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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (19 page)

BOOK: Una misma noche
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Durante largo rato no dijo nada. Estaba allí, tranquilo, mirando sin tiempo. Hasta que de pronto, al escuchar no sé qué cantito de una manifestación que iba tardíamente hacia el acto, me dijo:

—¿Hoy es 25 de mayo?

Como si al fin cayera en la cuenta del festejo que compartía el país todo, y ya no pudiera adjudicar la alegría colectiva más que a algún tipo de revolución o independencia que, por lo demás, y por primera vez, no le importaban.

Lo cierto es que tan pronto se fue la censista, al ver que mi madre se sentía a la vez aliviada y alegre de haber sido sincera, decidí recordarle el secuestro de la chica de Kuperman, por primera vez en treinta y cuatro años. Con el falso pretexto de que la censista acababa de preguntarme por ellas.

—¡Uf, sí, me acuerdo! —dijo mi madre, tan conmovida como para sucumbir a la confusión—. Golpeaban las puertas… ¡paaaaaaaam! Y la perrita, ¿te acordás?, ¡no los quería!

De modo que era verdad. ¡Mi madre también había visto que pateaban las puertas! Y de pronto agregó:

—Y había metido un Goldenberg en eso, ¿no?

¡Así que era verdad que le habían preguntado por él! De otro modo, ¿cómo habría podido conocer y retener ese apellido?

Y no me importó que lo dijera como quien dice: «Y era cosa de judíos, ¿verdad?».

Porque de pronto entendía: la
ESMA
, ese lugar central en la vida de mi padre donde yo nunca había estado, el sitio en que también se jugó el destino de Diana Kuperman, era el símbolo de todo lo que yo ignoraba.

¿Y ahora iba a la
ESMA
para «escribir con el cuerpo», como dicen las feministas? No, quizá se tratara de dejar que el cuerpo fuera el papel en blanco, que la experiencia escribiera en mí, para por fin escribirla.

Pagar el precio.

R

1977

«Te llegó la hora.» Y la sacan de la cama, y le ponen la venda, y la alzan a upa, las celadoras se gritan, quizá, pero no le hablan nunca. […] Y esos ruidos que, a su paso, se producen por ella —ese cerrojo que gruñe, esas bisagras que chirrían, ese guardián que autoriza el paso murmurando un número— le dicen y repiten: «Te ha llegado la hora». […] Son los mismos ruidos que oyó cuando venía hacia aquí, pero en orden inverso: eslabones de una cadena que se desgrana. La única cadena en ese caos de ruidos que es la cárcel de noche.

Hay quien resiste gritando los traslados. Diana no: la distraen sus dolores —los dolores de un cuerpo nunca recuperado— y el terror de que le hagan doler aún más —por eso cada cosa le pasa antes de que pueda esperarla. […] La puerta de la cárcel. El viento congelante del campo alrededor. La sirena de la misma ambulancia que la trajo y los gritos de una mujer que bajan y que pelea y que Diana quisiera espantarse de un solo manotón, decirle «Han fusilado a doscientas como vos de una sola vez, no seas estúpida». […] Y de pronto un milagro. Que enseguida se pasa. Y el frío, el viento, el viento. Y la dejan en una camilla, la suben a la ambulancia. […] Pero ese milagro, por Dios, en el silencio —¿qué fue, Dios mío, qué era?

Casa 29
. 14 de julio de 1977. Familia Kuperman. El juez Martín D’Antonio no hace lugar al recurso de hábeas corpus presentado por la familia de Kuperman, Diana Esther.

