Un mes con Montalbano (16 page)

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Authors: Andrea Camilleri

BOOK: Un mes con Montalbano
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—Mis felicitaciones a Nenè Scozzari.

—Hacia las siete de la tarde —continuó Mimì—, su marido la despertó y ella empezó a prepararse para la exhibición.

—Pregúntale si cuando salió para subir al helicóptero el coche del joven seguía allí.

—Dice que no lo sabe —tradujo Mimì—, estaba muy oscuro. Dice que hace poco, cuando los nuestros fueron a buscarla, la sorprendió no ver el coche en el lugar habitual. Le causó decepción y a la vez satisfacción.

—Pregúntale por qué decepción, y luego que te explique por qué se ha sentido satisfecha.

La respuesta de Annelise fue bastante larga.

—Decepcionada porque los hombres, según su opinión, son todos unos puercos egoístas que en cuanto consiguen lo que quieren, o se duermen, o van a mear, así lo ha dicho, o bien desaparecen. Y satisfecha porque temía que Gerhardt reaccionara mal, pues no sólo es celoso, sino también violento.

—¿Traduces bien, Mimì? Mira que Gerhardt es el hermano; el marido se llama Hugo.

—Ha dicho Gerhardt. Ahora se lo vuelvo a preguntar.

Mimì preguntó algo y la respuesta de la alemana hizo que se ruborizara violentamente. Montalbano se quedó atónito: ¿el caradura de su segundo era capaz de ruborizarse?

—¿Qué dijo? ¿Qué dijo?

—Simplemente dijo que cuando tenía catorce años, su hermano fue el primer hombre de su vida.

—Porque antes lo hacía con los elefantes —comentó poco galante el comisario.

—Dijo también que Gerhardt sufrió mucho cuando tuvo que casarse con Hugo, pero que por suerte su marido es muy comprensivo. Ha añadido que el pobre Gerhardt sufre una fuerte tensión cuando hacen el «Kamasutra» en la pista, porque está obligado a fingir lo que haría de verdad.

La alemana se inclinó hacia adelante para quitarse un granito de polvo del dedo gordo que emergía de la sandalia. Estaba claro que se burlaba de la reacción de los dos hombres ante sus palabras.

—Dile que se vaya —decidió Montalbano—. Está claro que no sabe nada de Nenè. Será una puta, pero me parece sincera.

—A mí también.

Reunió a todos sus hombres, excepto a Gallo, que estaba en Punta Speranza vigilando a los alemanes, y les explicó lo que pensaba hacer.

—Germanà, tú ve a casa del abogado Scozzari y que te firmen una denuncia por la desaparición de su hijo Nenè.

Debe llevar la fecha de por lo menos la mañana del 28, de otro modo no se cumplen las veinticuatro horas que se requieren por ley para iniciar las investigaciones. La denuncia se la entregas a Augello. Tú, Mimì, presentas la denuncia ante el juez, le cuentas cualquier pavada y que te dé una orden de registro de la caravana, el TIR, el helicóptero; en resumidas cuentas, de todo lo que tienen los alemanes. Pero el registro debe hacerse esta noche, no antes, en cuanto aterricen con el helicóptero en Punta Speranza después del espectáculo. Tortorella, Galluzzo y Grasso que vayan en un coche de servicio a los alrededores de Punta Speranza sin que los vean los alemanes. Busquen el automóvil del muchacho; Augello les dará la marca y el color. Tú, Germanà, te pones en contacto con el móvil de Gallo, que te diga dónde se encuentra y dentro de una hora lo relevas.

—¿Y tú? —preguntó Augello.

—¿Yo? Yo me voy a comer —contestó Montalbano.

Catarella entró corriendo.

—Comisario, ahora, ahora ha telefoneado Gallo. Dice que los alemanes se están peleando con la alemana, le están gritando y su hermano le ha dado un empujón.

—Tengo malas noticias —dijo Mimì entrando en el despacho hacia las cuatro de la tarde.

—¿El juez no firmó la orden?

