Una mujer difícil (51 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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A Ruth no se le ocultaba que era esencial ganar el primer juego. Ted era más resistente en la mitad de un partido. Ruth pensó que, si tenía suerte, su padre necesitaría un juego para localizar el punto muerto. Cuando estaban todavía en la fase de precalentamiento, ella observó que su padre miraba la pared frontal de la pista con los ojos entornados, buscando aquella tiznada azul que había desaparecido.

Ganó ella el primer juego por 18 a 16, pero por entonces su padre había localizado el punto muerto y Ruth contestaba tarde el potente servicio de Ted, sobre todo cuando lo recibía en el lado izquierdo de la pista. Como no veía con el ojo derecho, prácticamente tenía que volver la cara cuando él servía. Perdió los dos juegos siguientes por 12 a 15 y 16 a 18, pero, aunque él la ganaba por 2 juegos a 1, fue Ted quien necesitó la botella de agua después del tercer juego.

Ruth ganó el cuarto juego por 15 a 9. Su padre perdió el último punto al golpear la chapa. Era la primera vez que uno de los dos tocaba la chapa. En juegos, estaban empatados 2 a 2. No era la primera vez que empataba con su padre… y ella siempre había acabado por perder. Muchas veces, poco antes del quinto juego, su padre le decía: «Creo que vas a ganarme, Ruthie», y entonces él ganaba. Esta vez no dijo nada. Ruth tomó un trago de agua y le miró durante largo rato con el ojo sano.

—Creo que voy a ganarte, papá —le dijo.

Ganó el quinto juego por 15 a 4. Una vez más, su padre golpeó con la pelota en la chapa al perder el último punto. El sonido revelador de la chapa reverberaría en los oídos de Ruth durante los siguientes cuatro o cinco años.

—Buen trabajo, Ruthie —le dijo Ted.

Su padre abandonó la pista para ir en busca de la botella de agua. Ruth tenía que darse prisa. Pudo darle unos golpecitos con la raqueta en el trasero cuando él cruzaba la puerta. Lo que deseaba era abrazarle, pero él ni siquiera la miraba. «¡Qué hombre tan raro!», se dijo Ruth. Entonces recordó la extravagancia de Eddie O'Hare cuando trató de hacer desaparecer la calderilla por la taza del váter. Tal vez todos los hombres eran raros.

Siempre le había parecido extraño que su padre considerase natural estar desnudo delante de ella. Desde que sus pechos empezaron a desarrollarse, y su desarrollo fue notable, no se sentía cómoda cuando estaba desnuda delante de él. Sin embargo, ducharse juntos en la ducha al aire libre y nadar juntos en la piscina…, en fin, ¿acaso esas actividades no eran meros ritos familiares? Sea como fuere, en verano parecían ser los rituales esperados, inseparables de los partidos de squash.

Pero después de su derrota, Ted parecía viejo y cansado, y Ruth no soportaba la idea de verle desnudo. Tampoco quería que él viese los moretones dejados por los dedos del abogado en sus pechos, caderas y nalgas. Tal vez su padre se había creído que el ojo a la funerala era una lesión sufrida mientras jugaba a squash, pero sabía más que suficiente acerca del sexo para percibir que los demás moretones no podía habérselos hecho practicando el deporte. Pensó que le ahorraría la visión de aquellos cardenales.

Por supuesto, él no supo que lo hacía por su bien. Cuando Ruth le dijo que quería darse un baño caliente en lugar de una ducha y un chapuzón en la piscina, su padre se sintió desairado.

—Escucha, Ruthie, ¿cómo vamos a dejar de lado el episodio de Hannah si no hablamos de él?

—Hablaremos de Hannah más adelante, papá. Tal vez cuando vuelva de Europa.

Durante veinte años había intentado vencer a su padre en la pista de squash. Ahora que por fin le había derrotado, Ruth se echó a llorar en la bañera. Deseaba sentir aunque sólo fuese un asomo de júbilo por su victoria, pero lloraba porque su padre había reducido a su mejor amiga a la condición de «episodio». ¿O era Hannah quien había reducido su amistad a algo menos que una aventurilla con su padre?

«¡No le des más vueltas, supéralo!», se dijo Ruth. Los dos la habían traicionado, ¿y qué?

Al salir del baño se obligó a mirarse en el espejo. El ojo derecho tenía un aspecto espantoso… ¡Menuda manera de iniciar una gira de promoción literaria! El ojo estaba hinchado y cerrado, el pómulo también se había hinchado, pero lo más sorprendente era la decoloración de la piel. En una zona aproximadamente del tamaño de un puño, la piel tenía un color violáceo rojizo, como una puesta de sol antes de una tormenta, los vívidos colores mezclados con una tonalidad negra. Era un moretón tan cárdeno que hasta parecía un tanto cómico. E iba a exhibirlo durante los diez días de gira por Alemania. La hinchazón se reduciría y el cardenal acabaría por tomar un color amarillo cetrino, pero la lesión de su cara también sería visible durante la semana siguiente en Amsterdam.

