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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (7 page)

BOOK: Un mes con Montalbano
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—Al fin y al cabo —lo consoló el amigo—, diez días no son una eternidad.

—Para mí y para Michela, sí.

—¿Por qué no te la llevas?

—No quiere venir. Nunca ha salido de Sicilia. Dice que una gran ciudad como Milán la asustaría si no estuviera siempre a mi lado. ¿Qué hago? Debo asistir a reuniones, tengo citas de trabajo...

Durante la estada de Saverio en Milán, Michela no salió de casa; nadie la vio por la calle. Pero lo más curioso fue que cuando el contador volvió, la chica no apareció más a su lado. Quizá los días que había estado alejada de su amor habían hecho que enfermara de melancolía.

Un mes después del regreso de Saverio Moscato, la madre de Michela se presentó ante el comisario Montalbano.

Pero no la movía la preocupación de madre.

—Mi hija Michela no me ha dado la mensualidad que me pasa.

—¿Le daba dinero?

—Sí. Todos los meses. Doscientas o trescientas mil liras, según. Siempre fue una buena hija.

—¿Y qué quiere de mí?

—Fui a su casa y encontré al contador. Me dijo que Michela ya no vivía allí, que cuando volvió de Milán no la encontró en casa. Hasta me enseñó las habitaciones. Nada, de Michela ni siquiera quedaba un vestido. Ni una bombacha, dicho sea con perdón.

—¿Y qué le dijo el contador? ¿Cómo explicó la desaparición?

—Él tampoco se la explicaba. Dijo que Michela, siendo como era, se habría escapado con otro hombre. Pero no lo creo.

—¿Por qué?

—Porque estaba enamorada del contador.

—¿Y qué quiere que haga yo?

—No sé... Hablar con el contador. Quizás a usted le diga lo que sucedió de verdad.

Montalbano esperó a encontrarse con el contador por casualidad; no quería que las preguntas que iba a hacerle parecieran oficiales. Un día, después de comer, lo vio sentado solo, tomando una menta, en el café Castiglione.

—Buenos días. Soy el comisario Montalbano.

—Sé quién es.

—Quisiera tener una charla con usted.

—Siéntese. ¿Quiere tomar algo?

—Me tomaría un helado.

El contador pidió el helado.

—Dígame, comisario.

—Créame si le digo que me siento algo cohibido, señor Moscato. El otro día fue a verme la madre de Michela Prestìa. Dice que su hija ha desaparecido.

—Es cierto.

—¿Quiere explicármelo mejor?

—¿A título de qué?

—Usted vive, o vivía, con Michela Prestìa, ¿no?

—¡No hablaba de mí! Preguntaba a título de qué se interesa usted por el asunto.

—Bueno, como la madre fue...

—Me parece que Michela es mayor de edad. Es libre de hacer lo que le pase por la cabeza. Se ha marchado y ya está.

—Perdone, pero querría saber más.

—Fui a Milán y ella no quiso ir conmigo. Aseguraba que una gran ciudad como Milán le daba miedo, le producía desasosiego. Ahora creo que se trataba de una excusa para quedarse sola y preparar la fuga. Durante los primeros siete días que permanecí fuera, nos llamábamos por la mañana y por la noche. La mañana del octavo día me contestó de mal humor, dijo que..., que ya no aguantaba estar sin mí. Aquella misma noche, cuando la llamé por teléfono, no contestó. No me preocupé, pensé que se habría tomado un somnífero. A la mañana siguiente sucedió lo mismo y me intranquilicé. Le pedí a mi amigo Sanfilippo que fuera a echar un vistazo. Me llamó poco después y me dijo que la casa estaba cerrada, que había tocado el timbre durante un rato sin obtener respuesta. Pensé que había sucedido algo, una desgracia. Entonces llamé a mi padre, al que antes de partir le había dejado un juego de llaves. Abrió la puerta. Nada; no sólo no había huella alguna de Michela, sino que faltaban sus cosas, todo. Hasta el lápiz de labios.

