—¿Mary Gerrard?... ¿Quién es?
—La hija del guarda. ¿No te acuerdas de cuando era una chiquilla? La tía le tomó cariño y se interesó extraordinariamente por ella. Le pagó el colegio y varías enseñanzas fuera del programa: piano, francés y...
Roddy la interrumpió:
—Sí, sí, ahora me acuerdo. Una chiquilla flaca, que no era más que piernas y brazos y un mechón de cabellos rubios y enmarañados.
Elinor asintió:
—Sí, pero se ve que no has estado allí desde aquellas vacaciones de estío en que papá y mamá estuvieron en el extranjero. Si hubieses estado allí tan frecuentemente como yo, te habrías enterado de que ella ha estado estudiando en Alemania recientemente y que...
—¿Qué aspecto tiene ahora? —inquirió Roddy, distraído.
Elinor repuso:
—Ahora está bastante guapa; además, tiene modales encantadores, como resultado de su excelente educación, y nadie diría que es hija del viejo Gerrard.
—En resumen, que es toda una señorita en la actualidad, ¿verdad?
—En efecto, y, naturalmente, ahora no se encuentra a gusto en el pabellón del guarda. Mistress Gerrard murió hace algunos años, y Mary no congenia con su padre. Él se burla continuamente de su cuidada pronunciación y de sus maneras delicadas.
Roddy estalló, irritado:
—La gente no quiere darse cuenta del daño que causan con la «educación». A veces, eso no tiene nada de bondadoso; es realmente una crueldad.
Elinor prosiguió:
—Creo que se pasa casi
todo
el día arriba, en la casa. Ella es la que lee en voz alta los periódicos a tía Laura, desde que tuvo el primer ataque.
Roddy preguntó:
—¿Por qué no se los lee la enfermera?
Elinor respondió, con una sonrisa:
—Miss O'Brien, la enfermera, tiene un acento que haría necesario un intérprete para comprenderla. No me extraña que tía Laura prefiera a Mary.
Roddy paseó nerviosamente a lo largo de la habitación durante varios minutos. Luego exclamó:
—¡Tenemos que ir allí, Elinor!
—¿Por eso...?
—No, no, ¡qué va!... Pero, después de todo, debemos ser sinceros. ¡Sí! A pesar de lo inmundo de esa comunicación, puede ser que haya algo de verdad en ella. Tal vez la vieja esté gravemente enferma...
—Está bien, Roddy.
Él la miró y entreabrió los labios en su atractiva sonrisa, admitiendo la falibilidad de la naturaleza humana.
—Y el dinero nos interesa a ti y a mí, Elinor —dijo.
La muchacha asintió rápidamente:
—¡Oh, es natural!
Roddy añadió, con repentina ansiedad:
—No es que yo sea un mercenario; pero tú sabes que tía Laura ha dicho innumerables veces que tú y yo somos sus únicos familiares. Tú eres su sobrina carnal, la hija de su hermano, y yo soy sobrino de su esposo. Siempre nos ha dado a entender que, a su fallecimiento, todo lo que tiene iría a parar a uno de nosotros o a los dos a la vez. Y es una herencia que vale la pena, Elinor.
—Sí —respondió Elinor pensativamente—; debe de tener bastante dinero.
—El sostenimiento de Hunterbury, por ejemplo, no es ninguna bicoca... El tío Henry estaba casi arruinado cuando tropezó con tía Laura. Pero ella estaba a punto de heredar. Ella y tu padre recibieron una fortuna importante a la muerte de sus viejos. ¡Lástima que tu padre se dedicara a especular y perder casi todo lo que le correspondió!
Elinor suspiró:
—El pobre papá no era un águila para los negocios. Dejó sus asuntos bastante enredados cuando murió.
—Sí, tía Laura tenía más cabeza que tu padre. Cuando se casó con tío Henry compró Hunterbury y, no hace mucho, me dijo que ha tenido siempre mucha suerte en las inversiones de dinero que ha hecho. Prácticamente, no ha fracasado jamás.
