Un verano en Sicilia (5 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

BOOK: Un verano en Sicilia
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Aquí las viudas están sentadas delante de montones de alcachofas, cuyos tallos, de entre quince y veinte centímetros, ya han sido cortados y pelados. Es hermoso ver las grandes cabezuelas redondas. Cogiéndolas por el tallo, las viudas cortan las puntas feas de las hojas con unos cuchillos cortos y afilados, golpean las piezas contra las piedras grandes y planas que cada una tiene junto a su espacio de trabajo. Con un solo giro violento del cuchillo, le quitan las barbas y después rellenan las fauces vacías con puñados de menta que cogen de una gran pila que hay en el centro de la mesa. De pie detrás de la menta, una viuda ha estado aplastando infinidad de cabezas de ajo de piel púrpura y ha embadurnado con la pasta un recipiente de mármol. Las demás la extraen de allí a montones con el cuchillo y la introducen en la menta que ponen en el interior de las alcachofas; a continuación, las apiñan bien en unas cazuelas, con todos los tallos hacia el mismo lado. Una espiral de buen aceite verde, una rociada de sal marina, salpicaduras de vino blanco, limones (en rebanadas finas) cubriéndolo todo, de modo que casi no se ve nada de lo verde que hay debajo. ¡Cuántos limones! Más aceite, pero muy poquito esta vez. La soltura, la rapidez y la gracia de sus movimientos me dejan sin respiración. Otras viudas se acercan a recoger las cazuelas llenas de alcachofas —dos viudas por cazuela— para llevarlas a los hornos. Me adelanto a preguntar si puedo colaborar en el transporte. Sonríen. Revolotean los dedos y me hacen señas con el dorso de la mano. Debería ir a despertar a Fernando, llevarle el café, pero no me quiero perder ni un instante de todo esto. Me digo que él prefiere dormir y sigo a las alcachofas hacia la cocina.

Trato de contar las viudas que andan por allí, pero se mueven tan rápido y son tan parecidas que no lo sé. Tal vez veinte. ¿No estaban algunas de ellas en las filas del trenzado? Veinte tocados piratas, cuarenta manos, veinte registros al cantar y al rezar. Observo cómo, con una pala, introducen la primera cazuela de alcachofas en el horno de leña y me deslizo junto a la pared de atrás hacia uno de los hogares, donde una viuda hace panes planos, los cocina en piedras calientes dispuestas sobre las brasas y los apila en bandejas forradas de tela. En el hogar situado al otro extremo de la habitación y sobre un fuego mucho más débil, que apenas relumbra, fuentes de barro cocido con cordero adobado en vino se distribuyen entre las brasas, cubiertas con tapas invertidas, sobre las cuales se echan más brasas, para que, a la hora de la cena, la carne esté quemada y ahumada, tan tierna que se pueda comer con cuchara.

Entran dos hombres con montones de berenjenas largas, estrechas, con la piel púrpura bien firme y las hojas y los tallos intactos. Me parece que dicen algo así como «Avisadnos si necesitáis más; si no, las dejamos para mañana». Berenjenas largas, estrechas y de piel firme, ¡recién cortadas! Tras un rápido enjuague en la pila bautismal, las pasan a la mesa de trabajo para secarlas y cortarles el tallo. Las dejan enteras, pero les hacen cortes profundos en cruz por toda la superficie y las hacen rodar por un recipiente que contiene una mezcla de harina, pan rallado, sal marina y pecorino rallado. Las hacen rodar, les dan palmaditas y las hacen rodar otra vez, para que la mezcla seca penetre en cada una de las grietas diminutas; a continuación, disponen las extrañas bestias en bandejas cubiertas de papel y las llevan al otro lado de la habitación, hasta los quemadores de gas, donde otras viudas esperan para sumergirlas, por tandas, en aceite hirviendo, donde las dejan flotando, tranquilas, hasta que la carne del interior de las berenjenas se ablanda y se deshace y la carne externa y la piel quedan bronceadas y crujientes. Las retiran con una espumadera, las vuelven a disponer en bandejas forradas de papel y se frotan entre las palmas cristales grandes de sal marina gris, que, desmenuzados, caen sobre las hortalizas calientes. Después las llevan rápidamente al comedor. Aprenderé que las berenjenas se sirven casi frías y todavía crujientes, con una salsa de tomate crudo aliñada con mejorana silvestre. Aprenderé que, a propósito, no se sirven calientes, recién salidas de la cazuela, sino que se dejan enfriar, para que los sabores se mezclen y se intensifiquen, y también aprenderé a conocer mi preocupante capacidad para atiborrarme de ellas.

