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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (15 page)

BOOK: Un mes con Montalbano
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Del helicóptero descendió otro cable del que colgaba un trapecio. En la barra estaba sentada una mujer: se distinguía por los cabellos rubios sujetos en un rodete redondo. También vestía un traje espacial aunque no llevaba casco. Cuando llegó a la altura del otro acróbata, la mujer realizó un solo de ejercicios a una velocidad increíble y realmente difíciles. Luego comenzaron una serie de acrobacias a dúo. La gente gritaba «¡bravo!», aplaudía, voceaba, pero ellos estaban demasiado elevados para oírla. Cuando finalizó esta danza aérea, los cables se alargaron hasta llegar a dos metros de distancia de la tarima y los acróbatas desaparecieron de la vista de los vigateses que no habían pagado la entrada. La torre de luces se apagó, el helicóptero retiró los cables y se alejó, y en la pista se encendió un solo reflector. Y la música cambió incluso metafóricamente y dio paso a la segunda parte del espectáculo, contra la que el arcipreste, el padre Burruano, había lanzado palabras incendiarias.

La mujer saltaba del trapecio, fingía caer mal, desmayarse, los brazos extendidos, las piernas abiertas. Luego su compañero se quitaba el traje espacial y aparecía vestido sólo con una piel de tigre y con una máscara de león. La muchacha, recobrado el sentido, se asustaba al ver al animal y echaba a correr. El primer zarpazo del león le arrancaba la parte superior del traje dejándola en
soutien
. Otro zarpazo la dejaba en bombacha. Entonces la muchacha, que ya había comprendido las intenciones del león, le hacía un gesto indicándole que esperara e iniciaba un lentísimo y voluptuoso
strip-tease
al término del cual se quedaba con una tanga casi invisible. En ese momento cedía a los deseos del león, que al parecer no sólo conocía de memoria el «Kamasutra», sino que habría podido hacer una nueva edición del libro corregida y aumentada.

Cuando la exhibición finalizó, en medio de delirantes aplausos hacía un poco de fresco, pero los hombres estaban acalorados y sudorosos como si hubieran permanecido delante de un horno. El helicóptero volvió a ponerse en perpendicular, echó los cables, los dos acróbatas saludaron una vez más y ya iban a subir, cuando sucedió lo que sucedió.

—¿Qué sucedió? —contestó Mimì Augello a la mañana siguiente dirigiéndose a Salvo Montalbano—. No sé si llamarlo farsa o tragedia. La muchacha acababa de sujetar el cable cuando se oyó una voz desesperada. Tan desgarradora, que la gente enmudeció. «¡No, no! ¡No te vayas! ¡No subas!», gritaba aquella voz. Interpretaba el sentimiento de todos. La joven sujetaba el cable con una mano, la expresión sorprendida. Mientras saludaba, se había soltado los cabellos que le llegaban por debajo de la espalda. Las piernas, larguísimas, eran tan fuertes que se diría capaces de partirte en dos si te encontrabas entre ellas, pero al mismo tiempo resultaban tan femeninas... y con aquel culito tan alto y duro que llegaba al nivel de mis dolores cervicales, y aquellas tetitas sonrosadas al descubierto... —Montalbano lanzó un silbido de pastor, Mimì Augello se sobresaltó y salió del ensueño. —Me volví a mirar quién daba aquellos gritos, pero no lo distinguí bien. Era un muchacho al que estaban sujetando sus dos vecinos de asiento. Luego el joven se liberó y se precipitó a la pista. Cuando la mujer vio el peligro, subió ágilmente por el cable. El muchacho intentó ir tras ella, pero lo derribó el puñetazo en la cara que le propinó el acróbata varón. El muchacho cayó al suelo, los dos artistas treparon por los cables y el helicóptero desapareció. El muchacho se levantó despacio del suelo. Le salía sangre de la boca a causa del mamporro recibido, pero farfullaba: «¡La quiero! ¡La quiero!». Tenía los ojos desorbitados de un loco y temblaba todo. Fui hacia él y le dije que si la noche siguiente lo encontraba merodeando por los alrededores lo iba a arrestar. No sé si entendió lo que le decía. ¿Sabes quién era? ¡Nenè Scozzari!

