Un mes con Montalbano (11 page)

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Authors: Andrea Camilleri

BOOK: Un mes con Montalbano
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—Sí.

—¿Ha venido por el incendio?

—No.

El párroco lo miró más atentamente, mientras el comisario, a su vez, observaba la pobrísima habitación. Sobre la cómoda sólo había dos fotografías: la de una pareja y la de un muchacho de unos catorce años. El párroco había seguido su mirada.

—Son mis padres en Libia, en el 38. La otra es de mi hermano Carlo cuando apenas tenía quince años.

Sin saber, sin querer, ya se lo había dicho todo. ¿Qué estaba haciendo en aquel cuarto, atormentando sin razón a un pobre párroco? No podía apartar los ojos de la fotografía de Carlo: un rostro limpio, de buen muchacho, una sonrisa abierta, franca.

—Se ha enterado de algo que hace referencia a mi hermano, ¿verdad? —preguntó en voz baja don Celestino.

—Sí —contestó el comisario sin volver la cabeza.

—¿Cómo se ha enterado?

—Se encontró un cuaderno entre las ruinas del silo de Vigàta. Una especie de diario que escribía su hermano.

—En el que dice que...

—No de manera clara. ¿Lo sabía? —preguntó Montalbano volviéndose finalmente hacia la cama.

—Mire, yo no estaba con mi familia en el silo. Como en Libia ya había entrado en el seminario, me acogieron en el de Montelusa. La mañana del 10 de octubre nos enteramos de la explosión. Después de comer se presentó mi hermano en el seminario. Estaba trastornado, temblaba, balbuceaba. Creí que les había sucedido algo a mis padres. Pero él me confesó llorando la monstruosidad que había cometido. No sabía qué hacer, tenía fiebre y a ratos parecía que deliraba. Corrí a ver al rector, que me apreciaba, y se lo conté todo. El rector lo instaló en una celda vacía y llamó a un médico. Durante casi un mes se negó a comer, y yo lo obligaba a hacerlo por la fuerza. Luego, una tarde, pidió al rector que lo confesara. A la mañana siguiente comulgó y salió del seminario. Lo encontraron quince días después en el campo, en Sommatino. Se había ahorcado. —Montalbano no supo qué decir. ¿Por qué demonios se le habría metido en la cabeza ir a ver a don Celestino? —Y yo me impuse una obligación.

—¿Cuál?

—Resarcir, al menos en parte, a las víctimas inocentes.

Mi padre, un año antes de morir, recibió de nuestro gobierno una indemnización por la explotación agrícola que había perdido en Libia. Era grande, valía mucho. En cuanto heredé el dinero, lo envié anónimamente a las viudas e hijos de aquellos pobres muertos. Y no pasa un día que no rece al Señor por ellos y por mi hermano Carlo, que murió desesperado.

—Mañana le enviaré el cuaderno —dijo el comisario con brusquedad—. Haga con él lo que quiera.

Se inclinó ligeramente ante el párroco y salió del cuarto maldiciendo su olfato de policía.

Al día siguiente, mandó un sobre a don Celestino por medio del agente Gallo. En el interior había un cuaderno y un cheque de quinientas mil liras de sus ahorros, destinado a la comunidad.

Luego llamó por teléfono a Burgio y se invitó a comer. Tenía que contarle el final de la investigación.

El olor del diablo

La señora Clementina Vasile Cozzo era una anciana maestra jubilada, paralítica, que había ayudado en diversas ocasiones al comisario Montalbano. Entre ellos había nacido algo más que una amistad: el comisario, que se había quedado sin madre cuando era pequeño, sentía hacia ella una especie de amor filial. A menudo, cuando iba a hacerle una visita, Montalbano se quedaba a almorzar o a cenar. Los guisos de Pina siempre eran una promesa de algo bueno que acababa resultando mejor.