A estas alturas, ya me enloquece la necesidad de intervenir, de cortar, dar palmaditas y freír yo misma. Me apoyo, tentadora, en la puerta, me escabullo por el perímetro de la habitación y me atrevo a adelantarme un poco más, aunque sin llegar nunca a entrar en el territorio principal. Soy invisible. Las viudas sólo dejan de salmodiar y de rezar para reír o llorar. Rezan las unas sobre las otras, sobre la mesa de trabajo, sobre los fogones. Rezan sobre las berenjenas y los cuchillos y la masa de pan chata que leva al otro lado de la puerta de la cocina. Conjuros, exhortaciones y maldiciones. Cuando viudas y campesinos pasan ante mí de un lado a otro, les pregunto si hay algo que pueda hacer; lo pregunto doce mil veces. Otra vez sonrisas y otra vez me hacen señas con el dorso de la mano y revolotean los dedos. No me entienden. Estoy segura de que simplemente no me entienden. Organizo una campaña para comunicarme con exclamaciones monosilábicas de alegría y curiosidad y hago gestos con la mano de hacer rodar, revolver, picar. Dos de las viudas se acercan a donde estoy parada cerca de la puerta y, con suavidad, me hacen salir a donde hay más luz y me miran fijamente a la cara. Sacuden la cabeza, me dejan allí y vuelven a trabajar. ¿Qué pasa? ¿Qué han visto? Soy la nueva, a pesar de mi corona de trenzas. Regreso por el sendero hacia la villa y apenas miro a las viudas que hacen los pasteles que encuentro a mi paso. Jamás aprenderán mi
truco
para hacer galletas de pistacho, ni el del pastel de aceite de oliva con el relleno de pasta de almendra. Me toco las trenzas. Pruebo con la salmodia que cantan con más frecuencia. Canto más fuerte. En realidad, casi no me importa no poder participar. Estar aquí lo es todo. No me doy cuenta de que Tosca está de pie en la entrada principal de la villa cuando me acerco.

—¿Tiene la menstruación?

En lugar de la ropa de montar, lleva puesto un vestido negro precioso hecho de una tela parecida a la anafalla, creo, un tubo que acaba justo por encima de los tobillos, sin mangas, y sus brazos, tersos y musculosos, son aún más oscuros que su tez amarronada. Los pies desnudos llevan zuecos de seda con un tacón alto y fino. Tiene el pelo enrollado y trenzado de una forma más exagerada que el día anterior y huele a flor de azahar. Lleva la esmeralda al cuello. Nos encontramos, casi de frente, cuando yo entro y ella sale. Ahora soy yo la que no entiende.

—¿Tiene la menstruación? —repite, enfadada.

—¿Quiere decir si la tengo en este momento?

—Sí, en este momento. Las mujeres no le van a permitir tocar la comida y tampoco quieren que pase por la cocina. Creen que tiene la menstruación y, si es así, su presencia hará caer una maldición sobre la comida y puede que incluso sobre las que han cometido la estupidez de dejarla entrar en su sanctasanctórum en tal estado.

La incomodidad que acababa de sentir aumenta hasta convertirse en vergüenza intensa.

—Eso es medieval.

—Es mucho más antiguo que eso, pero sigue siendo válido. Entonces, ¿tiene la menstruación o no?

—Es que, no exactamente. A veces, últimamente, tengo las reglas algo… digamos que irregulares.

