Una mujer difícil (46 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Pero cuando el aparato sonó, sólo una hora más tarde, Ruth pensó que podría tratarse de Allan y respondió.

—¿Qué? ¿Jugamos ese partido de squash? —le dijo Scott Saunders.

—No estoy de humor para jugar al squash —mintió Ruth. Recordaba que la piel de aquel hombre tenía una tonalidad dorada, y sus pecas eran del color de la playa.

—Si puedo alejarte unas horas de tu padre… —dijo Scott—, ¿qué te parece si cenamos juntos mañana?

Ruth no había podido cocinar la cena que Hannah había dejado casi del todo preparada. Sabía que no podría comer.

—Lo siento, no estoy de humor para cenar —le dijo al abogado.

—Puede que mañana estés de mejor ánimo.

Ruth imaginaba la sonrisa de su interlocutor, aquella sonrisa de engreimiento.

—Es posible… —le confesó Ruth, y de alguna manera encontró la fuerza necesaria para colgar el teléfono.

No volvió a responder, aunque el teléfono se pasó la mitad de la noche sonando. Cada vez que lo hacía, confiaba en que no fuese Allan, y combatía el deseo de conectar el contestador de su padre. Pero estaba segura de que la mayoría de las llamadas eran de Hannah o de su padre.

Aunque no había tenido energía para comer, se había bebido las dos botellas de vino blanco. Cubrió las verduras cortadas con una envoltura de plástico, cubrió también el arroz lavado y lo guardó en el frigorífico. Las gambas marinadas, que seguían en el frío reducto, se mantendrían bien durante la noche, pero, para mayor seguridad, Ruth les añadió el zumo de un limón.

Tal vez la noche siguiente le apetecería comer algo. (Quizá con Scott Saunders.)

Estaba segura de que su padre volvería. Había esperado a medias ver su coche en el sendero por la mañana. A Ted le gustaba el papel de mártir, y le encantaría darle a Ruth la impresión de que se había pasado toda la noche en el Volvo.

Pero por la mañana no había ni rastro del coche. El teléfono empezó a sonar a las siete de la mañana, y Ruth siguió sin responder. Buscó el contestador automático, pero no lo encontró en el cuarto de trabajo de su padre, donde solía estar. Tal vez estaba averiado y Ted lo había llevado a reparar.

Ruth se arrepintió de haber entrado en el cuarto de trabajo de su padre. Por encima del escritorio, donde ahora Ted sólo escribía cartas, y clavada con una chincheta en la pared, estaba la lista de nombres y números telefónicos de sus actuales adversarios en el squash. Scott Saunders figuraba en lo alto de la lista. A Ruth le bastó ver ese dato para decirse: «Bueno, ya estoy liada otra vez». Junto al apellido Saunders había dos números telefónicos: el de su domicilio en Nueva York y otro de Bridgehampton. Ruth marcó este último, por supuesto. Aún no eran las siete y media, y, a juzgar por el tono de voz al otro lado de la línea, le había despertado.

—¿Aún te interesa jugar a squash conmigo? —le preguntó Ruth.

—Es temprano —respondió Scott—. ¿No has vencido ya a tu padre?

—Quiero vencerte a ti primero —le dijo Ruth.

—Por intentarlo que no quede —comentó el abogado—. ¿Qué te parece si vamos a cenar después del partido?

—Veamos qué tal va el juego —replicó Ruth.

—¿A qué hora?

—La habitual…, la misma hora a la que juegas con mi padre.

—Entonces nos veremos a las cinco.

Ruth dispondría del día entero para prepararse. Había ciertos lanzamientos y servicios que quería practicar antes de jugar con un zurdo. Su padre era el más zurdo de todos, y en el pasado ella nunca había podido prepararse adecuadamente para enfrentarse a él. Ahora creía que jugar contra Scott Saunders sería el calentamiento perfecto para hacerlo con su padre.

Primero telefoneó a Eduardo y Conchita, pues no quería que estuvieran en la casa. Le dijo a la mujer que lo sentía, pero que no podría verla durante aquella visita, y Conchita hizo lo que siempre hacía cuando hablaba con Ruth, se echó a llorar. Ruth le prometió que iría a verla cuando regresara de Europa, aunque dudaba que entonces visitara a su padre en Sagaponack.

A Eduardo le dijo que iba a pasarse el día escribiendo, por lo que no quería que él segara el césped ni podara los setos ni hiciera ninguna de las cosas que solía hacer en la piscina. Aquel día necesitaba una tranquilidad absoluta. En el caso poco probable de que al día siguiente su padre no se presentara a tiempo para llevarla al aeropuerto, ella llamaría a Eduardo. El avión con destino a Munich despegaba a primera hora de la noche del jueves, por lo que tendría que salir de Sagaponack antes de las dos o las tres de la tarde del día siguiente.

Tratar de organizarlo todo, de dar a su vida la estructura de sus novelas, era muy propio de Ruth Cole. («Siempre crees que puedes resolver cualquier contingencia», le dijo Hannah cierta vez. Ruth pensaba que podía, o que debía hacerlo.)