Aquel día habían acabado de comer y estaban tomando el café cuando la señora dijo:

—¿Sabe que mi maestra de la escuela primaria todavía vive y está sana?

—¿De veras? ¿Y qué edad tiene?

—Noventa y cinco; los cumple hoy precisamente. ¡Pero si la viera, comisario! Muy lúcida, independiente; camina como una muchachita. Una vez al mes, por lo menos, viene a visitarme. Vive cerca de la antigua estación.

—¿Viene a pie? —se maravilló el comisario pues había un buen trecho de camino.

—Sin embargo, hoy soy yo quien irá a visitarla y por dos razones. Me lleva mi hijo y luego irá a buscarme. En Vigàta quedamos una decena de ex alumnos suyos y se ha convertido en una costumbre reunirnos todos en casa de Antonietta, se llama Antonietta Fiandaca, para festejar su cumpleaños. Nunca se quiso casar; siempre ha estado sola. Porque así lo eligió ella, cuidado.

—¿Y la otra?

—¿Qué otra? No comprendo.

—Señora Clementina, me ha dicho que iba a visitar a su ex maestra por dos razones. Una es el cumpleaños. ¿Y la otra?

La señora Clementina puso cara de circunstancias. Estaba indecisa.

—El hecho es que me cuesta un poco hablar de eso. Bien, Antonietta me llamó ayer por teléfono para decirme que otra vez había olido la fetidez del diablo.

El comisario comprendió enseguida que la señora no estaba hablando en sentido figurado, que se refería al diablo diablo, el de los cuernos, patas de cabra y rabo. En cuanto a que un diablo de ese tipo fuera fétido, es decir, que emitiese malos olores, Montalbano lo sabía por la lectura y por la tradición oral, por los cuentos que le contaba su abuela. Ante la seriedad de la señora Vasile Cozzo, le entraron ganas de sonreír.

—Mire, comisario, que es una cosa muy seria.

Montalbano soportó la amonestación.

—¿Por qué me dijo que su ex maestra lo ha olido «otra vez»? ¿Ya le había sucedido antes?

—Empiezo desde el principio, que es mejor. Bien, Antonietta procede de una familia muy rica; trabajaba de maestra no por necesidad, sino porque ya tenía ideas avanzadas. Luego los negocios de su padre fueron mal. Para resumir, ella y su hermana Giacomina se repartieron una herencia discreta. Entre otras cosas, a Antonietta le tocaron dos pequeñas villas, una en el campo, en Passero, y una aquí, en Vigàta. La de aquí es una preciosidad, ¿la conoce?

—¿Se refiere a la villa de estilo morisco que está a una decena de metros de la estación vieja?

—Sí, ésa. Es del arquitecto Basile.

El comisario no sólo la había visto, sino que más de una vez se había detenido a observarla y admirar su gracia.

—Cuando Antonietta se jubiló, le gustaba pasar largas temporadas en la villa que poseía en el campo, que tenía muy arreglada y decorada con muebles de valor. El jardín parecía el de una casa inglesa. Se dedicaba a dar clases de repaso a los hijos de los vecinos. Cuando llegaba el invierno, bajaba al pueblo. Esto lo hizo hasta dos años antes de que usted llegara a Vigàta.

—¿Qué pasó?

—Cierta noche la despertó un ruido. Como es natural, pensó en ladrones. Sobre la mesita de noche tenía un intercomunicador conectado con la casita del guarda, donde éste vivía con su mujer y sus hijos. El guarda llegó a los cinco minutos con un arma. No había ninguna puerta forzada ni vidrio roto en las ventanas. Volvieron a la cama. Apenas se había metido entre las sábanas, Antonietta empezó a percibir aquel hedor. Era insoportable, de azufre quemado mezclado con porquerías de cloaca. Daba náuseas. Antonietta volvió a vestirse, y como no quería despertar otra vez al guarda, pasó el resto de la noche en un pabellón que había en el jardín.

—¿El hedor persistía cuando volvió a la casa al día siguiente?