Han cerrado la puerta de atrás de la ambulancia. El chofer se adelanta a ponerse al volante y enciende el motor, y charlando con el camillero, esperan que se caliente. […] Y Diana solo piensa, ese milagro, ¿qué fue? ¿Era la libertad eso que la hirió, en un segundo de silencio? ¡Nunca ha oído así, nunca ha olido así! ¡Y cuánto podía decirle, en un instante, el campo!
(Don Aarón que las lleva en el Siam Di Tella a Miramar, a su madre y a ellas, y les señala a lo lejos la cárcel de mujeres.)
[…]
(«Oh no, desgraciadamente no recuerdo los nombres de aquellos camilleros, no sé ni siquiera si los supe», dirá Diana en el juicio.)
[…] Pero arrancan a lo bestia, marcha atrás, giran entre chirridos y Diana oye los gritos de los presos de la cárcel de varones. La camilla está suelta en la cabina y golpea, golpea, golpea contra la puerta del fondo
.
[…]
(«Cuidado», dijo Goldenberg, y después, no recuerda.)
[…] Topa la camilla la puerta de la ambulancia, se escora y golpea los flancos como el badajo de una campana inútil que nadie puede oír, hasta que por fin el camino se hace recto como solo lo son las grandes rutas… […]
(«Sí, y no solo eso. Eran sumamente perversos, en los traslados. Iban a mucha velocidad, tremenda velocidad y hacían movimientos y se reían, y yo, como estaba inmovilizada, tendí a caerme en varias oportunidades.»)
[…] ¿Y qué pensará su madre si al fin llega a la cárcel y le dicen que Diana no está? […]
(«Ojalá supiera algunos de sus nombres, sí, porque con muchísimo gusto los diría. Y no es por miedo que digo que no recuerdo, ¿eh? Es simplemente la verdad.»)

Casa 7
. Familia Aragón. 15 de julio de 1977. Mi madre intercede ante Cavazzoni por la suerte de Martín Aragón. El marino la deriva a la pareja de viejitos a cuya casa dan los fondos de todas las nuestras. «No es militar», explica Cavazzoni, como exculpándose, «pero está en la lucha contra la subversión». Dos o tres días después, le dicen a mi madre que Martín volverá —con tal gesto de desprecio por sus muestras de alegría que, me confía ella, misteriosamente, será mejor no apresurarse a festejar.

«¿Usted dónde creía que iban?», preguntará el juez. «Creí que me mataban», dirá Diana.
[…] Porque hasta ella lo sabe ya entonces: se fusila en los campos alrededor de La Plata. Aparecen cadáveres —de a diez, de a quince, de a treinta— al borde del camino de Villa Elisa a Punta Lara. […] Pero la puerta de atrás de la ambulancia se abre y la camilla se desliza por la ruta hacia el campo y se hunde en un bañado, qué dulzura de muerte. […] Un barquinazo la despierta: la ambulancia ahora bordea una rotonda, una de esas maniobras como de cortesía que anuncian la ciudad, y como un tiburón que rodea a su víctima empieza a sentir en torno otros autos, camiones, colectivos —oh, el mundo ha seguido igual mientras ella lo perdía— y de pronto, bajo las ruedas, el traqueteo de un puente que cree reconocer: Oh no, no quiere la esperanza, pero qué parecido suena todo a su propio barrio, y cuando suben a la vereda no puede no intentar escuchar un piano —aquella polonesa para Anna Magdalena…[…]
(«Me pregunto, doctora, si usted recuerda lo que escuchó al llegar, si pisaban pedregullo, asfalto…» Pausa. «Oh, perdón», dice Diana, «he hecho que no con la cabeza». «No. Lo único que sé es que me sacan de la ambulancia y me dejan en un cubículo de cero por cero, en el piso, sobre una colchoneta.»)
[…] Cero por cero. […] Estira, con la venda puesta, una mano, y toca una pared de azulejos rotos, y reconoce el hedor: también en su casa hay un gabinete así, bajo la mesada. Para tirar la basura.