—El tío Henry le dejó, al morir, todo lo que tenía, ¿verdad?
Roddy asintió:
—Sí. Fue una tragedia que muriera tan pronto. Y ella no ha querido volver a casarse. Ha sido fiel como un mastín. Y excesivamente buena para nosotros. Siempre me ha tratado como si hubiera sido su sobrino carnal. Me ha ayudado cada vez que me he encontrado en un apuro. Felizmente, estas situaciones no han sido muy frecuentes.
—Para mí también ha sido muy generosa —dijo Elinor, reconocida.
Roddy asintió:
—Tía Laura es la simpatía personificada. ¿Sabes, Elinor, que vivimos con bastante extravagancia, teniendo en cuenta cuáles son nuestros bienes de fortuna?
Ella respondió tristemente:
—Creo que tienes razón. ¡Todo esto cuesta tan caro!... Los vestidos..., el peinado, el maquillaje... y todas las tonterías, como el cine, los combinados... y los discos de gramófono.
Roddy repuso:
—Querida, eres como las lilas del campo. Ni trabajas ni te mueves.
Elinor dijo, mirándole de reojo:
—¿Crees que debería hacerlo?
Él movió la cabeza.
—Me gustas tal como eres: delicada, inaccesible e irónica. Me fastidiaría verte formal. Quiero decir que si no hubiese sido por tía Laura, ahora estarías empleada en alguna oficina lóbrega o en cualquier taller desapacible —se interrumpió y prosiguió inmediatamente—: Lo mismo que yo. Tengo un empleo de suerte. En casa de Lewis y Hume no se trabaja demasiado y me va perfectamente. Con mi empleo pongo a salvo mi honorabilidad; pero ten en cuenta que si no me preocupo por el futuro, se debe a que tengo mis esperanzas puestas en tía Laura.
Elinor aseguró:
—¡Somos verdaderas sanguijuelas humanas!
—¡No digas tonterías! Nos han dado a entender que algún día seremos ricos y, naturalmente, eso influye en nuestros actos y en nuestra conducta.
Elinor dijo pensativamente:
—La tía Laura no nos ha dicho jamás la forma en que dejará su fortuna.
Roddy replicó:
—¡No importa! Con toda seguridad la dividirá entre nosotros; pero si no fuese así, si te la cediera toda a ti, por ser tú su sobrina carnal, yo participaría de todas formas, porque pienso casarme contigo. Naturalmente, en el caso en que nuestra querida viejecita quisiera dejarme a mí todo lo que posee, basándose en que yo soy el único representante varón de los Welman..., pues repartiríamos también, porque tú te casarás conmigo. ¡Qué suerte que nos hayamos enamorado el uno del otro!... Porque tú me quieres, ¿verdad, Elinor?
Ella respondió con frialdad, casi forzadamente:
—Sí.
—Sí —repitió Roddy, imitándola—. Eres adorable, Elinor. Te pareces a la
Princesse Lontaine
..., tan seria, tan fría... Eso es precisamente lo que me hace amarte tanto.
Elinor contuvo el aliento al decir con indiferencia:
—¿Sí?
—Sí —replicó Roddy, frunciendo el entrecejo—. Algunas mujeres son tan dominantes..., no sé cómo explicártelo..., tan poco dueñas de sí mismas, que dejan traslucir continuamente sus sentimientos. ¡No podría resistir eso! Sin embargo, tú eres una esfinge... Nadie podría adivinar qué es lo que piensas, ni si sufres o gozas... Eres una obra de arte, querida... ¡Eres perfecta! —hizo una pausa y continuó—: Haremos un matrimonio modelo... Nos queremos bastante, sin exageraciones. Somos excelentes amigos. Tenemos muchos gustos comunes. Poseemos todas las ventajas del parentesco, sin las desventajas de la identidad de sangre. Nos conocemos perfectamente. Jamás podré cansarme de ti, ya que eres huraña y poco comunicativa. Tú, empero, sí es probable que llegues a cansarte de mí. ¡Soy un hombre tan vulgar!...