Lo único que debió hacer, pero no hizo, fue llamar a Allan. Dejó que el teléfono siguiera sonando y no respondió.

Las dos botellas de vino blanco no le habían provocado resaca, pero le dejaron un sabor agrio en la boca, y su estómago no se alegraba ante la idea de ingerir ningún alimento sólido para desayunar. Ruth tomó unas fresas, un melocotón y un plátano, metió la fruta en la batidora junto con zumo de naranja y tres cucharadas del polvo proteínico predilecto de su padre. La bebida resultante tenía el sabor de unas gachas de avena frías y líquidas, pero le hizo sentirse como si rebotara en las paredes, que era como ella deseaba sentirse.

Ruth creía dogmáticamente que en el juego de squash sólo había cuatro buenas jugadas.

Por la mañana practicaría el drive paralelo y cruzado, situándose a la distancia correcta, detrás del cuadro de saque. Además, en la pared frontal del granero había un punto muerto. Estaba más o menos a la altura del muslo, algo desplazado a la izquierda desde el centro, muy por debajo de la línea de saque. El padre de Ruth había marcado furtivamente el punto con un borrón de tiza de color. Ella practicaría la puntería tomando ese punto como blanco. Podía golpear la pelota con tanta fuerza como quisiera, pero si alcanzaba ese punto, la pelota quedaba muerta y se desprendía de la pared como un golpe caído. Por la mañana practicaría también el servicio fuerte. Quería dar todos los golpes duros por la mañana. Luego se pondría hielo en el hombro, tal vez sentada en el extremo poco profundo de la piscina, tanto antes como después de prepararse una comida ligera.

Por la tarde practicaría las dejadas. También tenía dos buenos golpes de esquina, uno desde la mitad de la pista y el otro cuando estaba cerca de una de las paredes laterales. No solía jugar el golpe de devolución de esquina, un golpe que consideraba un bajo porcentaje o engañoso, y no le gustaban los golpes engañosos.

Era todavía temprano cuando Ruth subió la escala que llevaba al altillo que había en el granero, donde su padre aparcaba el coche en los meses invernales, y abrió la trampilla por encima de su cabeza. (Normalmente la trampilla estaba cerrada para evitar que avispas y otros insectos volaran a lo alto del establo y acabaran en la pista de squash.) En el exterior de la pista, en el altillo del granero, que en el pasado fue un henil, había una colección de raquetas, pelotas, muñequeras y protectores de los ojos. En la puerta de acceso a la pista había una fotocopia, clavada con chinchetas, del equipo de Ruth en Exeter. Procedía de las páginas de su anuario escolar de 1973. Ruth aparecía en primera fila, en el extremo derecho, con el equipo masculino. Tras fotocopiar la página, su padre la había clavado orgullosamente en la puerta.

Ruth arrancó el papel y lo redujo a una bola arrugada. Entró en la pista y dedicó unos momentos a estirarse, primero los tendones de las corvas, luego las pantorrillas y, por último, el hombro derecho. Siempre empezaba colocándose ante la pared lateral izquierda de la pista. Le gustaba empezar con los reveses. Practicó las voleas y los golpes cruzados antes de dedicarse a los servicios fuertes. No hizo más que lanzar servicios fuertes durante media hora, hasta que la pelota caía cada vez donde ella quería que lo hiciera.

«¡Que te jodan, Hannah!», se decía. La pelota rebotaba en la pared como si estuviera viva. «¡Vete a hacer puñetas, papá!…» La pelota volaba como una avispa, o como una abeja, sólo que mucho más veloz. Su contrincante imaginario jamás podría haber devuelto aquella pelota. Ya habría tenido bastante con apartarse de su trayectoria.

Sólo se detuvo porque pensó que se le iba a caer el brazo derecho. Entonces se desvistió por completo y se sentó en el escalón más bajo de la piscina, gozando de la agradable sensación que le producía la bolsa de hielo, que se le adaptaba perfectamente al hombro derecho. La temperatura en el veranillo de San Martín era deliciosa, y el sol incidía cálidamente en su rostro. El agua fría de la piscina le cubría el cuerpo con excepción de los hombros; notaba el derecho muy frío a causa del hielo, pero al cabo de unos minutos estaría entumecido y eso sería estupendo.

Lo extraordinario de golpear la pelota con tanta fuerza y durante tanto tiempo era que, cuando terminaba, nada ocupaba su mente, no pensaba en Scott Saunders o lo que ella iba a hacer después de que hubieran jugado al squash, ni en su padre y lo que era o no era posible hacer con respecto a él. Ruth ni siquiera pensaba en Allan Albright, a quien debería haber llamado. Tampoco pensó en Hannah ni una sola vez.

En la piscina, bajo el sol, al principio con la gélida sensación en el hombro que acababa por adormecerse, la vida de Ruth se desvanecía a su alrededor, a la manera en que anochece o en que la noche cede paso al amanecer. Cuando sonó el teléfono una y otra vez, tampoco se preguntó quién podría ser y no respondió.