—Y usted ¿qué hizo?

—¿Quiere saberlo? Me eché a llorar.

¿Por qué cuando hablaba de la fuga de la mujer amada y de su llanto desesperado sus ojos no delataban tristeza, sino que brillaban con una sosegada satisfacción? Cierto que intentaba poner cara de circunstancias, pero no lo conseguía del todo: de las cenizas que se esforzaba por introducir en la mirada emergía, a traición, una llamita de júbilo.

—Comisario —dijo Sanfilippo—, ¿qué quiere que le diga? Estoy desconcertado. Mire, para darle una idea: cuando Saverio volvió de Milán, pedí tres días de permiso. Puede preguntarlo en la oficina, si no me cree. Pensé que estaría desesperado por la huida de Michela, quería estar a su lado en todo momento, tenía miedo de que hiciera alguna tontería. Estaba demasiado enamorado. Fui a la estación y bajó del tren fresco como una lechuga. Esperaba lágrimas, lamentos... En cambio...

—¿En cambio?

—Mientras veníamos en coche de Montelusa a Vigàta, se puso a cantar en voz baja. Siempre le ha gustado la ópera lírica. Tiene una bonita voz y canturreaba
Tu che a Dio spiegasti l'ali
. Me quedé helado; hasta pensé que se debía a la impresión. Por la noche fuimos a cenar juntos y comió tranquilo y sereno. A la mañana siguiente volví a la oficina.

—¿Hablaron de Michela?

—¡En absoluto! Era como si esa mujer nunca hubiera existido en su vida.

—¿Se enteró de si se habían peleado, qué sé yo, de alguna discusión...?

—¡Pero no! ¡Se amaban, siempre estaban de acuerdo!

—¿Se tenían celos?

Pietro Sanfilippo no contestó enseguida; tuvo que pensar un poco la respuesta.

—Ella no. Él sí, pero a su manera.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que no estaba celoso del presente, sino del pasado de Michela.

—Mala cosa.

—Oh, sí. Son los celos peores, no tienen remedio. Una tarde que estaba de muy mal humor, salió con una frase que recuerdo perfectamente: «Todos han obtenido todo de Michela; ya no hay nada que pueda darme que sea nuevo, virgen». Quise replicarle que si las cosas estaban así, había escogido a la mujer equivocada, con demasiado pasado. Pero consideré que era mejor el silencio.

—Usted, señor Sanfilippo, era amigo de Saverio antes de que conociera a Michela, ¿verdad?

—Cierto, tenemos la misma edad, nos conocemos desde chicos.

—Piénselo bien. Si consideramos el periodo de Michela como un paréntesis, ¿observa algún cambio en su amigo entre el antes y el después?

Pietro Sanfilippo lo meditó.

—Saverio no ha sido nunca un tipo abierto, inclinado a manifestar lo que siente. Es callado, dado con frecuencia a la melancolía. Las únicas veces que lo he visto feliz ha sido cuando estaba con Michela. Ahora es más cerrado, me evita. El sábado y el domingo los pasa en el campo.

—¿Tiene una casa en el campo?

—Sí, por Belmonte, en el distrito de Trapani; se la dejó su tío. Antes no quería poner el pie allí. Y ahora, ¿me despeja una duda?

—Si puedo...

—¿Por qué se interesa tanto en la desaparición de Michela?

—Su madre vino a verme.

—¿Ésa? A ésa le importa un comino. ¡Sólo le interesa el dinero que le pasaba Michela!

—¿Y no le parece un buen motivo?

—Comisario, no soy tonto. Hace más preguntas sobre Saverio que sobre Michela.

—¿Quiere que sea sincero? Tengo una sospecha.

—¿Qué?

—Tengo la curiosa impresión de que su amigo Saverio se lo esperaba. Y quizás hasta conocía al hombre con el que Michela se ha fugado.

