—Cuando regresamos en el coche al palacio, comprendo que todo lo que ha ocurrido en mi vida antes de aquella tarde ha sido una preparación para ella y comprendo que todo lo que aún está por venir es consecuencia de ella, de aquella tarde. Comprendo que habrá éxtasis y que habrá dolor y que no estaré a salvo de ninguno de los dos. Apoyo la cabeza en el hombro del príncipe.
—Leo cumplió su promesa. A los seis días de aquella primera cosecha de los campos recién plantados, estaba preparado: había resucitado guadañas viejas de algún lugar medio olvidado y las había llevado a que las afilara el hombre del
borghetto
que mantenía en buen estado las hachas y los cuchillos de caza y de cocina. A continuación, pidió instrucciones sobre cómo usarlas al más veterano de los campesinos. Umberto, se llamaba. Entonces los demás hombres se acercaron y también quisieron aprender, como esperaba Leo, conque lo hicieron. Una noche, después de que Leo y yo hubiésemos cenado con los campesinos, cuando estábamos todos sentados en el patio, sobre los escalones o en piedras o dondequiera que pudiéramos encontrar un lugar para quedarnos quietos y esperar a que una brisa rasgara la falta de aire de la noche, recuerdo que uno de los campesinos propuso a gritos que practicaran la danza de la cosecha allí mismo. Retiraron las escobas, las palas y los cubos, las cosas que pasan por juguetes de los niños, ahuyentaron a los animales y, con Leo y Umberto a la cabeza, hicieron su formación. Bajo la luna creciente que salía y a la luz de la única antorcha encendida aún cerca de la
mensa
, avanzaron pomposamente y se balancearon al ritmo del príncipe, al ritmo del paso orgulloso y precario de Umberto y todos nos quedamos en silencio, como cuando la muchacha de piel de melocotón daba vueltas bajo otra luna. ¡Qué hermosos estaban, moviéndose bajo aquella luz salpicada! Todos aquellos hombres con todos aquellos sueños.
—Es posible que falten dos horas para el amanecer del día de la siega ceremonial, el día en que se va a segar a mano el último campo. En la carretera que va del
borghetto
al campo ya hay tráfico de camiones y carros que transportan a los campesinos. Leo, Cosimo y yo estamos entre ellos, al igual que un padre y un hijo de Enna, gaiteros los dos, que Leo ha localizado y contratado para hoy. Varios de los niños más pequeños del
borghetto
están cerca de ellos, cada uno con un tambor, primitivo, hecho a mano, atado alrededor de la cintura o colgado del cuello con un cordón o una tira de tela. Valentino, el niño pelirrojo que vive en el pabellón de caza, también está allí y también tiene un tambor. Sin duda, ha sido importado para llenar las filas del cuerpo y de vez en cuando alguno de ellos toca un redoble súbito, como para probar el instrumento, para probarse a sí mismo.
»Todos hablamos apenas por encima de un susurro, como si hubiese alguien dormido cerca, como si el enemigo se agazapara entre el trigo alto y quieto. Al otro lado del campo hay sábanas extendidas en el suelo, cestas de pan y queso dispuestas encima y jarras de vino alineadas. Las mujeres más ancianas y las niñas más pequeñas, que las pasarán a los segadores, están listas. No me había fijado antes, pero todos los hombres están descalzos y ahora, dejando de lado la habitual
coppola
, se atan pañuelos en la parte baja de la frente. Golpeando los mangos con fuerza sobre las manos expectantes, Leo distribuye las guadañas al primer equipo, que se coloca en el punto de partida. El segundo y el tercer relevo se alinean detrás de ellos. Como suspendidos en el espeso aire negro azulado, esperamos al rey sol. Apenas respiro ante la belleza inquietante de la escena, un fragmento de nuestra existencia colectiva, ¿o será este momento toda la existencia, libre de impurezas? La oscuridad se hace añicos, se rompe en polvo lila, y las líneas difuminadas de la noche adoptan la forma del día. La gente se mira entre sí, se saludan, se palmean unos a otros en la espalda. Las mujeres se besan en ambas mejillas y, sin más preámbulos, Apolo enciende la penumbra púrpura con un gran destello rubescente y tiñe el cielo de todos los rojos del mundo, las gaitas chillan, los niños baten los tambores, los segadores se santiguan, alaban a gritos a su diosa y entonces comienzan los violentos cortes. Como ocurrió a la luz de la luna en el patio, el príncipe y Umberto van delante y se zambullen en las hileras profundas y muy crecidas, balanceando las guadañas a lo alto y a lo ancho y a un ritmo perfecto, como si los dos hubieran nacido para eso, y me pregunto si no habrá sido así. Siguen los relevos, uno detrás de otro; cuando uno completa una hilera pasa su guadaña al siguiente de la fila. Por cada cuatro segadores hay un recolector, un hombre que los sigue y recoge los tallos cortados con una horqueta. A continuación, el recolector ata los tallos formando una gran gavilla con un trozo de liana seca y finalmente lanza la gavilla a la pila que hay que trillar. Después de dos o tal vez tres vueltas con la guadaña, Leo se coloca de pie en lo alto del campo, triunfante, pero no por él sino por ellos. Mientras el sudor y las lágrimas le bañan el rostro emblanquecido por la broza, el príncipe recita el himno a Deméter. Con su voz ronca y fuerte de
basso
, salmodia:
»—"Me pongo a cantar sobre Deméter, la diosa imponente y de abundante cabellera, / sobre ella y su hija de tobillos esbeltos a quien Hades raptó / y que le fue entregada por Zeus, el dios del trueno que todo lo ve. / Lejos de Deméter, señora de la espada dorada y los frutos / gloriosos, ella jugaba con las hijas de pechos generosos de / Océano y recogía flores en un prado suave, / rosas, azafranes y hermosas violetas, lirios también y jacintos y / los narcisos, que la Tierra hacía crecer a voluntad de Zeus y para / complacer al Gran Anfitrión y para ser una trampa para la muchacha que parecía una flor, / una flor maravillosa y radiante."