C
ERO
por cero. […] «No te saqués la venda», le dice un carcelero. […] Le duele todo el cuerpo: no puede estar sentada. Se estira en un colchón hediondo de humedad. «¿Y quién me va a cuidar?» […] Gotear de canilla, siseo de una hornalla, crepitar de pan quemado —y su olor la tortura. […] Pasos de un hombre solo. Solo un hombre cuidándola. […] Cuando él abre la puerta y sale al aire frío, Diana se anima a levantar la venda un poco y por una mirilla en lo alto ve una lamparita encendida, eternamente encendida. […] Pero ese viento de afuera trae gritos de un potrero, y el ritmo de un tren que hace retemblar el suelo, un cantito de hinchas que van hacia la cancha. […] ¿Y si la cárcel no fuera más que un modo de agudizarle los sentidos, hasta que un simple dato de la realidad —un color, un color, un ruido— le doliera como un tormento físico? […] Y de pronto un golpe feroz, ¡bum!, en la puerta de chapa. «¡Nombre!», le gritan. «¡Nombre!» […] Y ella tarda en comprender que debe decir el suyo, y articular la voz es aún menos difícil que rescatar a la que fue desde el fondo de sí.
(«Diana Esther Kuperman», dirá en el juicio, tantos años después, y cómo no pensar que aquel carcelero puede estar entre el público.)
[…] Como una suerte de premio, oye que por debajo de la puerta le deslizan un plato. Los dos tipos, el que la vigila y el que ha llegado a preguntarle su nombre, se comen sus tostadas, y ella, rendida de hambre, tanteando en lo oscuro comprende que no es plato, es escudilla. Se abraza, se concentra.
Oh mi Dios,
dice, y se abraza los hombros.
Oh, mi maminke.

Casa 9
. Familia Bazán. 18 de julio. Han arrasado el departamentito adonde, secretamente, se mudó mi prima. Mientras la acompañamos, con mi padre, a componer un poco el destrozo, me atrevo a preguntarle por la suerte de Mona Yrla. «No sé», me previene. «¿Cayó presa?» «No sé», exige, como cuando me enseñaba que es mejor no saber nombres. Pero una nueva amargura, despojada ya de toda épica y de toda esperanza, me da a entender que todo lo que «no sabemos» es infinitamente peor que lo que podemos imaginar, y que es mejor ahorrar fuerzas para cuando podamos enterarnos. Ya no le creo.

«Doctora Kuperman», dirá el juez. «Usted se ha referido a las torturas de que fue víctima, torturas psicológicas, no torturas corporales, ¿verdad?» «Psicológicas, sí, doctor, más psicológicas. Porque eran muy violentos.»
[…] «¡Nombre! ¡Nombre!», grita el segundo tipo, y sigue dando golpes a las sillas, las paredes, como si pudiera arrancársele la identidad al mundo todo. Pero nadie contesta, o ella no escucha. […]
«Gritaban, ponían la radio, tiraban tiros.»
[…]
.
«¡Nombre!», y de pronto los dos se ríen, incomprensiblemente. […] Y hay algo más terrible que estar abandonada al Mal: estar abandonada, lo siente, a la locura. […]
(«Eran simulacros, doctor. Cosas que decían para que una siguiera temiendo todo el tiempo.»)
[…] Y poco a poco en sus conversaciones —Diana no puede no atender a sus charlas— empiezan a intercalar descripciones de tormentos como ella solo oyó que aplicaban los nazis, en un tono tan vulgar, tan distinto de toda actitud humana conocida, que ella quiere creer que no es verdad, que solo están burlándose. […]
(«Simulacros para que una creyera que de un momento a otro podía pasarle eso.»)
[…] Y es cierto que cada tanto intercalan un nombre que ella reconoce de otra época, otro mundo, otra vida (la del año pasado, en la oficina de
EGASA
). Pero son nombres que bien pueden conocer de la televisión: Papaleo, Timerman, Graiver. […] Hasta que mencionan un dato que solo ella conoce, las siete cicatrices, y agregan, entre risas: «El corazón le falló». […] Y Diana, que no ha admitido su muerte porque no vio su cuerpo muerto, sobrecogida, comprende que —¿destino, paradoja, castigo?— en esa misma celda estuvo Jaime Goldenberg. […] Que su destino es seguirlo incluso en esto. […] Que deberá dar cuenta por aquellos secretos que él no quiso revelarle. O que le reveló, y ella no puede recordar.

