Una mujer difícil

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion… Las historias de John Irving nunca son sencillas, porque sabe que las jugadas del azar, por extrañas que sean, acostumbran dar un quiebro a la vida, casi siempre risible.

John Irving

Una mujer difícil

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Xarxa
30.01.12

Biografía

John Irving nació en Exeter (New Hampshire) en 1942. Autor de numerosas novelas y narraciones traducidas en el mundo entero, ha sido galardonado por la Fundación Rockefeller, por el National Endowment for the Arts y por la Fundación Guggenheim; asimismo ha recibido el O’Henry Award y el National Book Award, y en el año 2000 mereció el Oscar por el guión para la película
Las normas de la Casa de la Sidra
, basado en su propia novela
Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra
.

… en cuanto a esta damita, lo mejor que puedo desearle es una pequeña desgracia.

WILLIAM MAKEPEACE THACKERAY

Agradecimientos

Agradezco mis numerosas visitas a Amsterdam durante los cuatro años que he dedicado a escribir esta novela, y estoy especialmente en deuda con el paciente y generoso brigadier Joep de Groot, del Segundo Distrito Policial, sin cuyos consejos no habría podido escribirla. Debo agradecer también la ayuda que me prestó Margot Álvarez, ex miembro de
De Rode Draad
, una organización que defiende los derechos de las prostitutas en Amsterdam. Deseo dar las gracias en especial a Robbert Ammerlaan, mi editor holandés, por el tiempo y los cuidados que dedicó al manuscrito. Con respecto a las partes del libro cuya acción transcurre en Amsterdam, he contraído una deuda impagable con estos tres amsterdameses. El mérito de todo aquello en que haya acertado les corresponde enteramente a ellos, y, en caso de que haya errores, soy yo el único responsable.

En cuanto a la amplia parte de esta novela que no transcurre en Amsterdam, he confiado en la experiencia de Anna von Planta en Ginebra, de Anne Freyer en París, de Ruth Geiger en Zúrich, de Harvey Loomis en Sagaponack y de Alison Gordon en Toronto. También debo mencionar la atención a los detalles de que han hecho gala tres destacados ayudantes: Lewis Robinson, Dana Wagner y Chloe Bland. Lewis, Dana y Chloe sólo merecen elogios por la meticulosidad irreprochable de su trabajo.

Finalmente, una curiosidad que merece la pena mencionar: el capítulo titulado «La colchoneta hinchable roja y azul» se publicó previamente, en una forma ligeramente distinta y en alemán, en el
Süddeutsche Zeitung
, el 27 de julio de 1994, con el título de «Die blaurote Luftmatratze».

La pantalla de lámpara inadecuada

Una noche, cuando Ruth Cole tenía cuatro años y dormía en la litera inferior, la despertaron los sonidos que produce la actividad amorosa, procedentes del dormitorio de sus padres. Era un sonido del todo nuevo para ella. Ruth había estado recientemente enferma, con una gripe intestinal, y cuando oyó por primera vez a su madre haciendo el amor pensó que estaba vomitando.

No era un asunto tan sencillo, pues sus padres no sólo dormían en diferentes habitaciones, sino que, aquel verano, incluso tenían casas independientes, aunque Ruth no había visto todavía la otra casa. Sus padres se alternaban por las noches en la vivienda familiar para estar con la pequeña. Habían alquilado cerca de allí una casa donde la madre o el padre de Ruth se alojaban cuando no estaban con ella. Era uno de esos arreglos ridículos que hacen las parejas cuando se separan pero todavía no van a divorciarse, cuando aún imaginan que es posible compartir los hijos y las propiedades con más generosidad que recriminación.

Cuando el sonido desconocido la despertó, al principio no estaba segura de si era su madre o su padre quien vomitaba. Entonces, pese a lo extraña que era para ella la perturbación, Ruth reconoció aquel punto de melancolía e histeria reprimida a menudo perceptible en la voz de su madre. Y recordó también que esa noche le tocaba a su madre quedarse con ella.

El baño principal separaba la habitación de Ruth del cuarto de matrimonio. La niña de cuatro años cruzó descalza el baño y tomó una toalla. (Cuando estuvo enferma con gripe intestinal, su padre le recomendó que vomitara en una toalla.) «¡Pobre mamá!», se dijo Ruth mientras le llevaba la toalla.

A la tenue luz de la luna, y a la luz todavía más tenue y errática de la luz piloto que el padre de Ruth había instalado en el baño, la niña vio las caras pálidas de sus hermanos muertos en las fotografías que colgaban de la pared. Había fotos de sus hermanos mayores por toda la casa, en todas las paredes. Aunque los dos chicos murieron en la adolescencia, antes de que Ruth naciera, incluso antes de que la concibieran, Ruth tenía la sensación de conocer a aquellos jóvenes desaparecidos mucho mejor de lo que conocía a sus padres.

El alto, moreno y de rostro anguloso era Thomas. Incluso a la edad de Ruth, cuando sólo contaba cuatro años, Thomas tenía una apostura de primer galán, una combinación de serenidad y aspecto de matón que, en su adolescencia, le daba la aparente confianza propia de un hombre mucho mayor. (Thomas había sido el conductor del coche aquel fatídico día).

El menor y de expresión insegura era Timothy. Incluso en su adolescencia tenía el rostro aniñado y daba la impresión de que algo acababa de asustarle. En muchas de las fotos, Timothy parecía captado en un momento de indecisión, como si se mostrara reacio a imitar una proeza de dificultad increíble que Thomas hubiera dominado con aparente facilidad. (Al final fue algo tan básico como conducir un coche lo que Thomas no logró dominar suficientemente).

