
Andy volvió a cargar, pero sus dedos eran lentos, y se impacientó. A mitad se paró, apuntó con su pistola y gritó:
—¡Bang! ¡Bang! —Y después continuó.
—Eso no vale —dijo Johnny, desde detrás de su silla—. Tú estás muerto.
—Tú también —dijo Henry—. Acabo de alcanzarte.
—¿Ah, sí? —dijo Johnny, y disparó tres cápsulas más—. Sólo me has rozado.
—¿Ah, sí? —dijo Henry—. Toma esto.
El tiroteo continuó. Volví a la cocina, donde Judith estaba con Betty, quien dijo:
—¿Cómo están?
Sonreí:
—Discutiendo sobre quién mató a quién.
—¿Qué has averiguado hoy?
—Todo irá bien —dije—; no te preocupes.
Ella me sonrió débilmente con una mueca. La sonrisa de Art.
—Sí, doctor.
—Lo digo en serio.
—Espero que estés en lo cierto —repuso, poniendo una cucharada de compota de manzana en la boca del bebé, que se derramó por su barbilla; Betty la recogió y probó nuevamente.
—Tenemos malas noticias —dijo Judith.
—¿Ah, sí?
—Llamó Bradford. El abogado de Art. No se hará cargo del caso.
—¿Bradford?
—Sí —dijo Betty—. Llamó hace una hora, más o menos.
—¿Qué dijo?
—Nada. Sólo que no podía llevar el caso en este momento.
Encendí un cigarrillo e intenté mantenerme tranquilo.
—Será mejor que lo llame —dije.
Judith miró su reloj:
—Son las cinco y media. Probablemente ya no estará…
—Lo intentaré de todas maneras —dije.
Fui al estudio de Art. Judith me siguió. Cerré la puerta, para no oír el ruido de los disparos. Judith dijo:
—¿Qué es lo que está sucediendo en realidad?
Meneé la cabeza.
—¿Va mal?
—Es demasiado pronto para decirlo —contesté. Me senté detrás del escritorio de Art y llamé a Bradford.
—¿Tienes hambre? ¿Has comido algo?
—Pasé por casa a tomar alguna cosa —dije—. Cuando venía hacia aquí.
—Pareces cansado.
—Estoy bien —le aseguré. Ella se inclinó por encima de la mesa y la besé en la mejilla.
—Por cierto —dijo ella—, ha estado llamando Fritz Werner. Quiere hablar contigo.
«Debía haberlo esperado —pensé—. Siempre hay que contar con que Fritz se entere de todo. Aun así, puede saber algo importante; puede ser muy útil».
—Le llamaré más tarde.
—Y antes de que se me olvide —dijo—, mañana es la fiesta.
—No quiero ir.
—Tenemos que ir. Se trata de George Morris.
Lo había olvidado.
—Está bien. ¿A qué hora?
—A las seis. Podemos marcharnos temprano.
—Está bien —dije.
Regresó a la cocina cuando la secretaria contestó al teléfono y dijo:
—Bradford, Wilson y Sturges.
—El señor Bradford, por favor.
—Lo siento —dijo la secretaria—, el señor Bradford estará fuera todo el día.
—¿Cómo podría hablar con él?
—El señor Bradford estará mañana en su oficina a las nueve de la mañana.
—No puedo esperar tanto.
—Lo siento, señor.
—No lo sienta —dije—, e intente encontrarle. Soy el doctor Berry. —No sabía si mi nombre podría decirle algo, pero pensé que quizá sí.
Su tono cambió inmediatamente:
—No cuelgue, por favor, doctor.
Hubo una pausa de varios segundos mientras esperaba oyendo el zumbido de la comunicación. El silencio del teléfono en comunicación es el equivalente tecnológico del purgatorio. Eso es lo que Art decía siempre. Odia el teléfono y no lo utiliza nunca a menos que se vea obligado a ello.
La secretaria volvió a hablar:
—El señor Bradford estaba a punto de marcharse, pero hablará con usted.
—Gracias.
Se oyó un clic mecánico.
—George Bradford al habla.
—Señor Bradford, soy el doctor Berry.
—Sí, doctor Berry. ¿En qué puedo ayudarle?
—Quisiera hablar con usted sobre Art Lee.
—Doctor Berry, precisamente estaba a punto de marcharme…
—Su secretaria ya me lo dijo. Quizá nos podríamos encontrar en alguna parte.
Vaciló y suspiró al otro lado del teléfono. Se oía un siseo como el de una serpiente impaciente:
—No servirá de nada. Me temo que mi decisión es bastante firme. El asunto está fuera de mi alcance.