Pietro Sanfilippo mordió el anzuelo. Montalbano se felicitó; había improvisado una respuesta convincente. ¿Podía decirle que lo que le inquietaba y lo confundía era una brillante llamita en el fondo de un ojo?

No deseaba mezclar a ninguno de sus hombres, porque no quería hacer el ridículo ante ellos. Se embarcó solo en el interrogatorio de los inquilinos del edificio donde vivía el contador. Todos los aspectos de aquella investigación, si se podía llamar así, eran débiles, no existían como tales, y el punto de partida para las preguntas era tan inconsistente como un hilo, como una telaraña. Si Saverio Moscato le había contado la verdad, Michela contestó a la llamada de la mañana pero no a la de la noche. Por lo tanto, si se marchó lo hizo durante el día. Y alguien pudo haber notado algo. El edificio tenía seis plantas y cuatro departamentos por piso. El comisario, muy minucioso, empezó por el último. Nadie había visto ni oído nada. El contador vivía en el segundo piso, departamento 8. Sin albergar ninguna esperanza, llamó al timbre del departamento 5. En la tarjeta se leía «Maria Costanzo, Vda. de Diliberto». Le abrió la puerta la misma señora, una viejecita bien acicalada, de ojos vivos y penetrantes.

—¿Qué desea?

—Soy el comisario Montalbano.

—¿Qué enano?

Era sorda como una tapia.

—¿Hay alguien en casa? —se desgañitó el comisario.

—¿Por qué grita tanto? —dijo la viejecita indignada—. ¡No soy tan sorda!

Atraído por las voces, del interior del departamento apareció un hombre que ya habría cumplido los cuarenta.

—Hable conmigo, soy su hijo.

—¿Puedo entrar?

El cuarentón lo llevó a una salita y la viejecita tomó asiento en un sillón, frente a Montalbano.

—No vivo aquí, sólo he venido a visitar a mi madre —aclaró el hombre haciendo un gesto con las manos.

—Como ya sabrán, la señorita Michela Prestìa, que convivía en el departamento 8 con el contador Saverio Moscato se ha marchado sin dar explicaciones, mientras el señor Moscato se encontraba en Milán entre el 7 y el 16 de mayo.

La viejecita dio señales de impaciencia.

—¿Qué está diciendo, Pasqualì? —preguntó al hijo.

—Espera —contestó Pasquale Diliberto con voz normal.

Evidentemente su madre estaba acostumbrada a leerle los labios.

—Quisiera saber si durante ese período de tiempo su señora madre ha oído, ha visto algo que...

—Ya he hablado con mamá. No sabe nada de la desaparición de Michela.

—Pues sí —protestó la viejecita—. Lo he visto. Ya te lo he dicho. Pero tú dices que no.

—¿Qué ha visto, señora?

—Comisario —intervino el cuarentón—, le advierto que mi madre no sólo es sorda, sino que no está muy bien de la cabeza.

—¿Que no estoy bien de la cabeza? —replicó la señora Maria Costanzo, viuda de Diliberto, levantándose indignada—. ¡Mal hijo, me ofendes delante de los extraños!

Se marchó de la salita dando un portazo.

—Cuéntemelo usted.

—El día 13 de mayo es el cumpleaños de mi madre. Por la noche vine con mi mujer y cenamos juntos, cortamos la torta y bebimos unas copas de vino espumoso. A las once volvimos a casa. Ahora mi madre asegura que, quizá por haber comido demasiado pastel, pues es muy golosa, no podía conciliar el sueño. Hacia las tres de la madrugada recordó que no había sacado la basura. Abrió la puerta, y la lámpara del rellano estaba encendida. Dice que delante del departamento 8, que está justo enfrente, vio a un hombre con una maleta grande. Asegura que se parecía al contador. Y yo le dije: «Pero, mamá, ¿te das cuenta? ¡El contador volvió de Milán tres días después!»