—Por cierto. También lo notó la mujer del guarda, que había ido a limpiar la casa. Débil, pero persistía.

—¿Sucedió otras veces?

—¡Ya lo creo! Antonietta mandó vaciar el pozo negro, limpiar el desván, ordenar la bodega. Nada. El hedor siempre volvía. Luego sucedió algo distinto.

—¿Sí?

—Una noche, después de que el hedor la obligara a refugiarse en el pabellón, oyó unos ruidos espantosos procedentes del interior de la casa. Cuando entró, vio que todos los vasos y los platos estaban rotos, estrellados contra las paredes. Y todavía ocurrió algo peor. Al cabo de dos meses de dormir Antonietta en el pabellón, todo acabó de golpe, como había empezado. Antonietta volvió a dormir en su cama. Tras quince días durante los cuales parecía que todo había vuelto a la normalidad, sucedió lo que sucedió. —El comisario no preguntó nada, pero estaba muy interesado. —Antonietta duerme habitualmente boca arriba. Hacía calor y había dejado la ventana abierta. La despertó algo pesado que le había caído encima del vientre. Abrió los ojos y lo vio.

—¿A quién?

—Al diablo, comisario. Al diablo, en la forma que había decidido adoptar.

—¿Y qué forma tenía?

—La de un animal. De cuatro patas. Con cuernos. Fosforescente, los ojos rojos, soplaba y emitía un horrible hedor de azufre y cloaca. Antonietta lanzó un grito y se desmayó. Gritó tan fuerte que llegaron corriendo el guarda y su mujer, pero no encontraron huella alguna del inmundo animal. Tuvieron que llamar al médico, Antonietta tenía fiebre alta y deliraba. Cuando se recuperó, desesperada y aterrorizada, llamó al padre Fulconis.

—¿Quién es?

—Su sobrino, es párroco de Fela. Giacomina, la hermana, se casó con un médico, el doctor Fulconis, y tuvo dos hijos: el cura, Emanuele, y Filippo, un degenerado, jugador empedernido que mató a disgustos a su madre y que ha dilapidado el patrimonio. Don Emanuele tenía fama de exorcista en Fela. Por eso Antonietta lo llamó, esperando que le limpiase la casa.

—¿Y lo logró?

—No logró nada. En cuanto llegó, estuvo a punto de desmayarse. Se puso tan pálido que parecía un muerto, y dijo que sentía la presencia del Maligno. Luego quiso que lo dejaran solo en la villa, hizo que se alejaran de allí hasta el guarda y su familia. Como pasaron tres días sin saber nada de él, Antonietta se preocupó y lo comunicó a los carabineros. Encontraron al padre Fulconis con la cara hinchada a golpes, cojo de una pierna y más en el otro mundo que en éste. Contó que el diablo se le había aparecido muchas veces y que lucharon, pero que no logró vencerlo y había llevado la peor parte. En resumen, Antonietta se trasladó a Vigàta e hizo correr la voz de que quería vender la villa. Pero la noticia de que el diablo habitaba allí la conocía todo el mundo y nadie quiso adquirir la casa. Finalmente se atrevió alguien de Fela, se la compró por cuatro cuartos, una miseria. Puso un restaurante en la planta baja y transformó las habitaciones de arriba en un garito clandestino. Los carabineros lo cerraron. Después ya no sé qué ha pasado; no importa, pues la casa ya no pertenece a Antonietta. La habrán comprado otros. ¿Sabe una cosa? Esta historia del diablo la conocí cuando todo había pasado y Antonietta ya había vendido la villa.

—Si se hubiera enterado a tiempo, ¿qué habría hecho?

—Pensándolo bien, no habría sabido qué hacer, qué aconsejar. ¡Pero me ha dado una rabia! y ahora la historia vuelve a empezar. Me temo que la pobre Antonietta, tan anciana, saldrá muy perjudicada, y no sólo económicamente.

