Una mujer difícil (9 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Cuando Eddie hizo girar la llave de encendido, el Mercedes respondió con un ronroneo. Miró disimuladamente a Marion y vio que ella le estaba observando de una manera que le era tan desconocida como su coche.

—No sé adónde vamos —le confesó.

—Tú conduce —le dijo Marion—. Ya te daré todas las instrucciones que necesites.

Una máquina masturbadora

Durante el primer mes de aquel verano, Ruth y el ayudante del escritor apenas se vieron. No se encontraban en la cocina de la casa, sobre todo porque Eddie nunca comía allí. Y aunque la niña de cuatro años y el ayudante de escritor dormían bajo el mismo techo, las horas en que uno y otra se retiraban eran muy distintas y sus dormitorios estaban a considerable distancia. Por la mañana, Ruth ya había tomado el desayuno, con su madre o con su padre, antes de que Eddie se levantara. Cuando el muchacho estaba despierto del todo, había llegado la primera de las tres niñeras de la pequeña, y Marion ya había llevado a la niñera y a Ruth a la playa. Si hacía mal tiempo, Ruth y la niñera jugaban en el cuarto de la niña, o en la sala de estar de la gran casa, que prácticamente no se usaba.

Lo grande que era la casa asombró de inmediato a Eddie O'Hare. Éste había pasado parte de su infancia en un piso pequeño, en la residencia de Exeter, y luego había vivido en una de las casas destinadas a los profesores, que no era mucho mayor que el piso. Pero el hecho de que Ted y Marion estuvieran separados, que nunca durmieran en la misma casa, era una rareza de mucha mayor magnitud (y causa de especulación) para Eddie que el tamaño de la casa. También para Ruth la separación de sus padres había supuesto un cambio nuevo y misterioso. A la pequeña no le resultaba más fácil que a Eddie adaptarse a esa singularidad.

Al margen de las implicaciones que tuviera la separación para Ruth y para Eddie de cara al futuro, el primer mes de aquel verano se caracterizó por la confusión. Cuando Ted se quedaba a dormir en la casa alquilada, a la mañana siguiente Eddie tenía que ir a buscarle con el coche. A Ted le gustaba estar en su cuarto de trabajo no más tarde de las diez de la mañana, por lo que a Eddie le daba tiempo de hacer un alto en el camino y pasar por la tienda de artículos generales de Sagaponack, donde había una estafeta de correos. Allí Eddie recogía el correo y compraba café y bollos para los dos. Cuando era Marion quien pasaba la noche en la casa alquilada, Eddie recogía el correo, pero desayunaba solo, pues Ted ya lo había hecho anteriormente con Ruth. Y Marion conducía su propio coche. Cuando no hacía recados, como sucedía a menudo, Eddie dedicaba gran parte de la jornada a trabajar en la casa alquilada.

Este trabajo, que no era en absoluto exigente, abarcaba desde responder a algunas de las cartas que enviaban los admiradores de Ted hasta mecanografiar de nuevo versiones retocadas a mano del brevísimo relato
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
. Por lo menos una vez a la semana, Ted añadía o borraba una frase. También añadía y borraba comas, sustituía puntos y comas por guiones para después volver a los puntos y comas. (Eddie opinaba que Ted estaba atravesando una crisis de puntuación.) En el mejor de los casos, escribía a máquina un nuevo y desordenado párrafo (Ted era un pésimo mecanógrafo) y al instante lo revisaba y lo dejaba lleno de confusos garabatos. En el peor de los casos, el mismo párrafo quedaba eliminado por completo a la noche siguiente.

Eddie no abría ni leía el correo de Ted, y la mayor parte de las cartas que mecanografiaba eran las respuestas de Ted a los niños que le escribían. El autor respondía personalmente a las madres. Eddie nunca vio lo que las madres escribían a Ted, o lo que éste les contestaba. (Cuando Ruth oía el tecleo de su padre por la noche, sólo por la noche, lo que oía, con más frecuencia que la escritura de un nuevo libro para niños, era la de una carta dirigida a una joven madre.)

Los acuerdos a los que llegan las parejas para no perder las maneras en su viaje hacia el divorcio suelen ser más complicados cuando la máxima prioridad declarada es la de proteger a un hijo. A pesar de que Ruth, a sus cuatro años, había sido testigo de que un muchacho de dieciséis montaba a su madre por detrás, sus padres nunca se hablaban a gritos ni se manifestaban odio, como tampoco el padre o la madre le hablaba a Ruth mal del otro. En este aspecto de su matrimonio destrozado, Ted y Marion eran modelos de buen comportamiento. No importaba que los acuerdos relativos a la casa alquilada fuesen tan sórdidos como la deplorable vivienda. Ruth nunca tuvo que vivir en aquella casa.

En la jerga inmobiliaria que imperaba en los Hamptons en 1958, era una vivienda de las llamadas «casa vagón». En realidad se trataba de un apartamento sin ventilación, de un solo dormitorio, construido a toda prisa y amueblado de una manera económica, encima de un garaje de dos plazas. Estaba situada en Bridge Lane, en la localidad de Bridgehampton, apenas a tres kilómetros de la casa que los Cole tenían en Parsonage Lane de Sagaponack, y de noche era un lugar que permitía que Ted y Marion durmieran a suficiente distancia el uno del otro. Durante el día, allí trabajaba el ayudante del escritor.