—Ellas lo saben con sólo mirarla a los ojos. Se lo advierto: por favor, no entre en la cocina. Aquí no se juega con lo sagrado. —Pasa a mi lado y se detiene unos cuantos metros más allá, en el jardín, vuelve la cabeza y los hombros y me dice—: Una salmodia sale del fondo de la garganta, más que del diafragma. No tiene nada que ver con cantar y, por cierto, queda usted guapísima con trenzas.

«Lo menos que podría haber hecho era indicarme cómo llegar a la tienda roja —pienso, mientras observo su alta figura negra hasta perderla de vista. Y pienso también—: Aquí soy dos veces expatriada, la primera de Estados Unidos y ahora de Venecia. Esto no se parece a ningún otro lugar. Estoy otra vez al principio.»

C
APÍTULO
IV

Hice bien en no preocuparme por Fernando. Parece que Agata fue a buscarlo poco después de que me marchara de nuestra habitación y lo llevó a desayunar con los hombres que hacían el segundo turno de trabajo en los huertos. El veneciano había pasado la mañana entre almendros y se había hecho amigo de un campesino pelirrojo llamado Valentino, hijo del antiguo cuidador de la villa. Dice Fernando que Valentino nació en la villa en 1939 y que ha vivido y trabajado aquí la mayor parte de su vida, desde mucho antes de que llegara Tosca. Me lo cuenta con entusiasmo espontáneo, con un insólito arrebato de alegría. Entonces inspira, me observa como si yo acabara de llegar, estira los labios y con su risita de buzón, me besa con fuerza en la boca y me arrastra hacia el comedor.

—Lo sabía —dice, clavándome la mirada en el pelo.

—¡Ah, mis trenzas! Veo doble, pero me encantan. Me han prohibido que entre en la cocina.

—Excelente, así no te importará tanto que nos marchemos después de comer, ¿verdad?

—¿Por qué? Si acabamos de llegar… ¿Te han dicho que tenemos que irnos?

—No, nadie ha dicho nada y ese es uno de los motivos por los que pienso que deberíamos irnos. Todavía no sé lo primordial de este lugar y me siento incómodo. Por ejemplo: ¿cuánto cuestan aquí el alojamiento y la comida? No se ven las tarifas colgadas por ninguna parte y no parece haber otros huéspedes, si es que nosotros lo somos. Tengo la inquietante sensación de que todos los que están aquí eran otra persona antes de llegar. Es como esa isla en la cual a todos los niños malos los convierten en borricos. Me imagino que me miro al espejo y descubro que me he convertido en un viejo campesino malhumorado y tú, con esas trenzas, ya estás a mitad de camino hacia la viudez. Vayámonos de aquí mientras podamos, mi amor. —Se ríe de su propio ingenio—. Además, ya hemos tenido el descanso que necesitábamos. Nuestro plan era huir de estas montañas y aquí sólo hemos logrado mayor aislamiento, eso sí, al menos nos dirigen la palabra; conque es hora de reanudar nuestro viaje. —Otra sonrisa de buzón—. No te quedan mal las trenzas.

Me sujeta con suavidad por los hombros y, a su manera, lo que dice tiene mucho sentido, pero yo no me quiero ir.

—Las he visto preparar unas berenjenas fabulosas y, para cenar, han asado cordero a las brasas. Averigüemos los detalles, me refiero a los financieros, y después decidimos. Hablamos después, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Acepto las berenjenas y el cordero, pero nada de vestirse de luto.

—Nada de luto.