El comisario se sorprendió al oír el nombre. ¿Nenè Scozzari? Un muchacho querido y alabado en Vigàta por su seriedad, compostura y educación. Hijo de un abogado, el número uno del pueblo, de familia acomodada, de Acción Católica, licenciado en derecho a los veintitrés años, prometido desde hacía seis meses con Agatina Lo Vullo, adalid de las Hijas de María. ¿Y hacía esas cosas en público, dando escándalo?

—No lo entiendo —dijo Augello—. Si hubiera podido agarrar a la acróbata, se la habría tirado allí mismo, delante de todo el mundo.

Eso sucedió durante la primera exhibición, la del día 25. Cuando corrió la voz del espectáculo de Nenè Scozzari dentro del espectáculo, a la noche siguiente la gente que se presentó ante la taquilla fue tanta que tuvieron que intervenir los guardias municipales para imponer el orden. Se dejaron ver una decena de mujeres casadas acompañadas de los maridos. También fue Mimì Augello el cual, con toda su cara dura, le aseguró a Montalbano que su presencia era indispensable para que no ocurrieran incidentes como el del día anterior, aunque luego acabó confesando a su superior que los muslos de la acróbata alemana no le habían dejado conciliar el sueño.

El espectáculo del día 26 transcurrió sin incidentes, aparte de un ligero malestar que sufrió el caballero Scibetta de setenta años, durante la escena más interesante del «Kamasutra». Su hijo y su nieto tuvieron que sacarlo en brazos, dado que los demás no quisieron moverse para no perderse ni un minuto siquiera de la exhibición.

El muchacho hizo caso del consejo y nadie vio a Nenè Scozzari. Tampoco desde la noche del 25 lo volvieron a ver sus padres, con los que vivía.

La mañana del 27, hacia las once, se presentó en el despacho del comisario el abogado Giulio Scozzari, el padre de Nenè.

—Mi hijo no ha vuelto a casa desde la noche del 25, después de organizar el sainete que organizó, y que ha hecho que se nos caiga la cara de vergüenza.

—¿Ha desaparecido?

—¡No, qué desaparecido! —exclamó sorprendido el abogado—. Sé perfectamente dónde está.

—¿Y dónde está?

—En Punta Speranza, donde están el helicóptero y el campamento de esos jodidos alemanes.

Punta Speranza, donde los alemanes tenían su base, era una zona desierta, casi a pico sobre el mar.

—¿Y qué hace?

—Nada. El muy cretino está dentro del coche, a poca distancia, y espera a que la alemana salga para verla.

—¿Y qué quiere de mí?

—Si pudiera ir a hablar con él, a convencerlo para que no haga más el payaso...

Eran las once y media y no tenía ganas de ir a parlamentar con el muchacho. Se lo encargó a Mimì Augello, que no se lo hizo repetir dos veces. Salió como un rayo, por si conseguía ver a la alemana de cerca. Volvió dos horas más tarde, trastornado.

—¡Virgen santa, Salvo! Cuando llegué a Punta Speranza me encontré con lo siguiente: Nenè Scozzari estaba apoyado en el capó del automóvil a unos veinte metros de las dos tiendas de campaña y del helicóptero. La alemana estaba echada sobre una reposera, tomando sol completamente desnuda. Nenè sujetaba en la mano un ramillete de margaritas que acababa de recoger, se acercó a la mujer, se lo dejó encima de las tetas y volvió a su puesto. Entonces ella lo miró. ¡Virgen santa, Salvo, qué mirada! Ésa en cuanto pueda, en cuanto el marido y el hermano le dejen un momento de respiro, le da un revolcón a Nenè. ¡Te lo garantizo!

—Y esos hombres le rompen la cara, y esta vez en serio.