La cocina de la casa vagón nunca se usaba para cocinar. En la mesa de la cocina (la vivienda carecía de comedor) se amontonaba el correo sin responder o las cartas a las que el autor estaba dando respuesta. De día, le servía a Eddie como mesa de trabajo y, cuando se quedaba allí por la noche, Ted utilizaba la máquina de escribir. Todo lo que había en la cocina era un amplio surtido de bebidas alcohólicas, café y té. En la sala de estar, una simple extensión de la cocina, había un televisor y un sofá, en el que Ted daba cabezadas mientras miraba un partido de béisbol. Nunca encendía el televisor a menos que retransmitieran un partido de béisbol o un combate de boxeo. Marion, si tenía dificultades para dormir, miraba las películas de la última sesión.

El armario del dormitorio sólo contenía unas pocas prendas de Ted y Marion para casos de emergencia. La habitación nunca estaba lo bastante a oscuras, pues tenía una claraboya, sin cortina, por la que a menudo se filtraba agua. Tanto para evitar la luz como las goteras, Marion cubría la claraboya con una toalla que fijaba con chinchetas, pero cuando Ted estaba allí quitaba la toalla. Sin la luz que entraba por la claraboya, no habría sabido cuándo era hora de levantarse. No había ningún reloj, y a menudo Ted se acostaba sin saber dónde había dejado su reloj de pulsera.

La misma señora de la limpieza que se ocupaba de la casa familiar acudía a la casa vagón, pero sólo para pasar el aspirador y cambiar las sábanas. Tal vez debido a que la casa vagón estaba cerca del puente, donde pescaban los cangrejeros, normalmente utilizando como cebo trozos de pollo crudo, en el apartamento flotaba un olor permanente a volatería y salmuera. Y debido a que el propietario usaba el garaje para sus coches, Ted, Marion y Eddie comentaban que el olor del aceite lubricante y la gasolina saturaba el aire permanentemente.

Si algo mejoraba el lugar, aunque sólo fuese ligeramente, eran las pocas fotografías de Thomas y Timothy que Marion había llevado allí. Procedían del dormitorio de invitados que ocupaba Eddie en la casa de los Cole, así como del baño de invitados adjunto, que también estaba a disposición del muchacho. (Eddie no podía saber que los pocos ganchos que había en las paredes desnudas eran un anuncio de los muchos ganchos para colgar cuadros que no tardarían en quedar a la vista. Tampoco podía haber predicho que durante muchos años le obsesionaría la imagen del empapelado visiblemente más oscuro donde las fotos de los chicos muertos habían colgado antes de que las quitaran.)

Todavía quedaban algunas fotografías de Thomas y Timothy en el dormitorio y el baño para invitados que utilizaba Eddie, y con frecuencia las miraba. Una de ellas, en la que aparecía Marion, era la que le llamaba más la atención. En la foto, que había sido tomada con luz matinal en una habitación de hotel en París, Marion se hallaba tendida en una cama anticuada con colchón de plumas; estaba despeinada y parecía soñolienta y feliz. Al lado de su cabeza, sobre la almohada, había un pie infantil descalzo y sólo una vista parcial de la pierna del niño, en pijama, que desaparecía bajo las ropas de cama. Lejos, en el otro extremo de la cama, había otro pie descalzo que, lógicamente, pertenecía a un segundo niño, no sólo dada la considerable distancia entre los pies descalzos, sino también porque el pijama que cubría la segunda pierna era diferente.

Eddie no podía saber que la habitación de hotel estaba en París y pertenecía al otrora encantador Hótel du Quai Voltaire, donde los Cole se alojaron cuando Ted promocionaba la traducción francesa de
El ratón que se arrastra entre las paredes
. Sin embargo, Eddie reconoció que había algo extranjero, probablemente europeo, en la cama y los demás muebles. También supuso que los pies descalzos pertenecían a Thomas y Timothy, y que era Ted quien había hecho la fotografía.

Allí estaban los hombros desnudos de Marion (sólo se veían los delgados tirantes de la combinación o la camisola) y uno de sus brazos. Una vista parcial de las axilas sugería que Marion las llevaba pulcramente depiladas. En aquella fotografía Marion debía de ser doce años más joven, todavía veinteañera. Eddie no la veía ahora muy distinta, aunque le parecía menos feliz que entonces. Tal vez el efecto de la luz matinal, que incidía oblicuamente en las almohadas, daba a su cabello un tono más rubio.

Como todas las demás fotografías de Thomas y de Timothy, era una ampliación de veinte por veinticinco centímetros, rodeada por un paspartú y enmarcada en cristal. Eddie descolgaba la fotografía de la pared y la apoyaba en el sillón que había junto a la cama, de manera que Marion estuviera frente a él mientras permanecía tendido en la cama y se masturbaba. Para reforzar la ilusión de que la mujer le dirigía a él su sonrisa, Eddie sólo tenía que apartar de su mente los pies descalzos de los niños. La mejor manera de lograrlo era eliminarlos también de su vista, para lo cual bastaban dos trocitos de papel fijados al cristal con cinta adhesiva.