—No, no ha dicho ni mu, la tengo en el bolsillo. El hecho es que se me ha ocurrido algo y pasé por el local de alquiler de coches. Pregunté al propietario a qué hora devolvieron el coche los alemanes. Me contestó que hacia las seis y media. Lo llevó Gerhardt, y para volver al campamento tomó el autobús de Montereale, que tiene parada cerca de Punta Speranza.

—¿Y te parece una mala noticia?

—Hay algo más. El propietario del negocio añadió que los alemanes volvieron antes.

—¿Y cómo puede saberlo?

—Porque los vio pasar hacia las tres y media; se dirigían hacia Montereale y por lo tanto, a Punta Speranza.

—Entonces es posible que vieran salir a Nenè de la tienda de Annelise.

—Exacto. Y eso me da que pensar.

Sonó el teléfono: era Germanà, que había relevado a Gallo.

—¿Comisario? Aquí todo está tranquilo. Los dos acróbatas están haciendo ejercicios en las paralelas. Gerhardt y Annelise, después de la pelea que ha visto Gallo, hicieron las paces. Se han abrazado y se han besado. ¿Quiere saber una cosa, comisario? Si ésos son hermanos, yo soy el Papa.

—No te asombres, Germanà; los alemanes tienen esas costumbres. Lo hacen todo en familia; peor que nosotros.

A las siete, la voz triunfante de Tortorella anunció que habían encontrado el coche de Nenè Scozzari a tres kilómetros de Punta Speranza. Estaba escondido entre unos matorrales y cubierto con ramas cortadas. En el interior no había nadie. ¿Qué hacían? El comisario contestó que lo dejaran todo tal y como lo habían encontrado. Grasso iba a quedarse de guardia en las proximidades. Los otros podían volver.

A las ocho se presentó Gallo.

—Voy a relevar a Germanà. ¿Sabe, comisario? Los altavoces de los alemanes dicen que esta noche habrá un número especial. Lo hará un acróbata que se llama Ícaro.

«¿Y dónde lo han pescado?», se preguntó el comisario.

Pero enseguida encontró la respuesta: en Catania.

—Sobre todo —le recomendó Montalbano—, si ves u oyes cualquier cosa extraña, llama por teléfono, llevo colgado el móvil.

—Me parece que esta noche voy a ir yo también —dijo Montalbano—. ¿Cuánto vale la entrada?

Mimì lo miró, sorprendido.

—¡No necesitas entrada!

—¿No? ¿Por qué?

—Porque somos autoridades.

—No lo sabía —admitió el comisario, sincero.

—¿No lo sabías? Tenemos los asientos reservados en primera fila.

A las nueve y veinte iba a salir del despacho cuando sonó el teléfono móvil. Era Gallo.

—¿Comisario? La alemana no ha subido al helicóptero. Lo veo bien porque dentro hay luz. La mujer no está.

Ahora mismo van hacia allá.

—¿Cuántos hay dentro del helicóptero?

—Dos, comisario. El piloto y el acróbata que lleva en la mano el casco espacial, lo he reconocido perfectamente.

¿Dónde estaba Annelise? ¿Y el nuevo acróbata, ese Ícaro que anunciaban los altavoces?

—Oye, Gallo, haz una cosa. Acércate al campamento. Si ves algo que despierte tus sospechas, actúa según tu iniciativa. Pero comunícate conmigo por teléfono.

Los altavoces habían anunciado un espectáculo distinto que comenzó cuando el helicóptero, parado sobre la perpendicular, lanzó el primer cable, el del anillo, hasta rozar la tarima de madera. Transcurrieron unos minutos y no sucedió nada más. Luego, suspendido del segundo cable, del que habían retirado el trapecio, apareció un acróbata. Las cuerdas que lo sujetaban al cable estaban cruzadas de tal manera que el hombre, con el vientre hacia abajo, parecía una rana. En calzoncillos, camiseta, y calcetines. Sólo llevaba el casco espacial. Un disfraz verdaderamente ridículo. El acróbata comenzó a mover los brazos y las piernas desacompasadamente, de una manera tan cómica que el público empezó a reír. El hombre colgado del cable se detuvo, los brazos extendidos, las piernas abiertas, temblaba, parecía una araña. Indudablemente se trataba de Ícaro, un payaso.

