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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

Un trabajo muy sucio (21 page)

BOOK: Un trabajo muy sucio
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Por probar, Charlie hizo una tostada de más y se la tiró a uno. El perro la cogió en el aire y se la zampó sin quitar ojo a Charlie y a la barra de pan. Así que Charlie tostó cuatros rebanadas más y los perros las cogieron alternativamente al vuelo con tanta rapidez que a Charlie le pareció ver salir una especie de vapor de la presión de sus mandíbulas al cerrarse.

—Así que sois bestias infernales de otra dimensión y os gustan las tostadas. Vale.

Pero, cuando se disponía a tostar cuatro rebanadas más, se detuvo y se sintió de pronto un tanto estúpido.

—En realidad os da igual que esté tostado, ¿verdad? —Tiró un trozo de pan al perro que estaba más cerca y este lo cogió al vuelo—. De acuerdo, así será más rápido. —Charlie les dio el resto de la barra de pan. Untó un par de rebanadas con una gruesa capa de mantequilla de cacahuete, cosa que no sirvió de nada, y a continuación embadurnó media docena más con lavavajillas de limón, lo cual pareció no surtir efecto adverso alguno, como no fuera que les hizo eructar lindas burbujas de color aguamarina.

—Paseo, papi —dijo Sophie.

—Hoy no hay paseo, cielo. Creo que vamos a quedarnos aquí, en el apartamento, a ver si les pillamos el tranquillo a nuestros nuevos amigos.

Charlie quitó a Sophie de la trona, le limpió la mermelada de la cara y el pelo y se sentó con ella en el sofá para leerle los anuncios clasificados del Chronicle, que era (dejando a un lado sus tratos con la muerte) donde encontraba gran parte de sus negocios. Pero no bien había cogido el ritmo cuando uno de los cancerberos se acercó, lo cogió del brazo con las fauces y lo llevó a rastras hasta su dormitorio mientras Charlie protestaba, maldecía y le daba golpes en la cabeza con una lámpara de bronce. El perrazo lo soltó y se quedó mirando fijamente la agenda como si estuviera embadurnada de salsa de carne.

—¿Qué pasa? —dijo Charlie, y entonces lo vio. Con tantos nervios, no se había fijado en que había un nombre nuevo en la agenda-—. Mira, el número que pone es treinta. Tengo un mes entero para encontrarlo. Déjame en paz. —Notó de pasada que en el gran collar de plata del cancerbero había un nombre grabado: Alvin.

—¿Alvin? Es el nombre más absurdo que he oído nunca.

Charlie volvió al sofá y el perro volvió a llevarlo a rastras al dormitorio, esta vez cogido por el pie. Al cruzar la puerta, Charlie agarró su bastón espada. Cuando Alvin lo soltó, se levantó de un salto y sacó el acero. El perrazo se tumbó de espaldas y empezó a gimotear. Su compañero apareció en la puerta, jadeando. (Mohamed, se llamaba aquel, según rezaba la placa de su collar). Charlie consideró sus opciones. El bastón espada siempre le había parecido un arma formidable. Hasta se había atrevido a atacar a las arpías del alcantarillado con él. De pronto, sin embargo, pensó que, obviamente, aquellos animales habían limpiado el suelo con una de aquellas criaturas de la oscuridad y que, un par de horas después, no habían tenido problema alguno en sentarse a comer una barra de pan embadurnada de jabón. En resumen, que no estaba en su terreno. Si ellos querían que fuera a buscar la vasija de aquel alma, iría a buscarla. Pero no pensaba dejar a su hija sola con ellos.


Alvin
sigue siendo un nombre ridículo —dijo mientras envainaba la espada.

