Un verano en Sicilia (7 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

BOOK: Un verano en Sicilia
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Cuando suena el ángelus a las cinco de la tarde siguiente, como un alto barco negro abriéndose camino en un mar sereno, Cosimo se acerca a la mesa bajo el magnolio sentada a la cual lo espero. Ninguno de los dos saluda al otro. Se acomoda en una silla, da un suspiro largo a través de una amplia sonrisa y le paso mi botella de agua de vidrio verde, deslizándola sobre las hendiduras y las cicatrices de la mesa de mármol, pero él dispone de su propio refresco: con un solo movimiento rápido, extrae de algún lugar de debajo de su sotana una petaca forrada en cuero y le afloja la tapa; la inclina hacia sus labios y bebe a sorbos largos y con gorgoteo algo que huele más a espinaca o hierba que a whisky o vino.

—Caldo de acelgas hervidas —es lo primero que dice, mientras oculta otra vez la botella en su sitio.

No veo que haya traído ningún libro, conque cierro el mío y espero. Me dice que tiene setenta y seis años y debe de saber que su cara y su figura aparentan como mínimo quince años menos (tal vez incluso veinte), porque hace una pausa después de anunciarlo, a la espera de mi cumplido. No lo defraudo. Dice que vivía en el palacio en calidad de clérigo residente y de chófer del príncipe cuando éste llevó a Tosca a vivir allí, cincuenta y seis años atrás.

—¿A este palacio?

—No, no; esto no es un palacio. Tosca vivía con el príncipe y su familia en el palacio de Anjou, un palacio barroco que los antepasados de él levantaron en medio de interminables huertos de limoneros. ¿Nadie se ha ofrecido a llevarla a verlo? Queda a pocas horas en coche de aquí.

Puesto que en mi larga vida no he tenido aún demasiado contacto con castillos, villas, pabellones de caza ni palacios, no revelo al sacerdote que me costaría distinguir las diferencias entre ellos. Procuraré que no se entere, tampoco, de que desconozco lo fundamental de la historia de Tosca y el príncipe, de la cual supongo que piensa que debo de haberme enterado por otras vías. Recuerdo, sin embargo, que, durante la primera comida, Carlotta me dijo que la
signora
había heredado la villa de un príncipe de Anjou que era su tutor. No diré al sacerdote que, después de aquella confidencia tan estimulante, no me he enterado de nada más. Lo escucharé y mi atención será recompensada, porque sabré que él lo ha visto todo, que lo sabe todo y lo recuerda todo y también que, si hubiese alguna brecha en aquel conocimiento o en aquella memoria, el sacerdote reunirá los hilos con la habilidad de un tejedor flamenco.

—Tenía, incluso entonces, esa arrogancia espléndida, altiva y soberbia. Llevaba gruesas trenzas negras como una corona. Nadie ha sabido nunca si estaba maldita o bendita, pero de lo que no cabe duda es que Tosca tenía algo de hechicera. Leo la adoptó cuando ella tenía nueve años, creo. Su belleza era ya tremenda y tenía que ver sobre todo con sus ojos, que eran de un color jade pálido y húmedo, rodeados de una piel del color de las almendras tostadas al sol. Unos ojos verdes tan largos que parecían penetrarle en los huesos altos y afilados de las mejillas y yo pensaba que eran los ojos que tendrían las sirenas. Tosca tenía ojos de sirena. Efectivamente, tenía diez o puede que aún nueve años cuando él se la llevó a vivir al palacio. Era una costumbre feudal bastante común aquella noble y autorizada sustracción de los hijos de los campesinos propios o ajenos, daba igual, que vivían dentro o en los límites de las tierras de un aristócrata. En cierto modo, era un honor para la familia del niño y un paso prometedor para él mismo, aunque no siempre se utilizó bien. Como mínimo, el niño tendría alimento y ropa, además de educación. Claro que también había abusos. Cabe preguntarse si lo que estimulaba esta costumbre era la bondad o tal vez fuese la lujuria. Los motivos iban y venían y se fundían. ¿Quién podría distinguir la una de la otra? Por consiguiente, como era normal, todos, yo incluido, creímos que el príncipe había "pedido" a Tosca, pero resultó que fue el padre de Tosca quien la ofreció al príncipe. Era criador de caballos y, ocasionalmente, también los robaba, supongo. La cuestión es que el príncipe tenía un semental que el padre de Tosca quería más que a su hija.

