Read Un mes con Montalbano Online
Authors: Andrea Camilleri
—Documéntese antes de hablar. ¿Sabe quién era Antonio Pizzuto?
—No...
—Pues uno que hizo carrera en la policía; fue jefe de policía y jefe de la Interpol. Traducía a escondidas a filósofos alemanes y clásicos griegos. Cuando se jubiló, a los setenta años cumplidos, empezó a escribir. Y se convirtió en el mayor escritor de vanguardia que hemos tenido. Era siciliano. —El otro se quedó mudo. Montalbano siguió: —Y ya que estamos, le confesaré una íntima convicción. Si Leonardo Sciascia, en lugar de ser maestro de escuela, hubiera hecho oposiciones en la policía, habría sido mejor que Maigret y Pepè Carvalho juntos.
Como Montalbano era como era, en cuanto bajó del coche cama que lo había llevado a Trieste, empezó a resonar en su interior un poema en dialecto de Virgilio Giotti. Sin embargo, enseguida lo borró de la cabeza: allí, en el lugar donde había nacido, su dicción siciliana habría parecido una ofensa, si no un sacrilegio.
Era una mañana diáfana, clara, y Montalbano, que padecía cambios de humor según variaba el día, se auguró que podría permanecer hasta la noche con el mismo estado de ánimo de aquel momento, abierto con benevolencia a cualquier situación, a cualquier encuentro.
Recorrió el andén lleno de gente, entró en el vestíbulo y se detuvo a comprar «Il Piccolo». Buscó en vano unas monedas; en la billetera sólo llevaba billetes de cincuenta y de cien mil liras. Sacó uno de cincuenta mil con escasas esperanzas.
—No tengo monedas —dijo el quiosquero.
—Yo tampoco —repuso Montalbano, y se alejó.
Sin embargo, volvió atrás: había encontrado la solución. Añadió al diario dos novelas policiales elegidas al azar, y esta vez el quiosquero le dio treinta y cinco mil liras de cambio que el comisario metió en el bolsillo derecho del pantalón, porque no tenía ganas de abrir la billetera. Se dirigió a la parada de taxis, mientras en su cabeza, y de manera irresistible, Saba cantaba con esa voz que había oído en la televisión:
«Trieste posee una gracia
huraña. Si gusta
es como un muchachote rudo y voraz
de ojos azules y manos demasiado grandes...»
Las manos que de pronto le agarraron la chaqueta por las solapas no eran las de un muchachote; pertenecían a un cincuentón con anteojos, bien trajeado y de ningún modo rudo y voraz. El hombre había tropezado, y si no se hubiera agarrado instintivamente a Montalbano y si el comisario, también instintivamente, no lo hubiera sujetado, habría acabado en el suelo cuan largo era.
—Perdone, tropecé —dijo el hombre, avergonzado.
—¡Por favor!
El hombre se alejó y Montalbano, fuera ya de la estación, se aproximó al taxi que estaba primero, fue a abrir la portezuela y, en aquel preciso momento, se dio cuenta de que no llevaba la billetera.
«Pero cómo», se indignó. ¿Era aquélla la bienvenida que le daba la ciudad que tanto le gustaba?
—¿Se decide o no? —preguntó el taxista al comisario, que abrió la portezuela, la cerró y luego la abrió de nuevo.
—Oiga, hágame un favor. Lleve esta maleta y estos libros al Jolly. Me llamo Montalbano, tengo reservada una habitación. Yo iré más tarde, tengo que resolver un asunto. ¿Bastan veinte mil?
—Bastan —repuso el taxista, que partió enseguida. El Jolly estaba a dos pasos, pero Montalbano no lo sabía.
Se quedó contemplando el taxi hasta que desapareció de su vista y tuvo un mal pensamiento.
«No tomé el número de la patente.»
Le sobrevino una sensación de desconfianza, de estar perdido.