—Es muy bueno —le comentó Mimì al comisario. Montalbano no contestó, se estaba preguntando si sería posible fingir un pánico loco, total, hasta el punto de parecer verdadero. El acróbata Ícaro, de pronto, cuando vio cerca el cable, se agitó violentamente para asirlo con las manos extendidas, pero dio un vuelco y quedó con la cabeza hacia abajo y los pies al aire. El público estalló en risas, aplaudió. Los movimientos del payaso, que imitaba todos los gestos del miedo, se hicieron frenéticos.

En aquel momento sonó el móvil de Montalbano.

—¿Comisario? Soy Gallo. He oído un lamento procedente de una de las tiendas y he hundido la puerta. Estaba la alemana, atada y amordazada. Está como loca, comisario, no entiendo lo que grita, quiere escapar, me ha arañado.

—¡Reténla! —gritó a Gallo y gritó también dirigiéndose a Augello—: ¡Ven conmigo!

Corrió afuera, con Mimì a su lado.

—¿Llevas la pistola? En cuanto entremos, pon fuera de combate a todo el que nos encontremos.

Se precipitó detrás de la torre de luces, empezó a encaramarse por la escalerilla de hierro de la cruceta, sudado, aferrando con las manos las barras. Sufría un poco de vértigo.

—¿Quieres explicarme lo que pasa? —le preguntó Mimì, que subía detrás de él.

—Ahora no me hables, carajo, estoy sin aliento —contestó jadeando.

Llegó a la plataforma en la que estaba la cabina y se hizo a un lado. Mimì Augello se lanzó contra la puerta, que sólo estaba entornada, y se precipitó como un alud contra un hombre sentado ante un cuadro de mandos y que acabó en el suelo con silla y todo.

Montalbano le arrancó los auriculares de las orejas, oyó que preguntaban algo en alemán y se los pasó a Mimì. En el cuadro de mandos había dos micrófonos. El comisario activó el que no estaba utilizando el hombre cuando entraron.

—Los del helicóptero siguen preguntando qué está pasando aquí —dijo Mimì y, para tener las manos libres, propinó un golpe en la nuca con la culata de la pistola al hombre que se estaba levantando, aturdido.

—¡Vigateses! —gritó Montalbano.

Desde la ventana de la cabina se veían tres cuartas partes de la platea y casi toda la pista. El comisario observó que su voz llegaba y que todos se habían vuelto hacia los altavoces de la sala.

—¡Vigateses! —repitió. Y el diablillo maligno de la ironía, que siempre estaba junto a él hasta en los momentos más difíciles, le sugirió añadir «hermanos, pueblo mío» como Alberto Da Giussano. Dominó la tentación. —Soy el comisario Montalbano. El hombre que está colgando allá arriba no es Ícaro, no es un payaso. ¡Es nuestro paisano Nenè Scozzari a quien los alemanes han capturado y lo están obligando a arriesgar la vida! ¡Ayúdenme!

—Los del helicóptero han entendido algo. Hay que apresurarse —dijo excitado Mimì con los auriculares puestos.

Sí, pero ¿qué hacer? El comisario se volvió a mirar al público. El espectáculo que vio lo conmovió y le puso un nudo en la garganta. Dos o tres muchachos se estaban encaramando por el cable como si fueran monos, y un racimo humano de una treintena de personas sujetaba el mismo cable, para hacer peso. Montalbano observó que el helicóptero estaba en dificultades; aunque habría podido elevarse.

—Habla con esos dos mierdas; diles que si se alejan se llevan volando a una decena de personas suspendidas de un cable. Puede ser una matanza. Que vayan con cuidado. —Pero ya sabía cómo iba a acabar todo. —¡Dejen libre el helicóptero! —gritó—. ¡Que todo el mundo vuelva a su sitio!

El cable que sostenía a Nenè Scozzari, desmayado, como una marioneta con los hilos rotos, empezó a bajar lentamente.