Cuando llegó la señora Korjev, Charlie había puesto a Sophie a dormir la siesta y junto a la cuna de la niña dormitaban acurrucados los cancerberos, cuyos ronquidos lanzaban al aire grandes nubes de aliento perruno con olor a limón. Quizá porque cada vez era más pillo, dejó que la señora Korjev entrara en el cuarto de Sophie advirtiéndola solamente de que la niña tenía dos mascotas nuevas, y contuvo la risa cuando la gran abuela cosaca salió de espaldas de la habitación, lanzando exabruptos en ruso.

—Ahí dentro hay perros gigantes.

—Sí.

—Pero no perros gigantes normales. Son extra gigantes y negros como...

—¿Como osos?—sugirió Charlie.

—No, no iba a decir «osos», listillo. Como osos, no. Como lobos, solo que más grandes y más fuertes...

—¿Como osos? —aventuró Charlie.

—Hace que su madre se avergüence de usted cuando es malo, Charlie Asher.

—¿No son como osos? —preguntó Charlie.

—Eso no importa ahora. Solo estoy sorprendida. Vladlena es una vieja con el corazón débil. Pero tú ve a reírte a gusto. Yo me quedo con Sophie y los perros gigantes.

—Gracias, señora Korjev. Se llaman Alvin y Mohamed. Lo pone en los collares.

—¿Hay comida para ellos?

—Hay unos filetes en el congelador. Déles un par a cada uno y retírese.

—¿Cómo les gustan?

—Creo que bastará con que estén congelados. Comen como...

La señora Korjev levantó un dedo a modo de advertencia; su dedo se alineó con una enorme verruga que tenía a un lado de la nariz y dio la impresión de que la señora Korjev le estaba apuntando con un arma.

—Como caballos. Comen como caballos —dijo Charlie.

La señora Ling no se tomó el trabar conocimiento con
Alvin
y
Mohamed
con el mismo aplomo que su vecina rusa.

—¡Ay, ay, ayyyy! ¡Cacas de
shiksas
gigantes! —gritaba mientras corría por el pasillo detrás de Charlie—. ¡Cacas de
shiksas
gigantes!

En efecto, al regresar al apartamento, Charlie se encontró grandes baguettes de caca humeante esparcidas por el cuarto de estar. Alvin y Mohamed flanqueaban la puerta de la habitación de Sophie como gigantescos perros de pega a las puertas de un templo chino. Parecían tan feroces como avergonzados y contritos.

—Perros malos —dijo Charlie—. Mira que asustar a la señora Ling. Sois malos. —Consideró por un instante la posibilidad de restregarles el hocico por la caca, pero no estaba seguro de ser capaz, a no ser que llevara a casa una excavadora y los encadenara a ella—. Lo digo muy en serio, chicos —añadió en tono especialmente severo—. Lo siento, señora Ling —dijo a la minúscula matrona—. Estos son
Alvin
y
Mohamed
. Debí ser más claro cuando le dije que había comprado unas mascotas nuevas para Sophie. —En realidad, había sido poco concreto a propósito, con la esperanza de suscitar en ella alguna reacción histérica. No es que quisiera asustar a la anciana señora; era simplemente que los machos beta rara vez se encuentran en situación de asustar a nadie físicamente, así que, cuando se les presenta la ocasión, a veces se les va la mano.

—No importa —dijo la señora Ling mientras miraba fijamente a los cancerberos. Parecía distraída, sobre todo porque lo estaba. Tras recobrarse del susto inicial, se había puesto a hacer cálculos de cabeza: un abaco veloz como el fuego de una ametralladora calculaba el peso y el volumen de cada uno de aquellos canes del tamaño de ponis, y lo dividía en chuletas, filetes y porciones de carne para estofado.

—No le importa quedarse, ¿entonces? —preguntó Charlie.

—No, pero no tarde, ¿de acuerdo? —dijo la señora Ling—. Quiero ir a Sears a comprar un arcón congelador. ¿Puede prestarme una sierra eléctrica ?