El hombre que le había robado la cartera aún debía de encontrarse cerca. Perdió media hora mirando y remirando dentro de la estación y poco a poco fue perdiendo las esperanzas. Que recuperó de golpe cuando, apenas salió a la plaza de la Libertà, vio al carterista caminando en zig-zag entre los coches estacionados. Acababa de representar la misma escena con un señor impresionante, blancos cabellos al viento, el cual, ignorante de que estaba siendo aligerado de peso, siguió su camino hacia la Galería de Arte Antiguo, mirando majestuoso a los demás desde las alturas.
El carterista desapareció de nuevo. Poco después le pareció verlo dirigiéndose hacia la avenida Cavour.
¿Puede un comisario de policía echar a correr tras un individuo gritando «al ladrón, al ladrón»? No, no puede. Lo único que podía hacer era acelerar el paso e intentar alcanzarlo.
Un semáforo en rojo detuvo a Montalbano. Así pudo asistir, impotente, a otra exhibición del carterista: esta vez la víctima fue un hombre de unos sesenta años, muy elegante, que se parecía a Chaplin en «Un rey en Nueva York». El comisario no tuvo más remedio que admirar la magistral habilidad del ladrón, un verdadero artista en su género.
¿Dónde se había metido? Pasó por delante del hotel, llegó a la altura del teatro Verdi y se desanimó. Era inútil continuar la búsqueda. Además, ¿en qué dirección? ¿Quién le aseguraba que el carterista no había tomado cualquier calle de las que partían de la plaza Duca degli Abbruzzi o del paseo ni Novembre? Lentamente volvió sobre sus pasos.
Trieste supo resarcirlo de la persecución de la ida con un tranquilo y aireado paseo de vuelta. Gozó del olor denso y fuerte del Adriático, tan distinto del aroma del mar de su tierra.
Ya habían llevado la maleta a la habitación y dijo en recepción que después entregaría el documento de identidad.
Lo primero que hizo fue llamar por teléfono a la jefatura de policía y preguntar por el comisario Protti, amigo de siempre.
—Soy Montalbano.
—Hola, ¿cómo estás? Has llegado con anticipación; la convención no empieza hasta la una. ¿Vienes a comer conmigo? Te paso a recoger por el Jolly, ¿de acuerdo?
—Sí, te lo agradezco. Oye, tengo que decirte algo, pero si te echas a reír juro que voy y te rompo la cara.
—¿Qué te ha pasado?
—Me han robado la billetera. En la estación.
Tuvo que esperar cinco minutos con el teléfono en la mano, el tiempo suficiente para que Protti se recuperara de la risotada con la que corrió el peligro de ahogarse.
—Perdóname, pero no lo he podido remediar. ¿Necesitas dinero?
—Ya me lo darás cuando nos veamos. Intenta darme una mano con tus colegas para encontrar al menos los documentos; ya sabes, el carné de conducir, la tarjeta del Banco, la del Ministerio...
Montalbano colgó el auricular mientras se reanudaban las carcajadas de Protti, se desvistió, se metió en la ducha, volvió a vestirse, mantuvo una larga conversación telefónica con Mimì Augello, su segundo de Vigàta, y otra con Livia, su mujer, que estaba en Boccadasse, Génova.
Cuando bajó al vestíbulo, el recepcionista lo llamó y al comisario se le ensombreció el semblante. Seguramente quería los documentos; uno no puede esquivar a los recepcionistas porque, en cuanto a respetar las reglas, estaban todavía en los tiempos de Colón. ¿Qué carajo podía contarle para ganar tiempo?
—Señor Montalbano, han traído este sobre para usted.
Era un sobre grande, de papel manila, con su nombre escrito en letra de imprenta. Lo habían entregado en mano y no había remitente. Lo abrió. Dentro estaba la billetera. Y en el interior de la billetera, todo su contenido: el carné de conducir, la tarjeta del Banco, el documento de identidad, quinientas cincuenta mil liras; no faltaba un centavo.