Aunque ninguna de las personas a las que interrogamos directamente nos da una respuesta sobre las tarifas, nos quedamos aquel día y el siguiente y el otro. En realidad, nunca decidimos quedarnos, sino simplemente nos vamos quedando atrapados en los rituales y los ritmos imperecederos de la villa. Hay campanas para despertarnos, campanas que anuncian la oración y el trabajo, campanas que nos llaman a la mesa, otra vez a rezar, otra vez a trabajar y otra vez a la mesa. Una vida jubilosa, armoniosa, en ocasiones solemne, en la cual los límites entre conocido, amigo y familiar están tan apretados como las trenzas de las viudas. Nadie parece contar con las atenciones de una sola persona, sino con la vigilancia benevolente de la tribu, y parece que les va bien. Sin duda, hay momentos que recuerdan
La tienda roja
; otros, sobre todo cuando Tosca está presente, evocan a
El gatopardo
, pero la mayor parte de las veces las escenas parecen sacadas directamente de
Cinema Paradiso
. Matriarca invulnerable y protectora de todos los que estamos bajo su égida, Tosca ejerce un dominio benévolo e incondicional. El misterio casi es palpable a su alrededor. Jamás aparece a la hora del desayuno, sino que, con aquella ropa de hombre antigua y de corte exquisito que llevaba la primera vez que la vimos, al amanecer cabalga hasta los campos más remotos y, cuando regresa, se retira a algún lugar privado casi hasta el mediodía. Con el cabello recién retorcido en moños y bucles, se pasea ufana por la villa y los jardines con alguno de los buenos vestidos negros que conforman su interminable repertorio y la esmeralda escuadrada colgada de una cadena corta trenzada de oro rosa que reposa en el hueco de la base de su cuello. En el jardín o en un rincón del comedor, Tosca dirige buena parte de la actividad de la casa con Mafalda, su hermana, que es la supervisora de las tierras, y con las dos viudas que desempeñan las funciones de supervisora de cuentas y administradora general. Siempre se reúnen con ellas otras personas: las que han ido a la aldea o a Enna o incluso más lejos y, por consiguiente, tienen algún cotilleo o noticia que contar. Analizan la manera más eficaz de producir queso, el reacondicionamiento de un granero, la reconversión de otro espacio sin usar de la villa en dormitorios, la venta al por mayor de la cosecha de naranjas, la recolección de las frágiles flores del naranjo para hacer neroli, por las cuales los fabricantes de perfume están dispuestos a pagar cantidades exorbitantes. Siempre se habla de comida. Con las delegadas de las viudas de la cocina y el horno, Tosca elabora menús, habla de lo que está a punto de madurar en el jardín, pregunta cómo servir los tomates aquella noche y accede al deseo colectivo de servir para comer el sábado un cabrito con clavos de olor, asado al espetón sobre leña de árboles frutales. A su alrededor, así como también en todos los rincones visibles y perceptibles de la villa, el barullo no amaina. Sólo a la noche, cuando todos han comido y todos han acabado su trabajo, la villa cae en una especie de inactividad nacarada y es entonces cuando Tosca ofrece algo así como una casa abierta.

Los aldeanos trepan por la colina hasta la villa para acompañar a los residentes en la casa. Con el cabello bien metido debajo del pañuelo y delantales limpios sobre la ropa de trabajo, las mujeres suben a sentarse bajo la pérgola con Tosca y las viudas, mientras que sus hombres, con los chalecos de lana de los domingos abotonados a pesar del bochorno de la noche, vienen a jugar a las cartas en la bodega con los campesinos.

—Igual que la nata, las mujeres siempre arriba —repite Tosca todas las noches, cuando los hombres se separan de sus consortes.

La mayoría de las mujeres coge uno de los cigarros largos y finos de la caja que les presenta Tosca y se los encienden unas a otras, como hacen los fieles con las velas en una procesión. Las mujeres eligen algo de beber entre las botellas alineadas sobre una mesa en el extremo opuesto de la pérgola. La mayoría se sirve whisky o una pócima que se fabrica con miel y hierba luisa en unas copitas del tamaño de un dedal, lo suficiente para mojarse los labios. A veces se limitan a sentarse donde llega el perfume fresco del jazmín aplastado por el sol, fumando y bebiendo a sorbos, porque no quieren o no necesitan decir nada. Cuando lo hacen, casi siempre hablan de hombres: sobre enamorarse y hacer el amor y manifestar amor, sobre la diferencia entre infidelidad y deslealtad. A veces entonan la misma canción que oí cantar a las viudas la mañana en que llegamos: aquella sobre el dolor y el embeleso. Cuando acaban, momentáneamente, de hablar de hombres, hablan de sus hijos.

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