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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

Un trabajo muy sucio (34 page)

BOOK: Un trabajo muy sucio
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—Pues te falta cualificación —dijo Lily.

—Gracias, ya me siento mejor.

Minty Fresh

Hallarse a sesenta metros de profundidad bajo el mar siempre ponía nervioso a Minty, sobre todo si había pasado toda la noche bebiendo sake y escuchando jazz, como era el caso. Iba en el último vagón del último tren que salía de Oakland y tenía el vagón para él solo, como si fuera un submarino privado en el que surcaba la bahía con el eco de un saxo tenor en los oídos a modo de sonar y, en el estómago, media docena de rollitos de atún especiados y mojados en sake a modo de cargas de profundidad.

Había pasado la noche en el Sato's, un restaurante japonés y club de jazz del Embarcadero. Sushi y jazz, extraños compañeros de cama, mezclados por la opresión y la oportunidad. El local había tenido sus inicios en el distrito de Fillmore, que antes de la Segunda Guerra Mundial era un barrio japonés. Cuando los japoneses fueron deportados a campos de internamiento y sus hogares y pertenencias vendidos, los negros que fueron a la ciudad a trabajar en los astilleros construyendo buques de guerra y destructores ocuparon los edificios vacantes. Y el
jazz
llegó con ellos.

Durante años, el barrio de Fillmore fue el centro de la escena jazzística de San Francisco, y el Bop City de la calle Post el principal club de
jazz
. Cuando acabó la guerra y volvieron los japoneses, muchas noches podía verse a chavales de ojos rasgados apostados bajo las ventanas del Bop City, escuchando a Billie Holiday, a Osear Peterson o a Charles Mingus. Escuchando cómo el arte surgía y se disipaba en las noches de San Francisco. Sato era uno de esos chavales.

No se trataba solamente de una casualidad histórica: una noche, ya a última hora, cuando había acabado la música y el sake animaba su elocuencia, Sato le había explicado a Minty que se trataba de una alineación filosófica: el
jazz
era un arte zen, ¿no? La espontaneidad controlada. Como la pintura sumi-e a la tinta, como el haiku, como el tiro con arco, como la esgrima kendo; el jazz no era algo que se planeara, era algo que se hacía. Uno ensayaba, tocaba sus escalas, se aprendía sus fragmentos y luego ponía todos sus conocimientos, toda su preparación, al servicio del instante.

—Y, en el
jazz
, cada instante es una crisis —dijo Sato citando a Wynton Marsalis—, y uno pone toda su habilidad en juego para soportar esa crisis. —Como el espadachín, el arquero, el poeta y el pintor: todo está ahí. No hay futuro, ni pasado, solo ese instante y cómo te enfrentes a él. El arte sucede.

Minty, impelido por su necesidad de escapar de su vida como Muerte, había tomado el tren hasta Oakland en busca de un instante en el que poder cobijarse sin mala conciencia por el pasado ni ansiedad por el futuro, solo un ahora puro alojado en el timbre de un saxo tenor. Pero el sake, el futuro que se cernía ante él y el agua sobre su cabeza habían hecho surgir el blues, aquel instante se había esfumado y Minty estaba intranquilo. Las cosas se estaban poniendo feas. Había sido incapaz de recuperar sus dos últimas almas (por primera vez en su carrera) y empezaba a ver, o a oír, los efectos: voces burlonas salidas de las cloacas, más altas y numerosas que nunca; cosas que se movían por las sombras, en los márgenes de su visión, cosas oscuras que se arrastraban y reptaban por el suelo y desaparecían cuando las mirabas.

Había vendido tres discos del estante de las vasijas de las almas, a una misma persona, otra cosa inaudita. No se había percatado enseguida de que era la misma mujer, pero cuando las cosas empezaron a torcerse recordó su cara y cayó en la cuenta. La primera vez, ella iba vestida con la ropa de una especie de monje budista; llevaba una túnica marrón y dorada y el pelo muy corto, como si se lo hubiera afeitado y le estuviera creciendo. Lo que recordaba Minty era que tenía los ojos de un azul cristalino, cosa infrecuente en alguien con la piel y el pelo tan oscuros. Y que había en el fondo de aquellos ojos una sonrisa que le hizo sentir que un alma había encontrado su lugar, un buen hogar en un nivel superior. La siguiente vez que la vio habían pasado seis meses y ella iba con vaqueros y chaqueta de cuero, y tenía el pelo un poco desgreñado. Se llevó un cd del estante de «Uno por cliente», un disco de Sarah McLachlan (que era lo que Minty habría elegido para ella si le hubiera pedido consejo), y él apenas reparó en los ojos azul cristal, aparte de pensar que había visto antes aquella sonrisa. Luego, hacía una semana, ella apareció otra vez con el pelo a la altura de los hombros y vestida con una falda larga y una blusa de poeta de muselina con cinturón, como si se hubiera escapado de una feria del Renacimiento, lo cual no era raro en el Haight, pero chocaba en el Castro. Aun así, Minty no le dio importancia hasta que ella fue a pagarle y miró por encima de sus gafas de sol para sacar el dinero de la cartera. Aquellos ojos azules otra vez, eléctricos y serios. Minty no supo qué hacer. No tenía pruebas de que fuera la monje o la chica de la chaqueta de cuero, pero sabía que era ella. Hizo acopio de todas sus habilidades para afrontar la situación y, básicamente, se achantó.