Con toda intención no incluyó en el equipaje sus prendas de squash, ni siquiera las zapatillas, y había dejado a propósito las raquetas en el granero. Era un buen momento para abandonar el squash. Sus editores alemán y holandés le habían organizado partidos, pero tendrían que cancelarlos. Tenía una excusa lógica, incluso visible. Les diría que se había roto el pómulo y que los médicos le habían aconsejado que fuese prudente mientras se curaba. (Scott Saunders muy bien podría habérselo roto.)

El ojo a la funerala no parecía una lesión sufrida durante un partido de squash. De haber recibido un golpe tan fuerte propinado por la raqueta de su contrario, el moretón estaría acompañado por un corte que habría requerido varios puntos de sutura. Ruth iba a decir que le había alcanzado el codo de su contrincante. Para que eso sucediera, ella tendría que haber estado demasiado cerca del otro, casi encima de él, a sus espaldas. En semejante circunstancia, el oponente imaginario de Ruth habría tenido que ser zurdo, para golpearla en el ojo derecho. (La novelista sabía que, para contar una historia creíble, sólo es preciso aportar los detalles correctos.)

Se imaginaba dando respuestas divertidas en las entrevistas que le harían: «Siempre lo he pasado mal con los zurdos, es como una tradición», o «Los zurdos siempre tienen algo que no ves venir». (Por ejemplo, te joden por detrás, después de que les hayas dicho que así no te gusta, y te pegan cuando les dices que es hora de que se larguen…, o se tiran a tu mejor amiga.)

Ruth se sentía lo bastante familiarizada con el comportamiento de los zurdos para inventar un buen relato.

Avanzaban entre un tráfico denso por la autopista estatal del sur, no lejos del desvío hacia el aeropuerto, cuando Ruth pensó que la derrota de su padre no le satisfacía del todo. Desde hacía quince años, quizá más, siempre que iban juntos a alguna parte solía conducir Ruth. Pero aquel día no era así. Antes de salir de Sagaponack, cuando colocaba sus tres maletas en el maletero del coche, su padre le había dicho:

—Será mejor que conduzca yo, Ruthie, porque veo con los dos ojos.

Ruth no discutió con él. Si su padre conducía, podría decirle cualquier cosa y él no podría mirarla, no lo haría mientras condujera.

Ruth empezó por decirle cuánto le había gustado Eddie O'Hare. A continuación le reveló que su madre ya había pensado en abandonarle antes de que los chicos murieran, y que no fue Eddie quien le dio la idea a Marion. Añadió que estaba enterada de que él, Ted, había planeado la aventura amorosa de su madre con Eddie; él los había puesto en contacto, al darse cuenta de lo vulnerable que podría ser Marion a un muchacho que se parecía a Thomas o a Timothy. Y, por supuesto, a Ted le había resultado incluso más fácil suponer que Eddie se enamoraría irremediablemente de Marion.

—Ruthie, Ruthie… —empezó a decir su padre.

—No apartes los ojos de la calzada ni del retrovisor —le dijo ella—. Si tienes intención de mirarme, será mejor que pares y me dejes conducir.

—Tu madre sufría una depresión incurable, y ella lo sabía —siguió diciendo Ted—. Sabía que tendría un efecto terrible sobre ti. Para un niño, es terrible que uno de sus padres esté siempre deprimido.

Hablar con Eddie había significado muchísimo para Ruth, pero todo lo que Eddie le había contado no significaba nada para su padre. Ted tenía una idea fija sobre Marion y sobre los motivos por los que le abandonó. Lo cierto era que el encuentro de Ruth con Eddie no había causado ninguna impresión en su padre. De ahí que, probablemente, cuando empezó a hablarle de Scott Saunders, Ruth sintiera un deseo tan intenso de conmocionar a su padre.

Como era una novelista inteligente, Ruth empezó por despistar a su padre antes de contarle la verdad de lo ocurrido. Comenzó por el encuentro con Scott en el autobús y luego el partido de squash.

—¡De modo que ése es quien te ha dejado el ojo a la funerala! —exclamó su padre—. No me sorprende. Ataca en toda la pista y el swing hacia atrás es demasiado amplio…, lo típico de un tenista.

Ruth le contó lo sucedido paso a paso. Cuando mencionó que le había enseñado a Scott las fotos Polaroid que estaban en el cajón inferior de la mesilla de noche de su padre, empezó a referirse a sí misma en tercera persona. Ted no sabía que Ruth estaba enterada de la existencia de aquellas fotografías, así como del cajón lleno de preservativos y el gel lubricante.

Cuando abordó su primera experiencia sexual con Scott y le dijo cuánto había deseado que su padre llegara a casa y, desde el umbral de la puerta, hubiera visto que aquel hombre la estaba lamiendo, Ted desvió los ojos de la carretera, aunque sólo un instante, y la miró.

—Será mejor que pares y me dejes conducir, papá —le dijo Ruth—. Un ojo en la carretera es mejor que ningún ojo.

El anciano miró la calzada y el espejo retrovisor mientras ella reanudaba su relato. Las gambas apenas sabían a gambas y ella no había querido hacer el amor por segunda vez. Su primer gran error fue el de sentarse a horcajadas sobre Scott durante tanto tiempo. «Se lo estuvo follando hasta ablandarle los sesos», comentó.