—¿Una sierra eléctrica? Pues no, pero seguro que Ray tiene una y se la deja. Volveré dentro de un par de horas —dijo Charlie—. Pero primero voy a limpiar esto. —Se dirigió al sótano con la esperanza de encontrar la pala para el carbón que su padre solía guardar allí.

Ese día, al despedirse, tanto Charlie como la señora Ling contaban con los antecedentes de elevada mortalidad de las mascotas de Sophie para solventar en un santiamén sus respectivos problemas de caca y sopa. Tal, sin embargo, no iba a ser el caso.

Cuando pasaron varias semanas sin que los cancerberos sufrieran percance alguno, Charlie aceptó la posibilidad de que aquellos fueran, en efecto, los únicos animales domésticos que pudieran sobrevivir a las atenciones de su hija. Muchas veces sintió la tentación de llamar a Minty Fresh para pedirle consejo, pero como su última llamada parecía haber causado la aparición de los perros, se resistió a aquel impulso.

Las pesquisas de Lily dieron escaso resultado.

—Se ha hablado de ellos durante toda la historia —le dijo por el móvil desde la biblioteca de Berkeley—. Sobre todo, de lo mucho que les gusta perseguir a cantantes de blues. Y, obviamente, en Alemania hay un equipo de fútbol que se llama los Cancerberos, pero no creo que eso venga al caso. Lo que sale una y otra vez, en montones de culturas, es que vigilan el paso entre la vida y la muerte.

—Bueno, eso tiene sentido —dijo Charlie—. Supongo. No pondrá en algún sitio dónde está ese paso, ¿no? ¿En qué estación de metro?

—Pues no, Asher, no lo pone. Pero he encontrado un libro escrito por una monja que fue excomulgada en la década de 1890. ¿A que mola? Esta biblioteca es la bomba. Tienen como nueve millones de libros.

—Sí, es genial, Lily, pero ¿qué decía la ex monja?

—Buscó todas las referencias a los cancerberos, y todas parecían coincidir en que servían directamente al señor del Inframundo.

—¿Era católica y lo llamaba el Inframundo?

—Bueno, la expulsaron de la Iglesia por escribir ese libro, pero, sí, eso es lo que dice.

—¿Y no incluiría en ese libro un número al que pudiéramos llamar en caso de que se perdieran ?

—Hoy es mi día libre y estoy aquí, intentando hacerte un favor, Asher. ¿Vas a seguir haciéndote el gracioso?

—No, perdona, Lily. Continúa.

—Eso es todo. No hay precisamente una guía de cuidados y alimentación. Pero básicamente el resultado de mis pesquisas da a entender que estar rodeado de cancerberos es mala señal.

—¿Cómo se titula ese libro,
Guía completa de la puta obviedad
?

—Vas a pagarme por esto, ¿sabes? El tiempo y el viaje.

—Perdona. Sí. Así que debería intentar librarme de ellos.

—Se comen a la gente, Asher. ¿Quién dice obviedades ahora?

Así que, después de aquello, Charlie llegó a la conclusión de que, para librarse de los canes monstruosos, debía pasar a la acción.

Como de lo único que estaba seguro respecto a los cancerberos era de que irían allá donde llevara a Sophie, se los llevó de excursión al zoo de San Francisco y los dejó encerrados en la furgoneta, con el motor en marcha y un tubo de aspiradora tendido entre el tubo de escape y la ventanilla de ventilación. Después de lo que le pareció una visita al zoo sumamente exitosa en vista de que ni un solo animal había abandonado los sinsabores de esta vida bajo la mirada alborozada de su hija, Charlie regresó a la furgoneta para encontrarse con dos cancerberos muy colocados, pero por lo demás ilesos, y que, tras comerse las tapicerías de los asientos, exhalaban al eructar un vapor con olor a plástico quemado.

Diversos experimentos revelaron que
Alvin
y
Mohamed
eran no solo inmunes a la mayoría de los venenos, sino que también les gustaba el sabor del insecticida, razón por la cual se dedicaron a quitar a lametazos la pintura del rodapié del apartamento de Charlie la semana que siguió a la visita trimestral del exterminador.