Si Scott Saunders hubiera visto el entrenamiento matinal de Ruth le habría propuesto jugar al tenis o, tal vez, que se limitaran a cenar juntos. Si el padre de Ruth hubiera visto sus últimos veinte servicios, habría decidido que era mejor no volver a casa. Si Allan Albright hubiera podido imaginar hasta qué punto Ruth había prescindido del pensamiento, se habría sentido muy preocupado. Y si Hannah Grant, que seguía siendo la mejor amiga de Ruth Cole y que, por lo menos, la conocía mejor que nadie, hubiera presenciado los preparativos físicos y mentales de su amiga, habría sabido que Scott Saunders, el abogado pelirrojo, se enfrentaba a un día (y una noche) en el que debería rendir mucho más de lo previsible en un partido de squash.

Ruth se acuerda de cuando aprendió a conducir

Por la tarde, tras haber practicado los golpes suaves, se sentó en el extremo poco profundo de la piscina, con la compresa de hielo en el hombro, y se puso a leer
La vida de Graham Greene
.

Le gustaba la anécdota de las primeras palabras que pronunció Graham en su infancia, que al parecer eran «pobre perro», refiriéndose al perro de su hermana, al que habían atropellado en la calle. La niñera de Greene puso al animal muerto en el cochecito con el niño.

Su biógrafo escribía acerca de ese incidente: «Por muy pequeño que fuese, Greene debía de tener una percepción instintiva de la muerte, por la presencia del cadáver, el olor, tal vez la sangre o los dientes al descubierto, como si se hubiera quedado paralizado mientras gruñía. ¿No experimentaría una creciente sensación de pánico, incluso de náusea, al verse encerrado, irrevocablemente obligado a compartir el estrecho espacio del cochecito infantil con un perro muerto?»

Ruth Cole pensó que existían cosas peores. El mismo Greene había escrito en
El ministerio del miedo
: «En la infancia vivimos bajo el lustre de la inmortalidad, el cielo es real y está tan cerca como la orilla del mar. Al lado de los detalles complicados del mundo están las cosas sencillas: Dios es bueno, el hombre y la mujer adultos conocen la respuesta a todas las preguntas, la verdad existe y la justicia es tan mesurada e impecable como un reloj».

La infancia de Ruth no fue así. Su madre la abandonó cuando ella tenía cuatro años, Dios no existía, su padre no le decía la verdad o no respondía a sus preguntas o ambas cosas a la vez. Y en cuanto a la justicia, su padre se había acostado con tantas mujeres que ella había perdido la cuenta.

Sobre el tema de la infancia, Ruth prefería lo que Greene escribió en
El poder y la gloria
: «En la infancia siempre hay un momento en el que la puerta se abre y deja entrar el futuro». Ella estaba de acuerdo, pero habría hecho la salvedad de que a veces hay más de un momento, porque hay más de un futuro. Por ejemplo, estaba el verano de 1958, el momento en que con mayor evidencia la supuesta «puerta» se había abierto y el supuesto «futuro» había penetrado. Pero estaba también la primavera de 1969, cuando Ruth cumplió quince años y su padre le enseñó a conducir.

Llevaba más de diez años preguntando a su padre por el accidente que mató a Thomas y Timothy, y él se negaba a contárselo. «Cuando seas lo bastante mayor, Ruthie, cuando sepas conducir», le había dicho siempre.

Salían diariamente a pasear en coche, en general a primera hora de la mañana, incluso en los fines de semana veraniegos, cuando los Hamptons estaban atestados. El padre de Ruth quería que se acostumbrara a los malos conductores. Aquel verano, los domingos por la noche, cuando el tráfico se demoraba en el carril de la carretera de Montauk en dirección al oeste y los veraneantes que habían ido a pasar el fin de semana se mostraban impacientes —algunos de ellos se morían literalmente por regresar a Nueva York—, Ted salía con Ruth en el viejo Volvo blanco, y daban vueltas hasta que encontraban lo que él llamaba «un buen follón». El tráfico estaba detenido y algunos idiotas ya habían empezado a avanzar por el arcén mientras otros trataban de salir de la hilera de coches para dar la vuelta y regresar a sus segundas residencias, a fin de esperar una o dos horas o echar un buen trago antes de reanudar la marcha.

—Parece que aquí hay un buen follón, Ruthie —le decía su padre.

Y Ruth se apresuraba a cambiar de asiento… en ocasiones mientras el enfurecido conductor del coche que estaba detrás de ellos protestaba haciendo sonar el claxon una y otra vez. Por supuesto, conocían todas las carreteras secundarias. A lo mejor Ruth avanzaba centímetro a centímetro por la carretera de Montauk y entonces se separaba del tráfico y corría en paralelo a la carretera por las vías de enlace, y siempre encontraba la manera de volver de nuevo a la hilera de coches. Su padre miraba atrás y decía: «Parece que has adelantado a unos siete coches, si ése de ahí es el mismo estúpido Buick que creo que es.»

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