—Vamos, Salvo, son alemanes, no sicilianos. ¡Una cana al aire de la mujer la perdonan!

—A propósito, ¿dónde estaban los hombres?

—Bañándose, cien metros más abajo.

—¿Hablaste con Nenè?

—Sí. Pero créeme, estoy seguro de que no me oyó. Hasta creo que ni siquiera me vio; para él era transparente. No dejaba de mirar a la alemana y ella a él. ¿Qué podía hacer? Volver aquí. Te confieso que esa alemana me estaba haciendo hervir la sangre.

—¿Es que no has visto nunca una mujer desnuda?

—Como ésa nunca —dijo sinceramente Mimì—, y no sólo es cuestión de belleza. Ahora comprendo de verdad lo que los norteamericanos quieren decir cuando hablan de
sex-appeal
.

Las funciones del 27 y del 28 anduvieron muy bien, sólo que el número de mujeres doblaba el de los hombres.

—Es comprensible —reconoció Mimì, que no había faltado a ninguna velada—. Si fuera mujer, perdería la cabeza por él. Es idéntico a su hermana, en versión masculina.

La mañana del 29 Mimì Augello llegó al despacho con retraso y con una sonrisa en los labios.

—¿Se te pegaron las sábanas?

—¡Qué va! Venía hacia aquí cuando, delante de la casa de alquiler de coches, vi a los dos alemanes, el piloto y el acróbata, que salían en un auto. Entonces entré e interrogué al propietario. Fueron a Catania, a inspeccionar el lugar de su próxima actuación.

—Mimì, eres más curioso que una portera o una mucama.

—¡Eso no es todo! —exclamó Mimì con los ojos brillantes—. Se me ocurrió...

—... ir a Punta Speranza.

Mimì Augello lo miró con admiración.

—¡Acertaste! Cuando llegué, me detuve a cierta distancia para que no oyeran el motor. Nenè no estaba dentro de su coche. Me acerqué a la tienda de campaña de la alemana y su marido. ¡Y qué te decía, Salvo! Estaba cerrada, pero ella, emperrada, gritaba
«Ja! Ja!»;
parecía que la estuvieran degollando. Si Nenè no pierde fuerzas, puede estar cabalgando hasta las seis de la tarde; antes no volverán esos dos alemanes. ¿No te lo había dicho, Salvo, que en cuanto pudiera ésa no dejaba escapar a Nenè?

A las seis y media de la mañana del 30, al comisario lo despertó la llamada del abogado Giulio Scozzari.

—Comisario Montalbano, perdóneme por la hora, pero estoy muy preocupado por mi hijo.

—¿Qué ha pasado?

—Tal como todas estas noches, hacia la una pasé por la Zona de Punta Speranza. El coche de mi hijo no estaba.

—¿El helicóptero y el campamento seguían en su sitio?

—Sí, ya habían vuelto del espectáculo. Esperé una hora, no lo vi y pensé que quizás había vuelto a casa. No estaba tampoco.

¿Podía decirle al padre que quizás el hijo, cansado de la larga cabalgata, como la llamaba Mimì, había ido a recuperar fuerzas a cualquier hotel para no tener que dar explicaciones a los padres?

—Bueno, abogado, a lo mejor ha cambiado algo.

El abogado no entendió.

—¡No ha cambiado nada! He pasado hace apenas un cuarto de hora, los alemanes duermen y ni mi hijo ni su coche están allí.

—Abogado, su hijo es mayor de edad.

—¿Y qué tiene que ver?

—Tiene que ver, sí, porque no podemos ir a buscarlo como si fuera un niño perdido. Esperemos un poco más y, si no aparece, ya veré qué podemos hacer.

Pero el abogado Scozzari trasmitió su angustia al comisario. A las ocho de la mañana, en lugar de dirigirse a su despacho, Montalbano decidió ir a visitar a los alemanes. No había rastros del coche de Nenè Scozzari. Estaba seguro de que los alemanes aún dormían, pero los dos varones estaban despiertos. Hugo manipulaba la hélice del helicóptero y Gerhardt se ejercitaba en las paralelas. El comisario se acercó. No sabía una palabra de alemán pero sí hacerse entender.