Elinor denegó con la cabeza.
—Nunca me cansaré de ti, Roddy... Jamás.
—¡Amor mío! Creo que tía Laura sabe ya lo que hay entre nosotros, aunque hace una enormidad de tiempo que no hemos estado allí. Esto nos da una excelente excusa para ir a verla. ¿Qué te parece?
Elinor asintió:
—Sí. Yo estaba pensando el otro día...
Roddy terminó la frase por ella:
— ...que no hemos ido a verla con la frecuencia necesaria. También lo he pensado yo. Cuando sufrió su primer ataque íbamos casi todos los fines de semana. Y ahora hace ya casi dos meses que no aparecemos por allí.
Elinor dijo:
—Hubiéramos ido si hubiera preguntado por nosotros... alguna vez.
—Sí, claro. Nosotros sabemos que está muy contenta con la enfermera O'Brien, que la cuida muy bien. Por otra parte, tal vez hayamos sido un poco confiados. No me refiero al dinero..., sino a los sentimientos humanos.
Elinor asintió.
—Comprendo.
—Pues bien —continuó el joven—: esa sucia carta nos va a hacer un bien, después de todo. Iremos a defender nuestros intereses y a demostrar a tía Laura que la queremos de verdad.
Encendió una cerilla y prendió fuego a la carta que cogió de la mano de Elinor.
—¿Quién diablos puede haber escrito esto? —exclamó—. No es que me preocupe... Alguien que está de nuestra parte, como decíamos cuando éramos chiquillos. Tal vez quieren jugarnos una trastada. ¿Recuerdas a la madre de Jim Partington?... Se fue a vivir a la Riviera. Allí la asistió un médico italiano, y ella se enamoró de él tan furiosamente que le dejó hasta el último céntimo. Jim y sus hermanas han intentado anular el testamento, pero ha sido imposible.
Elinor aseguró:
—A tía Laura le gusta el doctor que la cuida por recomendación del doctor Ransone, pero no hasta ese extremo. Además, lo que se menciona en esa insidiosa carta es una muchacha... Debe de ser Mary.
Roddy se levantó.
—Eso lo veremos por nuestros propios ojos.
La enfermera O'Brien salió del dormitorio de mistress Welman y entró en el cuarto de baño. Por encima del hombro, dijo:
—Voy a calentar agua. Tomará una taza de té antes de nada, ¿verdad, colega?
La enfermera Hopkins dijo sosegadamente:
—Magnífico, querida. Una taza de té viene bien a cualquier hora. Siempre he dicho que no hay nada como una taza de té bien cargadito.
La enfermera O'Brien susurró, mientras llenaba la tetera y encendía el gas:
—Aquí lo tengo todo dispuesto en este armarito... El bote de té, tazas y azúcar... Edna me trae leche fresca dos veces al día... Así no tengo necesidad de estar tocando timbres continuamente... Este aparato de gas es estupendo. Hace hervir el agua en un segundo.
La enfermera O'Brien era una mujer de treinta años, con cabellos rojos, dientes de deslumbradora blancura, cara pecosa, sonrisa atractiva y la estatura de un ganadero. Su vitalidad y simpatía la convertían en la favorita de los enfermos que asistía. Miss Hopkins, la enfermera del distrito, que venía todas las mañanas a ayudar a hacer la cama y la
toilette
de la enfermera, era una mujer de edad mediana, facciones ordinarias y extraordinariamente vivaracha.
Dijo, con gesto aprobatorio:
—Todo se hace bien en esta casa.
La otra asintió:
—Sí. Es algo antigua, sin calefacción central, pero hay chimeneas en casi todas las habitaciones, y las doncellas son amabilísimas. Mistress Bishop es una inmejorable ama de llaves.