»Aquella mañana, cuando fue a buscar a Tosca, siguiendo el plan que él y el padre de Tosca habían organizado con cuidado, el príncipe la instaló en el asiento trasero de su enorme Chrysler descapotable, la colocó en el espacio reducido que quedaba detrás de su asiento y el mío. Claro, yo era su chófer. Un sacerdote joven, que había nacido allí y recién ordenado con los jesuitas de Palermo. Me habían enseñado a conducir para poder llevar a mi obispo de un lado a otro, de compromiso en compromiso, y creo que se debió más a mi habilidad al volante que a mis dotes espirituales que el príncipe al principio solicitó mi presencia en el palacio y dispuso que se me destinara a San Rocco, la iglesia de la aldea más cercana. En mi doble condición de confesor y chófer, por uno de mis trabajos tenía conocimiento de los imperativos del otro: así mataba dos pájaros de un tiro. En cualquier caso, recuerdo la mañana del distinguido secuestro de Tosca por el príncipe. Recuerdo que ella se sentó en el pequeño pozo de cuero bañado por el sol como un pequeño demonio marrón que veía venir la batalla. Cuando, con falso afecto, su padre se inclinó hacia el coche para abrazarla, lo mordió y le escupió con la fuerza y la velocidad de un auténtico tunante y pienso que aquella debió de ser la primera rebeldía franca de Tosca, aunque no la última. Es posible que no quisiera marcharse con el príncipe, pero tenía muy claro que no quería quedarse con su padre. Entonces, con una amplia sonrisa de reconfortante vendetta, aquel padre poco cariñoso y poco querido echó un costal sangriento lleno de aves y conejos sobre los delgados muslos descubiertos de su hijita. Las cabezas de los animales sobresalían por la parte superior del costal y se le apoyaban en el pecho y su carne recién muerta ya olía a podrido. Un botín que representaba su agradecimiento al príncipe por librarlo de la carga de su primogénita. Lo cazado en una mañana era la dote de Tosca. "¡Hasta nunca!", dijo, pensando que sólo Tosca lo escucharía. Después de todo, tenía otra hija, más joven y obediente, aunque no tan hermosa como Tosca, y la menor se ocuparía bien de él: de ir de un lado a otro y de limpiar y era más probable que no dijera nada por la noche. Claro que si la madre de Tosca hubiese estado viva… pero esa es otra historia.

El sacerdote guarda silencio; supongo que está pensando en la «otra historia», en cómo habrían sido las cosas si la madre de Tosca no hubiese muerto.

—Aunque ya he contado antes esta historia, hace tanto tiempo que ni siquiera estoy seguro de no habérmela contado sólo a mí mismo. ¿Continúo? —me pregunta, como si yo acabara de llegar.

Fue él quien me citó allí y quien se ha puesto a hablar del pasado sin que nadie se lo pidiera y sin embargo soy yo —lo mismo me ha pasado en casi todo momento estos últimos días aquí en la villa— quien siente que le está quitando algo. De todos modos, la verdad es que quiero que continúe.

—Sólo si usted quiere —le digo.

Cierra los ojos.

—Cuando llegamos, el príncipe liberó a la niñita de su costal ensangrentado, de cuya cruel entrega no se había percatado hasta entonces, y lo arrojó al suelo. Levantó a Tosca de su asiento, le secó el vestido con el pañuelo y, como si fuera una dama a la que estuviera cortejando, le enseñó los jardines del palacio. ¡Qué jardines! Una confusión encantadora de rosas, lilas, glicinias y camelias, tan entrelazadas que parecían tener todas la misma raíz, un jardín donde las diosas de bronce escupían agua de los pezones de sus pechos erguidos y orgullosos y donde las hojas mustias de las viejas palmeras abanicaban las ramas altas de los robles. Allí recibiría Tosca su instrucción, junto con las hijas del príncipe, de una institutriz francesa. Aquella Tosca de ojos verde claro y piel sarracena sería domesticada, formada, refinada, aunque mucho tiempo hubo de pasar antes de que prevaleciera en ella el influjo principesco.

»Unos días después de llegar al palacio, Tosca escaló los muros del huerto de limoneros y cogió un caballo del establo: era una yegua recién domada que nadie había montado todavía o al menos eso dijeron después los mozos. La montó a pelo. Se proponía ir a casa de su padre a buscar sus cabras y al final resultó que regaló a su hermanita las botas negras nuevas abotonadas a los lados y el delantal blanco de seda, entonces rasgado y con olor a sudor de caballo, que le había puesto aquella mañana una criada llamada Agata. Aunque Tosca sabía que aquellos tesoros inimaginables le quedarían demasiado grandes a su hermanita, quería que ella los tuviera. Como amuletos para el futuro, supongo, y tal vez como prueba de amor, aunque sin duda Mafalda debía de haber recibido abundantes muestras de ello.

»Después, descalza y envuelta en la bata de su madre difunta, Tosca cumplió con su deber y regresó al palacio, a caballo y seguida de sus cabras, a las que Mafalda temía y detestaba, atadas con unas cuerdas que sujetaba con firmeza en una mano. Tosca sabía que tenía que quedarse en el palacio, al menos por un tiempo, hasta que se las ingeniase para urdir otro plan. Además, el palacio estaba lleno de trofeos que podía saquear para Mafalda y, para Tosca, aquél era un motivo suficiente para quedarse. Dio de beber y de comer al caballo y cerró la puerta del establo. Amarró las cabras, por el momento, a los tobillos de una de las diosas cuyos pezones escupían agua, se secó la cara con un puñado de magnolias caídas (un secreto de belleza que había aprendido hacía mucho de su madre) y se presentó en la galería a tiempo para comer.