—Explíquese mejor.

—Ha perdido la cabeza. Me ha dicho cosas que me preocupan. El otro día me preguntó: «¿Qué quiere de mí el diablo?»

Se había hecho tarde y el comisario tenía que volver a su despacho.

—Le ruego que me tenga informado —le dijo a la señora.

Cuando la señora Clementina se enteró de que su anciana maestra, después de un aumento de las manifestaciones diabólicas de azufre y porquerías, se había visto obligada a pasar dos noches sentada en un escalón ante la puerta de su casa, le envió a Pina con una tarjeta y la convenció para que fuera a dormir a su casa.

Durante el día, la señora Antonietta volvía a la villa y cuando oscurecía, cambiaba de casa.

Clementina Vasile Cozzo informó por teléfono al comisario de este cambio de hábitos de la señorita. Convinieron que se trataba de la mejor solución, dado que era evidente que al diablo no le gustaba la luz del sol y que por la noche emitía el hedor sólo en presencia de la anciana maestra.

Una mañana, dos días más tarde, Montalbano llamó por teléfono a la señora Clementina.

—¿Todavía está con usted la señorita Antonietta?

—No, ya ha vuelto a su casa.

—Bien. ¿Puedo pasar esta mañana? Necesito hablar con usted.

—Venga cuando quiera.

La señorita Antonietta cenaba a las siete y media (por decir algo, porque un pájaro comía más que ella), luego se preparaba las cosas para la noche, las metía dentro de un bolso y se dirigía a casa de su ex alumna.

Aquella tarde sonó el timbre del teléfono cuando acababa de cenar.

—¿Antonietta? ¿Ya ibas a salir?

—Sí.

—Mira, me resulta muy doloroso, no sabes cuánto me desagrada, pero ha llegado sin avisar mi sobrino de Australia. No te puedo albergar ni esta noche ni mañana.

—¡Dios mío! ¿Adónde voy a ir?

—Quédate en casa. Esperemos que no ocurra nada.

La primera noche no sucedió nada, pero la señorita Antonietta no durmió por temor a sentir el hedor del diablo.

En cambio, la segunda noche el diablo se manifestó y el primero que lo vio fue el comisario, que estaba oculto en su coche, estacionado a poca distancia de la entrada posterior de la villa. El Maligno abrió cautelosamente la puerta, entró, permaneció en la casa apenas un minuto, salió de nuevo, cerró e inició el camino hacia su automóvil.

—Perdone un momento.

Sorprendido por la voz que le llegaba desde atrás, el Diablo dio un respingo y dejó caer la botellita que tenía en la mano. No la había tapado bien y el líquido se vertió en el suelo.

—Usted es el diablo —dijo Montalbano—, lo reconozco por el hedor que desprende.

Luego, no sabiendo cómo tratar a una presencia sobrenatural, le dio un fuerte puñetazo en la nariz, por si acaso.

—Me ha confesado que estaba acosado por las deudas, jugaba y perdía. Se le ocurrió repetir lo que había hecho hace unos años con la casita de campo. Los que la compraron por la décima parte de su valor estaban de acuerdo con él. Ahora estaba de acuerdo con otros, y habría obligado a su tía a vender también la villa de Vigàta.

—Ya sabía —dijo la señora Clementina— que Filippo era un delincuente. Me ha explicado que el hedor del diablo provenía de un compuesto químico que había encargado, y lo creo. Pero, ¿qué era el animal diabólico, luminoso, que la pobre Antonietta vio encima de su vientre? ¿Y por qué Emanuele, el hermano cura, dijo que había sido derrotado en su enfrentamiento con el diablo?

—El animal diabólico era un gato, untado con una pasta fosforescente y con un par de cuernos de cartón pegados en la cabeza. En cuanto al párroco, no se enfrentó con el diablo, sino con su hermano Filippo. Lo había descubierto todo y quería persuadirlo.

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