—Entonces, ¿te gusta Mozart? —le preguntó.

—Es para un amigo —contestó ella.

Minty se dijo que no podía enfrentarse a ella por aquella sencilla afirmación. Se suponía que la vasija de un alma encontraba siempre al propietario que le correspondía, ¿no? En ninguna parte decía que él tuviera que vendérselo directamente al propietario en cuestión. De eso hacía una semana y desde entonces las voces, los susurros entre las sombras, la sensación general de sordidez eran casi constantes. Minty Fresh había pasado solo gran parte de su vida adulta, pero nunca antes había acusado tan profundamente la soledad. En las últimas semanas, había sentido muchas veces la tentación de llamar a alguno de los otros Mercaderes de la Muerte con la excusa de avisarles de que la había cagado, pero más que nada para hablar con alguien que supiera cómo era su vida.

Estiró sus largas piernas sobre los tres asientos del tren (aun así invadió el pasillo), cerró los ojos, recostó la cabeza contra la ventanilla y sintió el rítmico traqueteo del tren, que atravesaba el fresco cristal y rebotaba en su cráneo rasurado. No, aquello no iba a funcionar. Echó la cabeza hacia delante y abrió los ojos; entonces vio a través de las puertas que, dos vagones más allá, el tren se había quedado a oscuras. Se irguió y vio cómo las luces se apagaban en el coche contiguo. No, no era eso lo que ocurría. La oscuridad iba atravesando el coche como un gas cuyo flujo consumiera a su paso la energía de las lámparas.

—¡Ay, mierda! —dijo Minty en el vagón vacío.

Ni siquiera podía ponerse del todo derecho dentro del tren, pero se levantó de todos modos y se quedó un poco encorvado y con la cabeza contra el techo, de frente a aquel flujo de oscuridad.

La puerta del fondo del vagón se abrió y entró alguien. Una mujer. Bueno, no exactamente una mujer. Lo que parecía la sombra de una mujer.

—Hola, amor —dijo. Una voz baja y brumosa.

Minty había oído aquella voz antes, o una voz parecida.

Las tinieblas envolvieron en su corriente las dos luces del suelo del extremo del vagón y solo la silueta de la mujer (un reflejo gris metálico contra la pura negrura) quedó iluminada. Minty no recordaba haber vuelto a sentir miedo desde sus inicios como Mercader de la Muerte, pero ahora lo sentía.

—Yo no soy tu amor —dijo con voz tan suave y firme como el sonido de un saxo bajo, sin una nota de miedo. Una crisis a cada instante, pensó.

—Cuando te lo montas con una negra, ya no hay marcha atrás —dijo ella y, al dar un paso hacia él, su silueta negra azulada era lo único visible en cualquier dirección.

Minty sabía que a unos pocos pasos detrás de él había una puerta, cerrada con potentes mecanismos hidráulicos, que llevaba a un túnel oscuro a sesenta metros bajo la bahía, flanqueado por letales raíles electrificados, pero por algún motivo en ese momento el túnel le parecía un lugar sumamente acogedor.

—Yo ya me lo he montado con una negra —dijo.

—No, nada de eso, amor. Tú has conocido tonos de marrón, de chocolate oscuro y quizá de café, pero te aseguro que nunca de negro. Porque, cuando pruebas el negro, ya no hay vuelta atrás.

Minty la vio avanzar hacia él (fluir hacia él). Largos espolones plateados brotaron de las puntas de sus dedos. Jugaban con la luz tenue de las luces de seguridad y goteaban una sustancia que humeaba al tocar el suelo. A ambos lados de Minty se oían susurros, cosas que se movían en la oscuridad, rápidas y rastreras.

—Vale, me lo creo —dijo Minty.

Capítulo 20
El ataque del cocodrilo

Era una noche de calor brutal en la ciudad y todo el mundo había abierto las ventanas. Desde el tejado del otro lado del callejón, el espía veía a la niña chapotear alegremente en una bañera llena de espuma. Sentados junto a la bañera, los dos sabuesos gigantes lamían el champú de su mano y eructaban burbujas mientras ella chillaba de alegría.

—Sophie, no des de comer jabón a los perritos, ¿vale? —Era la voz del tendero desde otra habitación.

—Vale, papá. No voy a dárselo. No soy una cría, ¿sabes? —dijo ella, y se echó más champú de kiwi y fresa en la palma de la mano y se la acercó a uno de los perros para que se la lamiera. La bestia expelió una nube de burbujas fragantes que salió por los barrotes de la ventana al aire quieto del callejón.

El problema eran los perros, pero si el espía elegía bien el momento podría encargarse de ellos y llevarse a la niña sin que nada le estorbara.