Esta actividad se había convertido en su ritual nocturno cuando, una noche, le interrumpieron. Apenas empezaba a cascársela, oyó unos golpes en la puerta del dormitorio, que carecía de cerradura, seguidos por la voz de Ted.

—¿Estás despierto, Eddie? He visto luz. ¿Puedo entrar? Como es comprensible, Eddie se sobresaltó. Se puso a toda prisa el bañador todavía mojado y muy pegajoso que había puesto a secar en un brazo del sillón cercano a la cama, corrió al lavabo con la fotografía, y la colgó ladeada en su lugar, en la pared del baño.

—¡Ya voy! —gritó.

Sólo al abrir la puerta recordó los dos trozos de papel, todavía fijados al cristal, que ocultaban los pies de Thomas y Timothy. Y había dejado la puerta del baño abierta. Era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Ted, con Ruth en brazos, estaba en el umbral de la habitación de invitados.

—Ruth ha tenido un sueño —dijo el padre de la niña—. ¿No es cierto, Ruthie?

—Sí —respondió la niña—. No era muy bonito.

—Quería estar segura de que una de las fotografías está todavía aquí —explicó Ted—. Sé que no es una de las que su mamá llevó a la otra casa.

—Ah —dijo Eddie, con la sensación de que la niña le atravesaba con la mirada.

—Cada foto tiene una historia —le dijo Ted a Eddie—, y Ruth conoce todas las historias, ¿verdad, Ruthie?

—Sí —repitió la niña—. ¡Ahí está! —exclamó, señalando la foto que colgaba encima de la mesilla de noche, cerca de la sábana arrugada.

El sillón, que Eddie había aproximado más a la cama para sus fines, no estaba donde debería estar, y Ted, con Ruth en brazos, tuvo que dar un rodeo para mirar más de cerca la foto.

En aquella foto, Timothy, que se había hecho unos rasguños en una rodilla, estaba sentado en el mármol de una gran cocina. Thomas, mostrando un interés clínico por la herida de su hermano, estaba a su lado, con un rollo de gasa en una mano y un carrete de esparadrapo en la otra, jugando a que era el médico que curaba la rodilla ensangrentada. Por entonces Timothy tal vez tenía un año más que Ruth, y Thomas unos siete años.

—Le sangra la rodilla, pero ¿se pondrá bien? —preguntó Ruth a su padre.

—Se pondrá bien, sólo necesita una venda —respondió Ted.

—¿Sin puntos ni aguja? —inquirió la niña.

—No, Ruthie, sólo una venda.

—Sólo está un poco herido, pero no se va a morir, ¿verdad?

—Así es, Ruthie.

—Sólo hay un poco de sangre —observó Ruth.

—Hoy Ruth se ha hecho un corte —le explicó Ted a Eddie, y le mostró una tirita en el talón de la niña—. Pisó una concha en la playa. Y esta noche ha tenido una pesadilla…

Ruth, satisfecha con el relato de la rodilla herida y con aquella fotografía, miraba ahora por encima del hombro de su padre. Le había llamado la atención algo del baño.

—¿Dónde están los pies? —preguntó la pequeña.

—¿Qué pies, Ruthie?

Eddie ya se estaba moviendo para impedirles ver el cuarto de baño.

—¿Qué has hecho? —preguntó Ruth a Eddie—. ¿Qué les ha pasado a los pies?

—¿De qué estás hablando, Ruthie? —inquirió Ted. Estaba bebido, pero, aun así, se mantenía en pie con un equilibrio razonable.

Ruth señaló a Eddie.

—¡Los pies! —dijo malhumorada.

—¡No seas grosera, Ruthie!

—¿Señalar es ser grosera? —preguntó la niña.

—Ya sabes que sí —replicó su padre—. Siento haberte molestado, Eddie. Tenemos la costumbre de enseñarle las fotos a Ruth cuando quiere verlas. Pero, como no queremos molestarte cuando estás a solas…, últimamente las ha visto poco.

—Puedes venir a ver las fotos siempre que quieras —le dijo Eddie a la pequeña, que seguía mirándole con el ceño fruncido. Estaban en el pasillo, fuera del dormitorio de Eddie, cuando Ted dijo:

—Dale las buenas noches a Eddie, ¿de acuerdo, Ruthie?

—¿Dónde están los pies? —repitió Ruth sin dejar de mirar a Eddie fijamente—. ¿Qué les has hecho?

Padre e hija se alejaron por el pasillo, y el padre decía:

—Me has sorprendido, Ruthie. No sueles ser grosera.

—No soy grosera —replicó Ruth, irritada.

—Bueno… —fue todo lo que Eddie oyó decir a Ted.

Como es natural, una vez que se marcharon, Eddie se apresuró a ir al baño y despegar los trozos de papel que cubrían los pies de los chicos muertos. Luego, con un paño humedecido, restregó el cristal hasta hacer que desapareciera todo rastro de la cinta adhesiva.

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