Con el paso del tiempo, Charlie intentó poner en la balanza el peligro de tener allí a aquellos canes gigantescos y el daño psicológico que sufriría su hija si presenciaba su muerte, dado que, obviamente, Sophie les estaba cogiendo cariño. Así que acabó por abandonar los ataques directos y dejó de lanzar salchichas al paso del autobús exprés número 90. (Tomar dicha determinación le resultó fácil cuando el ayuntamiento de San Francisco amenazó con demandarlo si uno de sus perros volvía a destrozar un autobús).

De hecho, los ataques directos le costaban gran trabajo (puesto que el único arte marcial que dominaba el macho beta se basaba enteramente en la bondad de los desconocidos), así que concentró en los cancerberos su asombroso poder de agresión pasiva, versión
kung fu
.

Empezó comedidamente: se los llevó a dar una vuelta por el este de la bahía en la furgoneta, los atrajo hasta las marismas de Oakland con una ristra de costillas de ternera y luego se largó a toda prisa, solo para encontrárselos esperándolo en el apartamento a su regreso. Habían cubierto todo el cuarto de estar con una pátina de barro seco. Charlie probó entonces un método aún más indirecto: los metió en una caja y los mandó por vía aérea a Corea con la esperanza de que acabaran sirviendo de primer plato, pero regresaron a la tienda antes de que él tuviera tiempo de limpiar el apartamento de pelos de perro.

Pensó que quizá pudiera utilizar los instintos naturales de los sabuesos para ahuyentarlos, tras leer en Internet que a veces se rociaban arbustos y flores con esencia de orina de puma para impedir que los perros se orinaran en ellos. Tras una búsqueda exhaustiva en la guía telefónica, encontró por fin el número de una tienda del sur de San Francisco, especializada en material para excursionistas, que era proveedora oficial de pis de puma.

—Claro que vendemos orina de puma —dijo el tipo. Por su voz parecía llevar una chaqueta de ante y una barba muy larga, pero quizá solo fueran imaginaciones de Charlie.

—¿Y se supone que eso ahuyenta a los perros? —preguntó Charlie.

—Funciona como un ensalmo. Perros, ciervos y conejos. ¿Cuánta necesita?

—No lo sé, puede que diez garrafas de cinco litros.

Se hizo el silencio y a Charlie le pareció oír a aquel tipo quitándose trozos de carne de alce de la barba.

—La vendemos en botes de treinta, sesenta y ciento cuarenta gramos.

—Pues con eso no voy a tener—dijo Charlie—. ¿No podría conseguirme un tamaño económico, preferiblemente de un puma que solo se haya alimentado de perros durante un par de meses? Porque supongo que será pis de puma domesticado, ¿no? Quiero decir que no irá usted mismo al monte a recogerlo.

—No, señor, creo que lo traen de los zoos.

—Pero seguramente el de puma salvaje será mejor, ¿no? —preguntó Charlie—. Si puede conseguirlo, claro. No me refiero a que lo consiga usted personalmente. No era mi intención insinuar que se echara usted al monte a perseguir a un puma con una tacita de medir. Me refería a un profesional. .. ¿Oiga? —El tipo de la barba y la chaqueta de ante había colgado.

Así que Charlie mandó a Ray al sur de San Francisco en la furgoneta para que comprara toda el orín de puma que tuvieran, pero al final solo consiguió que el segundo piso del edificio oliera de arriba abajo como la caja de un gato.

Cuando se hizo evidente que ni siquiera los intentos más pasivo-agresivos funcionarían, recurrió al arma definitiva del macho beta, que consistía en tolerar la presencia de
Alvin
y
Mohamed
, llenarse de rencor y dejar caer comentarios hirientes cada vez que surgía la ocasión.

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