Cuando se refirió a la llamada telefónica y le dijo que Scott Saunders la montó por detrás mientras ella hablaba, a pesar de haberle advertido que esa posición le desagradaba, su padre volvió a apartar la vista de la carretera. Ruth se mostró irritada con él.

—Mira, papá, si no puedes concentrarte en lo que haces, no estás en condiciones de conducir. Para en el arcén y yo me pondré al volante.

—Ruthie, Ruthie…

No podía decirle nada más. Estaba llorando.

—Si estás alterado y no ves bien la calzada, ése es otro motivo para que conduzca yo, papá.

Le contó que se golpeaba la cabeza contra la cabecera de la cama y no había tenido más remedio que mover las caderas contra él. Y que, más tarde, le había pegado… y no con una raqueta de squash. («Ruth pensó que había sido un directo de izquierda, no lo vio venir.») Se acurrucó, confiando en que él no volviera a pegarle. Entonces, cuando se le despejó la cabeza, bajó las escaleras y encontró la raqueta de squash de Scott, cuya rodilla alcanzó al primer golpe.

—Fue un revés bajo —le explicó—. Con la raqueta ladeada, por supuesto.

—¿Le diste primero en la rodilla? —la interrumpió su padre.

—En la rodilla, la cara, los dos codos y las dos clavículas…, por ese orden —respondió Ruth.

—¿No podía andar? —le preguntó su padre.

—No podía andar a gatas, pero erguido sí.

—Dios mío, Ruthie…

—¿Has visto la indicación del aeropuerto? —le preguntó ella.

—Sí, la he visto.

—No parecía que la hubieras visto.

Entonces le contó que aún le dolía cuando orinaba y que sentía cierta molestia en un lugar desacostumbrado, en lo más profundo de sus entrañas.

—Estoy segura de que desaparecerá —añadió, prescindiendo de la tercera persona—. Sólo debo acordarme de que esa postura me perjudica.

—¡Mataré a ese cabrón! —exclamó su padre.

—¿Por qué has de molestarte? —replicó Ruth—. Puedes seguir jugando a squash con él, cuando pueda correr de nuevo. No es muy bueno, pero bastante útil para practicar… No es un mal ejercicio.

—¡Prácticamente te violó! —gritó su padre—. ¡Te ha pegado!

—Pero nada ha cambiado —insistió Ruth—. Hannah sigue siendo mi mejor amiga y tú mi padre.

—Muy bien, muy bien, lo entiendo —dijo Ted.

Intentó enjugarse las lágrimas que le humedecían las mejillas con el dorso de la camisa de franela. A Ruth le encantaba aquella camisa porque su padre la llevaba cuando ella era pequeña. De todos modos, sintió la tentación de decirle que no quitara las manos del volante, pero no se lo dijo y le recordó cuál era su línea aérea y la terminal que debía buscar.

—Ves bien, ¿verdad? —le preguntó—. Es la Delta.

—Sí, veo bien, ya sé que es la Delta —replicó él—. Y te comprendo, sí, entiendo tu postura.

—No creo que la entiendas jamás. No me mires…, ¡aún no hemos parado! —tuvo que decirle.

—Ruthie, Ruthie, lo siento, lo siento mucho…

—¿Ves dónde dice «Salidas»?

—Sí, lo veo —replicó él, en el mismo tono en que le había dicho «Buen trabajo, Ruthie» cuando le derrotó en su condenado granero.

Finalmente, Ted detuvo el vehículo.

—Bueno, papá, conduce bien al regreso —le dijo su hija.

De haber sabido que aquella era su última conversación, podría haber intentado arreglar las cosas entre ellos. Pero se daba cuenta de que, por una vez, le había vencido de veras. Su padre estaba demasiado derrotado para que le animara un simple giro en la conversación. Y, además, el dolor en aquel lugar desacostumbrado aún la molestaba.

Visto en retrospectiva, habría bastado con que Ruth le hubiera dado a su padre un beso de despedida.

En la sala VIP de la compañía Delta, antes de subir al avión, Ruth telefoneó a Allan. Éste parecía preocupado, o como si no fuese del todo sincero con ella. Ruth sintió una punzada de dolor al imaginar lo que él podría pensar de ella si alguna vez se enteraba de su relación con Scott Saunders. (Allan nunca lo sabría.)

Hannah había recibido el mensaje de Allan y le devolvió la llamada, pero él había sido muy parco en palabras. Le dijo a Hannah que no ocurría nada preocupante, que había hablado con Ruth y que ésta se encontraba bien. Hannah le propuso ir juntos a comer o tomar una copa, «sólo para hablar de Ruth», pero Allan respondió que, cuando Ruth regresara de Europa, se reunirían los tres. «Nunca hablo de Ruth», le había dicho.

Lo que Ruth le dijo desde el aeropuerto fue lo que más se aproximaba a decirle que le quería, pero aún notaba en la voz de Allan un deje de preocupación que la turbaba. Era su editor, y éste nunca le ocultaba nada.

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