La enfermera Hopkins repuso:
—Estas muchachas modernas... No las puedo soportar... Hay muchas que no sé qué es lo que quieren o qué se creen... Casi ninguna conoce sus obligaciones.
—Mary Gerrard es una muchacha encantadora —aseguró la enfermera O'Brien—. Creo que mistress Welman no podría pasar sin ella. ¿Ha visto usted cómo ha preguntado por ella? Tengo la seguridad de que a esta chica no le faltará nada mientras la señora viva y aun si muriese...
La enfermera Hopkins intervino:
—Me da lástima Mary. Su padre no la quiere en absoluto.
—Es incapaz de decirle una palabra amable ese viejo cicatero —dijo la enfermera O'Brien—. ¡Mire, ya pita la tetera! Voy a echar el té tan pronto como empiece a hervir.
Hecha la infusión, las dos enfermeras se sentaron en la habitación de la O'Brien, junto al dormitorio de mistress Welman.
—Mister Welman y miss Carlisle no tardarán en llegar —aseguró la enfermera O'Brien—. Hemos recibido un telegrama suyo esta mañana.
—¡Ah, sí! —exclamó su colega—. Ahora me explico por qué estaba tan excitada la enferma. Debe de hacer mucho tiempo que no han estado por aquí.
—Más de dos meses. Mister Welman es un caballero arrogantísimo, pero parece muy orgulloso y algo retraído.
La enfermera Hopkins dijo:
—Vi la fotografía de ella el otro día en el
Tatles
. Estaba acompañada de un amigo... La foto estaba tomada en Newmarket.
—Es conocidísima entre la alta sociedad. ¡Y lleva siempre unos vestidos tan preciosos! ¿No cree usted que es maravillosa?
—Es difícil saber cómo son estas muchachas debajo de su maquillaje. A mi juicio, Mary Gerrard vale mucho más que ella.
La enfermera O'Brien se humedeció los labios e inclinó la leonina cabeza.
—Tal vez tenga usted razón —dijo, y luego añadió con aire triunfal—: Pero Mary carece de estilo.
—Las buenas plumas hacen hermosos pájaros —replicó la otra sentenciosamente.
—¿Quiere otra taza de té, colega?
—Gracias, acepto.
Las dos mujeres se inclinaron sobre sus tazas humeantes.
La enfermera O'Brien rompió el corto silencio:
—Anoche ocurrió una cosa muy extraña —dijo en voz baja—. A las dos de la mañana entré para poner cómoda a nuestra querida enferma, como es mi costumbre, y la encontré despierta. Debía de estar soñando, porque cuando llegué decía: «La fotografía... ¡Quiero la fotografía!»
—¡Qué fotografía era?
—Ahora verá... Yo le dije: «Sí, mistress Welman. ¿No podría usted esperar a mañana?» Y ella me contestó: «No, ¡quiero verla ahora mismo!» «¿Dónde está la fotografía? —le pregunté—. ¿Es la de mister Roderick la que usted quiere ver?» Y ella me respondió: «¿Ro-de-rick?... No... ¡La de Lewis!» Empezó a forcejear para incorporarse; yo la ayudé, y ella sacó de la cajita que hay al lado de su cama un manojo de llaves y me pidió que abriese el segundo cajón de la cómoda, y allí encontré una fotografía con marco de plata, de gran tamaño. ¡Qué hombre más guapo el de la foto! En una esquina del retrato leí su nombre: «Lewis.» Muy antiguo, desde luego. La fotografía debió de ser hecha hace muchos años. Se la llevé y ella permaneció largo rato contemplándola y murmurando: «¡Lewis..., Lewis!» Luego suspiró profundamente y, devolviéndomela, me rogó que la guardase donde estaba. ¿Y... querrá creerme si le digo que cuando regresé a su lado dormía tan dulcemente como un niño?
La enfermera Hopkins preguntó:
—¿Cree usted que era su marido?