En el pasado había sido asesino a sueldo, guardaespaldas, boxeador y, más recientemente, instalador autorizado de aislantes de fibra de vidrio, habilidades todas ellas que podían ayudarlo en aquella Mision. Tenía la cara de un cocodrilo: sesenta y ocho dientes puntiagudos y ojos que relucían como abalorios de cristal negro. Sus manos eran garras de ave de rapiña, las horrendas uñas negras encostradas con sangre seca. Llevaba un esmoquin negro de seda, pero iba descalzo: sus pies tenían membranas como los de un pájaro acuático, con uñas afiladas para extraer a sus presas del fango.

Hizo rodar la gran alfombra persa hasta el borde del tejado y aguardó. Luego, tal y como esperaba, oyó decir:

—Cariño, voy a sacar la basura. Enseguida vuelvo.

—Vale, papá.

Era curioso cómo la ilusión de seguridad nos hacía descuidados, pensó el espía. Nadie dejaría a una niña pequeña sola en el baño, pero en compañía de sus dos guardaespaldas caninos no estaba sola, ¿no?

Esperó y el tendero salió por la puerta de acero de abajo cargado con dos bolsas de basura. Pareció perplejo un momento por el hecho de que el contenedor, que normalmente estaba junto a la puerta, hubiera sido trasladado a unos diez metros de allí, pero se encogió de hombros, abrió del todo la puerta con el pie y corrió hacia el contenedor mientras la puerta se cerraba lentamente, con un siseo, sobre su cilindro neumático. Fue entonces cuando el espía arrojó la alfombra desde el tejado. La alfombra se desenrolló al caer desde una altura de cuatro plantas. Desdoblada, se abatió estruendosamente sobre el tendero, que cayó al suelo.

Mientras tanto, en el cuarto de baño, los perros gigantes se pusieron en guardia. Uno de ellos soltó un bufido de alarma.

El espía ya había colocado el primer dardo en la ballesta. Lo dejó volar: el hilo de nailon salió siseando y el dardo se hundió en la alfombra con un ruido seco, traspasó el tejido y posiblemente el cuero cabelludo del tendero y clavó a este eficazmente bajo la alfombra, quizá incluso en el suelo. El tendero gritó. Los grandes sabuesos salieron corriendo del cuarto de baño.

El espía cargó otro dardo, lo ató al extremo libre del hilo de nailon sujeto al primero y lo lanzó luego al otro extremo de la alfombra. El tendero seguía gritando, pero, cubierto por la pesada alfombra, no podía moverse. Mientras el espía cargaba su tercer dardo, los sabuesos cruzaron la puerta e irrumpieron en el callejón.

El tercer dardo no estaba atado a ningún hilo, pero tenía una afilada punta de titanio de aspecto perverso. El espía apuntó al cilindro neumático de la puerta, disparó y la puerta se cerró de golpe, encerrando a los perros en el callejón. Había ensayado aquello mil veces de cabeza, y todo salió tal y como lo había planeado. Había sellado con Super Glue las puertas de la tienda y del edificio de apartamentos antes de subir a la azotea, y no había resultado fácil hacerlo sin que lo vieran.

Con el cuarto disparo clavó un dardo en la parte de arriba del marco de la ventana del pasillo. Las rejas del cuarto de baño eran muy estrechas, pero sabía que el tendero habría dejado abierta la puerta del apartamento. Colgó un mosquetón del hilo de nailon y se deslizó sigilosamente por él hasta el alféizar de la ventana. Se desenganchó, se metió por entre los barrotes y cayó al suelo del pasillo.

Se pegó a la pared del pasillo y avanzó con paso exageradamente cuidadoso para no engancharse las uñas de los pies con la moqueta. De un apartamento cercano le llegó un olor a refrito de cebollas, y oyó la voz de la niña salir por la puerta del fondo del pasillo, que veía abierta aunque solo fuera el ancho de una rendija.

—¡Papá! ¡Quiero salir ya! ¡Papá! ¡Quiero salir ya!

Se detuvo en la puerta y se asomó al apartamento. Sabía que la niña chillaría al verlo (sus dientes aserrados, sus garras, sus fríos ojos negros). Se aseguraría de que los gritos fueran efímeros, pero nadie podía conservar la calma ante su pavoroso aspecto. Naturalmente, el efecto pavoroso se veía disminuido en parte por el hecho de que solo medía treinta y cinco centímetros de alto.

Abrió la puerta de un empujón, pero al entrar en el apartamento algo lo agarró por detrás, tiró de él y, pese a su adiestramiento y su sigilo, se puso a chillar como un ánade en llamas.

Alguien había sellado con Super Glue la cerradura de la puerta de atrás y Charlie había roto la llave intentando abrirla. Tenía una especie de flecha con un hilo clavada en la parte de atrás de la pierna, y le dolía a rabiar, pero sabía que no era buena señal que los sabuesos estuvieran brincando a su alrededor entre gemidos.

Aporreó la puerta con las dos manos.

—¡Abre la puta puerta, Ray!

Ray abrió la puerta.

—¿Qué pasa?

Los cancerberos los arrollaron a ambos al pasar. Charlie se levantó de un salto y echó a correr escaleras arriba tras ellos, cojeando. Ray lo siguió.

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