»Gimen las gaitas, los niños tamborileros golpean los palillos contra los tambores de cuero y se pasan los "santos", pero, en lugar de hacerlo siete veces entre el amanecer y el atardecer, lo hacen cada vez que las campanas dan la hora; así los hombres beben el vino y comen el pan y acaban de segar el campo cuando empieza a anochecer, justo cuando empieza a irse la luz. Leo da la señal de dejar de trabajar y los campesinos caen donde estaban de pie, se tumban sobre los dorados rastrojos rígidos y alzan la mirada al cielo, jadeando, riendo y aullando a los dioses del Olimpo, pero no pidiéndoles la gloria sino alimento. Se ayudan los unos a los otros a ponerse en pie y, en fila, pasan junto a Leo, que aguarda para estrecharles la mano. Los más ancianos le besan la mano en lugar de estrechársela, continuando el ritual que habían visto representar a sus padres y a sus abuelos después de la cosecha, cuando eran jóvenes. Cuando los campesinos le besan la mano, él les coge la suya. Leo besa las manos de los campesinos a su vez; es un gesto que nadie ha visto jamás: un aristócrata que devuelve los besos de sus campesinos. Un gorrión aletea en mi corazón. Cosimo se persigna. En cuanto bajemos para ponernos a su altura, nos pisotearán.
»—
Scemo. Scemo beato
, bendito tonto —susurra Cosimo con enojo. Me mira y repite la frase.
—Leo continúa trabajando, inagotable, para y con los campesinos, aunque, una vez dados los primeros grandes pasos, su trabajo adopta una forma menos conspicua y, por consiguiente, menos molesta para la sensibilidad de Simona. Vuelve a reinar en el palacio una cordialidad acartonada. Aparentemente, Simona ha superado su fase salaz o tal vez haya decidido vivirla con mayor reserva. No lo sé. Lo que sí puso de manifiesto en la casa fue la época de sus grandes giras: viajes repetidos y prolongados al continente. Mientras da vueltas por todas partes con su ropa de viaje extravagante y sus sombreros con velos, gorjeando órdenes a los criados sobre la manera de tratar sus baúles, cuándo esperar a los primos de Roma o de Milán y dónde deben dormir y lo que hay que servirles, suele coger a las princesas, que entonces tienen dieciocho y diecinueve años, bruscamente por los hombros, les apoya la cabeza en su pecho cubierto de marta y frunce los labios pintados en dirección a sus mejillas. Ellas le hacen una reverencia y le desean "Buon viaggio, Mamà" y ella, tapándose la nariz con un pañuelito de encaje, se marcha majestuosamente, como María Antonieta de camino hacia la torre; baja las escaleras y entra en el automóvil que la espera. Tarjetas postales abigarradas y paquetes envueltos en papel de estraza, con sellos exóticos y matasellos ilegibles, llegan a menudo para las hijas, que los reciben con tanta indiferencia que en las mesas del vestíbulo languidecen montones de cajas sin abrir y las bandejas llenas de postales vistosas sin leer.
»Le diré que a veces envidiaba a Simona su libertad. Trataba de imaginarme a mí misma montando en el asiento trasero de la larga Bugatti verde, subiendo a bordo del ferry en Messina o instalándome en el tren nocturno a Venecia. Aunque Leo a menudo estaba presente en aquellas fantasías, en algunas iba yo sola.
»Una vez, después de otra de las partidas de Simona, le pregunto a Leo si podemos hablar con Yolande y Charlotte y proponerles viajar juntos. Acepta con reticencia. Durante la cena, aquella noche, comienza a hablar con toda tranquilidad.
»—¿Qué os parece, montaraces hijas mías, la idea de irnos de vacaciones los cuatro juntos? Podríamos coger el tren de Enna a Palermo, alojarnos en un hotel bonito sobre el mar, ir a cenar a restaurantes especializados en pescado, con terrazas construidas sobre pilotes clavados en el fondo del mar —propone y su voz se va haciendo más tímida con cada palabra, hasta quedar reducida a su indiferencia habitual al acabar la frase. Ellas apenas han levantado de la sopa las cabezas de trenzas brillantes.