—¿Sabes dónde ha ido a parar el hombre que estaba aquí en un coche?

Gerhardt bajó de las paralelas, estiró los brazos y negó con la cabeza. Se acercó al del helicóptero, que había oído la pregunta.

—Italiano enamorado ya no visto más.

Y rió. El acróbata también se echó a reír con una carcajada muy desagradable.

Es imposible decir a nadie, quizá ni a uno mismo, que una investigación empieza sólo por una carcajada desagradable, en la que resonaban la mofa, el desprecio, el triunfo y la maldad. En cuanto llegó a la oficina, llamó a Fazio y a Gallo.

—Ve a Punta Speranza donde los acróbatas alemanes tienen su base —le dijo al segundo—, y no te dejes ver. Llévate los prismáticos y el móvil. Quiero estar informado de todo.

—Y tú —continuó, dirigiéndose a Fazio—, en cuanto llegue Mimì Augello ve con él a buscar a la alemana. Despiértenla si duerme, no me importa en absoluto. La quiero aquí, pero sola.

Luego llamó por teléfono al abogado Scozzari.

—¿Noticias de su hijo?

—Ninguna, comisario. Estamos desesperados.

El abogado, sin embargo, sospechó algo.

—¿Por qué me ha telefoneado, comisario? ¿Se ha enterado de algo? ¿Por qué me ha llamado?

Montalbano no supo qué responder.

—Perdone, pero tengo mucho trabajo. Llámeme si hay novedades.

Colgó el auricular. En ese momento apareció Mimì Augello.

—¿No fuiste con Fazio?

—Como he telefoneado advirtiendo que llegaría tarde, Fazio se fue a buscar a la alemana con Galluzzo.

—¡Yo quería que fueras tú porque a fuerza de joder con turistas chapurreas alguna palabra en alemán!

—Si es por eso, Galluzzo también sirve. De muchacho se fue a Alemania a buscar trabajo.

—Mimì, cuando nos traigan a la alemana, quiero que te quedes conmigo. Y no te distraigas mirándole las tetas y los muslos.

—¿Me puedes explicar qué pasó?

—Nenè Scozzari ha desaparecido con su coche.

—¿Sólo eso? Después de la gran juerga que se corrió ayer...

—Sí, Mimì, yo también lo pensé. Pero hay algo que no me convence.

Mimì Augello calló. Cuando su superior decía que algo no funcionaba, quería decir que algo no funcionaba de verdad, lo sabía por experiencia.

En cuanto Annelise entró en el despacho, vestida con unos pantalones cortos muy ajustados y un gran pañuelo de seda que le cubría el pecho, Montalbano comprendió el sufrimiento de Mimì al verla desnuda. Tenía razón su segundo, no se trataba sólo de belleza. Sonrió a Augello, a quien ya conocía, hizo un gesto con la cabeza al comisario y dijo algo en alemán.

—Pregunta si se trata de los pasaportes.


Nein
—dijo por instinto Montalbano.


Nein
—dijo al mismo tiempo Mimì.

Se miraron.

—Perdona —se excusó el comisario—, dile que queremos saber qué hizo ayer.

Mimì preguntó y ella contestó. Una respuesta larga. A medida que hablaba, Augello parecía cada vez más turbado.

—¿Qué dijo?

—Bueno, Salvo, a ésta le gusta llamar al pan, pan y al vino, vino. Dice que como ayer se quedó sola, aprovechó para hacer sexo, lo dijo así, con ese hermoso muchacho siciliano que se ha vuelto loco por ella. No comieron, estuvieron juntos hasta las cuatro de la tarde, cuando ella lo echó porque temía que volvieran el marido y el hermano, que habían ido a Catania. En cuanto el muchacho salió, ella se quedó dormida porque estaba, así lo ha dicho, un poco cansada.

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