Casa 29
. Familia Kuperman. 25 de julio. La señora Felisa, aconsejada por un médico y por su propio insomnio, llega al Hospital Naval, donde ya hay otras mujeres esperando en la puerta. Una de ellas, que dice llamarse Kika, la reconoce del barrio, y ella también la reconoce, pero lo disimula. «Vengo a buscar al doctor Ramírez», explica en la guardia, y es verdad, porque se le ocurre que ese traumatólogo, hermano de una amiga, puede haber atendido a Diana, aquí, y saber de ella. «Puedo esperarlo aquí, si es mucha molestia», aclara. Pero los marinos de guardia no la escuchan ni responden, bromean con el nombre de una de esas mujeres que sí dicen, en cambio, estar buscando a sus hijos: «Villaflor, Azucena».

«Perdón doctora, la interrumpo», solicita el juez. «Porque aquí consta en el prontuario que usted fue sacada de la cárcel el día…» «Oh Doctor, no sé qué fechas.» «Está bien», dice el juez. «Se comprende. Pero según consta aquí usted estuvo a disposición de la policía del día 17 de julio al día 22.» «Bueno, doctor», ironiza Diana. «Yo creo que fueron más.»
[…] Porque también el tiempo aquí se desdibuja, como ese accidente que no puede recordar: […] ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? […] ¿Han sido todos esos —los Papaleo, los Graiver— los que la han acusado? ¿Será que en medio del tormento —¡pero claro!— prefirieron echarle toda la culpa a un muerto, ¡al difunto Jaime Goldenberg!, del que ella «sabe todo»? […] ¿Y cómo convencer a estos tipos de que ella no sabe todo, si aquel viaje
in itinere
tiene toda la apariencia de una cita clandestina? […] ¿Y ahora dónde se han ido? […] Que se han ausentado más tiempo que nunca se lo dicen sus tripas, la tortura del hambre, esta debilidad. […] Toca el plato y no lo han retirado: el resto de comida asquerosa está reseco, pero aun así come. […] Y tiene sed y solo atina a pasar una y otra vez la palma de la mano por la pared húmeda y lamérsela, así, como quien lame heridas. […] Quizá llega a llamar, mientras el tiempo se borra, pero nadie contesta —solo escucha los ruidos recurrentes del mundo, sobre todo el canto enloquecido de un zorzal. […] Pasan días, meses, años […] ¿Y cómo contar lo que entonces llega? Es el «cero por cero» para el que no hay palabras, porque no contiene esperanza ni Dios.

Casa 5
. Departamento B. Planta baja. Familia Colombres. 25 de julio de 1977. «Me dejaron entrar, buscar entre bandejas», les dice Kika a los Colombres cuando se los encuentra en la puerta de la morgue, «y yo, de la impresión, hice caer una». Los Colombres le replican: «Ya es demasiado, ¿no?». «Sí», dice ella, determinada. «Quieren volvernos locos. Tenemos que encontrar otra manera.»

Hasta que una noche, claro, Diana oye que llegan autos, que el portón de calle se abre, y es Dios el que llega: y viene a darle vida.

«¡M
E HA LLEGADO
la hora!», se dice, renaciendo. […] Y sí, es la voz de Dios la que suena entre otras voces y se impone sobre ellas. […] Y Diana llora, revive, y aun se incorpora cuando los oye entrar. […] «¡Nombre!», quiere que griten. «Nombre», y quiere decirlo, ya, como para probar que existe. […] Pero ellos no son los que eran, no parecen recordarla: son actores del libreto de la obra de teatro que describieron en sus charlas. […] Traen una camilla con ruedas, ponen fuerte la radio, conectan otro aparato que al usarse provoca interferencias. […] Y como para probarlo abren el cubículo y la alzan a upa, y ella querría gritar su nombre pero no tiene fuerza, o quizá ya no es ella: y no ha de querer serlo hasta que llegue Dios. […] Y sin decir palabra, como si fuera una cosa, la tienden en la camilla, la atan de pies y manos
(Oh, como estaba Goldenberg cuando el corazón le falló)
y algo inconcebible la muerde en el tobillo.

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