»Puesto que lo más lejos que he estado nunca del palacio han sido los destinos de nuestras cabalgatas matinales, me cuesta asumir la tarea de tentar a las princesas. Lo único que puedo sugerir es lo que me gustaría hacer a mí.
»—¿Alguna vez se os ha ocurrido acampar en las montañas y asar salchichas en una fogata y dormir bajo las estrellas?
»Con evidente rechazo, responde Yolande:
»—No, jamás se me ha ocurrido ninguna de esas cosas.
»No estoy dispuesta a rendirme.
»—¿Os gustaría pasear por una gran ciudad?
» Ruido, confusión.
»—¿Y nadar en el mar?
»—No sabemos nadar.
»Leo se pone a hablar de sus estudios mientras yo sigo lanzando propuestas concretas. ¿Qué otra cosa puedo proponer a unas niñas cuyos armarios están repletos de sedas francesas, que viven en un palacio amueblado con antigüedades del siglo XVI y adornado con esculturas y pinturas del Renacimiento? Está claro que no la perspectiva de tiendas ni museos ni galerías. Yo nunca he visitado un museo. Al menos los haré reír:
»—¿Y un castillo en España?
»Los tres me acribillan con su silencio. Su verdad es rotunda, tal vez inviolable. Prefieren sus rituales a poner en el mundo exterior ni uno solo de sus pies calzados con zapatos de cabritilla blanca. Los peinados por la mañana; la ceremonia de vestirse, tan complicada como la de los toreros; la tarea interminable de untar con mantequilla una tostada dura, el paso interminable de bandejas de plata y las presentaciones inagotables de pasteles imponentes y de muchos colores. Una conversación desapasionada, aburrida, cuando tiene que haber conversación. Las campanillas para levantarse, las campanillas para cenar, las campanillas para estudiar, las campanillas para rezar y las campanillas para dormir. Ave María.
—Es por mí —digo después a Leo.
»—Claro que no. Es por ellas mismas.
»—Todavía son niñas.
»—Yolande tiene un año menos que tú y Charlotte tiene dos menos que tú, pero puede que tengas razón. No es raro que las mujeres de nuestra clase permanezcan siempre en la infancia. Se convierten en niñas ancianas, pero su desinterés por mí tiene la misma edad que ellas. Desde que nacieron he intentado conocerlas, imponer mi presencia en su vida incluso de las formas más mecánicas, como las reverencias diarias y los besos navideños. Nunca ha habido mayores manifestaciones de afecto filial que éstas. He sido rechazado, excluido, primero por su madre y después por ellas. Más allá de mi lugar en la mesa y en la misa, soy para ellas un fastidio, un obstáculo en el orden por lo demás establecido de sus vidas. Hace mucho que eres testigo de esto.
»Está enfadado por el dolor particular que mi intromisión ha sacado a la luz y también porque haya dolor. Me pongo de pie junto a la silla en la que está sentado en la biblioteca.
»—Lo siento. Sólo había pensado que, a estas alturas, podríamos comenzar a estar juntos con ellas de otra manera. Si seguimos insistiendo, tal vez…
»—Por mucho que lo intentemos, nada cambiará. Somos como somos para siempre. Ellas no son como tú, Tosca. No son como yo. Pertenecen a otra raza, a la raza de Simona.
»—¿Y ahora quién es el que rechaza, el que excluye?
»—¿Acaso tu teoría de Brasini no se aplica a las mujeres? "Hay personas que nacen vacías, señor. Todo tipo de buenas acciones y paciencia y amabilidad cariñosa ni siquiera pueden empezar a llenarlas." ¿No es eso lo que me dijiste que habías aprendido cuando tenías ocho años?
»Las palabras se le estrangulan en silencio en la garganta.
»—¿Y por qué te casaste con ella, entonces?
»—Te lo contaré un día de estos, dentro de poco. Ya te contaré más de esa historia.
***
—En todas partes hay una aceptación tácita de Leo y de mí, de nuestra vida en común, de nuestro idilio, reconocido con decoro y tacto. Todos saben que no he sido yo la causante del cisma entre Leo y Simona y sobre todo lo sabe Simona. Ni intrusa ni tercera en un
mènage
. Soy una mujer que ama y es amada por el marido de otra. Vivo en la casa donde viven ellos. Todos saben que lo suyo es un arreglo, más que un matrimonio, y también saben que el sacramento del matrimonio es indisoluble, inexorable a los ojos de la Santa Madre Iglesia. Leo siempre estará casado con Simona, "hasta que la muerte los separe". La mayoría de los habitantes de la casa conoce mejor que yo las primeras circunstancias de su pacto, pero entiendo que, en este momento y en este lugar, los compromisos como los suyos se dan en legión. Se dan en legión en todas partes del mundo entre los ricos. Sentimentalmente, estos compromisos no tienen ninguna importancia. Hay momentos en los que el peso de estas verdades, de estas supuestas verdades, cae como una porra. Aunque sé que ya no podría vivir sin Leo, a veces finjo que planeo mi partida, fantaseo con que me alejo de todos ellos, que huyo drásticamente de su laberinto. Él no es mío. Su hogar no es mío. Ni siquiera el laberinto es mío.