—Sólo unos momentos.
Hubo nuevamente una pausa.
—Está bien. Me reuniré con usted en mi club, dentro de veinte minutos. El Club Trafalgar. Hasta entonces.
Colgué. El muy cabrón: su club estaba al otro lado de la ciudad. Tendría que darme mucha prisa para llegar a tiempo. Me arreglé la corbata y corrí hacia el coche.
El Club Trafalgar se encuentra en una casa pequeña y vieja en la calle Beacon, debajo mismo del Hill. A diferencia de los clubs profesionales de las grandes ciudades, el Trafalgar es tan tranquilo que son muy pocos los bostonianos que conocen su existencia.
No había estado nunca allí con anterioridad, pero no me hubiera costado mucho adivinar su decoración. Las habitaciones estaban forradas de caoba; los techos eran altos y polvorientos; las sillas, pesadas y tapizadas de cuero mate, eran cálidas y cómodas, las alfombras eran orientales. El ambiente era el puro reflejo de sus miembros: rígidos, mayores y masculinos. Cuando me quité el abrigo, vi un cartelito que indicaba escuetamente: «Sólo podrán recibirse invitados del sexo femenino los jueves de 4 a 5.30 de la tarde». Bradford salió a recibirme en el vestíbulo.
Era un hombre grueso y bajito, vestido impecablemente. Su traje negro rayado no mostraba una arruga después de todo un día de trabajo, sus zapatos estaban brillantes, y los puños le salían correctamente por debajo de las mangas de su americana. Llevaba un reloj de bolsillo con cadena de plata, y su llave Pi Beta Kapa contrastaba agradablemente con la tela oscura de su chaleco. No tuve que pensar mucho para saber que vivía en algún lugar parecido a Beverly Farms, que había asistido a la Universidad de Harvard y a la Escuela de Leyes de Harvard, que su esposa había ido a Vassar y que aún llevaba faldas de pliegues, jerséis de cachemira y perlas, y que sus hijos iban al Groton y al Concord.
Bradford lo revelaba todo, con gran sencillez y seguridad en sí mismo.
—Me siento dispuesto a tomar un trago —dijo, al estrecharme la mano—. ¿Y usted?
—Bien.
El bar estaba en el segundo piso, una gran sala con ventanas altas que daban a la calle Beacon y al Commons. Era una habitación suavemente iluminada, que olía algo a humo de cigarro. Los hombres hablaban en voz baja y estaban reunidos en pequeños grupos. El barman sabía lo que tomaba todo el mundo sin necesidad de preguntar; todo el mundo menos yo, claro. Nos sentamos en dos cómodos sillones al lado de una ventana y pedí vodka Gibson. Bradford hizo solamente un gesto de asentimiento al camarero. Mientras esperábamos que nos sirvieran las bebidas, dijo:
—Estoy seguro de que debe de sentirse desilusionado por mi decisión, pero, con franqueza…
—Yo no estoy desilusionado —dije—, porque no me encuentro metido en ningún lío.
Bradford sacó el reloj de su bolsillo y lo miró; después lo guardó otra vez.
—Nadie está metido en ningún lío en estos momentos —dijo secamente.
—No estoy de acuerdo con usted. Creo que son muchas las personas que se encuentran en esta situación.
Hizo tamborilear los dedos sobre la mesa con irritación y frunció el ceño, mirando al barman al otro lado de la sala. Los psiquiatras llaman a eso inadaptación.
—¿Y bien? ¿Qué quiere decir con eso?
—Todo el mundo en esta ciudad se está sacudiendo de encima a Art Lee como si tuviera la peste bubónica.
—¿Y sospecha usted alguna oscura conspiración?
—No —contesté—; sólo que me siento sorprendido.
—Tengo un amigo —dijo Bradford— que asegura que todos los médicos son esencialmente ingenuos. No me parece usted tan ingenuo.
—¿Es un cumplido?
—Es una observación.
—Comprendo —dije.
—Bien, aquí no hay ninguna conspiración ni ningún misterio. En mi caso, usted debe comprender que yo tengo muchos clientes, de entre los cuales el señor Lee es uno más.
—El doctor Lee.
—Cierto, doctor Lee. Es solamente uno de mis clientes, y tengo obligaciones con todos ellos, las cuales intento cumplir lo mejor que puedo. Lo que ocurre es que hablé con el comisario del distrito esta tarde, para saber cuándo se vería la causa del doctor Lee. Parece ser que el caso del doctor Lee coincide con otro que había aceptado con anterioridad. No puedo estar ante dos jueces al mismo tiempo. Ya le expliqué eso al doctor Lee.