«Las cosas fueron de esta manera. La alemana, una grandísima puta de la que Augello, mi segundo, tendrá un recuerdo imperecedero tras haberla visto desnuda, aprovecha la ausencia del marido y del amante (que no es otro que su hermano) para concederse unas horas de intensos revolcones en su tienda con Nenè Scozzari, ex joven serio que se ha vuelto loco por ella. Los dos alemanes, que vuelven antes de tiempo, sorprenden al joven saliendo de la tienda. Se les ocurre hacerle pagar la diversión con una broma cruel: lo raptan, lo atan, lo esconden en el helicóptero y hacen desaparecer el automóvil. Cuando la puta se despierta del sueño reparador, los dos le echan en cara lo que ha hecho, pero la cosa parece acabar ahí. Envían a un compinche por el pueblo a anunciar que aquella noche participará en el espectáculo un acróbata nuevo, Ícaro. Poco antes de salir de su base, los dos bromistas atan y amordazan a la esposa y hermana amante respectiva, la cual evidentemente se niega a participar en la broma. Luego dejan en calzoncillos a Scozzari, le ponen el casco para que no se oigan sus gritos y lo bajan con el cable. Y ya está creado el nuevo payaso-acróbata Ícaro. Lo comprendí todo cuando mi agente me llamó para decirme que había descubierto a la muchacha atada y amordazada.

Mi propuesta es la siguiente: prisión para los dos imbéciles (quede claro que no tenían la intención de matar a Scozzari, sino tan sólo darle un buen susto); libertad condicional a la alemanita (el condicionamiento de la libertad consiste en dejarla durante un mes en poder de mi segundo Mimì Augello).»

Esto fue lo que refirió el comisario Montalbano en su informe al juez. Pero utilizó otras palabras y omitió las propuestas finales.

La advertencia

—No consigo entenderlo, comisario.

Carlo Memmi parecía un hombre de treinta años que llevara mal la edad, pero cuando te fijabas bien en la fecha de nacimiento, veías que era casi un cincuentón que llevaba muy bien sus años. Antenore Memmi, su padre, había poseído en Parma una renombrada peluquería, a la que iban todos los jerarcas fascistas de la ciudad. ¿Cómo se explica entonces que a finales del 45 apareciera en Vigàta, en casa de la madre de su mujer, Lia, que era vigatesa? Los paisanos se devanaron los sesos para encontrar una explicación. ¿Qué le sucede a quien se acuesta con niños? Que meado se levanta. Y eso fue lo que le sucedió a Antenore Memmi: a fuerza de frecuentar fascistas, en la época de Salo al parecer adquirió el vicio de pelar a los partisanos que sus amigos hacían prisioneros. Tras la liberación, evitó el arresto pero comprendió que seguir en Parma no era conveniente, porque antes o después le tocaría pagar el empacho que se había dado. En Vigàta abrió una peluquería con el dinero de la suegra, y como en su profesión era muy bueno, tenía clientes que venían de los pueblos vecinos. En 1950 nació su hijo Carlo, que no tuvo hermanos y que empezó a trabajar en la peluquería, primero como aprendiz y después como ayudante. Cuando Cario cumplió veinte años murió la señora Lia, su madre. Seis meses después, Antenore Memmi se obsesionó con volver a Parma, ciudad que no veía desde hacía veinticinco años. El hijo se lo desaconsejó, pero Antenore siguió en sus trece y partió tras asegurar a Cario que iba a ser una visita muy breve. Y así fue. Tres días después de su llegada, Antenore Memmi fue atropellado y muerto por un automóvil que nunca se llegó a identificar. La opinión general, en Vigàta, fue que un pariente de alguno de los que había pelado no quedó satisfecho del servicio y, aunque había pasado tanto tiempo, quiso hacérselo saber. Carlo, al quedarse huérfano, vendió el salón de peluquería del padre y compró uno mayor que dividió en dos partes, para señora y para caballero. Cuando Cario se trasladó a Parma para los funerales, conoció a su prima Anna, peluquera de señoras. Fue un amor a primera vista que, entre otras cosas, proporcionó a Vigàta un elegantísimo salón decorado con el rótulo «Carlo y Anna».

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