¿Era un milagro? ¿Qué significaba? ¿Cómo había conseguido el carterista arrepentido enterarse del hotel donde se albergaba? La única explicación posible era que el ladrón, al darse cuenta de que lo seguían, se asustase y siguiera a su vez a la víctima del robo hasta el hotel.
Pero, ¿por qué se arrepintió? ¿Quizá se dio cuenta, al mirar los documentos, de que la víctima era un policía y se sintió presa del miedo? ¡Vamos! Eso no se sostenía.
—¿Me cuentas con más detalle la historia de la billetera? —fue lo primero que Protti le preguntó.
Era evidente que el muy maldito quería disfrutar un poco más; tenía ganas de más risotadas.
—Ah, perdona, debí decírtelo enseguida, pero me llamaron por teléfono de Vigàta y me olvidé. Tenía descosido el bolsillo de la chaqueta y la cartera resbaló dentro del forro. Falsa alarma.
Protti lo miró con expresión de duda, pero no dijo nada. En el restaurante al que lo llevó su amigo, sólo servían pescado. Pidió un plato de fideos con langosta y de segundo filetes de caballa. Para bajar todos esos manjares, Protti le aconsejó un del Carso de la tierra, que se produce en las colinas que hay detrás de Trieste.
En la convención se reunieron trescientos policías de toda Italia. Cuando invitaron a Montalbano a sentarse en el escenario, quizá para dominar el sueño que lo asaltó después de la comilona se dedicó a observar de uno en uno, en busca de una cara conocida, a los que estaban en la platea, todos con la tarjeta prendida en la solapa de la chaqueta.
Y la encontró, encontró una cara que había visto durante unos segundos, suficientes para que se le quedase grabada. Montalbano sintió una especie de sacudida eléctrica a lo largo de la espina dorsal: era el carterista, no había duda. Era el carterista, un hombre de mala vida que se daba el gustazo de fingirse policía, con la tarjeta bien a la vista (¿a quién se la habría birlado?), cuya mirada se cruzaba con la suya y le sonreía.
¿Puede un comisario, en una convención de policías, saltar del escenario y abalanzarse sobre un individuo al que todos consideran un colega, gritando que es un ladrón? No, no puede.
Sin dejar de mirarlo fijamente, sin dejar de sonreír, el ladrón se alzó los anteojos y le dirigió una cómica mueca.
Entonces Montalbano lo reconoció. ¡Genuardi! Imposible equivocarse: era Totuccio Genuardi, un compañero de bachillerato, el que hacía reír a la clase; siempre hay uno así. Entonces ya era extraordinariamente hábil con sus manos de terciopelo: en cierta ocasión le había birlado la cartera al director y se habían ido todos a tomar un trago a una taberna.
¿Qué hacer?
Cuando finalmente hubo un intervalo para tomar un café y se disponía a abandonar el escenario, lo entretuvo un colega que le planteó un delicado problema sindical. Se escabulló en cuanto pudo, pero Totuccio ya había desaparecido.
Buscó y buscó y, finalmente, lo vio. Lo vio y se quedó helado. Totuccio acababa de finalizar su representación con el jefe Di Salvo y se estaba excusando, fingiéndose muy turbado. El jefe, que era un gran señor, lo consoló con una palmada en el hombro y él mismo le abrió la puerta para que saliera. Totuccio le sonrió, hizo una semirreverencia de agradecimiento, salió y se perdió entre la gente.
Dado que en Vigàta el agua (no potable) de la planta desalinizadora se suministraba dos veces por semana durante cuatro horas; dado que los emigrados a Bélgica y a Alemania eran ya dos mil doscientos trece; dado que el número de desocupados había rebasado el setenta por ciento de la población; dado que una reciente investigación revelaba que cuatro de cada diez jóvenes se drogaban; dado que el puerto apenas hacía dos meses que había sido rebajado a una categoría inferior; dadas estas y otras cosas, el alcalde había organizado solemnes festejos con ocasión del 150 aniversario de la proclamación de Vigàta (denominada Sottoposto Malo di Montelusa) como municipio autónomo.