Llegaron las bebidas. Bradford levantó su vaso.
—Salud.
—Salud.
Bebió un trago y se quedó mirando el vaso.
—Bien, ya le expliqué mi posición, y el doctor Lee la aceptó. Le dije, también, que mi firma haría todo lo posible para que tuviera un buen abogado. Tenemos cuatro asociados muy jóvenes, y es muy probable que alguno de ellos…
—¿Pero no es seguro?
Se encogió de hombros.
—No hay nada seguro en este mundo.
Bebí un trago. La bebida era mala: casi todo vermut y sólo unas gotas de vodka.
—¿Es usted un buen amigo de los Randall? —le pregunté.
—Sí, los conozco.
—¿Tiene eso algo que ver con su decisión?
—Ciertamente que no —dijo secamente—. Un abogado aprende muy pronto a separar los clientes de los amigos. Se hace necesario en muchas ocasiones.
—Especialmente en una ciudad pequeña.
Sonrió y volvió a sorber su bebida.
—Aparte de eso, doctor Berry —continuó—, debe usted saber que estoy completamente de acuerdo con el doctor Lee. Ambos reconocemos que el aborto es un hecho. Sucede continuamente. Las últimas estadísticas decían que hay un millón anual en los Estados Unidos; es algo muy común. Hablando de una manera práctica, es necesario. Nuestras leyes con relación al aborto son confusas, mal definidas y absurdamente rígidas. Pero debo recordarle a usted que los médicos son mucho más rígidos que la misma ley. Los abortos que se realizan en los hospitales se hacen con extremadas precauciones. Los médicos, normalmente, rehúsan llevar a cabo abortos, incluso bajo circunstancias en que la ley nunca intervendría. En mi opinión, antes de cambiar las leyes sobre el aborto, deben ustedes cambiar el clima prevaleciente en la opinión médica.
No dije nada. El acto de escurrir el bulto es un momento ceremonioso que merece ser observado en silencio. Bradford me miró y dijo:
—¿No está usted de acuerdo?
—Desde luego —dije—. Pero no me parece una defensa muy interesante para un acusado.
—No lo estaba proponiendo como defensa.
—Entonces quizá le entendí mal.
—No me sorprendería —repuso secamente.
—A mí tampoco, porque lo que ha dicho no tiene sentido. Siempre pensé que los abogados atacaban directamente el problema en lugar de dar vueltas y más vueltas a su alrededor.
—Estoy intentando aclarar mi posición.
—Su posición ya es bastante clara —dije—; a mí quien me preocupa es el doctor Lee.
—Muy bien. Hablemos del doctor Lee: ha sido acusado bajo una ley de Massachusetts de hace setenta y ocho años, que considera el aborto punible con multas y hasta cinco años de prisión. Si el aborto tiene como resultado una muerte, la sentencia puede elevarse de siete hasta veinte años.
—¿Es asesinato u homicidio de segundo grado?
—Técnicamente, ni una cosa ni otra. En términos de…
—Entonces ¿puede conseguirse la libertad bajo fianza?
—Podría ser. Pero no en este caso, porque la acusación alcanza el cargo de asesinato, comprendido en una ley que dice que cualquier muerte resultante de un crimen es asesinato.
—Ya veo.
—Y en este caso concreto, el fiscal podrá hacer evidente (bien evidente, estoy seguro) que el doctor Lee es un abortista. Demostrará que la muchacha, Karen Randall, visitó previamente al doctor Lee y que él, inexplicablemente, no le abrió ninguna ficha. Demostrará que no puede dar cuenta de algunas horas cruciales del domingo por la noche. Y presentará el testimonio de la señora Randall, a quien la muchacha le dijo que había sido el doctor Lee. En fin, será un problema de testigos. Lee, un abortista probado, dirá que no lo hizo; la señora Randall dirá que lo hizo. Si fuera usted el jurado, ¿a quién creería?
—No hay ninguna prueba de que el doctor Lee haya practicado un aborto a la muchacha. La evidencia es completamente circunstancial.
—El proceso será visto en Boston.
—¿Por qué no lo hacen en alguna otra parte, entonces? —dije.
—¿Basándonos en qué? ¿En que el clima moral es desfavorable aquí?
—Usted está hablando en términos técnicos. Yo estoy hablando de salvar a un hombre.
—En esos términos técnicos es donde reside la fuerza de la ley.
—Y la debilidad.
Me dirigió una mirada escrutadora.
—La única forma de «salvar» al doctor Lee, como usted dice, es demostrar que no hizo la operación. Esto significaría que debe averiguarse quién lo hizo. Creo que las posibilidades de conseguirlo son muy pocas.