Cuando Ruth Cole entró en el dormitorio principal, vio a un joven desnudo que montaba a su madre por detrás. De rodillas sobre la cama, sujetaba los pechos de la mujer y copulaba con ella como un perro, pero no fue ni la violencia ni la repugnancia del acto sexual lo que hizo gritar a Ruth. La pequeña no sabía que estaba presenciando un acto sexual, y tampoco la actividad del joven y su madre le parecía del todo desagradable. De hecho, a Ruth le alivió comprobar que su madre no estaba vomitando.

Y tampoco fue la desnudez del joven lo que la hizo gritar. Había visto a sus padres desnudos, pues la desnudez no se ocultaba entre los Cole. El joven fue la causa de su grito, porque estaba segura de que era uno de sus hermanos muertos. Tanto se parecía a Thomas, el confiado, que Ruth Cole creyó ver un fantasma.

El grito de una criatura de cuatro años es muy agudo. A Ruth le asombró la celeridad con que el joven amante de su madre se apartaba de ella. En efecto, se separó de la mujer y de la cama con tal mezcla de pánico y vigor que pareció como si algo le impulsara, casi como si una bala de cañón le hubiera desalojado. Cayó sobre la mesilla de noche y, tratando de ocultar su desnudez, agarró la pantalla de la lámpara rota que había sobre la mesilla. De ese modo parecía un fantasma menos amenazante de lo que Ruth había creído al principio. Además, ahora, al verlo de cerca, la pequeña lo reconoció. Era el chico que se alojaba en la habitación de los invitados, la más alejada; el chico que conducía el coche de su padre, que trabajaba para él, como le había asegurado su madre. Aquel muchacho había llevado en coche a la playa a Ruth y su niñera una o dos veces.

Ese verano, Ruth tuvo tres niñeras, y cada una de ellas había comentado la palidez del chico, pero la madre de Ruth le había dicho que hay personas a las que no les gusta el sol. La niña nunca había visto antes al joven desnudo, por supuesto, pero estaba segura de que se llamaba Eddie y de que no era un fantasma. Sin embargo, Ruth volvió a gritar.

Su madre, todavía a gatas sobre la cama, no parecía en absoluto sorprendida, algo muy propio de ella, y se limitaba a contemplar a su hija con una expresión de desaliento que rozaba la desesperación. Antes de que Ruth pudiera gritar por tercera vez, su madre le dijo:

—No grites, cariño. Sólo somos Eddie y yo. Anda, vuelve a la cama.

Ruth Cole hizo lo que le pedían, y pasó de nuevo ante aquellas fotografías, que ahora parecían más fantasmales que el amante de su madre, aquel fantasma caído. Mientras Eddie seguía tratando de taparse con la pantalla de la lámpara, no había reparado en que, como estaba abierta por ambos extremos, ofrecía a Ruth una visión sin obstáculos de su pene menguante.

A los cuatro años, Ruth era demasiado pequeña para recordar a Eddie o su pene con mucho detalle, pero él sí la recordaría. Treinta y seis años después, cuando él tuviera cincuenta y dos y Ruth cuarenta, aquel joven malhadado se enamoraría de Ruth Cole. Sin embargo, ni siquiera entonces lamentaría haberse tirado a la madre de Ruth. Tal sería, por desgracia, el problema de Eddie. Pero ésta es la historia de Ruth.

Ruth Cole llegó a ser escritora no porque sus padres hubieran esperado que su tercer hijo fuese varón. Un origen más probable de la imaginación que poseía era que creció en una casa donde las fotografías de sus hermanos muertos eran una presencia más palpable que cualquier «presencia» que pudiera detectar en su madre o en su padre, y después de que la madre los abandonara, a ella y a su padre (y se llevara consigo casi todas las fotos de sus hijos perdidos), a Ruth le intrigaría el motivo de que su padre dejara los ganchos en las paredes desnudas. Aquellos ganchos, unas alcayatas especiales para colgar cuadros, figuraban entre los motivos por los que se hizo escritora. Después de marcharse su madre, durante muchos años Ruth intentaría recordar qué foto concreta colgaba de cada gancho. Y al no poder recordar satisfactoriamente las fotos verdaderas de sus hermanos fallecidos, Ruth empezó a inventar aquellos momentos de sus breves vidas, captados por las imágenes, a los que ella no había asistido. Que Thomas y Timothy muriesen antes de nacer ella también formaba parte del motivo por el que Ruth Cole se convirtió en escritora. Desde el más temprano de sus recuerdos, se vio obligada a imaginarlos.

Fue uno de esos accidentes de automóvil con víctimas adolescentes cuya investigación posterior reveló que los dos jóvenes habían sido «buenos chicos» y ninguno de los dos estaba bebido. Lo peor de todo, para interminable tormento de sus padres, fue que la coincidencia de que Thomas y Timothy estuvieran en el coche al mismo tiempo y en aquel lugar concreto era el resultado de una pelea entre sus padres perfectamente evitable. Los pobres padres revivirían los trágicos resultados de su trivial discusión durante el resto de sus vidas.

Más adelante Ruth se enteraría de que la concibieron en un acto bienintencionado pero sin pasión. Los padres se equivocaron incluso al imaginar que los chicos eran sustituibles, y ni siquiera se detuvieron a considerar que el bebé que arrastraría la carga de sus expectativas imposibles podría ser una niña.

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