No tendría que haberme preocupado por lo que percibo como una intromisión, puesto que el sacerdote parece, una vez más, haberse contado la historia a sí mismo.

—Todo resulta familiar, en cierto modo —comento—. Es Lampedusa, aunque un poco más tierno.

—¿Familiar, dice? Claro que es familiar: es la historia humana que se repite hasta el infinito, aunque sólo sea para demostrar que el pasado no está muerto, que se presenta con distintas apariencias. Algunas veces y en especial en Sicilia. Siempre hay un príncipe y un palacio, siempre hay un sacerdote y siempre hay una niña. Los protagonistas son eternos. En cada actuación, los personajes se comportan como si fueran los primeros en representarla, como si no supieran cómo va a acabar la obra. Sí, recuerda a Lampedusa. Fue él quien dijo que todos los enamorados representan los papeles de Romeo y Julieta, como si no supieran nada del veneno ni de la tumba. El nos recuerda el poder de la lujuria sobre la miseria que produce; Lampedusa, entre otros. —Me mira entonces y añade—: El tiempo le ha hecho un favor a Tosca. Su rostro se parece mucho al que tenía el día en que llevé al príncipe a buscarla a casa de su padre, salvo que ahora es más encantador y más aterrador que cuando tenía dieciocho años o que la noche en la que le entregué la chaqueta de montar del príncipe.

Dice esto con una voz que viene de muy lejos. No entiendo lo que me dice sobre la chaqueta de montar.

—¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo le llevó usted la chaqueta de montar del príncipe?

Se pone de pie con cautela, como si estuviese dolorido, y apoya las manos en la mesa para sostenerse.

—Hace mucho tiempo y en otra vida. Tal vez fuera un sueño.

Creo que Christopher Plummer está enamorado de Tosca hace mucho tiempo.

Como quiero retenerlo, digo:


Lei è una creatura affascinante
. Ella es una criatura fascinante. ¿Usted también la amaba?

Mi mirada desciende hasta mis manos. Las últimas palabras me salieron en un susurro.

—A veces, el mejor amor puede ser un amor no vivido. Basta con poner un rostro al que amar para ser feliz. No saber quién es tu amor o dónde encontrarlo es lo que hace que uno se vuelva loco. Después de haber sido su mejor amigo, testigo, confidente y defensor desde que tenía diez años, diré que sí, a mi manera, estuve enamorado de ella y podría decir que lo sigo estando.

C
APÍTULO
VI

No recuerdo si fue la noche del mismo día en que Cosimo me contó su historia u otra poco después cuando decidí aceptar la invitación de Tosca de ver los frescos bajo la luz cambiante. Sé que era viernes y que Fernando y yo habíamos decidido partir a la mañana siguiente.

Cuando entro en el comedor a las seis, ella está allí sentada junto al hogar apagado, con un libro abierto en el regazo. Nos saludamos y ella retoma su lectura y, sin decir nada más, comienzo mi visita. Paseo por la vasta habitación con la cabeza echada hacia atrás y me maravillo de la belleza de los frescos realzada por la luz natural más suave. Me quedo unos veinte minutos, durante los cuales no decimos nada más. Quiero preguntarle por los artistas y las épocas del trabajo, por las propias alegorías y por qué hay tantos espacios en blanco en los frescos, pero me mantengo en silencio, con la sensación de que no le entusiasma la docencia. Estoy distraída, echando un último vistazo de espaldas a Tosca, cuando una voz italiana me pregunta en un inglés bastante vacilante:

—¿Le gusta la ginebra? Tengo una ginebra buenísima, por si quiere que le prepare algo de beber. ¿No es esta, más o menos, la hora en que beben los ingleses?

Perpleja, me quedo petrificada, todavía de espaldas a Tosca y a la voz. No puede ser ella la que habla y, sin embargo, al darme la vuelta, me doy cuenta de que sí lo es y me echo a reír.

—¿Por qué no me dijo que hablaba inglés?

—¿Por qué habría de haberlo hecho? —pregunta, haciéndose la petulante—. También hablo francés y leo en griego y, además, sé bailar y cantar y toco el piano. No le he hablado de ninguna de mis habilidades. Ni he sentido ni siento ahora la necesidad de impresionarla ni de reconfortarla con el sonido de su propia lengua. Después de todo, estamos en Sicilia. Simplemente me apetecía un gin tonic y pensé que a lo mejor a usted también. Que se lo ofreciera en su propia lengua fue algo involuntario: un impulso.

Habla un inglés espléndido: «Una contralto siciliana cantando el papel de una matrona de Berkshire», pienso.

—¿Ha vivido alguna vez en Inglaterra?

—No, jamás. No he puesto el pie fuera de la isla ni una sola vez en mi vida.

Lo dice sin orgullo ni pesar y no me da tiempo a responder. Me resulta curioso, de todos modos, que responda mucho más de lo que le había preguntado. Ella continúa:

—Estudié inglés y francés cuando era joven y he leído una y otra vez a los escritores ingleses y franceses del siglo XIX durante la mayor parte de mi vida desde entonces. No me gusta leerlos traducidos.

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