—Señor comisario —explicó Angelo Liotta, director de la fábrica de cemento—, he hecho todas las comprobaciones que me ha pedido. El contador ha presentado debidamente los billetes de viaje y los comprobantes del hotel.

Salió el domingo del aeropuerto de Palermo a las dieciocho y treinta en un vuelo directo a Milán. Pasó la noche en el hotel Excelsior, donde permaneció hasta la mañana del 17. Ese día regresó en el vuelo que partía de Linate a las siete y treinta. Participó en todas las reuniones y acudió a todas las citas que tenía concertadas en Milán. Si desea formularme más preguntas, estoy a su entera disposición.

—Es suficiente, se lo agradezco.

—Espero que un empleado como Moscato, al que aprecio por su laboriosidad, no se encuentre envuelto en ningún asunto feo.

—También yo lo espero —dijo Montalbano al despedirse.

En cuanto el director hubo salido, el comisario tomó el sobre con todos los comprobantes del viaje que el otro le había dejado encima del escritorio y, sin abrirlo siquiera, lo guardó en un cajón.

Con ese gesto se estaba despidiendo de una investigación que nunca había existido.

Seis meses después recibió una llamada telefónica. Al principio no reconoció al que estaba al otro lado del hilo.

—Perdone, ¿cómo ha dicho?

—Angelo Liotta. ¿Recuerda? Soy el director de la fábrica de cemento. Usted me llamó para saber...

—Ah, sí. Lo recuerdo muy bien. Dígame.

—Como ahora estamos cerrando la contabilidad, querría que me devolviera los recibos que le dejé.

¿De qué estaba hablando? Entonces se acordó del sobre que no había abierto.

—Se los enviaré hoy mismo.

Sacó el sobre para no olvidarse, lo puso encima de la mesa del despacho, lo miró y, sin saber por qué, lo abrió. Examinó uno por uno los recibos y los volvió a guardar en el sobre. Se apoyó en el respaldo del sillón y cerró los ojos durante unos minutos, reflexionando. Luego volvió a sacar los recibos, los ordenó encima de la mesa, uno al lado del otro. El primero de la izquierda, con fecha del 4 de mayo, era el recibo de un lleno de gasolina; el último pedazo de papel de la derecha era un boleto de tren, con fecha del 17 de mayo, para el trayecto Palermo-Montelusa. No cuadraba, no cuadraba. Al parecer, Moscato había salido en coche de Vigàta para ir al aeropuerto; luego, al final del viaje, había vuelto a Vigàta en tren. Su amigo Pietro Sanfilippo fue testigo de su llegada. La pregunta era muy sencilla: ¿quién había llevado el coche del contador a Vigàta mientras estaba en Milán?

—¿Señor Sanfilippo? Soy Montalbano. Necesito una información. Cuando el señor Moscato fue al aeropuerto a tomar el avión de Milán, ¿llevó el coche?

—Comisario, ¿todavía piensa en esa historia? ¿Sabe que de vez en cuando llega alguien al pueblo que dice que ha visto a Michela en Milán, en París, hasta en Londres? De cualquier manera, no sólo no lo acompañé, sino que creo que se equivoca. Si volvió en tren, ¿por qué tenía que llevarse el coche? Michela tampoco pudo acompañarlo porque no sabía conducir.

—¿Cómo está su amigo?

—¿Saverio? Hace un montón de tiempo que no lo veo. Presentó la renuncia en la fábrica de cemento y dejó la casa.

—¿Sabe adónde ha ido?

—Sí. Vive en el campo, en su casa de la provincia de Trapani, en Belmonte. Quería ir a verlo pero me ha dado a entender que...

El comisario no necesitó escuchar más. Belmonte, acababa de decir Sanfilippo. El recibo de la gasolina, arriba, a la izquierda, llevaba escrito: «Estación de servicio Pagano-Belmonte (TR)».

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