En el programa de festejos, que iban a prolongarse una semana, del 25 al 30 de junio, se incluía, durante todas las noches, la exhibición de la «Familia Moreno». Los que habían tenido la suerte de asistir a ese espectáculo en las ciudades del norte, hablaban de él largo y tendido. El nombre artístico elegido por la compañía, «Familia Moreno», hacía pensar en un juego inocente al que los abuelos podían asistir con los nietos. Pero era un engaño, decían los bien informados, y era cierto porque en los carteles habían pegado un letrero transversal que decía: «No apto para menores de 18 años».
El padre Burruano, el arcipreste, debidamente informado por la mujer de uno que había asistido al espectáculo en Bérgamo, se lanzó contra el alcalde quien, para sorpresa del párroco, pertenecía a un partido cuyo fundador tenía una tía monja a la que siempre estaba nombrando. Pero el alcalde permaneció inamovible: replicó que pertenecía a un partido que quería a los hombres libres, su administración no era como las otras del pasado, gobernadas por gentes sin Dios, Patria ni Libertad. Por lo tanto, si los adultos querían asistir al espectáculo, que fueran; y si no, podían elegir entre dos festejos que se desarrollarían al mismo tiempo que la exhibición de la «Familia Moreno»: la carrera de embolsados y el torneo de escoba de quince.
Los hermanos Gerhardt y Annelise Boldt, ella dos años menor que él, nacidos y criados en un circo, eran acróbatas desde pequeños. Annelise, a los dieciocho años, convertida en una muchacha rubia que podía competir con las mujeres de las tapas de revista, perdió la cabeza por un piloto de helicópteros, Hugo Rittner, y se casó con él. Precisamente fue a Hugo a quien se le ocurrió formar con su mujer y su cuñado la «Familia Moreno».
Tres días antes de la exhibición, en el lugar elegido, al aire libre, se construyó con tubos de hierro una estructura circular enorme, y encima de las crucetas se colocó una gruesa tela que representaba el Coliseo.
La estructura, con capacidad para cuatrocientas personas, tenía en el centro un amplio espacio circular cubierto por completo con una tarima de madera blanca. Junto a la estructura se colocaron una torre de luces giratoria y otra cruceta que sostenía una cabina de madera con una antena arriba. La exhibición, según el programa, empezaba a las veintiuna y treinta en punto, pero una hora antes la sala ya estaba abarrotada de varones vigateses, solteros y casados, a pesar de que el precio de la entrada era considerable. De mujeres, en cambio, nada: la advertencia que prohibía la entrada a los menores de dieciocho años las mantuvo alejadas. Por lo menos aquella primera noche. A la hora establecida, con una precisión teutónica, el haz blanco de la torre de luces empezó a explorar el cielo mientras una música de película de terror ensordeció a los espectadores. El público levantó la cabeza hacia el cielo negro y en la misma posición estaban los vigateses que permanecían fuera del recinto. Luego la torre de luces enfocó un helicóptero y lo siguió hasta que se situó arriba, encima de la estructura. Parecía que iba a aterrizar sobre la tarima de madera, pero el helicóptero dejó caer un largo cable que terminaba con un anillo, y por el cable oscilante bajó un individuo metido en un traje espacial plateado. Empezó a hacer una serie de acrobacias espectaculares. Mientras tanto, en el pueblo se desencadenaba una verdadera algarabía: todo el mundo en los balcones o en las ventanas estaba contemplando el cielo. El torneo de escoba de quince y la carrera de embolsados fueron suspendidos. El acróbata terminó su número con rapidísimos giros con un solo brazo que dejaron sin respiración a los vigateses.